A Gregorio Esteban Sánchez Fernández
le sobrevino la fama a una edad algo tardía, con sesenta y dos años,
pero tal vez debió ser así.
Para entonces ya tenía una larga trayectoria
a sus espaldas como cantante flamenco,
había vivido en Japón —un país donde «una barra de pan costaba como un
empaste y un filete la entrada de un piso»— e incluso tuvo esporádicas
intervenciones televisivas como en la serie Vacaciones en el mar.
Fue la suya una vida sujeta a influencias muy diversas, pero como el
gran artista que era supo absorberlas todas para inventar algo nuevo que
creó escuela.
Su estilo era único, pero no inimitable, porque desde su conversión en una celebridad en el programa Genio y figura
en 1994 millones de españoles repetíamos como posesos su peculiar
idiolecto, entonación y andares.
En sus intervenciones nos enseñó que en
un chiste lo importante no era el desenlace sino la manera de contarlo y
para ello parecía contar con recursos ilimitados, como si el talento no
le cupiera en el cuerpo y se desbordara de forma incontrolada: se
inventaba palabras o daba un nuevo significado a las ya existentes,
arrancaba con un cante, recurría a la mímica o en mitad de un chiste se
ponía a contar otro.
Al final no sabíamos bien qué estaba contando pero
daba igual.
Su mirada vivaz y su acento malagueño apuntalaban el carisma
de alguien que, aunque no pudiéramos conocerlo personalmente, sabíamos
que era un hombre bueno.
Ahora se nos ha ido, ya lo único que nos queda
es solicitar a la RAE que incluya «fistro» en el diccionario y volver a
disfrutar de sus mejores momentos.
Voten su favorito o añadan el que
deseen.
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