Por más que observes su rostro, ella no parpadeará o, en todo caso, aprovechará la décima de segundo en que lo hagas tú para lubricar también sus ojos.
Presten atención a sus manos, la izquierda sobre la derecha y ambas sobre las piernas, en una posición zen, como si meditaran por su cuenta, completamente al margen de los intereses de su dueña.
Todo es silencio alrededor de la mujer: los labios, tercamente cerrados, permanecen mudos, lo mismo que los libros cuyos títulos no alcanzamos a leer, el teléfono oscuro o la máquina de escribir, colocada ahí para que diga algo, aunque no dice nada excepto lo obvio: que Clarice Lispector es escritora.
¿Acaso podría haber sido otra cosa? Hay nombres que merecerían ser el título de una novela, incluso el de unas obras completas.
El de esta autora es uno de ellos. Clarice Lispector, no se cansan los labios de decirlo.
Recorres la instantánea una y otra vez desde el centro a la periferia y
desde la periferia hacia el centro sin dar con el misterio que se oculta
tras la pose algo forzada, cuando no claramente artificial, que busca
el contraste entre el desorden de los objetos y el equilibrio anatómico
de la protagonista.
Percibimos en toda esa moderación un punto de locura
que está y no está y que tratamos de localizar en vano aquí o allá.
Finalmente, rendidos, detenemos la vista en las manchas negras e
irregulares del vestido rojo, evocadoras de las del test de Rorschach, y
en las que ya no podemos evitar buscar los significados que no hemos
hallado en el resto de la imagen.
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