En julio
de 1888 una acaudalada mujer apareció muerta en su casa de la calle
Fuencarral y el público, los medios y la ley convirtieron el caso en
nuestro primer circo mediático.
La
fama del crimen inspiró romances, canciones, novelas e incluso un
capítulo en la serie 'La huella del crimen' (en la imagen), producida
por Televisión Española en 1985, donde Carmen Maura interpreta a Higinia
Balaguer.
“Más famoso que el crimen de la calle de Fuencarral”: este dicho del Madrid
de finales del siglo XIX muestra hasta qué punto el misterioso
asesinato de una aristócrata llegó a convertirse en un fenómeno
sociológico de manual. El pasado 2 de julio se cumplieron 130 años de un
suceso que tuvo en vilo a todo un país, que causó la caída del
presidente del Tribunal Supremo y que, de paso, inauguró una siniestra
tradición: la del “crimen del verano” y la del periodismo
sensacionalista. Hoy el antiguo número 109 de la calle Fuencarral está en el corazón del barrio de Malasaña. En su planta baja conviven una sidrería y un par de restaurantes.
Cuando se construyó, en el último tercio del XIX, los alrededores de la
glorieta de Bilbao conformaban un ensanche moderno e higiénico, una
excepción en aquel Madrid previo a la Gran Vía donde abundaban las
calles angostas y los edificios insalubres. Aquel bloque de pisos era una residencia lujosa y cómoda, tal y como
demuestran todavía hoy sus amplias proporciones, sus techos altos y
grandes balcones. En el segundo piso un hostal ocupa toda la planta. Una
de sus habitaciones, hoy decorada con apacibles cortinas floreadas, fue
en 1888 la más famosa de Madrid.
Las autoridades descubrieron el cadáver de una
mujer con señales visibles de haber sido apuñalada.
Los hechos
Sobre las dos de la mañana del 2 de julio los vecinos oyeron gritos
de auxilio y advirtieron que del segundo izquierda salía mucho humo. Cuando las autoridades entraron en la vivienda descubrieron en el
dormitorio principal el cadáver de una mujer, presumiblemente la dueña
de la casa, Luciana Borcino, con señales visibles de haber sido
apuñalada. En otra habitación se encontró a la empleada doméstica,
Higinia Balaguer, inconsciente y tendida al lado del bulldog de la casa,
aparentemente narcotizado. La escena era macabra,
y no escapó a las veleidades literarias de más de un redactor. El más
fantasioso posiblemente fue el que recreó el escenario del crimen para El Imparcial. “En el gabinete, cerca de la puerta de la alcoba, hallábase tendida
boca arriba una mujer con las ropas y las carnes totalmente abrasadas”,
escribió. “Era allí tan denso el humo y percibíase un olor tan
nauseabundo, que hubo que abrir el balcón para que la atmósfera se
despejase […]. En tanto, algunos vecinos apagaban el fuego que ardía aún
en las ropas de la mujer carbonizada. En sus tostados brazos brillaban
el oro y la pedrería de unos brazaletes y en los dedos varias sortijas
destacando sus fulgores en el fondo negruzco de la cara que
aprisionaban”.
La escena, que no hubiera desentonado en una canción de Alaska y Dinarama o en un giallo
de Dario Argento, fue el punto de partida de una auténtica obsesión
mediática. Las sospechas cayeron inmediatamente sobre la asistenta
Balaguer, que llevaba apenas 28 días trabajando en la casa, pero los
conocidos de la familia sospechaban también del hijo de la víctima, José
Vázquez Varela, que había agredido a su madre en más de una ocasión. No
era posible: el pollito Varela, como se le conocía en los
bajos fondos, andaba encarcelado, lo que le proporcionaba una coartada
perfecta. O casi. Había testigos que afirmaban que salía y entraba en la
cárcel cuando y como quería. El culebrón estaba servido. Durante los dos años que duró la
instrucción y el proceso judicial, los medios publicaron a diario
noticias y rumores, testimonios contradictorios y anécdotas que
convirtieron aquel crimen, aparentemente sencillo, en un rompecabezas. El crimen era tema habitual de conversación. La víctima, los presuntos
criminales y su círculo cercano pasaron a ser celebridades. Posiblemente
en eso resida una de las claves del fenómeno: cada estrato social podía
identificarse con alguno de los implicados, una representación en
miniatura de las tensiones sociales de unos años, los de la Regencia de
María Cristina y la alternancia bipartidista, que los historiadores
suelen describir como pacíficos y carentes de fracturas sociales.
Imágenes de los procesados y del juicio oral del crimen de la calle Fuencarral.biblioteca nacional
Los protagonistas
En el reparto de papeles, la primera protagonista era la propia
víctima. Viuda y con un hijo, Luciana Borcino había llegado a Madrid
desde su Vigo natal, con una fortuna heredada tras la muerte de su
marido. Vivía sin estrecheces, frecuentaba algunos círculos
aristocráticos y tertulias. Sin embargo, su fama procedía de su carácter
difícil e irritable. También de la frecuencia con que cambiaba de
criadas, y su poca propensión a gastar. “Por no pagar al sereno, llevaba
por las noches en el bolsillo dos grandes llaves, la de la puerta de la
calle y la de la habitación”, relataba un artículo publicado en El País
el 13 de julio de 1888 (aquel periódico, publicado entre 1887 y 1921,
no tiene relación con el actual EL PAÍS). Aunque vivía en una casa
lujosa, solo dos estancias, las destinadas a las visitas, estaban
amuebladas al completo. Todos estos detalles aparecieron en la prensa de la época, que empezó
a informar a diario acerca de las manías y obsesiones de la difunta,
publicando testimonios de amigas y antiguas criadas que daban cuenta de
sus rarezas. Por ejemplo, de su miedo patológico al robo y a ser
asesinada. No permitía cocinar a sus criadas, porque temía que la
envenenaran. Sus peores tribulaciones procedían de su propio hijo, que en el
momento del crimen contaba 23 años y se movía como pez en el agua en los
bajos fondos de la capital. A ellos culpaba siempre de sus desmanes y
“calaveradas”, la última de las cuales, el robo de una capa, le había
llevado al presidio con una condena de tres meses. José Vázquez Varela,
el Pollo Varela o Varelita, como era conocido, no pasaba desapercibido. Solía pasear a caballo por la Castellana y el Retiro, y era asiduo de
algunos círculos taurinos de la capital, “entre los que era conocido
como uno de los gomosos con más chispa”, en palabras de la prensa de la
época, que le describe como un joven alto, corpulento, rubio, con la
mirada vaga y la nariz y los labios inusualmente gruesos. Solía vestir
pantalones muy ceñidos, americana y sombrero. Era aficionado a la
pintura, el flamenco y la guitarra. También a las amantes. En el momento
del crimen, su pareja era una joven conocida como Lola la Billetera. Pero ni siquiera ella estaba a salvo de su temperamento. Varela solía
maltratarla, y ella se negaba a denunciarlo, poniendo la excusa de haber
sufrido un accidente o una caída. Exactamente igual que su madre, que
lo exculpó ante las autoridades cuando fue herida por él. Sin embargo, la figura que desató ríos de tinta fue la empleada
doméstica y principal sospechosa del crimen, Higinia Balaguer. Su mejor
descripción se la debemos a Benito Pérez Galdós, que acudió a los
juicios y escribió una serie de crónicas recopiladas posteriormente en
un libro. “Creen los que no la han visto que es una mujer corpulenta y
forzuda, de tipo ordinario y basto”, explica el autor de Fortunata y Jacinta.
“No hay nada de esto: es de complexión delicada, estatura airosa, tez
finísima, manos bonitas, pies pequeños, color blanco pálido, pelo negro. Su semblante es digno del mayor estudio. De frente recuerda la
expresión fríamente estupefacta de las máscaras griegas que representan
la tragedia. El perfil resulta siniestro, pues siendo los ojos hermosos,
la nariz perfecta con el corte ideal de la estatuaria clásica, el
desarrollo excesivo de la mandíbula inferior destruye el buen efecto de
las demás facciones. La frente es pequeña y abovedada, la cabeza de
admirable configuración. Vista de perfil y aun de frente, resulta
repulsiva”.
De manera acaso inconsciente, el novelista se hace eco en estas
palabras del auge que la fisognomía tuvo en el siglo XIX. Esta ciencia,
que aseguraba que los rasgos faciales y físicos de cada persona
permitían conocer su psicología, fue una herramienta muy útil en manos
de los escritores realistas y naturalistas, pero también un reflejo de
los prejuicios sociales de la época, en que una mujer dedicada al
servicio doméstico debía poseer cualidades inferiores. Y, en ese
sentido, Higinia Balaguer era una presunta asesina, pero también una
mujer de entre el más de medio millón que en la España de finales del
XIX se dedicaba al servicio doméstico.
Publicación de la revista 'Blanco y Negro' sobre el crimen de la Calle Fuencarral (1902).
Higinia era analfabeta pero muy inteligente. Hizo varias
declaraciones distintas, cada una de ellas distinta de la anterior,
asegurando en todas las ocasiones que todo lo dicho anteriormente era
falso. En la última, de la que nunca se retractó, declaró haber sido
ella sola la autora del crimen, para robar a su señora, quemando después
el cadáver para ocultar las señales del apuñalamiento y hacerlo pasar
por un accidente. Probablemente era consciente de que sus palabras la
conducían al patíbulo, pero nunca hizo otra declaración. El drama también reservó un puesto de honor a los personajes
secundarios. Particularmente a las hermanas Ávila, amigas de la
sospechosa que ejercían la prostitución en las inmediaciones de la
Cárcel Modelo, situada donde hoy se encuentra el Cuartel General del
Ejército del Aire, en Moncloa. Tal y como apuntaba Bernaldo de Quirós,
autor del estudio criminológico La mala vida en Madrid, de las
2.000 prostitutas inscritas en Madrid en la época, solo unas 200
ejercían su profesión en un burdel. El resto eran “carreristas” que
trabajaban por su cuenta en plena calle. En las inmediaciones de las
cárceles el intercambio solía suceder de la siguiente forma: los presos
les lanzaban monedas por las ventanas y ellas, a cambio, se dejaban ver a
la luz de una vela. Ese era el caso de las hermanas Ávila.
De este modo, se cerraba el círculo social: desde la aristocracia
hasta la prostitución callejera, las clases sociales del Madrid de la
época quedaban representadas en un crimen tan complejo como una novela
por entregas
Del crimen al espectáculo
Todo esto no se hubiera convertido en un fenómeno sociológico
sin la prensa. En primer lugar, porque varios periódicos decidieron
ejercer la acusación popular en el juicio y denunciar de paso la
lentitud de la justicia y la corrupción de la judicatura. También porque
se dio un auténtico debate acerca de la conveniencia o no de informar
sobre el caso. El País, El Liberal y El Resumen
aportaron sus propios datos a la investigación y plantearon preguntas
que, a su parecer, nadie estaba formulando. Por ejemplo, la
responsabilidad de José Millán Astray, antiguo empleador de Higinia
Balaguer y director de la Cárcel Modelo en la que cumplía pena José
Varela en el momento del crimen. Si se demostraba que Varela salía de
prisión a su antojo, la responsabilidad recaería sobre él, pero también
su protector, el presidente del Tribunal Supremo, que tuvo finalmente
que dimitir por la presión mediática. El Imparcial, uno de los pocos que al principio se abstuvo
de publicar informaciones que pudieran entorpecer la investigación,
llegó a publicar sus cifras de ventas para explicar que, cuando el
crimen de la Calle de Fuencarral estaba en portada, vendía 4.000
ejemplares más. A partir de entonces, incluyó información sobre el caso
prácticamente cada día. Mientras tanto, aquellos “personajes” de la intriga que no habían
sido encarcelados presumían de fama por las calles de la Villa y Corte. Los periódicos publicaban información sobre su estado de salud y
sus habilidades y, cuando su custodia fue confiada a Lola la Billetera,
novia de Varela, la joven no quiso dejar pasar la ocasión. Así lo
contaba el periódico La Iberia: “Todas las noches se reúne
muchísima gente en la calle de Alcalá, acera del Suizo, para ver a Lola
la Billetera paseando al Chato, el célebre perro. Pues, digo, ¡qué
sucedería si Lola pasease al portero de la casa de la calle de
Fuencarral!”.
Trasladada a nuestros días, la trama del crimen
de la Calle de Fuencarral bien podría protagonizar una versión
galdosiana y castiza de 'American Crime Story'
La celebridad, en aquellos años, dependía de la prensa, pero también
de la aclamación popular.
Por eso el escritor Antonio Lara, que recreó
el suceso en una novela publicada en 1984, imaginaba a Higinia Balaguer,
de camino al palacio de justicia, “ni la reina de las Españas disponía
de tal comitiva”.
Esa misma comitiva acudió también cuando fue condenada a la pena
capital.
Su ejecución en garrote vil fue la última realizada en público
en Madrid, el 19 de julio de 1890 en los muros de la Cárcel Modelo. A
ella acudieron hordas de curiosos, como Emilia Pardo Bazán y el joven
Pío Baroja, que estuvo contemplando el cadáver las horas en que fue
expuesto de manera ejemplarizante.
Concluía así el caso dos años después del crimen, sin lograr aclarar todas las zonas de sombra de asesinato. Y comenzaba su fama póstuma, que inspiró romances, canciones, novelas e incluso un capítulo en la serie La huella del crimen,
producida por Televisión Española en 1985, y en la que Carmen Maura
interpretaba a Higinia Balaguer. Trasladada a nuestros días, la trama
del crimen de la Calle de Fuencarral bien podría protagonizar una
versión galdosiana y castiza de American Crime Story, porque,
más allá del crimen en sí, permite profundizar en las contradicciones de
su época. La celebridad, los intereses espurios de la judicatura, la
influencia de la prensa, el amarillismo y, sobre todo, los prejuicios
sociales, el sexismo y el clasismo inherentes a la sociedad española de
finales del XIX fueron tan determinantes en la sentencia como los
propios hechos. En cierto modo, es otro tipo de crónica negra.
Clara Souto, vocal del acta del trabajo fin de máster, asegura que ese día estaba en Galicia.
Clara Souto, durante su declaración ante la juez.
“Me callé. Me parecía que era ir en contra del mundo.
Veía
que peligraban mi vida, mi carrera y mis hijos”. Así, con este desgarro,
la profesora de la Universidad Rey Juan Carlos Clara Souto relató a la
juez Carmen Rodríguez-Medel el pasado 10 de mayo su particular vía
crucis por el caso Cifuentes.
Su supuesta firma aparece en el acta del trabajo de fin de máster de la
expresidenta madrileña, pero ella niega su autenticidad.
La firma de Souto figura en la casilla de vocal del tribunal evaluador.
Ella mantiene, sin embargo, que ese 2 de julio de 2012 estaba en Galicia
a cargo de sus tres sobrinos al haber enfermado su hermana. “Yo lo
único que sé es que yo no estuve el día que pone en ese documento”.
La profesora ha encontrado un recibo del 30 de junio que
atestigua que ese día estaba en Galicia, pero ninguno del 2 de julio, la
fecha de autos.
Pese a los seis años transcurridos, recuerda “con
certeza” el momento porque el día anterior “era la final de fútbol que ganó España y sé que estábamos en Galicia viéndolo”.
Además, la relación de Souto con el máster de Derecho
Público fue muy lateral.
Apenas dio cuatro horas de clase un sábado del
curso 2011-2012. ¿Asistió ese día la delegada del gobierno?
“Yo en ese
momento no tenía conocimiento de quién era Cristina Cifuentes. Era la
primera vez que daba una masterclass.
Estaba muy nerviosa porque me enfrentaba a alumnos más mayores [que los que tengo] normalmente”.
Souto, aún sin plaza fija y con dos hermanas trabajando como ella en el Instituto de Derecho Público (IDP),
lleva años encadenando penas y ante la juez las revivió todas y se
desahogó. Sus niños, hoy de dos años y medio, estuvieron delicados de
salud y el pasado septiembre murió su padre. Pero asegura que nada ni
nadie le ha bloqueado tanto como el caso Cifuentes. “Nunca en mi vida pensé que se me pudiese poner en una situación así”.
El acta presuntamente se falseó el 21 de marzo de 2018, el día que eldiario.es publicó la noticia.
“Si
mi catedrático, llevo 10 años con él, me dice que hay un problema con
el máster de Derecho Público confío completamente y para solucionarlo
puede contar conmigo”, relata Souto. Y prosigue estremecida: “Él
nunca me ha puesto en una situación negativa como para desconfiar.
Pensar que se estaba realizando...”.
Bajo esta premisa Souto dio su permiso a Álvarez Conde para usar su nombre
mientras iba camino de la guardería con sus hijos. Luego, siempre según
su relato, impartió clase hasta las dos, se marchó a un centro de
estética, volvió a la guardería...
Asegura que estuvo tan atareada que
hasta las diez de la noche no entró en “shock” al verse protagonista de la historia que abría los telediarios.
“Hasta este momento tenía una relación buena de
jerarquía” con Álvarez Conde, contó Souto a la juez, y por unas horas la
mantuvo. Se vieron luego en casa de su “maestro” junto a sus
compañeras. “Le pedí, por favor, que solucionase el problema, que me
veía incapaz de salir públicamente y llevarle la contraria a él (...) Le
dije: me estás arruinando la vida y él en todo momento nos
tranquilizaba”.
Pero su “maestro” quiso mantener la primera versión vertida
a los medios —hubo un error técnico en las actas— y Souto tocó fondo la
mañana que tenía que declarar en la universidad.
“Me levanté
absolutamente desquiciada, no había dormido, me había dado un ataque de
ansiedad…”. La URJC aplazó la citación de Álvarez Conde y el catedrático
Pablo Chico, pero no la de sus tres discípulas que de pronto se vieron
declarando primero.
“Estoy tomando pastillas porque no soy capaz de
superar esta situación.
Sigo de baja. No puedo entender que te puedan
hacer algo así. He venido porque necesito que se aclare esto”, confesó
Souto a la juez. Sus contestaciones fueron largas y, cada poco tiempo,
echaba mano de una botella de agua para calmar su desazón.
No mantiene
contacto con ninguno de los implicados, tan solo se cruzó un mensaje con
Cecilia Rosado, su compañera, para desearse suerte cuando empezó la
instrucción.
Sílvia Gallart, trabajadora de una ONG, en Ripoll, recibe ayuda psicológica tras salvarse de ser arrollada por la furgoneta.
Gianluca Battista
“No sé decirte cuánto tiempo estuvimos abrazados llorando. Si fueron
10 segundos o 10 minutos. O si nos caímos o no. No lo sé. Pasó todo muy
rápido y en cambio lo recuerdo a cámara lenta. Íbamos caminando por La Rambla,
a la altura de Pintor Fortuny, y le comenté a Lluís, mi marido, algo de
unas flores. Oí entonces un ruido extraño. Levanté la cabeza y vi a
personas volando. De pronto, la gente se abrió y de entre medio apareció la furgoneta que venía hacia nosotros, haciendo eses, enzigzag,
como buscando a grupos de personas. Pensé: ‘Aquí se acaba todo. De esta
no sales’. Empujé a Lluís a un lado —“¿Qué pasa?”, me gritó— y la
furgoneta pasó a un metro de mí, como una exhalación. El cerebro
seleccionó dos ruidos que me despertaron muchas noches: la aceleración
del motor y el escalofriante impacto de los atropellos. Ahora ya no. Tuvimos suerte de que cogimos el momento del volantazo del conductor. No le vi. Para mí es solo una sombra.
Luego el abrazo con Lluís y gente tirada por el suelo y charcos de
sangre. Y detrás —“No mires, no mires”, me rogó— la misma escena.
Recuerdo a un urbano corriendo con pistola en mano, en dirección al
terrorista, diciendo: ‘A cubierto, a cubierto’. Creo que la
furgoneta golpeó a un chico que estaba a mi lado. Me parece que murió. En ese momento, con las piernas y manos temblando, llamé a mi hija Laia
que estaba con una amiga en el Starbucks de la plaza de
Catalunya. Ni me acordaba de su número y tuve que mirar los contactos. No se había enterado. ‘No te muevas. Ha habido un atentado. Hay muchos
muertos’, le dijimos. Subimos por Portal de l’Àngel y un ruido provocó
una estampida de gente. Nos refugiamos aterrorizados en un portal. El
miedo salía por los poros. Llegamos desencajados hasta la tienda Desigual donde estaba Laia junto a un agente de seguridad que nos esperaba. Nos juntamos unas treinta personas. Una chica inglesa no paraba de
llorar bajo unas escaleras. Los trabajadores se portaron muy bien: nos
dieron agua y cargadores de móviles. Tengo pendiente ir a darle las
gracias a la encargada. Nos enviaron al sótano, a la planta dedicada al
hogar. Estábamos destemplados y nos dejaron toallas y albornoces para
abrigarnos. Fueron horas de mucha angustia. Teníamos cobertura y se
decía que había un secuestrador con rehenes en un bar. Llegaron fotos y
vídeos... y saber que los terroristas eran de Ripoll. Allí trabajo en
una ONG.
Salimos de la tienda sobre las 21.15 y la imagen de la plaza de
Catalunya fue impactante: siempre está llena de vida y estaba limpia. Sólo había coches de mossos con sus luces azules y las naranjas de las ambulancias. Y el único sonido las sirenas y el flap-flap
de los dos helicópteros en suspensión. Cuando enfilamos la Rambla
Catalunya, hubo otra estampida y nos refugiamos en la antesala de una
tienda. Apretamos tanto contra la puerta metálica que pensé que se
rompería. Mi hija gritó: ‘¡Mama! ¡Nos matarán a todos!’ Es que entonces
no sabíamos nada. Lluís la calmó. La Rambla de Catalunya se llenó de
sandalias y chancletas esparcidas que la gente perdió al huir. Nos costó
encontrar un taxi pero al final llegamos a Sant Andreu donde viven mis
padres. Teníamos el coche aparcado en el Maremágnum y lo recuperamos por la
mañana. Barcelona estaba desierta, vacía, muerta. Antes, cuándo
hablábamos de terrorismo, yo decía: ‘No tendrán mi miedo’. Me equivoqué:
lo tienen todo y más. No me gustó el lema de No tenim por. Es
que yo tenía terror. La reacción fue espontánea y bonita con el homenaje
de las flores. Fue una forma de exorcizarlo porque seguía flotando en
el aire. Soy de Barcelona y me encanta La Rambla. Me encantaba pero
ahora la esquivo. Volveré pero ya no es lo que era. No es aquel río de
vida: pienso en una alfombra de muertos.
Solo he vuelto en octubre a cerrar el círculo y a despedirme de las
víctimas. Aquel día empezó feliz para todos. Nosotros habíamos ido al
Museo de Historia de Catalunya, comido marisco, nos detuvimos un momento
delante del Liceo. Y acabamos todos compartiendo momentos terribles. He
dejado de hacer cosas: Ahora, por ejemplo, huyo de las aglomeraciones.
Viví el carnaval con angustia y en mayo no fui a las Fiestas Mayores de
Ripoll. Sufro más por mis hijos. Vivimos una experiencia muy próxima a
la muerte. Voy al psicólogo una vez a la semana y me duele estar triste.
Me siento mal porque estamos vivos y hay mucha gente que lo ha perdido
todo: padres, hermanos, hijos. Pienso en el chico de mi lado. La muerte
pasa por tu lado, no te elige y te da una segunda oportunidad. Se te
modifican los parámetros. Hay que aprender a valorar las cosas pequeñas
porque igual sales de casa y no vuelves. ¿El carácter? No, no me ha
cambiado pero me dicen que antes sonreía mucho y ahora no. Y eso es
verdad. Espero recuperar la sonrisa bien pronto”.
Un hombre
declara en una comisaría de Barcelona. Se le acusa de desórdenes
públicos durante una disputa entre manifestantes a favor y en contra de
la independencia.Un relato de Juan Marsé.
Miriam Persand
Le hemos salvado la vida, no sé de qué se queja, comentó el inspector
Ros con voz cansina. Le estaban dando una buena manta de hostias. Si no
lo sacamos de allí, lo despellejan. Dejó
el informe que acababa de redactar sobre la mesa del comisario y
añadió: El vaina se sonó las narices con las banderas de los
manifestantes, y claro, le zurraron a base de bien. Hay testigos de uno y
otro bando, y todos coinciden en que el desmadre lo provocó él.
El detenido estaba de pie ante el comisario con las manos en la espalda. Yo no he hecho nada malo, señor comisario. Yo… Siéntese. Se sentó cautelosamente, tanteándose la enrojecida nariz con el dedo. Su rostro caballuno y tristón mostraba algunos hematomas. Era un hombre
bajito, canijo, con la espalda doblada y una expresión de permanente
perplejidad. Vamos a ver, explíquese. Verá usted, señor comisario, yo no iba en la manifestación. Se me
echó encima en Vía Laietana. Todo ha sido por culpa del viento, creo yo,
y de este puñetero catarro que no se me va… El comisario consultaba el informe. Sin levantar la vista le cortó, enfurruñado:
Justino Bofill y Bonfill, para servirle.
Mis padres eran catalanes, pero yo nací en la provincia de Almería. Soy hijo adoptivo
¿Le parece bonito sonarse las narices con la enseña nacional, dejando
los mocos colgando en la tela para que todo el mundo lo viera? Y encima
exhibía usted una gran pancarta que decía Torra está torrat, otra que decía Torracollons y otra Movistar me la chupa. ¿Qué coño significa esto último? ¿Qué especie de provocación buscaba usted? A mí que me registren…
Con su permiso. ¿Lo niega? El detenido enarcó las cejas, apenado y confuso. Yo soy barrendero municipal, señor comisario, yo estaba allí por un
casual y no llevaba ninguna pancarta. A mí no se me ha perdido nada en
estas manifestaciones. Yo lo que hice fue recoger del suelo algunas
pancartas que estaban rotas y pisoteadas, porque, ya le digo, yo soy
barrendero, yo limpio la mierda de las calles, mayormente papeles y
plásticos, latas vacías de refrescos y cacas de perro. Pues le vieron sonarse en la enseña nacional. Mentira, señor comisario.
Negarlo no le servirá de nada. A ver, cabeceó el comisario
pacientemente. Lo que usted hizo fue pasarse la bandera por el forro de
los cojones, porque le dio por ahí, y con ello provocó graves
altercados. ¿Sabe usted que podría caerle un buen paquete por desórdenes
en la vía pública y resistencia a la autoridad? El detenido estornudó dos veces. El comisario le acercó una caja de
clínex que tenía sobre la mesa, y, de pronto, él se levantó encogiéndose
aún más y con mirada implorante. Perdone, señor comisario, pero tengo que ir… Usted no irá a ninguna parte. Siéntese. Es que tengo que ir… ¡Le digo que se siente! … de vientre. No puedo aguantar más.
miriam persand
El comisario lo miró muy serio durante unos segundos. ¿Estará
pitorreándose de mí este sujeto? Después, con expresión enfurruñada y un
leve movimiento de la cabeza, indicó al inspector Ros que acompañara al
detenido al lavabo. Mientras esperaba examinó el informe presentado por el inspector. Se
saltó los preámbulos y pasó a los hechos: “El detenido niega que
participara y mucho menos encabezara ninguna manifestación callejera por
el derecho a decidir o por la libertad de presos políticos o por la
Constitución o lo que sea; declara que desde las ocho horas de la mañana
de hoy se encontraba barriendo la acera en el cruce de la calle Manresa
con Vía Laietana, como suele hacer cada día, y que de pronto se vio
rodeado por una riada de gente que subía por dicha Vía Laietana con
cánticos y gritos; que exhibían banderas esteladas y grandes lazos amarillos y pancartas que decían Llibertat presos polítics, Espanya ens roba, Fem República, Volem votar, Catalunya no té Rei,
y cosas así; y que de pronto, de manera también imprevista y
sorpresiva, cuando él se encontraba encerrado en la cabecera de la
manifestación, otro grupo les salió al paso en el cruce con la calle
Manresa portando banderas españolas en la espalda a modo de capa y otras
cosidas a la senyera catalana, de manera que con las dos banderas hacían una; y que gritaban Som catalans/somos españoles, Visca la Constituciò del 78, Puigdemont, pentina’t
y cosas así, y que ambos bandos empezaron a discutir y a insultarse y
entonces se produjo una tangana de mucho cuidado, arrojándose unos a
otros las papeleras de las farolas y su contenido; y que la enseña
nacional objeto del mocoso agravio, o sea, presuntamente portadora de
sus mocos, y por lo que se le acusa injustamente, el detenido insiste en
que ni siquiera la vio ni la tocó. El comisario interrumpió la lectura al ver al detenido nuevamente de pie
ante él, encorvado, compungido y con las manos a la espalda. Le ordenó
sentarse y con un gesto de la cabeza sugirió al inspector Ros que les
dejara solos. Salió del despacho el inspector y el comisario encendió un
escuálido purito mientras rumiaba si la aparente urgencia de ir de
vientre por parte del detenido podía haber sido fingida, una treta para
suscitar lástima y propiciar un dictamen exculpatorio, así que decidió
rebajarle los humos repitiendo el interrogatorio desde el principio en
un tono autoritario y poco amistoso:
Al parecer, la susodicha bandera
nacional se perdió en medio del tumulto y no pudo ser recuperada, y la
otra bandera tampoco, leyó el comisario, porque hay testigos que afirman
que el detenido se sonó las narices dos veces, una con la nacional y
otra con la estelada separatista, ya que detectaron claramente mucosidades verdosas colgando en ambas susodichas enseñas…". El comisario interrumpió la lectura al ver al detenido nuevamente de pie
ante él, encorvado, compungido y con las manos a la espalda. Le ordenó
sentarse y con un gesto de la cabeza sugirió al inspector Ros que les
dejara solos. Salió del despacho el inspector y el comisario encendió un
escuálido purito mientras rumiaba si la aparente urgencia de ir de
vientre por parte del detenido podía haber sido fingida, una treta para
suscitar lástima y propiciar un dictamen exculpatorio, así que decidió
rebajarle los humos repitiendo el interrogatorio desde el principio en
un tono autoritario y poco amistoso:
El comisario interrumpió la lectura al ver al detenido nuevamente de
pie ante él, encorvado, compungido y con las manos a la espalda. Le
ordenó sentarse y con un gesto de la cabeza sugirió al inspector Ros que
les dejara solos. Salió del despacho el inspector y el comisario
encendió un escuálido purito mientras rumiaba si la aparente urgencia de
ir de vientre por parte del detenido podía haber sido fingida, una
treta para suscitar lástima y propiciar un dictamen exculpatorio, así
que decidió rebajarle los humos repitiendo el interrogatorio desde el
principio en un tono autoritario y poco amistoso:
Al parecer, la susodicha bandera nacional se
perdió en medio del tumulto y no pudo ser recuperada, y la otra bandera
tampoco, leyó el comisario
Veamos. Nombre y apellidos, venga. Justino Bofill y Bonfill, para servirle. ¿Ah sí? Muy gracioso. ¿Pretende tomarme el pelo? ¡De ningún modo, señor comisario! Mis padres eran catalanes, pero yo
nací en Huércal-Overa, provincia de Almería. Soy hijo adoptivo. Esbozó
una tímida sonrisa de complicidad. Verá, soy catalán, pero un poco
charnego, ¿sabe usted?, para qué voy a negarlo… Ya, muy bien. Pero no se confunda usted conmigo. Porque nosotros aquí
no somos los Mossos d’Esquadra, somos la Policía Nacional, así que no
espere ningún trato de favor. ¿Entendido? Claro, claro. ¿Había sido arrestado anteriormente por alguna causa? No, no señor. ¿Perteneció usted a alguna agrupación o entidad de carácter político durante la dictadura? No, yo he sido barrendero toda mi vida. El comisario, que tenía una mirada algo estrábica, guardó silencio durante un rato. Finalmente dijo: Bien, vamos a lo que importa. ¿En qué bandera tuvo usted la puñetera idea de sonarse las narices? ¿En la nacional o en la estelada? ¿O en las dos, como afirman algunos testigos?
El detenido volvió a estornudar ruidosamente. No lo sé, de verdad, señor comisario, estaba rodeado de pancartas y
de gritos y consignas y me caían palos de todas partes. Estaba en medio
de una batalla campal. No veía nada. Volvió a estornudar, se llevó la mano a la espalda y tanteó el bolsillo trasero del pantalón. Sonrió y dijo: ¿Lo ve? Todavía creo que el pañuelo sigue ahí, tonto de mí. Porque yo pensaba que me estaba sonando con mi pañuelo…
¿Qué pañuelo? Se le ha registrado y usted no lleva ningún pañuelo, ni limpio ni mocoso. Es que se me debió caer de las manos, porque ya me estaban zurrando. Y
lo perdí. Con su permiso, dijo arrancando un clínex de la caja. Se sonó
aparatosamente y se quedó un rato pensativo mirando el clínex entre sus
manos. El comisario le escrutaba receloso. Creo que ya sé lo que ha
pasado, añadió el detenido. Cabeceó tristemente. ¿Permite usted que se
lo cuente? El comisario amagó una sonrisa irónica. Adelante, masculló con aire aburrido. Pues verá usted, ahora recuerdo que, en medio de aquel merdé de
banderas, cuando me encontraba allí sin poder salir, todo el rato
anduvo bailoteando a mi alrededor un chaval que gritaba consignas con
una bandera colgada a la espalda, y pienso ahora que cuando yo empecé a
estornudar y llevé la mano a la trasera del pantalón para coger el
pañuelo, donde suelo llevarlo con la punta fuera para sacarlo enseguida,
el maldito pañuelo ya no estaba allí, de modo que, tal vez con la
ayudita de un golpe de viento, quién sabe, lo que se me vino a la mano
sería la bandera del chico y me soné la nariz con ella, con los ojos
cerrados y sin darme cuenta. Ahora que lo pienso, me parece recordar que
era una tela muy fina… Total, saqué una cantidad de mocos que para qué
le digo… Pero no me pregunte usted si la bandera que pillé a mi espalda
sin querer era la estelada o la enseña nacional, que eso a mí,
aunque las respeto todas, que conste, pues qué quiere usted que le diga,
la verdad, me la trae bastante floja, y perdone la expresión… Me doy
cuenta de que está mal lo que he hecho, pero le juro por mi madre que
sólo me soné una vez. Lo que seguramente pasó fue que esa bandera, fuera
la que fuese, debió chocar o rozar otra bandera que andaba cerca y le
pegó parte de la mucosidad, vaya, que se engancharon y se repartieron
los mocos, digamos. Y por eso de pronto me cayeron insultos y palos de
todos lados, unos y otros me culparon por creer que me estaba
pitorreando de su bandera… Digo yo que debió pasar eso, señor comisario. Debe usted creerme. Es la verdad verdadera… El comisario fumaba su purito con parsimonia, sin quitarle ojo al
detenido. Éste se hizo con otro clínex y se sonó. Dejó otra vez la caja
sobre la mesa, el comisario la cogió y durante unos segundos la miró en
sus manos como si descifrara un enigma. El fulano no es un jeta ni
parece un alborotador, pensó vagamente, es un cateto, un pobre diablo.
Levantó la cabeza y dijo: Aclaremos algo que usted parece no haber entendido bien. A usted le
han traído aquí, no por ultrajar la bandera nacional, o la que sea,
usted está aquí por provocar desórdenes públicos al no controlar,
digámoslo así, sus mucosidades. Esa es la cuestión… Su comportamiento
irresponsable propició un choque violento entre dos manifestaciones de
signo distinto, pero ambas legales, resultando varias personas
contusionadas… En fin, añadió en un tono más resignado que disgustado,
de todos modos parece que hoy en día, eso de ultrajar banderas,
quemarlas o mearse en ellas, ya no constituye delito. Si de mí
dependiera… Pero acabemos. Dio un fuerte golpe sobre la mesa con la mano. Venga, coja sus cosas y váyase a casa. Y espero no volver a verle por aquí. ¡Andando! ¡Lárguese! El detenido se levantó presto y el comisario añadió: Y llévese los clínex, hombre. Por si acaso. Justino Bofill y Bonfill dio las gracias, cogió la caja de clínex y
salió del despacho. En la puerta de la Jefatura le entregaron sus
utensilios de trabajo, la escoba, el capacho y el carrito de la basura
con el lema Barcelona posa’t neta pintado en los costados. Iba
despacio Vía Laietana abajo cuando, al llegar al cruce con la calle
Manresa, donde habían ocurrido los hechos, vio sobre la acera dos cacas
de perro resecas y separadas por un par de metros, una en forma de
pequeña salchicha de color rojizo y la otra amarillenta y en forma de
pirulí. Dedujo por experiencia profesional que allí se habían cagado dos
perros, cada uno a su gusto y manera . Recogió la mierda con la escoba y
el capacho, la depositó en el carrito de la basura y siguió su camino.