Guardo en la memoria, desde muy pequeña, arrobados recuerdos de funciones mágicas.
En aquella España desabrida y oscura en la que viví mi infancia, el circo te abría la puerta a una realidad maravillosa en donde lo imposible era la norma. Maillots que fulguraban bajo los focos, cuerpos ejecutando indecibles proezas.
Y también animales, desde luego.
De pequeña, el clamor de lo salvaje me fascinaba.
El riesgo, la belleza de las fieras, los rugidos.
Desconocía el maltrato, naturalmente.
Todo eso, el sufrimiento de las bestias y la durísima vida, a veces la miseria, que se ocultaba tras las lentejuelas descosidas, empecé a intuirlo en la adolescencia. Y cada vez se me hizo más insoportable.
Por fortuna, pronto apareció un nuevo tipo de circo, menos precario y sin animales, cuyos espectáculos siguen entusiasmándome.
Soy adicta al Price actual, en donde he visto compañías deslumbrantes, como Circa o Les 7 Doigts de la Main, que continúan dejándome boquiabierta y con la misma sensación de hechizo de mi niñez.
Cuento todo esto a raíz de la muerte de Pinito del Oro.
Hoy son pocos quienes se acuerdan de ella, pero la canaria Pinito del Oro fue una estrella mundial, una de las mejores trapecistas de la historia.
Y los trapecistas eran los príncipes del circo, los artistas más importantes del espectáculo.
Yo vi un par de veces a Pinito del Oro en el antiguo Price: sobrecogía.
Por entonces actuaba sin red y sin cable de seguridad, a cuerpo limpio, en el filo preciso de la muerte.
Arriba, muy arriba, en lo más alto, esa figurita menuda y preciosa se ponía boca abajo en el trapecio, apoyada solamente con la cabeza, y se balanceaba de forma espeluznante.
O se sentaba en una silla que apenas posaba dos patas sobre la barra.
Su actuación era inconcebible: nunca he vuelto a ver nada semejante (y además ahora todos van atados, por fortuna).
De hecho, sufrió varias caídas y estuvo a punto de matarse repetidas veces.
A los 17 años se partió el cráneo y pasó ocho días en coma. Años después se rompió de nuevo la cabeza y otros huesos en el peor accidente de su vida.
Y siempre volvió a subirse al trapecio: qué valiente. Su marido, Juan, se pasaba la actuación en la pista, debajo de ella, atento para agarrarla si caía.
Así le salvó la vida varias veces, a costa de quebrarse los brazos al cogerla.
Después de esa tremenda confianza, de esa entrega a vida o muerte, Pinito y Juan se separaron.
Las relaciones sentimentales son tortuosas, ya se sabe. Ella se retiró en 1970 a los 39 años; escribió varias novelas, tuvo otro amor. Ahora ha muerto a los 86, olvidada pero espero que serena.
La reina de la noche. Y tiene su gracia, porque los trapecistas han sido importantes para mí de varias maneras.
De niña siempre íbamos a las entradas más baratas del antiguo Price, arribota del todo, junto al techo.
Desde aquellas alturas yo atisbaba con añoranza las sillas de pista, envidiando a los niños que las ocupaban.
Pero nuestras localidades tenían una ventaja impagable: los trapecistas estaban justo a nuestro nivel.
Hubo en especial un portor (es decir, el trapecista fuerte que recogía en sus manos al que cruzaba por los aires) que se balanceaba entre cabriola y cabriola frente a mis ojos, a muy pocos metros de distancia, todo músculo y piel tersa, carne desnuda y joven.
Se frotaba las manos con talco y me sonreía. ¡Me sonreía a mí! Me imagino con qué cara de arrobo debía de estar mirándolo.
Fue mi primer y fulminante amor. Yo debía de tener unos cinco años y aún lo recuerdo.
Así que sí, el circo me ha dado mucho.
Tiempo después tuve el placer de entrevistar a Pinito.
Me explicó que, al caer y ver que el golpe era ya inevitable, siempre perdía el sentido, porque el cerebro desconectaba para no sufrir.
Y esa capacidad de nuestra mente para evitar el dolor me resultó y aún me resulta consoladora.
Como entonces no le conté que había sido mi heroína, creo que debería decírselo ahora.
En aquella sociedad machista y primitiva, ella me ofreció un modelo de mujer que refulgía y volaba.
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