A los maestros los medios les ceden poco la palabra, salvo cuando ganan un concurso.
Si quieres tomar el pulso de tu país, escucha a los maestros y los profesores.
Si quieres que un artículo provoque el anhelado click que hace las veces de levadura en la red, no escribas sobre lo que te han contado, porque lo que se espera hoy de cualquier columnista es que anime el cotarro, y animar el cotarro significa escribir sobre Cataluña, Puigdemont o Woody Allen, por poner tres ejemplos significativos.
La educación interesa bien poco.
Tan poco, que el gran acuerdo sobre nuestro sistema educativo sigue esperando turno porque antes ha de arreglarse España.
¡Como si eso fuera a ocurrir alguna vez! Además, para qué escribir, si cada español lleva en su interior un experto que arreglaría la educación en dos patadas.
Con curiosidad y muchas dudas sobre lo que voy a decir tomo el AVE hacia Sevilla para encontrarme con profesores de Lengua y Literatura.
Empezamos mal: Lengua y Literatura.
Esas asignaturas que junto a las materias artísticas cada vez ocupan menos espacio en el programa.
Abro el periódico y leo una entrevista con una psicóloga que diserta sobre cómo hacer de la escuela un lugar idílico.
De un tiempo a esta parte, observo que las informaciones sobre educación se dividen en dos: o bien nos ofrecen los resultados deprimentes que ocupamos en el ranking educativo europeo y ese día los contertulios se dividen entre los que añoran la autoridad y los que hablan de Finlandia, o bien son entrevistas con expertos que les leen la cartilla a los maestros porque son antiguos, dan clases del XIX, no saben que a los niños se les atrae con pantallas
(Dios mío, ¡son los únicos en el Planeta que no lo saben!) y desconocen la fórmula mágica para los niños entren felices cada día a la escuela.
Los artículos sobre nuestro atraso educativo son deprimentes, pero más irrita la permanente regañina guay a los sacrificados y a menudo denostados profesionales de la enseñanza.
A los profes los medios les ceden poco la palabra, salvo cuando ganan un concurso; los expertos, en cambio, hacen uso de ella cada dos por tres.
Y yo, que excéntricamente me preocupo por la educación, me pregunto si no será que también estoy desfasada en materia educativa, aunque juro que sé de la importancia que tienen las pantallas porque en mis propias carnes sufro un déficit de atención como jamás había padecido.
A punto estoy de claudicar y tacharme de antigua cuando me saltan de pronto (a la pantalla) las palabras airadas y luminosas de una joven maestra, María, que responde desde Facebook a la experta del día.
María dice así: “No es verdad que demos clases como en el XIX y no me cansaré de repetirlo.
Todos los días veo a decenas de compañeros partirse el lomo por hacer de sus clases espacios de reflexión, de descubrimiento y debate ante un mundo cada vez más complejo.
Varias veces me he descubierto pensando 'ojalá me hubieran dado clase así', mientras espiaba por la ventanilla de una puerta.
Todo esto, no lo olvidemos, con una administración que sigue sin bajar las ratios, que no invierte un duro de más ni favorece la autonomía de los centros, que no pone profesores de apoyo y con una jornada laboral que deja poco espacio para prácticamente nada más que las aulas”.
Me emociona que estas palabras vengan de una maestra que acaba de entrar en el mundo de la enseñanza.
Le esperan duras jornadas. El puro oficio requiere mucha energía. Recibirá algunas broncas y algunas lecciones de los padres.
Deberá reservarse consideraciones reveladoras sobre un alumno al ser consciente de que el enfrentamiento con sus padres solo puede abocar al desastre.
Yo conozco muchas Marías, de las que empiezan y también de las que se jubilan.
Las y los tengo delante ahora, ya en Sevilla, esperando a que les ilumine un poco sobre cómo hacer que sus alumnos escriban buenos relatos para ese célebre concurso al que todos nos presentamos de niños, el de Coca Cola.
Pero, ¿qué se yo? Llevo algunas notas. Opino que debiéramos defender y promover la colaboración de los padres en la enseñanza, no sólo para fiscalizar el funcionamiento de los centros sino para facilitar el trabajo del maestro.
Dado que estamos ante una generación de niños nerviosos (por qué negarlo), a consecuencia de un exceso de estímulos que temerariamente no estamos dispuestos a rebajar, no hay manera de que le tomen el gusto a la lectura si no es acompañándoles en el proceso, cada noche, como diversión, como momento de encuentro. No falla: los niños desean que sus padres se diviertan con ellos. Ganarán en capacidad de concentración y estarán construyendo un recuerdo que les ha de acompañar siempre. Tengo mucha fe en lo que se aprende en casa.
Los profesores me dicen que la Junta de Andalucía prohíbe la prescripción de libros de ficción.
Aquí entramos en el terreno de la demagogia: los cuentos no tienen valor, por eso siempre han de ser gratis.
Ay, yo deseo que haya muchos padres que desobedezcan las normas.
Y también espero que algún experto alguna vez se pregunte por la felicidad de los profesores.
Sería revolucionario.