Cada uno de los 630 migrantes a bordo del ‘Aquarius’ tiene una historia dramática detrás.
Este es el relato de su travesía hacia España a través de sus testimonios desde el barco, en el que viaja EL PAÍS.
Abdulrahman Donald nació en Libia hace cinco meses, pero nunca sabrá
que cruzó el Mediterráneo en una patera para llegar a la tierra
prometida.
Su padre, Moses, no piensa hablarle jamás de la odisea que protagoniza junto a otros 629 migrantes que navegan a bordo del Aquarius, que les salvó de morir ahogados en este mar que es una tumba en la antesala de Europa.
Son los Ulises del siglo XXI.
Nunca este barco humanitario tardó tanto en encontrar un país que los aceptara.
Cuando el nuevo Gobierno xenófobo de Italia les cerró las puertas, el recién estrenado gabinete del socialista español Pedro Sánchez se las abrió.
Antes que ellos, este barco de Médicos Sin Fronteras (MSF) y SOS Mediterranée había salvado y desembarcado en tierra, casi siempre en Italia, a más de 20.000 personas desde 2016.
El Aquarius y los navíos militares Dattilo y OriOne son solo el último capítulo de una travesía que los 630 empezaron mucho antes en tierras lejanas.
Este es un relato de su travesía con testimonios de los huéspedes más recientes de uno de los pocos barcos de ONG que quedan en el Mediterráneo.
Encuentro. Samuel cuenta su historia como susurrándola.
Su padre, Moses, no piensa hablarle jamás de la odisea que protagoniza junto a otros 629 migrantes que navegan a bordo del Aquarius, que les salvó de morir ahogados en este mar que es una tumba en la antesala de Europa.
Son los Ulises del siglo XXI.
Nunca este barco humanitario tardó tanto en encontrar un país que los aceptara.
Cuando el nuevo Gobierno xenófobo de Italia les cerró las puertas, el recién estrenado gabinete del socialista español Pedro Sánchez se las abrió.
Antes que ellos, este barco de Médicos Sin Fronteras (MSF) y SOS Mediterranée había salvado y desembarcado en tierra, casi siempre en Italia, a más de 20.000 personas desde 2016.
El Aquarius y los navíos militares Dattilo y OriOne son solo el último capítulo de una travesía que los 630 empezaron mucho antes en tierras lejanas.
Este es un relato de su travesía con testimonios de los huéspedes más recientes de uno de los pocos barcos de ONG que quedan en el Mediterráneo.
Encuentro. Samuel cuenta su historia como susurrándola.
Su rescatador, Ludovic Degueperoux, francés, le escucha
atento. Están sentados en proa.
El nigeriano, 27 años, terminó la
secundaria hace una década. Quería ser ingeniero civil.
Fue a Libia a
hacer dinero, a educarse, a prosperar.
La noche del sábado 9 de junio, a
las ocho y media de la tarde, Ludo le sacó del agua.
Intentó agarrarle
del pelo, pero como no pudo tiró de su camiseta blanca.
Con ayuda de dos
colegas consiguieron subirle a la lancha rápida. Samuel estaba
inconsciente.
Abrió los ojos en la camilla, nada más ser izado al Aquarius.
Por fin se sintió seguro.
Tan lejos y tan cerca de la desesperanza
absoluta de las 23 horas previas.
Primero fue el alivio de oír el aleteo
del helicóptero militar, de ver que el piloto saludaba con el pulgar
alzado.
A la media hora, las lanchas de salvamento.
El jefe de los
rescatadores pidió calma: “Tranquilos, hay chalecos para todos…”. Pero
cundió el pánico.
Gritos. La patera se partió.
Samuel intentó agarrar un
chaleco, pero le cayó encima otro hombre y se hundió.
Ludo lo agarró cuando la muerte ya le acariciaba.
Tuvo suerte. El barco
que ahora le lleva a España estaba en la zona en busca de migrantes en
peligro.
“Me pegaban en las piernas y la espalda con tubos de PVC”. También trabajó como pintor para un libio que no le pagaba.
“Eso es esclavitud, lo sabes”, le dice el rescatador. “Sí”, responde. Pasó lo peor, pero queda mucho por digerir.
Libia es una tumba. Ibrahim, senegalés, de 24 años, algo sabe de Europa.
Tiene un hermano en Italia y otro, Malik, enterrado en Libia.
Tenía 27 años.
Como allí no hay bancos se dedicaba a hacer transferencias.
Conseguía que el poco dinero que los subsaharianos ganan llegara a sus familias en casa.
Pero fue secuestrado en medio del caos imperante para pedir una recompensa a los suyos en Dakar, explica Ibrahim en el inglés que aprendió trabajando en Libia desde 2012, justo después del derrocamiento del tirano Muamar el Gadafi.
“Primero pidieron 20.000 dinares. Lo tuvieron esposado, lo apalearon, cogieron el dinero y pidieron 10.000 más”.
Lo dejaron tan malherido que “murió a los dos o tres días de que lo soltaran”, relata su hermano mientras se rasca.
Probablemente tiene sarna.
Muchos la pillaron en los campos de detención libios.
Ser un indocumentado allí es un delito. Aquellas prisiones son inhumanas.
Por eso la prioridad absoluta de estos hombres y mujeres es evitar ser devueltos a ese infierno.
Ibrahim llegó desde Senegal vía Malí, Burkina Faso y Níger.
Son 58 mujeres y 48 hombres, adultos, adolescentes y niños, cada uno con una historia, como los 524 restantes repartidos en los dos buques de la Marina de Italia.
Para Jessica, lo peor no fue Libia sino Argelia.
Esta camerunesa de 23 años sufrió una agresión sexual en la frontera libio-argelina.
“Un gendarme me dijo que me desnudara. Recé a Dios: ‘No me puedes abandonar ahora’.
Me insultaron, me abofetearon. ‘Te vamos a violar todos’, me decían.
Eran cinco gendarmes y tres militares.
Los gendarmes se fueron. Uno de los militares intentó violarme. Le dije: ‘Tengo VIH. Si me violas te contagiarás.
Me pegó… Eyaculó en mi boca.
A los dos primeros se lo tuve que hacer con la mano”, va relatando esta mujer que ha decidido llamarse Jessica para protegerse. “Luego me dieron mi ropa y me fui a Libia.
Era el 8 de mayo”. Sí, hace poco más de un mes.
Salió de Camerún en septiembre con el sueño de ir a España —“me dijeron que si llego allí podré ir a la escuela y cuidar a personas mayores”, explica— pero se desvió por Libia porque era más barato, 150 euros frente a 2.500.
La travesía se la ha pagado un amigo de Orán (Argelia) al que tiene que devolverle el dinero.
“Cuando llegue hablaremos de eso”
Recuerdos a los siete años. Quizás su madre o alguien experto que se siente frente a ella con calma en tierra firme pueda saber si Aminata, sierraleonesa de siete años, recuerda la travesía en patera. Ahora corre aparentemente feliz por cubierta jugando, descubriendo rincones o enjabonándose la cara.
El sábado 9 de junio estaba agarrada al pecho de su madre, mojada, vomitando en aguas internacionales.
Magrebíes. La noche del rescate una mujer jovencísima llamó la atención de los periodistas, los nuevos a bordo, por la blancura de su tez.
Llegaba con un bebé.
Dijo que era magrebí.
Le acompañan su marido y su hermana. Prefiere no detallar su historia.
La inmensa mayoría de los 43 argelinos y 11 marroquíes recogidos por el Aquarius (entre las 630 personas que acogió en nueve horas la noche del sábado 9 al domingo 10) viaja en los buques italianos. La noticia de que España era el puerto seguro adjudicado sumió a muchos de ellos en la desesperación.
Tras intentar llegar a Europa con un desvío hasta Libia, con todo lo que implica, temen seguir la suerte de sus compatriotas que llegan a las costas de España: la deportación.
Mi padre me dijo que si llegaba a Europa no trabajara, que tenía que estudiar”, responde Ahmed Omar, sursudanés de Darfur, 25 años.
Cuenta que él también estuvo encarcelado, también le secuestraron en Libia, que exigieron un rescate a su familia. “Llegó el dinero, me dejaron libre”.
Fue a trabajar a la construcción con dos amigos, Zacarías y Alí, pero se lesionó la mano y eso selló su destino.
No podía trabajar.
Llamó a su madre para que le ayudara a huir porque, como le dijeron, con esa mano herida “en Libia eres hombre muerto”.
Acabó en un campo de aspirantes a dar el salto.
“Éramos como 600, en Sabrata, estuve allí dos meses”, cuenta. “Cuando se llena, lo tienen que vaciar.
Te dejan partir si hace buen tiempo, no se preocupan de si mueres o sobrevives…
Y, si dices que no quieres subir a la patera, te fuerzan”. Ahmed Omar describe cómo funciona el sistema:
“Tienen un acuerdo: si los criminales pagan al Gobierno, dejan salir a las pateras; pero si no pagan te interceptan en el mar los libios”.
Los ausentes. Aquel sábado 9 de junio, el Aquarius zigzagueó por el Mediterráneo central siguiendo las instrucciones del Centro de Coordinación Marítima de Roma (responsable de dirigir las operaciones en esa zona).
Además de las pateras que finalmente rescató, estuvo buscando una con unas 150 personas a bordo.
Nunca la encontró.
Roma le informó luego de que había sido interceptada por Libia.
Esas 150 personas están viviendo ahora mismo la pesadilla de la que huyó este grupo que se dirige a España.
Los torturados. Todos los subsaharianos rescatados coinciden en que fueron brutalmente maltratados en Libia.
Algunos fueron torturados.
Jack Freeman, de Nigeria, 30 años, es uno de ellos. “Esa gente me colgó boca abajo, quería mi dinero.
¿Entiendes? Me electrocutaron, no pude caminar en meses”, relata este aspirante a músico, fan de los irlandeses Westliffe.
“Nos llaman esclavos negros.
Creen que somos animales. Pero sin negros Libia no funciona porque nosotros hacemos el trabajo”, señala.
La inmensa Libia, con enormes reservas de petróleo y sólo seis millones de habitantes, ha sido siempre imán de mano de obra. Freeman asegura que desconocía que fuera tan peligroso.
“Yo solo pensaba cruzarlo, pero me secuestraron a punta de pistola”.
En el desgobierno que siguió al derrocamiento de Gadafi, el tráfico de personas se ha convertido en una industria en ese país.
Terror a la expulsión.
Hasta ahora, zarpar de Libia significaba desembarcar en Italia salvo en contadísimos casos.
El domingo 10 el nuevo ministro del Interior, Matteo Salvini líder de la Liga, tomó y tuiteó una de sus primeras decisiones: #chiudiamoiporti (cerramos los puertos).
Los inmigrantes son ahora los enemigos sobre los que construye su discurso político, como fueron antes sus compatriotas los italianos del Sur.
Los 630 quedaron en un limbo, unos Ulises contemporáneos.
Las autoridades italianas, que entregaron a 400 náufragos al Aquarius la noche anterior, les impedían desembarcar ahora, contra lo que diga la ley del mar.
España se ofreció como solución humanitaria e Italia encontró así una salida soñada.
El cambio de planes desconcertó a muchos a bordo.
El paquistaní Naveed Hussein preguntó a bocajarro. “¿Me van a deportar?”
Los empleos de esteticista.
Las mujeres, sobre todo nigerianas, palían el tedio trenzándose el pelo las unas a las otras con destreza. Blessing, 21 años, lo lleva trenzado.
Cuenta sentada en un corrillo que subir en una patera requiere una indumentaria: “leggings, no llevar pendientes, cremalleras, sujetador ni cinturón”.
Nada que pueda rasgar la goma.
Dice que es diseñadora de moda, que dejó Nigeria por falta de oportunidades.
“El Gobierno es malo, la economía es mala, no hay trabajo, estudiar es inútil”.
Una amiga le hizo una propuesta:
“¿Qué sabes hacer? Soy diseñadora, hago trenzas, maquillaje de novias… Me dijo que en Europa hay buenos trabajos, que lo voy a conseguir”, explica esta joven que a los 19 abandonó sola su patria.
El viernes 15 la matrona de MSF en el barco reunió a todas las mujeres y les habló de violencia sexual, de la trata… En un discurso muy medido en inglés, francés y bámbara les describió varias situaciones por si ellas o alguien que conocen las hubiera vivido.
Amoine Sulemaine, de costa de Marfil, recalcó su mensaje a la potencial víctima: no estás sola, no es culpa tuya, podemos darte ayuda médica y escucharte.
El silencio era denso.
Algunas de las mujeres le escuchaban con la mirada perdida. Una se tapó la cara con una toalla.
Varios enfermeros de MSF dieron simultáneamente la charla a los 58 hombres reunidos en cubierta en pequeños grupos.
La violencia sexual contra los varones aún es tabú.
Único barco en la zona.
Lo único que sabe el nigeriano Mechi, de 29 años, es que Valencia tiene algo que ver con el fútbol, su gran pasión.
Es uno más de los miles de chavales que cruzan a Europa con el sueño de vivir de los goles.
Cuenta que trabajó ocho meses en una granja a cambio de comida, techo y una tarjeta SIM.
Nada más. “Tengo una SIM”, dice con una sonrisa.
Un tesoro. Los huéspedes del barco están desconectados del mundo, sin móvil, batería o internet.
Cuenta que “una fatídica noche, un viernes” su dueño le dijo: “Me has servido suficiente”.
Y lo cuenta como si declamara.
Aquel hombre lo llevó a la costa. “Me encontré frente al mar”. Le dijo que iba para Italia. ¡Estaba tan contento y tan asustado.
Nunca había visto tanta agua! Zarparon a las cuatro y media. “Pensé que nos encontrarían pronto, pensé que nos rescatarían. Pero no, vino un pesquero libio que nos dijo que siguiéramos”. Continuaron.
Hasta que el Aquarius, el único barco e una ONG en la zona aquel día, supo de ellos y les llevó del mar que ya ha engullido este año a 784 migrantes por lo menos.
“Esta es mi historia. Estoy muy feliz”.