Sílvia Gallart, trabajadora de una ONG, en Ripoll, recibe ayuda psicológica tras salvarse de ser arrollada por la furgoneta.
“No sé decirte cuánto tiempo estuvimos abrazados llorando. Si fueron
10 segundos o 10 minutos.
O si nos caímos o no. No lo sé. Pasó todo muy rápido y en cambio lo recuerdo a cámara lenta.
Íbamos caminando por La Rambla, a la altura de Pintor Fortuny, y le comenté a Lluís, mi marido, algo de unas flores.
Oí entonces un ruido extraño. Levanté la cabeza y vi a personas volando.
De pronto, la gente se abrió y de entre medio apareció la furgoneta que venía hacia nosotros, haciendo eses, en zigzag, como buscando a grupos de personas.
Pensé: ‘Aquí se acaba todo. De esta no sales’. Empujé a Lluís a un lado —“¿Qué pasa?”, me gritó— y la furgoneta pasó a un metro de mí, como una exhalación.
El cerebro seleccionó dos ruidos que me despertaron muchas noches: la aceleración del motor y el escalofriante impacto de los atropellos. Ahora ya no.
Tuvimos suerte de que cogimos el momento del volantazo del conductor.
No le vi. Para mí es solo una sombra. Luego el abrazo con Lluís y gente tirada por el suelo y charcos de sangre.
Y detrás —“No mires, no mires”, me rogó— la misma escena. Recuerdo a un urbano corriendo con pistola en mano, en dirección al terrorista, diciendo:
‘A cubierto, a cubierto’. Creo que la furgoneta golpeó a un chico que estaba a mi lado. Me parece que murió.
En ese momento, con las piernas y manos temblando, llamé a mi hija Laia que estaba con una amiga en el Starbucks de la plaza de Catalunya. Ni me acordaba de su número y tuve que mirar los contactos.
No se había enterado. ‘No te muevas. Ha habido un atentado. Hay muchos muertos’, le dijimos.
Subimos por Portal de l’Àngel y un ruido provocó una estampida de gente. Nos refugiamos aterrorizados en un portal. El miedo salía por los poros.
Llegamos desencajados hasta la tienda Desigual donde estaba Laia junto a un agente de seguridad que nos esperaba.
Nos juntamos unas treinta personas. Una chica inglesa no paraba de llorar bajo unas escaleras.
Los trabajadores se portaron muy bien: nos dieron agua y cargadores de móviles.
Tengo pendiente ir a darle las gracias a la encargada. Nos enviaron al sótano, a la planta dedicada al hogar.
Estábamos destemplados y nos dejaron toallas y albornoces para abrigarnos. Fueron horas de mucha angustia.
Teníamos cobertura y se decía que había un secuestrador con rehenes en un bar. Llegaron fotos y vídeos... y saber que los terroristas eran de Ripoll. Allí trabajo en una ONG.
Salimos de la tienda sobre las 21.15 y la imagen de la plaza de Catalunya fue impactante: siempre está llena de vida y estaba limpia.
Sólo había coches de mossos con sus luces azules y las naranjas de las ambulancias.
Y el único sonido las sirenas y el flap-flap de los dos helicópteros en suspensión.
Cuando enfilamos la Rambla Catalunya, hubo otra estampida y nos refugiamos en la antesala de una tienda.
Apretamos tanto contra la puerta metálica que pensé que se rompería. Mi hija gritó: ‘¡Mama! ¡Nos matarán a todos!’ Es que entonces no sabíamos nada. Lluís la calmó.
La Rambla de Catalunya se llenó de sandalias y chancletas esparcidas que la gente perdió al huir.
Nos costó encontrar un taxi pero al final llegamos a Sant Andreu donde viven mis padres.
Teníamos el coche aparcado en el Maremágnum y lo recuperamos por la mañana.
Barcelona estaba desierta, vacía, muerta. Antes, cuándo hablábamos de terrorismo, yo decía: ‘No tendrán mi miedo’.
Me equivoqué: lo tienen todo y más. No me gustó el lema de No tenim por. Es que yo tenía terror. La reacción fue espontánea y bonita con el homenaje de las flores.
Fue una forma de exorcizarlo porque seguía flotando en el aire. Soy de Barcelona y me encanta La Rambla.
Me encantaba pero ahora la esquivo. Volveré pero ya no es lo que era.
No es aquel río de vida: pienso en una alfombra de muertos.
Solo he vuelto en octubre a cerrar el círculo y a despedirme de las víctimas.
Aquel día empezó feliz para todos. Nosotros habíamos ido al Museo de Historia de Catalunya, comido marisco, nos detuvimos un momento delante del Liceo.
Y acabamos todos compartiendo momentos terribles. He dejado de hacer cosas:
Ahora, por ejemplo, huyo de las aglomeraciones. Viví el carnaval con angustia y en mayo no fui a las Fiestas Mayores de Ripoll. Sufro más por mis hijos.
Vivimos una experiencia muy próxima a la muerte.
Voy al psicólogo una vez a la semana y me duele estar triste. Me siento mal porque estamos vivos y hay mucha gente que lo ha perdido todo: padres, hermanos, hijos.
Pienso en el chico de mi lado. La muerte pasa por tu lado, no te elige y te da una segunda oportunidad. Se te modifican los parámetros. Hay que aprender a valorar las cosas pequeñas porque igual sales de casa y no vuelves.
¿El carácter? No, no me ha cambiado pero me dicen que antes sonreía mucho y ahora no. Y eso es verdad. Espero recuperar la sonrisa bien pronto”.
O si nos caímos o no. No lo sé. Pasó todo muy rápido y en cambio lo recuerdo a cámara lenta.
Íbamos caminando por La Rambla, a la altura de Pintor Fortuny, y le comenté a Lluís, mi marido, algo de unas flores.
Oí entonces un ruido extraño. Levanté la cabeza y vi a personas volando.
De pronto, la gente se abrió y de entre medio apareció la furgoneta que venía hacia nosotros, haciendo eses, en zigzag, como buscando a grupos de personas.
Pensé: ‘Aquí se acaba todo. De esta no sales’. Empujé a Lluís a un lado —“¿Qué pasa?”, me gritó— y la furgoneta pasó a un metro de mí, como una exhalación.
El cerebro seleccionó dos ruidos que me despertaron muchas noches: la aceleración del motor y el escalofriante impacto de los atropellos. Ahora ya no.
Tuvimos suerte de que cogimos el momento del volantazo del conductor.
No le vi. Para mí es solo una sombra. Luego el abrazo con Lluís y gente tirada por el suelo y charcos de sangre.
Y detrás —“No mires, no mires”, me rogó— la misma escena. Recuerdo a un urbano corriendo con pistola en mano, en dirección al terrorista, diciendo:
‘A cubierto, a cubierto’. Creo que la furgoneta golpeó a un chico que estaba a mi lado. Me parece que murió.
En ese momento, con las piernas y manos temblando, llamé a mi hija Laia que estaba con una amiga en el Starbucks de la plaza de Catalunya. Ni me acordaba de su número y tuve que mirar los contactos.
No se había enterado. ‘No te muevas. Ha habido un atentado. Hay muchos muertos’, le dijimos.
Subimos por Portal de l’Àngel y un ruido provocó una estampida de gente. Nos refugiamos aterrorizados en un portal. El miedo salía por los poros.
Llegamos desencajados hasta la tienda Desigual donde estaba Laia junto a un agente de seguridad que nos esperaba.
Nos juntamos unas treinta personas. Una chica inglesa no paraba de llorar bajo unas escaleras.
Los trabajadores se portaron muy bien: nos dieron agua y cargadores de móviles.
Tengo pendiente ir a darle las gracias a la encargada. Nos enviaron al sótano, a la planta dedicada al hogar.
Estábamos destemplados y nos dejaron toallas y albornoces para abrigarnos. Fueron horas de mucha angustia.
Teníamos cobertura y se decía que había un secuestrador con rehenes en un bar. Llegaron fotos y vídeos... y saber que los terroristas eran de Ripoll. Allí trabajo en una ONG.
Salimos de la tienda sobre las 21.15 y la imagen de la plaza de Catalunya fue impactante: siempre está llena de vida y estaba limpia.
Sólo había coches de mossos con sus luces azules y las naranjas de las ambulancias.
Y el único sonido las sirenas y el flap-flap de los dos helicópteros en suspensión.
Cuando enfilamos la Rambla Catalunya, hubo otra estampida y nos refugiamos en la antesala de una tienda.
Apretamos tanto contra la puerta metálica que pensé que se rompería. Mi hija gritó: ‘¡Mama! ¡Nos matarán a todos!’ Es que entonces no sabíamos nada. Lluís la calmó.
La Rambla de Catalunya se llenó de sandalias y chancletas esparcidas que la gente perdió al huir.
Nos costó encontrar un taxi pero al final llegamos a Sant Andreu donde viven mis padres.
Teníamos el coche aparcado en el Maremágnum y lo recuperamos por la mañana.
Barcelona estaba desierta, vacía, muerta. Antes, cuándo hablábamos de terrorismo, yo decía: ‘No tendrán mi miedo’.
Me equivoqué: lo tienen todo y más. No me gustó el lema de No tenim por. Es que yo tenía terror. La reacción fue espontánea y bonita con el homenaje de las flores.
Fue una forma de exorcizarlo porque seguía flotando en el aire. Soy de Barcelona y me encanta La Rambla.
Me encantaba pero ahora la esquivo. Volveré pero ya no es lo que era.
No es aquel río de vida: pienso en una alfombra de muertos.
Solo he vuelto en octubre a cerrar el círculo y a despedirme de las víctimas.
Aquel día empezó feliz para todos. Nosotros habíamos ido al Museo de Historia de Catalunya, comido marisco, nos detuvimos un momento delante del Liceo.
Y acabamos todos compartiendo momentos terribles. He dejado de hacer cosas:
Ahora, por ejemplo, huyo de las aglomeraciones. Viví el carnaval con angustia y en mayo no fui a las Fiestas Mayores de Ripoll. Sufro más por mis hijos.
Vivimos una experiencia muy próxima a la muerte.
Voy al psicólogo una vez a la semana y me duele estar triste. Me siento mal porque estamos vivos y hay mucha gente que lo ha perdido todo: padres, hermanos, hijos.
Pienso en el chico de mi lado. La muerte pasa por tu lado, no te elige y te da una segunda oportunidad. Se te modifican los parámetros. Hay que aprender a valorar las cosas pequeñas porque igual sales de casa y no vuelves.
¿El carácter? No, no me ha cambiado pero me dicen que antes sonreía mucho y ahora no. Y eso es verdad. Espero recuperar la sonrisa bien pronto”.
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