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Un Blues
Del material conque están hechos los sueños
7 jul 2018
El pintoresco crimen madrileño que inauguró la crónica negra en España
En julio
de 1888 una acaudalada mujer apareció muerta en su casa de la calle
Fuencarral y el público, los medios y la ley convirtieron el caso en
nuestro primer circo mediático.
La
fama del crimen inspiró romances, canciones, novelas e incluso un
capítulo en la serie 'La huella del crimen' (en la imagen), producida
por Televisión Española en 1985, donde Carmen Maura interpreta a Higinia
Balaguer.
“Más famoso que el crimen de la calle de Fuencarral”: este dicho del Madrid
de finales del siglo XIX muestra hasta qué punto el misterioso
asesinato de una aristócrata llegó a convertirse en un fenómeno
sociológico de manual. El pasado 2 de julio se cumplieron 130 años de un
suceso que tuvo en vilo a todo un país, que causó la caída del
presidente del Tribunal Supremo y que, de paso, inauguró una siniestra
tradición: la del “crimen del verano” y la del periodismo
sensacionalista. Hoy el antiguo número 109 de la calle Fuencarral está en el corazón del barrio de Malasaña. En su planta baja conviven una sidrería y un par de restaurantes.
Cuando se construyó, en el último tercio del XIX, los alrededores de la
glorieta de Bilbao conformaban un ensanche moderno e higiénico, una
excepción en aquel Madrid previo a la Gran Vía donde abundaban las
calles angostas y los edificios insalubres. Aquel bloque de pisos era una residencia lujosa y cómoda, tal y como
demuestran todavía hoy sus amplias proporciones, sus techos altos y
grandes balcones. En el segundo piso un hostal ocupa toda la planta. Una
de sus habitaciones, hoy decorada con apacibles cortinas floreadas, fue
en 1888 la más famosa de Madrid.
Las autoridades descubrieron el cadáver de una
mujer con señales visibles de haber sido apuñalada.
Los hechos
Sobre las dos de la mañana del 2 de julio los vecinos oyeron gritos
de auxilio y advirtieron que del segundo izquierda salía mucho humo. Cuando las autoridades entraron en la vivienda descubrieron en el
dormitorio principal el cadáver de una mujer, presumiblemente la dueña
de la casa, Luciana Borcino, con señales visibles de haber sido
apuñalada. En otra habitación se encontró a la empleada doméstica,
Higinia Balaguer, inconsciente y tendida al lado del bulldog de la casa,
aparentemente narcotizado. La escena era macabra,
y no escapó a las veleidades literarias de más de un redactor. El más
fantasioso posiblemente fue el que recreó el escenario del crimen para El Imparcial. “En el gabinete, cerca de la puerta de la alcoba, hallábase tendida
boca arriba una mujer con las ropas y las carnes totalmente abrasadas”,
escribió. “Era allí tan denso el humo y percibíase un olor tan
nauseabundo, que hubo que abrir el balcón para que la atmósfera se
despejase […]. En tanto, algunos vecinos apagaban el fuego que ardía aún
en las ropas de la mujer carbonizada. En sus tostados brazos brillaban
el oro y la pedrería de unos brazaletes y en los dedos varias sortijas
destacando sus fulgores en el fondo negruzco de la cara que
aprisionaban”.
La escena, que no hubiera desentonado en una canción de Alaska y Dinarama o en un giallo
de Dario Argento, fue el punto de partida de una auténtica obsesión
mediática. Las sospechas cayeron inmediatamente sobre la asistenta
Balaguer, que llevaba apenas 28 días trabajando en la casa, pero los
conocidos de la familia sospechaban también del hijo de la víctima, José
Vázquez Varela, que había agredido a su madre en más de una ocasión. No
era posible: el pollito Varela, como se le conocía en los
bajos fondos, andaba encarcelado, lo que le proporcionaba una coartada
perfecta. O casi. Había testigos que afirmaban que salía y entraba en la
cárcel cuando y como quería. El culebrón estaba servido. Durante los dos años que duró la
instrucción y el proceso judicial, los medios publicaron a diario
noticias y rumores, testimonios contradictorios y anécdotas que
convirtieron aquel crimen, aparentemente sencillo, en un rompecabezas. El crimen era tema habitual de conversación. La víctima, los presuntos
criminales y su círculo cercano pasaron a ser celebridades. Posiblemente
en eso resida una de las claves del fenómeno: cada estrato social podía
identificarse con alguno de los implicados, una representación en
miniatura de las tensiones sociales de unos años, los de la Regencia de
María Cristina y la alternancia bipartidista, que los historiadores
suelen describir como pacíficos y carentes de fracturas sociales.
Imágenes de los procesados y del juicio oral del crimen de la calle Fuencarral.biblioteca nacional
Los protagonistas
En el reparto de papeles, la primera protagonista era la propia
víctima. Viuda y con un hijo, Luciana Borcino había llegado a Madrid
desde su Vigo natal, con una fortuna heredada tras la muerte de su
marido. Vivía sin estrecheces, frecuentaba algunos círculos
aristocráticos y tertulias. Sin embargo, su fama procedía de su carácter
difícil e irritable. También de la frecuencia con que cambiaba de
criadas, y su poca propensión a gastar. “Por no pagar al sereno, llevaba
por las noches en el bolsillo dos grandes llaves, la de la puerta de la
calle y la de la habitación”, relataba un artículo publicado en El País
el 13 de julio de 1888 (aquel periódico, publicado entre 1887 y 1921,
no tiene relación con el actual EL PAÍS). Aunque vivía en una casa
lujosa, solo dos estancias, las destinadas a las visitas, estaban
amuebladas al completo. Todos estos detalles aparecieron en la prensa de la época, que empezó
a informar a diario acerca de las manías y obsesiones de la difunta,
publicando testimonios de amigas y antiguas criadas que daban cuenta de
sus rarezas. Por ejemplo, de su miedo patológico al robo y a ser
asesinada. No permitía cocinar a sus criadas, porque temía que la
envenenaran. Sus peores tribulaciones procedían de su propio hijo, que en el
momento del crimen contaba 23 años y se movía como pez en el agua en los
bajos fondos de la capital. A ellos culpaba siempre de sus desmanes y
“calaveradas”, la última de las cuales, el robo de una capa, le había
llevado al presidio con una condena de tres meses. José Vázquez Varela,
el Pollo Varela o Varelita, como era conocido, no pasaba desapercibido. Solía pasear a caballo por la Castellana y el Retiro, y era asiduo de
algunos círculos taurinos de la capital, “entre los que era conocido
como uno de los gomosos con más chispa”, en palabras de la prensa de la
época, que le describe como un joven alto, corpulento, rubio, con la
mirada vaga y la nariz y los labios inusualmente gruesos. Solía vestir
pantalones muy ceñidos, americana y sombrero. Era aficionado a la
pintura, el flamenco y la guitarra. También a las amantes. En el momento
del crimen, su pareja era una joven conocida como Lola la Billetera. Pero ni siquiera ella estaba a salvo de su temperamento. Varela solía
maltratarla, y ella se negaba a denunciarlo, poniendo la excusa de haber
sufrido un accidente o una caída. Exactamente igual que su madre, que
lo exculpó ante las autoridades cuando fue herida por él. Sin embargo, la figura que desató ríos de tinta fue la empleada
doméstica y principal sospechosa del crimen, Higinia Balaguer. Su mejor
descripción se la debemos a Benito Pérez Galdós, que acudió a los
juicios y escribió una serie de crónicas recopiladas posteriormente en
un libro. “Creen los que no la han visto que es una mujer corpulenta y
forzuda, de tipo ordinario y basto”, explica el autor de Fortunata y Jacinta.
“No hay nada de esto: es de complexión delicada, estatura airosa, tez
finísima, manos bonitas, pies pequeños, color blanco pálido, pelo negro. Su semblante es digno del mayor estudio. De frente recuerda la
expresión fríamente estupefacta de las máscaras griegas que representan
la tragedia. El perfil resulta siniestro, pues siendo los ojos hermosos,
la nariz perfecta con el corte ideal de la estatuaria clásica, el
desarrollo excesivo de la mandíbula inferior destruye el buen efecto de
las demás facciones. La frente es pequeña y abovedada, la cabeza de
admirable configuración. Vista de perfil y aun de frente, resulta
repulsiva”.
De manera acaso inconsciente, el novelista se hace eco en estas
palabras del auge que la fisognomía tuvo en el siglo XIX. Esta ciencia,
que aseguraba que los rasgos faciales y físicos de cada persona
permitían conocer su psicología, fue una herramienta muy útil en manos
de los escritores realistas y naturalistas, pero también un reflejo de
los prejuicios sociales de la época, en que una mujer dedicada al
servicio doméstico debía poseer cualidades inferiores. Y, en ese
sentido, Higinia Balaguer era una presunta asesina, pero también una
mujer de entre el más de medio millón que en la España de finales del
XIX se dedicaba al servicio doméstico.
Publicación de la revista 'Blanco y Negro' sobre el crimen de la Calle Fuencarral (1902).
Higinia era analfabeta pero muy inteligente. Hizo varias
declaraciones distintas, cada una de ellas distinta de la anterior,
asegurando en todas las ocasiones que todo lo dicho anteriormente era
falso. En la última, de la que nunca se retractó, declaró haber sido
ella sola la autora del crimen, para robar a su señora, quemando después
el cadáver para ocultar las señales del apuñalamiento y hacerlo pasar
por un accidente. Probablemente era consciente de que sus palabras la
conducían al patíbulo, pero nunca hizo otra declaración. El drama también reservó un puesto de honor a los personajes
secundarios. Particularmente a las hermanas Ávila, amigas de la
sospechosa que ejercían la prostitución en las inmediaciones de la
Cárcel Modelo, situada donde hoy se encuentra el Cuartel General del
Ejército del Aire, en Moncloa. Tal y como apuntaba Bernaldo de Quirós,
autor del estudio criminológico La mala vida en Madrid, de las
2.000 prostitutas inscritas en Madrid en la época, solo unas 200
ejercían su profesión en un burdel. El resto eran “carreristas” que
trabajaban por su cuenta en plena calle. En las inmediaciones de las
cárceles el intercambio solía suceder de la siguiente forma: los presos
les lanzaban monedas por las ventanas y ellas, a cambio, se dejaban ver a
la luz de una vela. Ese era el caso de las hermanas Ávila.
De este modo, se cerraba el círculo social: desde la aristocracia
hasta la prostitución callejera, las clases sociales del Madrid de la
época quedaban representadas en un crimen tan complejo como una novela
por entregas
Del crimen al espectáculo
Todo esto no se hubiera convertido en un fenómeno sociológico
sin la prensa. En primer lugar, porque varios periódicos decidieron
ejercer la acusación popular en el juicio y denunciar de paso la
lentitud de la justicia y la corrupción de la judicatura. También porque
se dio un auténtico debate acerca de la conveniencia o no de informar
sobre el caso. El País, El Liberal y El Resumen
aportaron sus propios datos a la investigación y plantearon preguntas
que, a su parecer, nadie estaba formulando. Por ejemplo, la
responsabilidad de José Millán Astray, antiguo empleador de Higinia
Balaguer y director de la Cárcel Modelo en la que cumplía pena José
Varela en el momento del crimen. Si se demostraba que Varela salía de
prisión a su antojo, la responsabilidad recaería sobre él, pero también
su protector, el presidente del Tribunal Supremo, que tuvo finalmente
que dimitir por la presión mediática. El Imparcial, uno de los pocos que al principio se abstuvo
de publicar informaciones que pudieran entorpecer la investigación,
llegó a publicar sus cifras de ventas para explicar que, cuando el
crimen de la Calle de Fuencarral estaba en portada, vendía 4.000
ejemplares más. A partir de entonces, incluyó información sobre el caso
prácticamente cada día. Mientras tanto, aquellos “personajes” de la intriga que no habían
sido encarcelados presumían de fama por las calles de la Villa y Corte. Los periódicos publicaban información sobre su estado de salud y
sus habilidades y, cuando su custodia fue confiada a Lola la Billetera,
novia de Varela, la joven no quiso dejar pasar la ocasión. Así lo
contaba el periódico La Iberia: “Todas las noches se reúne
muchísima gente en la calle de Alcalá, acera del Suizo, para ver a Lola
la Billetera paseando al Chato, el célebre perro. Pues, digo, ¡qué
sucedería si Lola pasease al portero de la casa de la calle de
Fuencarral!”.
Trasladada a nuestros días, la trama del crimen
de la Calle de Fuencarral bien podría protagonizar una versión
galdosiana y castiza de 'American Crime Story'
La celebridad, en aquellos años, dependía de la prensa, pero también
de la aclamación popular.
Por eso el escritor Antonio Lara, que recreó
el suceso en una novela publicada en 1984, imaginaba a Higinia Balaguer,
de camino al palacio de justicia, “ni la reina de las Españas disponía
de tal comitiva”.
Esa misma comitiva acudió también cuando fue condenada a la pena
capital.
Su ejecución en garrote vil fue la última realizada en público
en Madrid, el 19 de julio de 1890 en los muros de la Cárcel Modelo. A
ella acudieron hordas de curiosos, como Emilia Pardo Bazán y el joven
Pío Baroja, que estuvo contemplando el cadáver las horas en que fue
expuesto de manera ejemplarizante.
Concluía así el caso dos años después del crimen, sin lograr aclarar todas las zonas de sombra de asesinato. Y comenzaba su fama póstuma, que inspiró romances, canciones, novelas e incluso un capítulo en la serie La huella del crimen,
producida por Televisión Española en 1985, y en la que Carmen Maura
interpretaba a Higinia Balaguer. Trasladada a nuestros días, la trama
del crimen de la Calle de Fuencarral bien podría protagonizar una
versión galdosiana y castiza de American Crime Story, porque,
más allá del crimen en sí, permite profundizar en las contradicciones de
su época. La celebridad, los intereses espurios de la judicatura, la
influencia de la prensa, el amarillismo y, sobre todo, los prejuicios
sociales, el sexismo y el clasismo inherentes a la sociedad española de
finales del XIX fueron tan determinantes en la sentencia como los
propios hechos. En cierto modo, es otro tipo de crónica negra.
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