Esa que, según los independentistas y sus corifeos extranjeros, ha existido siempre.
Claro que hay y ha habido algunos españoles que “no los tragan”, pero son una minoría exigua.
Los independentistas (no tanto los sobrevenidos y circunstanciales de los últimos años cuanto los de arraigado convencimiento) necesitan creer que su país es tan odiado como odiado es por ellos el resto de la nación.
No es ni ha sido nunca así.
En la perversa Madrid son acogidos de buen grado, entre otras razones porque aquí a nadie le importa la procedencia de nadie. Recuerdo a un amigo gerundense que, cuando yo vivía en Barcelona en mi juventud, se jactaba de no haber pisado nunca la capital y manifestaba su intención de seguir así hasta su muerte.
Al cabo del tiempo, y ya perdido el contacto con él, me lo encontré en las inmediaciones de Chicote, en plena Gran Vía madrileña.
Tras saludarlo con afecto, no pude por menos de expresarle mi extrañeza.
“No”, me contestó sin más, “la verdad es que vengo con cierta frecuencia. La gente aquí es muy normal y me trata muy bien”. “Sí”, creo que le contesté.
“La gente es normal en casi todas partes, sobre todo si se la trata de uno en uno y no se hacen abstracciones”.
Estamos cerca de que nos invada una de esas abstracciones.
Como he dicho, no percibo aún animadversión general, pero sí hartazgo y saturación hacia los políticos catalanes y, en menor grado, hacia la masa que los sigue y se deja azuzar por ellos.
Hacia sus mentiras y tergiversaciones, sus exageradas quejas, su carácter totalitario y cuasi racista.
Puede que yo sólo trate a individuos civilizados, pero lo cierto es que no he oído ni una vez la frase
“A los catalanes hay que meterlos en vereda” ni otras peores. Lo que sí he oído refleja ese hartazgo: “Que se vayan de una vez y dejen de dar la lata y de ponernos a todos en grave riesgo”.
Si un día hubiera un referéndum legal y pactado, en el que —como debería ser— votásemos todos sobre la posible secesión, pienso que un resultado verosímil sería que en Cataluña ganara el No y en las demás comunidades el Sí.
Quién sabe.
La minoría independentista es tan chillona, activa, frenética, teatrera y constante que parece que toda Cataluña sea así.
Y miren, si se dieran por buenas —en absoluto se pueden dar— las cifras del referéndum del 1-O proclamadas por la Generalitat, aun así habría tres millones y pico de catalanes en desacuerdo con él.
Dos millones largos a favor son muchas personas, pero, que yo sepa, son bastantes menos que tres y pico en contra.
A estos últimos catalanes no se los puede echar, ni abandonarlos a su suerte, ni entregarlos a dirigentes autoritarios, dañinos y antidemocráticos, como han demostrado ser el curil Junqueras, Puigdemont, Forcadell y compañía, infinitamente más temibles y amenazantes que Rajoy, Sánchez y Rivera.
Si en este conflicto hay alguien que se pudiera acabar asemejando a los serbios agoreramente traídos a colación, son esos políticos catalanes, no los del resto del país.
Es por tanto sumamente injusto, si no cruel, hablar de “los catalanes” como si estuvieran todos cortados por el mismo patrón que sus aciagos representantes actuales.
Tampoco las multitudes independentistas merecerían ser asimiladas a ellos.
Conozco a unos cuantos que lo son de buena fe y a los que no gustan las cacicadas como las del 6 y 7 de septiembre en el Parlament.
Y son muy libres de querer poseer un pasaporte con el nombre de su país y verlo competir en los Juegos Olímpicos bajo su bandera.
Y son libres de intentar convencer.
Para lo que no lo son es para imponerle eso, velis nolis y con trampas, a la totalidad de sus conciudadanos.
Para prescindir de todo escrúpulo y de toda ley, para clausurar el Parlament cada vez que les conviene, para abolir la democracia en el territorio e instaurar un régimen incontrolado y represor, lleno de “traidores”, “súbditos” (la palabra es de Turull) y “anticatalanes” señalados, denunciados y hostigados.
Un régimen que tendría como un principio la delación de los disidentes y discrepantes.
No, numerosos independentistas también desaprueban eso, o así lo quiero creer.
En todo caso, da lo mismo lo que “se sientan” unos y otros, nadie está obligado a albergar sentimientos. ¿“Se sienten” europeos todos los españoles?
Seguro que no, y qué más da. Lo somos política y administrativamente, y por eso en nuestro pasaporte pone “Unión Europea”.
Dicho sea de paso, para nuestra gran ventaja.
Esos tres millones y pico de catalanes (y quizá más) son y han sido amables y acogedores, pacíficos y civilizados, y han contribuido decisivamente a la modernidad de España.
Lo último que merecen es que su nombre se vea usurpado, también en el resto del país, por una banda de gobernantes fanáticos y medievales.
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