Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

5 nov 2017

Un punto de locura...........................................Juan José Millás.

COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS
HE AQUÍ una imagen sin movimiento alguno. Congelada. 
Por más que observes su rostro, ella no parpadeará o, en todo caso, aprovechará la décima de segundo en que lo hagas tú para lubricar también sus ojos. 
 Presten atención a sus manos, la izquierda sobre la derecha y ambas sobre las piernas, en una posición zen, como si meditaran por su cuenta, completamente al margen de los intereses de su dueña. 
Todo es silencio alrededor de la mujer: los labios, tercamente cerrados, permanecen mudos, lo mismo que los libros cuyos títulos no alcanzamos a leer, el teléfono oscuro o la máquina de escribir, colocada ahí para que diga algo, aunque no dice nada excepto lo obvio: que Clarice Lispector es escritora. 
 ¿Acaso podría haber sido otra cosa? Hay nombres que merecerían ser el título de una novela, incluso el de unas obras completas. 
El de esta autora es uno de ellos. Clarice Lispector, no se cansan los labios de decirlo.

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Recorres la instantánea una y otra vez desde el centro a la periferia y desde la periferia hacia el centro sin dar con el misterio que se oculta tras la pose algo forzada, cuando no claramente artificial, que busca el contraste entre el desorden de los objetos y el equilibrio anatómico de la protagonista. 
Percibimos en toda esa moderación un punto de locura que está y no está y que tratamos de localizar en vano aquí o allá. 
 Finalmente, rendidos, detenemos la vista en las manchas negras e irregulares del vestido rojo, evocadoras de las del test de Rorschach, y en las que ya no podemos evitar buscar los significados que no hemos hallado en el resto de la imagen.

La peligrosa estupidez..................................Rosa Montero

Decía Cipolla que un estúpido causa daño sin obtener beneficio e incluso perjudicándose.
 Y siempre subestimamos la cantidad de estúpidos que hay.

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
HACE YA CASI 30 años que el italiano Carlo Maria Cipolla, respetado historiador del pensamiento económico, sacó ese librito que le hizo mundialmente famoso, Allegro ma non troppo (Crítica), un divertidísimo ensayo sobre la estupidez. 
Me imagino a Cipolla echando mano del humor para sobrellevar la mordedura de los imbéciles; muy quemado tenía que estar el pobre y con razón, porque la necedad humana es insondable y letal. Concluye el historiador su breve texto definiendo las cinco leyes fundamentales de la estupidez, a saber:
 Primera, siempre subestimamos la cantidad de estúpidos que hay en el mundo.
 Segunda, la estupidez es una cualidad independiente de cualquier otra, no está asociada ni al dinero que se tenga o a la clase social o a la educación recibida, los estúpidos lo son de manera absoluta y democrática y siempre habrá en la Tierra un determinado porcentaje de imbéciles (que siempre tenderemos a subestimar). Tercera, un estúpido es alguien que causa daño a los demás sin obtener con ello ningún beneficio e incluso perjudicándose a sí mismo: y tengo la impresión de que esta ley está de rabiosa actualidad en España.  

Cuarta, por desgracia también subestimamos la inmensa capacidad de los estúpidos para hacer daño (sobre todo, añado yo, cuando a la estupidez se le suma redundantemente el fanatismo).
 Y quinta: el estúpido es, pues, el individuo más peligroso del mundo. De hecho, los estúpidos son mucho más peligrosos que los malvados.

Quienes sacaban malas notas casi siempre pensaban que lo habían hecho bien
Andaba yo estos días recordando el libro de Cipolla, anonadada por la trágica, pavorosa mentecatez que estamos viviendo. 
Para peor, además, acabo de leer por pura casualidad un libro tangencial con el tema, El cerebro idiota (Planeta), del neurocientífico británico Dean Burnett, un ensayo quizá demasiado recargado de chistecillos (a veces el ansia de aligerar un texto lo entorpece) pero que explica con rigor y elocuencia no sólo el fascinante funcionamiento del cerebro, sino también los defectos de fábrica de nuestras pobres cabezas. 
Y resulta que del libro emerge, poderoso, el retrato robot de la esencial estupidez humana.
 Habla Burnett, por ejemplo, del conocido síndrome del impostor, que padecen muchas personas inteligentes y con éxito pero que se infravaloran de manera constante (por cierto que la mayoría de quienes lo sufren son mujeres).
 La cuestión es que cuanto menos inteligentes son las personas, más seguras de sí mismas tienden a mostrarse, un fenómeno que recibe el nombre de efecto Dunning-Kruger, por el nombre de los investigadores de la universidad norteamericana de Cornell que lo estudiaron por primera vez.
 En 1999, Dunning y Kruger hicieron que una serie de sujetos contestaran unos test de inteligencia y además les pidieron que valoraran lo bien que les había salido la prueba.
 Pues bien, quienes sacaban malas notas casi siempre pensaban que lo habían hecho maravillosamente bien, mientras que todos los que lo hicieron bien supusieron que lo habían hecho peor. 
De lo que los investigadores dedujeron que los menos inteligentes no sólo eran más tontos, sino que además carecían de la capacidad de reconocer que algo se les daba mal.
 Por ahora vamos más o menos bien: la prueba sólo demostraría que los necios lo son en toda su redondez y sin descanso.
 Pero hete aquí que diversos estudios, incluyendo los realizados por Penrod y Custer en los años noventa sobre la credibilidad de los testigos durante los juicios, han demostrado que todos los humanos, los listos, los tontos y los mediopensionistas, tendemos a creer más en aquellas personas que hablan con mayor seguridad, aunque lo que digan sea mentira. 
Recordemos que las personas inteligentes son las más inseguras y dubitativas, mientras que las necias son las más firmes y vociferantes (yo, que padezco en grado sumo el síndrome de la impostora, a veces discuto con estridente vehemencia, así que debo de ser a medias avispada y a medias mostrenca). 
Se diría, en fin, que nuestro cerebro idiota nos inclina a acatar las opiniones de los estúpidos, con lo cual el futuro de la especie estaría en grave peligro.
 A decir verdad, no sé ni cómo hemos llegado hasta aquí.

La gente es muy normal.....................................Javier Marías

Los independentistas necesitan creer que su país es tan odiado como odiado es por ellos el resto de la nación. No es ni ha sido nunca así.
Javier Marías
CUANDO ESTO escribo, en el resto de España no percibo, de momento y por suerte, ninguna animadversión general contra los catalanes. 
Esa que, según los independentistas y sus corifeos extranjeros, ha existido siempre.
 Claro que hay y ha habido algunos españoles que “no los tragan”, pero son una minoría exigua.
Los independentistas (no tanto los sobrevenidos y circunstanciales de los últimos años cuanto los de arraigado convencimiento) necesitan creer que su país es tan odiado como odiado es por ellos el resto de la nación.
 No es ni ha sido nunca así. 
En la perversa Madrid son acogidos de buen grado, entre otras razones porque aquí a nadie le importa la procedencia de nadie. Recuerdo a un amigo gerundense que, cuando yo vivía en Barcelona en mi juventud, se jactaba de no haber pisado nunca la capital y manifestaba su intención de seguir así hasta su muerte. 
Al cabo del tiempo, y ya perdido el contacto con él, me lo encontré en las inmediaciones de Chicote, en plena Gran Vía madrileña.
 Tras saludarlo con afecto, no pude por menos de expresarle mi extrañeza. 
“No”, me contestó sin más, “la verdad es que vengo con cierta frecuencia. La gente aquí es muy normal y me trata muy bien”. “Sí”, creo que le contesté.
 “La gente es normal en casi todas partes, sobre todo si se la trata de uno en uno y no se hacen abstracciones”. 

Estamos cerca de que nos invada una de esas abstracciones. 
Como he dicho, no percibo aún animadversión general, pero sí hartazgo y saturación hacia los políticos catalanes y, en menor grado, hacia la masa que los sigue y se deja azuzar por ellos. 
Hacia sus mentiras y tergiversaciones, sus exageradas quejas, su carácter totalitario y cuasi racista.
 Puede que yo sólo trate a individuos civilizados, pero lo cierto es que no he oído ni una vez la frase
 “A los catalanes hay que meterlos en vereda” ni otras peores. Lo que sí he oído refleja ese hartazgo: “Que se vayan de una vez y dejen de dar la lata y de ponernos a todos en grave riesgo”. 
Si un día hubiera un referéndum legal y pactado, en el que —como debería ser— votásemos todos sobre la posible secesión, pienso que un resultado verosímil sería que en Cataluña ganara el No y en las demás comunidades el .
 Quién sabe.


Todo esto es muy injusto, como lo es lo ya producido, a saber: el secuestro de la mayoría por parte de la minoría.
 La minoría independentista es tan chillona, activa, frenética, teatrera y constante que parece que toda Cataluña sea así.
 Y miren, si se dieran por buenas —en absoluto se pueden dar— las cifras del referéndum del 1-O proclamadas por la Generalitat, aun así habría tres millones y pico de catalanes en desacuerdo con él.
Dos millones largos a favor son muchas personas, pero, que yo sepa, son bastantes menos que tres y pico en contra.
 A estos últimos catalanes no se los puede echar, ni abandonarlos a su suerte, ni entregarlos a dirigentes autoritarios, dañinos y antidemocráticos, como han demostrado ser el curil Junqueras, Puigdemont, Forcadell y compañía, infinitamente más temibles y amenazantes que Rajoy, Sánchez y Rivera. 
Si en este conflicto hay alguien que se pudiera acabar asemejando a los serbios agoreramente traídos a colación, son esos políticos catalanes, no los del resto del país.
 Es por tanto sumamente injusto, si no cruel, hablar de “los catalanes” como si estuvieran todos cortados por el mismo patrón que sus aciagos representantes actuales.
 Tampoco las multitudes independentistas merecerían ser asimiladas a ellos. 
Conozco a unos cuantos que lo son de buena fe y a los que no gustan las cacicadas como las del 6 y 7 de septiembre en el Parlament. 
Y son muy libres de querer poseer un pasaporte con el nombre de su país y verlo competir en los Juegos Olímpicos bajo su bandera. 

Y son libres de intentar convencer. 
Para lo que no lo son es para imponerle eso, velis nolis y con trampas, a la totalidad de sus conciudadanos. 
Para prescindir de todo escrúpulo y de toda ley, para clausurar el Parlament cada vez que les conviene, para abolir la democracia en el territorio e instaurar un régimen incontrolado y represor, lleno de “traidores”, “súbditos” (la palabra es de Turull) y “anticatalanes” señalados, denunciados y hostigados. 
Un régimen que tendría como un principio la delación de los disidentes y discrepantes.
 No, numerosos independentistas también desaprueban eso, o así lo quiero creer.
 En todo caso, da lo mismo lo que “se sientan” unos y otros, nadie está obligado a albergar sentimientos. ¿“Se sienten” europeos todos los españoles?
 Seguro que no, y qué más da. Lo somos política y administrativamente, y por eso en nuestro pasaporte pone “Unión Europea”.
 Dicho sea de paso, para nuestra gran ventaja.
 Esos tres millones y pico de catalanes (y quizá más) son y han sido amables y acogedores, pacíficos y civilizados, y han contribuido decisivamente a la modernidad de España.
 Lo último que merecen es que su nombre se vea usurpado, también en el resto del país, por una banda de gobernantes fanáticos y medievales.

4 nov 2017

Jodie Foster: “Me es imposible utilizar mi rostro o mi fama para vender nada”

La actriz y directora confiesa en una entrevista su trauma por vivir una infancia como famosa.

La actriz y directora Jodie Foster, el pasado febrero en Beverly Hills.
La actriz y directora Jodie Foster, el pasado febrero en Beverly Hills.

A Jodie Foster nunca le gustó hacerse la víctima. Ni la estrella. Por eso la ganadora del Oscar por Acusados (1988) y El silencio de los corderos (1991) siempre ha dicho que su infancia fue normal porque es la única que conoce. 

“No tengo con qué compararla”, declaró hace unos años a EL PAÍS. 

La madurez de esta intérprete de 54 años que comenzó a trabajar como actriz a los 6 le ha dado una nueva perspectiva. En declaraciones a la revista Harper’s Bazaar, la intérprete y directora asegura que carga con el trauma de una infancia famosa. 

“Por eso me es imposible utilizar mi rostro o mi fama para vender nada. 

Me da urticaria. Aprecio lo que hacen otros y veo sus beneficios y lo que se puede hacer pero yo no puedo”, asegura quien ha sido seleccionada como la mujer del año por la edición británica de la publicación. 

La actriz y directora Jodie Foster, el pasado febrero en Beverly Hills.
La actriz y directora Jodie Foster, el pasado febrero en Beverly Hills.
A Jodie Foster nunca le gustó hacerse la víctima. Ni la estrella. Por eso la ganadora del Oscar por Acusados (1988) y El silencio de los corderos (1991) siempre ha dicho que su infancia fue normal porque es la única que conoce. “No tengo con qué compararla”, declaró hace unos años a EL PAÍS. La madurez de esta intérprete de 54 años que comenzó a trabajar como actriz a los 6 le ha dado una nueva perspectiva. En declaraciones a la revista Harper’s Bazaar, la intérprete y directora asegura que carga con el trauma de una infancia famosa. “Por eso me es imposible utilizar mi rostro o mi fama para vender nada. Me da urticaria. Aprecio lo que hacen otros y veo sus beneficios y lo que se puede hacer pero yo no puedo”, asegura quien ha sido seleccionada como la mujer del año por la edición británica de la publicación.
Las actrices Kate Winslet y, a la derecha, Jodie Foster, reconcidas anoche en los premios a las mujeres del año de la revista 'Harper's Bazaar' en Londres.
Las actrices Kate Winslet y, a la derecha, Jodie Foster, reconcidas anoche en los premios a las mujeres del año de la revista 'Harper's Bazaar' en Londres. Getty Images
Sin vender su nombre o convertirse en embajadora para otras causas, es el ejemplo a seguir para las jóvenes actrices que han venido después. 
Desde Claire Danes a Kirsten Dunst pasando por Britney Spears, Miley Cyrus, Lindsey Lohan o Emma Watson, todas las que, con menor o mayor suerte, comenzaron sus carreras como niñas prodigio de la pantalla han citado el nombre de Foster como su modelo a seguir. Miley Cyrus siempre recordará la llamada que recibió de la protagonista de Taxi Driver (1977) cuando solo tenía 15 años.
 “Me recomendó que mantuviera la cabeza alta y me rodeara de los mejores”, recordó la cantante hace unos años.
 Tanto Natalie Portman como Emma Watson decidieron poner un alto en sus carreras como intérpretes para dedicarse a los estudios siguiendo como ejemplo ese momento de la carrera de Foster. Aunque hoy la protagonista de Harry Potter se ha convertido en el rostro y la voz de la campaña en favor de la igualdad de género #HeForShe, una iniciativa que Foster envidia.
 Pero la joven británica aprendió de Foster la necesidad de separar la vida personal de la profesional.
 Y eso que como suele recordar los de Foster eran otros tiempos, anteriores a la invasión que suponen en la vida de las jóvenes estrellas las redes sociales.
 Quizá por eso ella no tiene perfil en Twitter, Instagram o Facebook.
La actriz Jodie Foster, en una imagen de la década de los setenta. 
La actriz Jodie Foster, en una imagen de la década de los setenta.
 Pero como señala la protagonista de La habitación del pánico (2002), ahora volcada en la realización, las presiones también eran fuertes en la década de los años sesenta y setenta en los que creció delante de las cámaras. 
Especialmente las que sentía como joven prodigio, como alguien que tenía que hacer las cosas bien.
 “Tenía que demostrarlo una y otra vez”, recuerda a la revista sobre un afán por la perfección heredado de su madre.
Jodie Foster con una joven Kristen Stewart, en una imagen de la película 'La habitación del pánico' (2002). 
Jodie Foster con una joven Kristen Stewart, en una imagen de la película 'La habitación del pánico' (2002).
 En su opinión, las cosas no han cambiado tanto en algunos aspectos.
 Hace un año recordó que cuando tenía 14 años un director la llamó para una entrevista de trabajo y le pidió que se quitara la chaqueta y se diera una vuelta para poder verle bien el cuerpo. 
“Mi agente fue a su oficina y le dio un puñetazo”, contó la estrella que en 2007 habló por primera vez de su homosexualidad en público mientras recibía un premio a toda su carrera en la ceremonia de los Globos de Oro.