11 mar 2018
La búsqueda vuelve al entorno de Gabriel............... Patricia Ortega Dolz
La investigación sobre la desaparición del niño se centra en Las Hortichuelas, una pedanía de Almería en la que apenas vive una veintena de vecinos.
Hay una máxima general en la investigación de un hecho delictivo o aparentemente delictivo, como puede ser la desaparición
de un menor:
“Las posibilidades de que el autor sea alguien del entorno son inversamente proporcionales al riesgo que asume la víctima, es decir, si la situación en la que se producen los hechos entraña muy poco peligro —a plena luz del día, en territorio conocido— es mucho más probable que el asunto esté relacionado con gente cercana”.
Quizá por eso, en el caso de Gabriel Cruz, el niño de ocho años que desapareció hace 12 días en Níjar (Almería), los investigadores vuelven una y otra vez a lugar exacto en el que se le perdió el rastro: Las Hortichuelas.
Se trata de una pequeñísima pedanía dividida, pese a su dimensión, en dos partes: Las Hortichuelas Altas y Las Hortichuelas Bajas. Visto desde lo alto del valle, son dos pequeños grupos de casas blancas encaladas a una distancia de un kilómetro entre sí, a cada lado de la carretera que atraviesa el Parque Natural del Cabo de Gata, desde Campohermoso (en el interior) hasta Las Negras (en la costa).
Las comunicaciones de Las Hortichuelas con el mundo exterior consisten en un autobús diario que llega hasta Almería.
Pasa por la parada de la carretera a las 7.30 y regresa a las 15.15.
En total, en toda la pedanía, están empadronadas un centenar de personas, pero en esta época del año, sin turismo, los lugareños se cuentan con los dedos de las manos.
“Las posibilidades de que el autor sea alguien del entorno son inversamente proporcionales al riesgo que asume la víctima, es decir, si la situación en la que se producen los hechos entraña muy poco peligro —a plena luz del día, en territorio conocido— es mucho más probable que el asunto esté relacionado con gente cercana”.
Quizá por eso, en el caso de Gabriel Cruz, el niño de ocho años que desapareció hace 12 días en Níjar (Almería), los investigadores vuelven una y otra vez a lugar exacto en el que se le perdió el rastro: Las Hortichuelas.
Se trata de una pequeñísima pedanía dividida, pese a su dimensión, en dos partes: Las Hortichuelas Altas y Las Hortichuelas Bajas. Visto desde lo alto del valle, son dos pequeños grupos de casas blancas encaladas a una distancia de un kilómetro entre sí, a cada lado de la carretera que atraviesa el Parque Natural del Cabo de Gata, desde Campohermoso (en el interior) hasta Las Negras (en la costa).
Las comunicaciones de Las Hortichuelas con el mundo exterior consisten en un autobús diario que llega hasta Almería.
Pasa por la parada de la carretera a las 7.30 y regresa a las 15.15.
En total, en toda la pedanía, están empadronadas un centenar de personas, pero en esta época del año, sin turismo, los lugareños se cuentan con los dedos de las manos.
“¿Aquí? ¿Todo el año? ¿Viviendo?
seremos una treintena de personas, 15 en la parte alta y otros tantos en
la baja”, asegura una de las moradoras, nacida hace 60 años en la
pequeña casa encalada desde la que habla, y capaz de dar los nombres de
todos sus vecinos, casa por casa.
En Las Hortichuelas no viven apenas niños durante todo el
año, “salvo dos de una mujer marroquí, que vive en la parte alta”,
señala otra vecina.
Javier, el hijo de Paca, una de esas señoras mayores, que no sabe leer “ni marcar el teléfono porque no conoce los números”, se encarga de recogerlos.
Les lleva en su coche, junto a los niños de Las Negras (a tres kilómetros) y los de Rodalquilar (a 5 kilómetros), hasta un colegio en Campohermoso, a 14 kilómetros.
Solo hay niños en vacaciones o en días de fiesta.
Javier, el hijo de Paca, una de esas señoras mayores, que no sabe leer “ni marcar el teléfono porque no conoce los números”, se encarga de recogerlos.
Les lleva en su coche, junto a los niños de Las Negras (a tres kilómetros) y los de Rodalquilar (a 5 kilómetros), hasta un colegio en Campohermoso, a 14 kilómetros.
Solo hay niños en vacaciones o en días de fiesta.
Gabriel
desapareció hacia las 15.30 del martes 27 de febrero, víspera del Día de
Andalucía.
Estaba pasando el puente con su abuela Carmen. Esos días le
tocaba estar con su padre, Ángel Cruz, que está separado de su madre, Patricia Ramírez, pero él trabajaba en una empresa de la zona y lo dejó con la abuela.
Gabriel coincidía esos días con sus primos y aquella tarde iba camino de su casa cuando algo le ocurrió.
Nunca llegó.
Desde ese momento, todos los vecinos que estaban en el
pueblo se han convertido en sospechosos en la investigación que
desarrolla la Guardia Civil.
La hipótesis de la pérdida resulta poco probable, porque la distancia entre la casa de su abuela y la de sus tíos es de escasos cien metros y el niño la recorría varias veces al día.
“Alguien se lo ha llevado”, repite su padre.
“Aquí, en Las Hortichuelas, aquella tarde, aparte de Carmen y de la mujer que ahora está con su hijo —una joven latinoamericana—, pues estaban su prima Rosita y su marido, que es la casa a la que iba el niño y que también viven aquí de toda la vida”, cuenta una vecina que prefiere no salir con su nombre.
“Luego están otros primos de Carmen [la abuela del niño], que son dos mujeres de cerca de 90 años, Margarita y Carmen, y el hijo, Antonio y su nuera, Sonia”, continúa.
“Después está Consuelo, que es la que dice que sintió un portazo de un coche esa tarde y que se encarga de guardar y limpiar algunas de las casas que se alquilan”.
“Está también el Tato, que trabaja en la obra y debe de tener unos 45 años”. “Y Lola, que vive con sus tres hijos desde que se separó, y trabaja en los invernaderos, su pequeño tiene 18 años”.
“Creo que siguen viviendo dos chicas jóvenes de alquiler que andan buscando un bar para regentarlo”. “Ah, y creo que solo me falta Inocencia, que es la casa que está justo enfrente de las de los tíos del niño, ¿Cuántos me salen?”.
Según la cuenta de esta vecina suman 18 —contando con ella— los adultos que podían estar en el pueblo la tarde que desapareció Gabriel.
La mayoría son familia entre sí: “Más cercanos o más lejanos, pero aquí somos todos familia”, señala la señora.
Todos esos pobladores de Las Hortichuelas han sido interrogados, y sus viviendas y alrededores inspeccionados por los agentes y por los perros especialistas en detectar restos biológicos sin hallar huella alguna de Gabriel.
El rastro de la camiseta
El único rastro encontrado hasta el momento es la camiseta interior que supuestamente llevaba el niño y que encontró —a cuatro kilómetros de esa vecindad— la novia del padre del niño en una de las batidas de monte, cuatro días después de su desaparición. Estaba en el Barranco de las Águilas, en Las Negras, en el itinerario por el que suelen verse hippies de todo pelaje que desde hace años viven asentados en la famosa Cala de San Pedro.
Allí, al fondo del barranco, junto a la depuradora, estaba la prenda. Buzos, perros, helicópteros, bomberos, protección civil, voluntarios, agentes de la guardia civil, periodistas… Todos han rastreado esa zona de nuevo sin encontrar nada más.
Mientras tanto, en Las Hortichuelas Bajas, la casa de la abuela Carmen, con un amplio terreno, permanece llena de coches y de gente.
Es la penúltima del pequeño camino de tierra en el que se le perdió la pista a Gabriel, y que por un lado conduce al pueblo, pero por el otro desemboca en la carretera, una salida directa para cualquier vehículo sin necesidad de pasar por la población.
Desde hace doce días, en esa pequeña pedanía, el silencio de la hora de la siesta ha sido sustituido por un zumbido que recuerda a un enjambre de abejas.
Es un dron que sobrevuela la zona sin cesar.
La hipótesis de la pérdida resulta poco probable, porque la distancia entre la casa de su abuela y la de sus tíos es de escasos cien metros y el niño la recorría varias veces al día.
“Alguien se lo ha llevado”, repite su padre.
“Aquí, en Las Hortichuelas, aquella tarde, aparte de Carmen y de la mujer que ahora está con su hijo —una joven latinoamericana—, pues estaban su prima Rosita y su marido, que es la casa a la que iba el niño y que también viven aquí de toda la vida”, cuenta una vecina que prefiere no salir con su nombre.
“Luego están otros primos de Carmen [la abuela del niño], que son dos mujeres de cerca de 90 años, Margarita y Carmen, y el hijo, Antonio y su nuera, Sonia”, continúa.
“Después está Consuelo, que es la que dice que sintió un portazo de un coche esa tarde y que se encarga de guardar y limpiar algunas de las casas que se alquilan”.
“Está también el Tato, que trabaja en la obra y debe de tener unos 45 años”. “Y Lola, que vive con sus tres hijos desde que se separó, y trabaja en los invernaderos, su pequeño tiene 18 años”.
“Creo que siguen viviendo dos chicas jóvenes de alquiler que andan buscando un bar para regentarlo”. “Ah, y creo que solo me falta Inocencia, que es la casa que está justo enfrente de las de los tíos del niño, ¿Cuántos me salen?”.
Según la cuenta de esta vecina suman 18 —contando con ella— los adultos que podían estar en el pueblo la tarde que desapareció Gabriel.
La mayoría son familia entre sí: “Más cercanos o más lejanos, pero aquí somos todos familia”, señala la señora.
Todos esos pobladores de Las Hortichuelas han sido interrogados, y sus viviendas y alrededores inspeccionados por los agentes y por los perros especialistas en detectar restos biológicos sin hallar huella alguna de Gabriel.
El rastro de la camiseta
El único rastro encontrado hasta el momento es la camiseta interior que supuestamente llevaba el niño y que encontró —a cuatro kilómetros de esa vecindad— la novia del padre del niño en una de las batidas de monte, cuatro días después de su desaparición. Estaba en el Barranco de las Águilas, en Las Negras, en el itinerario por el que suelen verse hippies de todo pelaje que desde hace años viven asentados en la famosa Cala de San Pedro.
Allí, al fondo del barranco, junto a la depuradora, estaba la prenda. Buzos, perros, helicópteros, bomberos, protección civil, voluntarios, agentes de la guardia civil, periodistas… Todos han rastreado esa zona de nuevo sin encontrar nada más.
Mientras tanto, en Las Hortichuelas Bajas, la casa de la abuela Carmen, con un amplio terreno, permanece llena de coches y de gente.
Es la penúltima del pequeño camino de tierra en el que se le perdió la pista a Gabriel, y que por un lado conduce al pueblo, pero por el otro desemboca en la carretera, una salida directa para cualquier vehículo sin necesidad de pasar por la población.
Desde hace doce días, en esa pequeña pedanía, el silencio de la hora de la siesta ha sido sustituido por un zumbido que recuerda a un enjambre de abejas.
Es un dron que sobrevuela la zona sin cesar.
El lugar adecuado....................................Juan José Millás
ESOS PÁRPADOS de plástico o de madera a media asta recuerdan a escenas
del cine policiaco, y del erótico, pero también del de espías.
La alternancia de listones y de franjas de luz nos traen asimismo a la memoria las viejas películas porno codificadas de Canal+ y, cómo no, lo que de adolescentes imaginábamos al asomarnos desde la ventana de nuestro dormitorio al de la vecina, que antes de acostarse bajaba las persianas dejando con tres palmos de narices al mirón.
Para que se den todas esas evocaciones, es preciso que afuera sea de noche y que dentro se encuentren encendidas las lámparas, como sucede en la fotografía. Imaginamos al periodista recorriendo un Berlín oscuro y frío en busca de un testimonio que al fin logra obtener, siquiera de manera parcial.
Fíjense: la mujer rubia de la chaqueta rosa, que permanece de espaldas a la ventana del centro, es nada más y nada menos que Angela Merkel.
Y el señor de barba y gafas que se encuentra frente a ella, Martin Schulz, líder del Partido Socialdemócrata alemán.
¿Qué hacen en medio de esa clandestinidad imperfecta tan excitante de observar desde las sombras? Negocian el reparto de carteras en el nuevo Gobierno.
He ahí la cocina de la gran coalición bis llevada a cabo en el centro mismo de Europa y que sin duda afectará a los países de la periferia.
La escena reúne por tanto, en diferentes grados, porciones de cine policiaco y de cine de espías y de cine erótico, incluso de cine pornográfico codificado.
Significa que el punto de vista elegido por el fotógrafo para contar lo que ocurría fue el más adecuado. Enhorabuena.
La alternancia de listones y de franjas de luz nos traen asimismo a la memoria las viejas películas porno codificadas de Canal+ y, cómo no, lo que de adolescentes imaginábamos al asomarnos desde la ventana de nuestro dormitorio al de la vecina, que antes de acostarse bajaba las persianas dejando con tres palmos de narices al mirón.
Para que se den todas esas evocaciones, es preciso que afuera sea de noche y que dentro se encuentren encendidas las lámparas, como sucede en la fotografía. Imaginamos al periodista recorriendo un Berlín oscuro y frío en busca de un testimonio que al fin logra obtener, siquiera de manera parcial.
Fíjense: la mujer rubia de la chaqueta rosa, que permanece de espaldas a la ventana del centro, es nada más y nada menos que Angela Merkel.
Y el señor de barba y gafas que se encuentra frente a ella, Martin Schulz, líder del Partido Socialdemócrata alemán.
¿Qué hacen en medio de esa clandestinidad imperfecta tan excitante de observar desde las sombras? Negocian el reparto de carteras en el nuevo Gobierno.
He ahí la cocina de la gran coalición bis llevada a cabo en el centro mismo de Europa y que sin duda afectará a los países de la periferia.
La escena reúne por tanto, en diferentes grados, porciones de cine policiaco y de cine de espías y de cine erótico, incluso de cine pornográfico codificado.
Significa que el punto de vista elegido por el fotógrafo para contar lo que ocurría fue el más adecuado. Enhorabuena.
El Día del Orgullo Loco..........................................Rosa Montero...
Un 19% de la población española tendrá en algún momento un trastorno
psíquico, y un millón de conciudadanos conviven con una dolencia grave.
EL PRÓXIMO 20 de mayo se va a celebrar en España una genial locura llamada, muy apropiadamente, el Día del Orgullo Loco.
El Mad Pride nació en Toronto en 1993 y ya es una tradición en diversos países anglosajones y europeos.
En el mundo hispano sólo se ha celebrado hasta ahora en Chile, y esta será la primera edición en nuestro país a nivel estatal (en Asturias ya lo festejan desde hace algunos años).
“Vamos a salir a la calle a celebrar la diversidad mental y a reivindicar que en la práctica psiquiátrica se respeten los derechos humanos y nos traten con dignidad”, dicen los convocantes.
Y una amiga que está en la organización me comenta: “Es precioso poder darle la vuelta a la tortilla y salir del armario para decir: ‘Sí, tengo esquizofrenia, ¿y qué pasa?”.
Salir del armario, nunca mejor dicho.
El armario discriminatorio de los trastornos psíquicos es hoy día mucho más cerrado y asfixiante que el de la homosexualidad (recordemos, por cierto, que a los gais se les consideró enfermos mentales hasta hace muy poco).
Los pacientes aquejados por estas dolencias sufren un rechazo social tan feroz que el problema ya no es sólo que tengan que ocultar su condición, sino que lo más importante es evitar que se oculten enteros, es decir, que el ostracismo les encierre en sus casas y les fuerce a una vida de reclusión y aislamiento.
La geografía española está llena de estos presos, reos condenados a cadena perpetua sin culpa y sin tribunal por la intransigencia de nuestros prejuicios.
El estigma empieza por la manera en que nos referimos a ellos; nadie dice que un enfermo de cáncer es un canceroso, pero a quienes tienen una dolencia mental les llamamos locos, como si la enfermedad suplantara todo lo que ellos son y les convirtiera en otra cosa, en una suerte de criaturas extrañas que producen miedo. No es fácil combatir ese temor, que nace de la inquietud ante la ruptura de la lógica, del sensacionalismo de las noticias y de la ignorancia.
Pero lo cierto es que el índice de delitos cometidos por pacientes con trastorno mental grave que están medicados es más bajo que el de la población general.
De la misma manera que no extrapolamos el horror que nos producen los maltratadores de mujeres a todos los varones, no debemos suponer que todos los individuos con una dolencia psíquica van a actuar como en esos casos extremos que tanto suelen trompetearse en los medios.
Repito: el trastorno mental no es más que una parte de la persona.
Y así, quienes lo padecen pueden ser listos o tontos, buenos o malos, inteligentes o zopencos. Hay de todo, como en el resto de la población.
Según la OMS, una de cada cuatro personas en el mundo va a sufrir algún tipo de dolencia mental a lo largo de su vida.
Yo misma formo parte de esa estadística; como ya he contado, hasta los 30 años tuve ataques de angustia inhabilitantes, con agorafobia y pánico extremo.
Hoy me alegro de haber pasado por esa experiencia: me enseñó lo que es el sufrimiento psíquico, un dolor que no se puede compartir porque es inefable.
Y ahí reside la cruel agonía de los trastornos mentales: en la incomunicabilidad, en una sensación de soledad indescriptible, una soledad tan grande que no cabe en la palabra soledad y que sólo se puede conocer si la has vivido.
Es la inhumana y aterradora soledad del cosmonauta que se desprende de su cápsula y se queda vagando por un infinito de hielo.
Lo que llamamos locura es una ruptura de la narración interior y sobre todo de la narración social.
Si yo dijera ahora que esta mañana me topé con el demonio, muy rojo, cornudo y apestando a azufre, pensaríais que se me ha ido un tornillo.
Pero si estuviéramos en el siglo XII, os asustaríais conmigo y me preguntaríais cómo me he librado de él y si funciona lo de enseñarle un crucifijo.
Ya lo dijo John Nash, el matemático que padecía esquizofrenia, en su discurso al recibir el Premio Nobel: Zaratustra fue Zaratustra y no un chiflado porque su delirio tuvo seguidores. Un 19% de la población española tendrá en algún momento un trastorno psíquico, y un millón de conciudadanos conviven con una dolencia mental grave
. No les condenemos al terrible sufrimiento de su soledad con nuestro rechazo.
EL PRÓXIMO 20 de mayo se va a celebrar en España una genial locura llamada, muy apropiadamente, el Día del Orgullo Loco.
El Mad Pride nació en Toronto en 1993 y ya es una tradición en diversos países anglosajones y europeos.
En el mundo hispano sólo se ha celebrado hasta ahora en Chile, y esta será la primera edición en nuestro país a nivel estatal (en Asturias ya lo festejan desde hace algunos años).
“Vamos a salir a la calle a celebrar la diversidad mental y a reivindicar que en la práctica psiquiátrica se respeten los derechos humanos y nos traten con dignidad”, dicen los convocantes.
Y una amiga que está en la organización me comenta: “Es precioso poder darle la vuelta a la tortilla y salir del armario para decir: ‘Sí, tengo esquizofrenia, ¿y qué pasa?”.
Salir del armario, nunca mejor dicho.
El armario discriminatorio de los trastornos psíquicos es hoy día mucho más cerrado y asfixiante que el de la homosexualidad (recordemos, por cierto, que a los gais se les consideró enfermos mentales hasta hace muy poco).
Los pacientes aquejados por estas dolencias sufren un rechazo social tan feroz que el problema ya no es sólo que tengan que ocultar su condición, sino que lo más importante es evitar que se oculten enteros, es decir, que el ostracismo les encierre en sus casas y les fuerce a una vida de reclusión y aislamiento.
La geografía española está llena de estos presos, reos condenados a cadena perpetua sin culpa y sin tribunal por la intransigencia de nuestros prejuicios.
El estigma empieza por la manera en que nos referimos a ellos; nadie dice que un enfermo de cáncer es un canceroso, pero a quienes tienen una dolencia mental les llamamos locos, como si la enfermedad suplantara todo lo que ellos son y les convirtiera en otra cosa, en una suerte de criaturas extrañas que producen miedo. No es fácil combatir ese temor, que nace de la inquietud ante la ruptura de la lógica, del sensacionalismo de las noticias y de la ignorancia.
Pero lo cierto es que el índice de delitos cometidos por pacientes con trastorno mental grave que están medicados es más bajo que el de la población general.
De la misma manera que no extrapolamos el horror que nos producen los maltratadores de mujeres a todos los varones, no debemos suponer que todos los individuos con una dolencia psíquica van a actuar como en esos casos extremos que tanto suelen trompetearse en los medios.
Repito: el trastorno mental no es más que una parte de la persona.
Y así, quienes lo padecen pueden ser listos o tontos, buenos o malos, inteligentes o zopencos. Hay de todo, como en el resto de la población.
Según la OMS, una de cada cuatro personas en el mundo va a sufrir algún tipo de dolencia mental a lo largo de su vida.
Yo misma formo parte de esa estadística; como ya he contado, hasta los 30 años tuve ataques de angustia inhabilitantes, con agorafobia y pánico extremo.
Hoy me alegro de haber pasado por esa experiencia: me enseñó lo que es el sufrimiento psíquico, un dolor que no se puede compartir porque es inefable.
Y ahí reside la cruel agonía de los trastornos mentales: en la incomunicabilidad, en una sensación de soledad indescriptible, una soledad tan grande que no cabe en la palabra soledad y que sólo se puede conocer si la has vivido.
Es la inhumana y aterradora soledad del cosmonauta que se desprende de su cápsula y se queda vagando por un infinito de hielo.
Lo que llamamos locura es una ruptura de la narración interior y sobre todo de la narración social.
Si yo dijera ahora que esta mañana me topé con el demonio, muy rojo, cornudo y apestando a azufre, pensaríais que se me ha ido un tornillo.
Pero si estuviéramos en el siglo XII, os asustaríais conmigo y me preguntaríais cómo me he librado de él y si funciona lo de enseñarle un crucifijo.
Ya lo dijo John Nash, el matemático que padecía esquizofrenia, en su discurso al recibir el Premio Nobel: Zaratustra fue Zaratustra y no un chiflado porque su delirio tuvo seguidores. Un 19% de la población española tendrá en algún momento un trastorno psíquico, y un millón de conciudadanos conviven con una dolencia mental grave
. No les condenemos al terrible sufrimiento de su soledad con nuestro rechazo.
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