LA MANÍA de los políticos de taparse la boca delante de las cámaras
no tiene que ver con el miedo a que se les pille diciendo algo de
interés. La moda arrancó cuando los expertos les empezaron a leer los
labios y descubrieron que o no decían nada o soltaban alguna
impertinencia. Ahí nació esa práctica que ha devenido en un gesto
mecánico. Trump debe de ser de los pocos que no se la tapa porque le da lo mismo ocho que ochenta. De ahí su expresión de extrañeza ante el gesto de Rajoy. Le ocurre lo mismo que a nosotros cuando vamos por la calle y
percibimos que nos observan más de lo normal. ¿Llevaré una mancha en la
camisa? ¿Me habrá cagado un pájaro? ¿Iré con la bragueta abierta? —¿Llevo la bragueta abierta? —parece preguntar. —No, no, me tapo por si acaso —podría estar respondiéndole Rajoy desde detrás del muro formado los dedos.
¿Por si acaso qué?, cabría preguntarse. ¿Por si acaso le pillamos
recomendándole la lectura de Platón al indigente intelectual que dirige
el mundo? ¿Por si acaso se le escapa un bostezo debido a la diferencia
horaria? Nada de eso. Por si acaso le sale de las entrañas una
banalidad. Levanto la vista del periódico en el que acabo de descubrir esta
imagen, pues voy leyéndolo en el metro, y observo que los cónyuges de la
pareja de enfrente hablan cubriéndose también los labios, como si todo
el mundo estuviera interesado en su conversación. Nadie los mira,
excepto yo, pero tal vez imaginan que se encuentran frente a un pelotón
de fotógrafos. Así son las cosas: la gente se desnuda en Twitter o en
Facebook y se viste en el metro.
Pocos hoy se acuerdan de ella, pero la recién fallecida trapecista
Pinito del Oro fue una estrella mundial. En una sociedad machista y
primitiva, ella refulgió.
SIEMPRE ME HA GUSTADO el circo con locura. Guardo en la memoria,
desde muy pequeña, arrobados recuerdos de funciones mágicas. En aquella
España desabrida y oscura en la que viví mi infancia, el circo te abría
la puerta a una realidad maravillosa en donde lo imposible era la norma.
Maillots que fulguraban bajo los focos, cuerpos ejecutando indecibles
proezas. Y también animales, desde luego. De pequeña, el clamor de lo salvaje me fascinaba. El riesgo, la belleza
de las fieras, los rugidos. Desconocía el maltrato, naturalmente. Todo
eso, el sufrimiento de las bestias y la durísima vida, a veces la
miseria, que se ocultaba tras las lentejuelas descosidas, empecé a
intuirlo en la adolescencia. Y cada vez se me hizo más insoportable. Por
fortuna, pronto apareció un nuevo tipo de circo, menos precario y sin
animales, cuyos espectáculos siguen entusiasmándome. Soy adicta al Price
actual, en donde he visto compañías deslumbrantes, como Circa o Les 7
Doigts de la Main, que continúan dejándome boquiabierta y con la misma
sensación de hechizo de mi niñez. Cuento todo esto a raíz de la muerte de Pinito del Oro. Hoy son pocos quienes se acuerdan de ella, pero la canaria Pinito del
Oro fue una estrella mundial, una de las mejores trapecistas de la
historia. Y los trapecistas eran los príncipes del circo, los artistas
más importantes del espectáculo. Yo vi un par de veces a Pinito del Oro
en el antiguo Price: sobrecogía. Por entonces actuaba sin red y sin
cable de seguridad, a cuerpo limpio, en el filo preciso de la muerte. Arriba, muy arriba, en lo más alto, esa figurita menuda y preciosa se
ponía boca abajo en el trapecio, apoyada solamente con la cabeza, y se
balanceaba de forma espeluznante. O se sentaba en una silla que apenas
posaba dos patas sobre la barra. Su actuación era inconcebible: nunca he
vuelto a ver nada semejante (y además ahora todos van atados, por
fortuna). De hecho, sufrió varias caídas y estuvo a punto de matarse
repetidas veces. A los 17 años se partió el cráneo y pasó ocho días en
coma. Años después se rompió de nuevo la cabeza y otros huesos en el
peor accidente de su vida. Y siempre volvió a subirse al trapecio: qué
valiente. Su marido, Juan, se pasaba la actuación en la pista, debajo de
ella, atento para agarrarla si caía. Así le salvó la vida varias veces,
a costa de quebrarse los brazos al cogerla. Después de esa tremenda
confianza, de esa entrega a vida o muerte, Pinito y Juan se separaron.
Fue una de las heroínas de mi infancia, quizá la más grande. La reina de
la noche. Y tiene su gracia, porque los trapecistas han sido
importantes para mí de varias maneras. De niña siempre íbamos a las
entradas más baratas del antiguo Price, arribota del todo, junto al
techo. Desde aquellas alturas yo atisbaba con añoranza las sillas de
pista, envidiando a los niños que las ocupaban. Pero nuestras
localidades tenían una ventaja impagable: los trapecistas estaban justo a
nuestro nivel. Hubo en especial un portor (es decir, el trapecista
fuerte que recogía en sus manos al que cruzaba por los aires) que se
balanceaba entre cabriola y cabriola frente a mis ojos, a muy pocos
metros de distancia, todo músculo y piel tersa, carne desnuda y joven. Se frotaba las manos con talco y me sonreía. ¡Me sonreía a mí! Me
imagino con qué cara de arrobo debía de estar mirándolo. Fue mi primer y
fulminante amor. Yo debía de tener unos cinco años y aún lo recuerdo. Así que sí, el circo me ha dado mucho. Tiempo después tuve el placer de
entrevistar a Pinito. Me explicó que, al caer y ver que el golpe era ya
inevitable, siempre perdía el sentido, porque el cerebro desconectaba
para no sufrir. Y esa capacidad de nuestra mente para evitar el dolor me
resultó y aún me resulta consoladora. Como entonces no le conté que
había sido mi heroína, creo que debería decírselo ahora. En aquella
sociedad machista y primitiva, ella me ofreció un modelo de mujer que
refulgía y volaba.
Cada vez hay más gente avasalladora e impaciente, dispuesta a tocar
todas las teclas aunque sepa que la mayoría no van a surtir efecto.
HE HABLADO muchas veces de la imparable infantilización del mundo y
de cómo se están fabricando generaciones de adultos mimados que no
toleran las frustraciones ni las negativas ni las imposibilidades. Lo más grave es que esta actitud se haya trasladado a la política y a
las colectividades, y buena prueba de ello es la ya agotadora crisis de Cataluña:
una parte de la población anhela una cosa (le “hace tanta ilusión”,
como arguyó hace mil años una aspirante a escritora empeñada en obligarme
a leer sus textos), y ha de conseguirla por encima de la voluntad de
todos, mediante trampas infinitas si es menester, y en contra del
principio de realidad. Cada vez hay más gente avasalladora e impaciente,
dispuesta a tocar todas las teclas aunque sepa que la mayoría no van a
surtir efecto.
Mi casa tiene dos puertas, una detrás de otra. La primera da a un pasillo que comparto con una vecina, largo y en forma de L.
Junto a esa primera puerta hay dos timbres. En uno se lee “JM” y en el
otro “CC”. Obviamente mi vecina no es JM ni yo soy CC, lo cual no impide
que un buen porcentaje de los que la visitan a ella pulse el timbre de
JM y otro notable de los que me visitan a mí pulse el de CC. Una y otra
vez nos disculpamos recíprocamente por las molestias, y sólo nos
explicamos el fenómeno así: muchos individuos son tan impacientes que,
incapaces de esperar unos segundos a que ella o yo lleguemos a esa
puerta primera, prueban a llamar al otro timbre creyendo que con eso
lograrán su propósito (logran que se les franquee el primer paso, pero
no el segundo, que es de lo que se trata). Bien, un señor al que no
conozco de nada, y que por lo visto utiliza la misma máquina Olympia
Carrera de Luxe a la que me he referido en varias columnas, telefonea a
mi gran amiga Mercedes López-Ballesteros, que también me echa una mano
en mis tareas, y la interroga implacablemente sobre cómo hacer para que
tal o cual tecla lo obedezca, o cómo comprar cintas y demás, como si
ella —o yo, por extensión— fuéramos un manual de instrucciones o unos
proveedores, y además no tuviéramos otra cosa que hacer. Ella le contesta que no tiene idea, que quien usa la Olympia soy yo y
no ella (que trabaja con ordenador), y que no lo puede ayudar. Al señor
en cuestión eso le da igual: quiere ver su problema resuelto a toda
costa y le insiste. “¿No entiende usted que yo no le sirvo?” No, no lo
entiende y continúa explicándole, impertérrito, la función supuesta de
la tecla rebelde. Está a lo suyo y nada más, engrosando las filas de los
que en sentido figurado llamamos “autistas” (según el DLE:
“Dicho de una persona: Encerrada en su mundo, conscientemente alejada de
la realidad”; esa definición que tanto indigna a los enfermos de
autismo y que exigen prohibir, sin darse cuenta, una vez más, de que la
gente dice lo que le parece y da a las palabras el sentido que quiere, y
que el Diccionario está obligado a reflejarlas sin más).
Sea como sea, más vale que quien quiera algo de mí, no haga caso omiso de sus palabras y la trate con exquisitez
A Mercedes, que atiende los mails y me imprime los que yo deba ver, a menudo se la llevan los demonios. No sé, a la petición de que vaya a un sitio a dar una charla, contesta,
por ejemplo, que estoy terminando una novela y no me añadiré viajes
hasta que la acabe, o que estoy en plena promoción de la novela recién
publicada y sin tiempo para nada más, o que estaré fuera durante tal y
cual meses. Con frecuencia recibe una respuesta que hace caso omiso de
la suya y le dice, quizá: “Preferiríamos que el señor M viniese un
jueves, porque ese día no hay Copa de Europa
y acude más gente a este tipo de eventos” (la estúpida palabra
“eventos” por doquier). Mercedes se desespera y se pregunta cómo leen y
cómo funcionan las cabezas de sus interlocutores. Otras veces alguien
pide algo (un bolo, una entrevista, lo que sea). Acepto, y propongo tal o
tal fecha a tal hora. “Es que esos días no me vienen bien”, es con
frecuencia la contestación. “Mejor el domingo a las ocho de la mañana”.
La persona que pide algo olvida al instante que la interesada es ella y
no yo. Que yo no le he solicitado nada, sino al revés, y que más le
valdría coger pájaro en mano, si tanto es su interés. Así, no es nada
raro que quien ruega algo, luego ponga trabas y lo dificulte. Hoy había
reservado la tarde para contestar por escrito a una entrevista mexicana.
Había accedido siempre y cuando tuviera las preguntas hoy como tarde,
para poder cumplir durante el fin de semana. No han llegado, claro está,
pero seguramente pretenderán que las conteste cuando ya no disponga de
tiempo o me venga fatal, y se soliviantarán si no los complazco cuando
decidan ellos. Mercedes “se venga” inconsciente y discretamente: al
entregarme los mails impresos, a veces añade algo a mano: “Este
es un pesado”, o “Este es un grosero”, o bien “Este me da pena” o “Este
es encantador”. No voy a negar que esas observaciones me influyen,
aunque ella no las haga con esa intención, sino sólo con la de
“comentar”. Sea como sea, más vale que quien quiera algo de mí, no haga
caso omiso de sus palabras y la trate con exquisitez.
A Gregorio Esteban Sánchez Fernández
le sobrevino la fama a una edad algo tardía, con sesenta y dos años,
pero tal vez debió ser así. Para entonces ya tenía una larga trayectoria
a sus espaldas como cantante flamenco,
había vivido en Japón —un país donde «una barra de pan costaba como un
empaste y un filete la entrada de un piso»— e incluso tuvo esporádicas
intervenciones televisivas como en la serie Vacaciones en el mar. Fue la suya una vida sujeta a influencias muy diversas, pero como el
gran artista que era supo absorberlas todas para inventar algo nuevo que
creó escuela. Su estilo era único, pero no inimitable, porque desde su conversión en una celebridad en el programa Genio y figura
en 1994 millones de españoles repetíamos como posesos su peculiar
idiolecto, entonación y andares. En sus intervenciones nos enseñó que en
un chiste lo importante no era el desenlace sino la manera de contarlo y
para ello parecía contar con recursos ilimitados, como si el talento no
le cupiera en el cuerpo y se desbordara de forma incontrolada: se
inventaba palabras o daba un nuevo significado a las ya existentes,
arrancaba con un cante, recurría a la mímica o en mitad de un chiste se
ponía a contar otro. Al final no sabíamos bien qué estaba contando pero
daba igual. Su mirada vivaz y su acento malagueño apuntalaban el carisma
de alguien que, aunque no pudiéramos conocerlo personalmente, sabíamos
que era un hombre bueno. Ahora se nos ha ido, ya lo único que nos queda
es solicitar a la RAE que incluya «fistro» en el diccionario y volver a
disfrutar de sus mejores momentos. Voten su favorito o añadan el que
deseen.