Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

5 nov 2017

Emilio Lledó y la filantropía....................................... Juan Cruz

El filósofo cumple hoy 90 años y uno de sus discípulos hace crónica de sus palabras.

Emilio Lledó, en su casa de Madrid hace unas semanas.
Emilio Lledó, en su casa de Madrid hace unas semanas.
En la muy profunda entrevista que este último domingo publicó Tereixa Constenla con Emilio Lledó en EL PAÍS, el filósofo que educó a generaciones de jóvenes, desde Alemania, Valladolid, La Laguna, Barcelona y esta ciudad en la que ahora vive, mostró alegría y dolor, duda y exactitud, esperanza y neblina, y fue todo el rato aquel maestro que tuvimos.
 La periodista me dejó estar con ellos mientras ocurrió la entrevista, y en silencio fui tomando notas como un alumno de ambos. 
Hoy que el profesor que nos hizo preguntones y dubitativos cumple noventa años quisiera hacer un retrato de aquel escenario en el que él respondía, la periodista preguntaba y este cronista tomaba notas de lo que pasaba por allí.
Durante los 77 minutos que duró la charla, mientras ellos hablaban, tomé 47 notas, la primera fue Niño de la guerra, y la última fue Margarit. 
En el primer caso porque su propia presencia en esa casa tranquila, sosegada, con los ruidos de la calle opacos y desvanecidos, es tan distinta al ruido del país en el que nació, el sobresalto del niño en Bocángel.
 Y ha pasado tanto tiempo y es tan impresionante cómo en su memoria se reproduce aquella desgracia como el principio de su determinación a favor de la duda y de la paz, pues la paz viene de la duda; la guerra viene de la certeza, de la ruin certeza, del desgénero humano del que le hablaba a Tereixa citando a Manuel Azaña.
 Y esa última nota, Margarit, viene, y en la entrevista sale, por el amor que ambos comparten, el poeta Joan Margarit y Emilio Lledó, por Barcelona.
 Una ciudad que los hizo a los dos, a Margarit desde la infancia que ahora resucita también en su nuevo libro, y a Lledó, que por tantas razones tiene allí depositada, también, la memoria de su mayor tristeza. 
Y de la experiencia más plena de su amor por la docencia.
 Claro, en los dos, en el poeta y en el filósofo, hay ahora melancolía; este recordó los versos que Margarit le dedicó, seguro que el poeta no olvida a este amigo obstinado en el amor por todas las emociones que constituyen su ser ahora de 90 años. 

Y luego escribí estas palabras que surgían de la charla: Hambre, Esqueleto, Los que la perdimos, Una cola de una hora para tomates, Salud relativamente buena. 
Y, subrayada, viene esta frase, la nota número 8: Mi trabajo
. De las trescientas palabras que Lledó te dice en una conversación, por teléfono, por mail, en persona, agarrándose la cabeza grande con sus manos igualmente bien nutridas de nudos y de venas, es ese sintagma inevitable: Mi trabajo.
 Siempre está en un artículo próximo, ahora “sobre el desgénero”, en un libro (Filía), en una conferencia o en la respuesta a un premio, ahora el Leyenda de la lectura que le han concedido los libreros de Madrid.
Y Mi trabajo está también sobre la mesa nutriente en la que recibe las visitas y ante la que se sientan el filósofo y la periodista.
 Libros que van variando, compromisos que le llegan por correo, pero también Kant (“Kant se me queja mucho”). Kant, se dice en las notas, es como una especie de amigo que tiene siempre disponible y que a veces le regaña, como le regañan Aristóteles y Platón, que están por las estanterías y muchas veces se bajan al suelo de esa mesa para ponerlo en su sitio: 
“Mírame, Lledó, no seas tan moderno”.
De las cosas que en ese primer momento le dijo a Tereixa apunté algo sobre su edad. “No quieres irte”, de la vida no quieres irte, “Aún no se me rompe el espejo”. 
Y es verdad, está robusto, pasea por El Retiro, se trae a casa algunas plantitas que va depositando en su jardín aéreo, sobre la calle O Donnell, donde vive desde hace casi medio siglo.
 “Podría haber escrito veinte libros más. Quizá. Pero en el haber hecho está la solidez del cristal”
 Haber hecho. Y tanto que ha hecho. 
Los libros son su obsesión y su materia, y de la materia de los libros habló. “Esos libros que llaman e-book”: ahí destrozó la diplomacia.
 Sería horrible una estantería blanca y de pronto, en una esquina, un artilugio en el que caben dos mil libros.
 Si no hay libros, libros físicos, libros verdaderos, tangibles, con sus portadas y sus títulos, y su olor, se rompe la vida, y no hay que “romper la vida” renunciando a “otros diálogos posibles”.
 Y sus libros son los diálogos posibles con otras vidas que le esperan en esas estanterías físicas que repasa como si buscara fotografías recientes, o risas de sus nietas. Ah, las nietas;en estas 47 notas de la entrevista Lledó-Constenla hay un largo espacio para ellas, junto con su evocación de las margaritas que se trae del Retiro, los libros, los ríos y los bosques que en ese momento “están asesinando” en Galicia. 
Ese paseo por la realidad lo llevó a la nota número 30: “Alumno. Viene de alo, alimentar”.
 Y siempre quiso alimentar, “nutrir”, a los alumnos, ahuyentarlos de la ignorancia, a la que ahora nos fuerza la voluntad de echarnos abajo, ponernos al final de la tabla de aprender.
 “¿Ha faltado Filosofía?”, le pregunta Tereixa.
 “Y ha sobrado ignorancia”, le responde el maestro. 
Hoy, a sus noventa años, cuando repaso aquellas notas, releo lo que dice Salman Rushdie en BABELIA: vivimos marcados “por la ignorancia agresiva”. 
Eso es. Maleducamos, nos hemos maleducado, en esta España difícil.
 Y cita Lledó, su memoria perfeccionada por el estudio, a Lope de Vega: “España, madrastra de tus hijos verdaderos”.
La entrevista siguió por palabras que quedan ahí en las sucesivas notas: dolor, placer, amor, odio, “separatismo, triste desazón”, “el bien es la lengua que has hecho contigo”, “el alma está en las manos, dijo Artistóteles”, así hasta llegar a “Solidaridad” y a “Margarit”.
 Antes había dicho una palabra que parece hecha para su ser y para su voz y para su alegría de viviry para su edad de hoy.
 La palabra Filantropía, que le trae, a veces, deesa estantería su paisano más querido, más vivo en él quizá, más imperecedero: don Antonio Machado. 90 años y cuánta alegría de aprender.
Don Emilio Lledó Íñigo, de Salteras, Sevilla, donde tiene muchas de sus estanterías.

 

Un punto de locura...........................................Juan José Millás.

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HE AQUÍ una imagen sin movimiento alguno. Congelada. 
Por más que observes su rostro, ella no parpadeará o, en todo caso, aprovechará la décima de segundo en que lo hagas tú para lubricar también sus ojos. 
 Presten atención a sus manos, la izquierda sobre la derecha y ambas sobre las piernas, en una posición zen, como si meditaran por su cuenta, completamente al margen de los intereses de su dueña. 
Todo es silencio alrededor de la mujer: los labios, tercamente cerrados, permanecen mudos, lo mismo que los libros cuyos títulos no alcanzamos a leer, el teléfono oscuro o la máquina de escribir, colocada ahí para que diga algo, aunque no dice nada excepto lo obvio: que Clarice Lispector es escritora. 
 ¿Acaso podría haber sido otra cosa? Hay nombres que merecerían ser el título de una novela, incluso el de unas obras completas. 
El de esta autora es uno de ellos. Clarice Lispector, no se cansan los labios de decirlo.

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Recorres la instantánea una y otra vez desde el centro a la periferia y desde la periferia hacia el centro sin dar con el misterio que se oculta tras la pose algo forzada, cuando no claramente artificial, que busca el contraste entre el desorden de los objetos y el equilibrio anatómico de la protagonista. 
Percibimos en toda esa moderación un punto de locura que está y no está y que tratamos de localizar en vano aquí o allá. 
 Finalmente, rendidos, detenemos la vista en las manchas negras e irregulares del vestido rojo, evocadoras de las del test de Rorschach, y en las que ya no podemos evitar buscar los significados que no hemos hallado en el resto de la imagen.

La peligrosa estupidez..................................Rosa Montero

Decía Cipolla que un estúpido causa daño sin obtener beneficio e incluso perjudicándose.
 Y siempre subestimamos la cantidad de estúpidos que hay.

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
HACE YA CASI 30 años que el italiano Carlo Maria Cipolla, respetado historiador del pensamiento económico, sacó ese librito que le hizo mundialmente famoso, Allegro ma non troppo (Crítica), un divertidísimo ensayo sobre la estupidez. 
Me imagino a Cipolla echando mano del humor para sobrellevar la mordedura de los imbéciles; muy quemado tenía que estar el pobre y con razón, porque la necedad humana es insondable y letal. Concluye el historiador su breve texto definiendo las cinco leyes fundamentales de la estupidez, a saber:
 Primera, siempre subestimamos la cantidad de estúpidos que hay en el mundo.
 Segunda, la estupidez es una cualidad independiente de cualquier otra, no está asociada ni al dinero que se tenga o a la clase social o a la educación recibida, los estúpidos lo son de manera absoluta y democrática y siempre habrá en la Tierra un determinado porcentaje de imbéciles (que siempre tenderemos a subestimar). Tercera, un estúpido es alguien que causa daño a los demás sin obtener con ello ningún beneficio e incluso perjudicándose a sí mismo: y tengo la impresión de que esta ley está de rabiosa actualidad en España.  

Cuarta, por desgracia también subestimamos la inmensa capacidad de los estúpidos para hacer daño (sobre todo, añado yo, cuando a la estupidez se le suma redundantemente el fanatismo).
 Y quinta: el estúpido es, pues, el individuo más peligroso del mundo. De hecho, los estúpidos son mucho más peligrosos que los malvados.

Quienes sacaban malas notas casi siempre pensaban que lo habían hecho bien
Andaba yo estos días recordando el libro de Cipolla, anonadada por la trágica, pavorosa mentecatez que estamos viviendo. 
Para peor, además, acabo de leer por pura casualidad un libro tangencial con el tema, El cerebro idiota (Planeta), del neurocientífico británico Dean Burnett, un ensayo quizá demasiado recargado de chistecillos (a veces el ansia de aligerar un texto lo entorpece) pero que explica con rigor y elocuencia no sólo el fascinante funcionamiento del cerebro, sino también los defectos de fábrica de nuestras pobres cabezas. 
Y resulta que del libro emerge, poderoso, el retrato robot de la esencial estupidez humana.
 Habla Burnett, por ejemplo, del conocido síndrome del impostor, que padecen muchas personas inteligentes y con éxito pero que se infravaloran de manera constante (por cierto que la mayoría de quienes lo sufren son mujeres).
 La cuestión es que cuanto menos inteligentes son las personas, más seguras de sí mismas tienden a mostrarse, un fenómeno que recibe el nombre de efecto Dunning-Kruger, por el nombre de los investigadores de la universidad norteamericana de Cornell que lo estudiaron por primera vez.
 En 1999, Dunning y Kruger hicieron que una serie de sujetos contestaran unos test de inteligencia y además les pidieron que valoraran lo bien que les había salido la prueba.
 Pues bien, quienes sacaban malas notas casi siempre pensaban que lo habían hecho maravillosamente bien, mientras que todos los que lo hicieron bien supusieron que lo habían hecho peor. 
De lo que los investigadores dedujeron que los menos inteligentes no sólo eran más tontos, sino que además carecían de la capacidad de reconocer que algo se les daba mal.
 Por ahora vamos más o menos bien: la prueba sólo demostraría que los necios lo son en toda su redondez y sin descanso.
 Pero hete aquí que diversos estudios, incluyendo los realizados por Penrod y Custer en los años noventa sobre la credibilidad de los testigos durante los juicios, han demostrado que todos los humanos, los listos, los tontos y los mediopensionistas, tendemos a creer más en aquellas personas que hablan con mayor seguridad, aunque lo que digan sea mentira. 
Recordemos que las personas inteligentes son las más inseguras y dubitativas, mientras que las necias son las más firmes y vociferantes (yo, que padezco en grado sumo el síndrome de la impostora, a veces discuto con estridente vehemencia, así que debo de ser a medias avispada y a medias mostrenca). 
Se diría, en fin, que nuestro cerebro idiota nos inclina a acatar las opiniones de los estúpidos, con lo cual el futuro de la especie estaría en grave peligro.
 A decir verdad, no sé ni cómo hemos llegado hasta aquí.

La gente es muy normal.....................................Javier Marías

Los independentistas necesitan creer que su país es tan odiado como odiado es por ellos el resto de la nación. No es ni ha sido nunca así.
Javier Marías
CUANDO ESTO escribo, en el resto de España no percibo, de momento y por suerte, ninguna animadversión general contra los catalanes. 
Esa que, según los independentistas y sus corifeos extranjeros, ha existido siempre.
 Claro que hay y ha habido algunos españoles que “no los tragan”, pero son una minoría exigua.
Los independentistas (no tanto los sobrevenidos y circunstanciales de los últimos años cuanto los de arraigado convencimiento) necesitan creer que su país es tan odiado como odiado es por ellos el resto de la nación.
 No es ni ha sido nunca así. 
En la perversa Madrid son acogidos de buen grado, entre otras razones porque aquí a nadie le importa la procedencia de nadie. Recuerdo a un amigo gerundense que, cuando yo vivía en Barcelona en mi juventud, se jactaba de no haber pisado nunca la capital y manifestaba su intención de seguir así hasta su muerte. 
Al cabo del tiempo, y ya perdido el contacto con él, me lo encontré en las inmediaciones de Chicote, en plena Gran Vía madrileña.
 Tras saludarlo con afecto, no pude por menos de expresarle mi extrañeza. 
“No”, me contestó sin más, “la verdad es que vengo con cierta frecuencia. La gente aquí es muy normal y me trata muy bien”. “Sí”, creo que le contesté.
 “La gente es normal en casi todas partes, sobre todo si se la trata de uno en uno y no se hacen abstracciones”. 

Estamos cerca de que nos invada una de esas abstracciones. 
Como he dicho, no percibo aún animadversión general, pero sí hartazgo y saturación hacia los políticos catalanes y, en menor grado, hacia la masa que los sigue y se deja azuzar por ellos. 
Hacia sus mentiras y tergiversaciones, sus exageradas quejas, su carácter totalitario y cuasi racista.
 Puede que yo sólo trate a individuos civilizados, pero lo cierto es que no he oído ni una vez la frase
 “A los catalanes hay que meterlos en vereda” ni otras peores. Lo que sí he oído refleja ese hartazgo: “Que se vayan de una vez y dejen de dar la lata y de ponernos a todos en grave riesgo”. 
Si un día hubiera un referéndum legal y pactado, en el que —como debería ser— votásemos todos sobre la posible secesión, pienso que un resultado verosímil sería que en Cataluña ganara el No y en las demás comunidades el .
 Quién sabe.


Todo esto es muy injusto, como lo es lo ya producido, a saber: el secuestro de la mayoría por parte de la minoría.
 La minoría independentista es tan chillona, activa, frenética, teatrera y constante que parece que toda Cataluña sea así.
 Y miren, si se dieran por buenas —en absoluto se pueden dar— las cifras del referéndum del 1-O proclamadas por la Generalitat, aun así habría tres millones y pico de catalanes en desacuerdo con él.
Dos millones largos a favor son muchas personas, pero, que yo sepa, son bastantes menos que tres y pico en contra.
 A estos últimos catalanes no se los puede echar, ni abandonarlos a su suerte, ni entregarlos a dirigentes autoritarios, dañinos y antidemocráticos, como han demostrado ser el curil Junqueras, Puigdemont, Forcadell y compañía, infinitamente más temibles y amenazantes que Rajoy, Sánchez y Rivera. 
Si en este conflicto hay alguien que se pudiera acabar asemejando a los serbios agoreramente traídos a colación, son esos políticos catalanes, no los del resto del país.
 Es por tanto sumamente injusto, si no cruel, hablar de “los catalanes” como si estuvieran todos cortados por el mismo patrón que sus aciagos representantes actuales.
 Tampoco las multitudes independentistas merecerían ser asimiladas a ellos. 
Conozco a unos cuantos que lo son de buena fe y a los que no gustan las cacicadas como las del 6 y 7 de septiembre en el Parlament. 
Y son muy libres de querer poseer un pasaporte con el nombre de su país y verlo competir en los Juegos Olímpicos bajo su bandera. 

Y son libres de intentar convencer. 
Para lo que no lo son es para imponerle eso, velis nolis y con trampas, a la totalidad de sus conciudadanos. 
Para prescindir de todo escrúpulo y de toda ley, para clausurar el Parlament cada vez que les conviene, para abolir la democracia en el territorio e instaurar un régimen incontrolado y represor, lleno de “traidores”, “súbditos” (la palabra es de Turull) y “anticatalanes” señalados, denunciados y hostigados. 
Un régimen que tendría como un principio la delación de los disidentes y discrepantes.
 No, numerosos independentistas también desaprueban eso, o así lo quiero creer.
 En todo caso, da lo mismo lo que “se sientan” unos y otros, nadie está obligado a albergar sentimientos. ¿“Se sienten” europeos todos los españoles?
 Seguro que no, y qué más da. Lo somos política y administrativamente, y por eso en nuestro pasaporte pone “Unión Europea”.
 Dicho sea de paso, para nuestra gran ventaja.
 Esos tres millones y pico de catalanes (y quizá más) son y han sido amables y acogedores, pacíficos y civilizados, y han contribuido decisivamente a la modernidad de España.
 Lo último que merecen es que su nombre se vea usurpado, también en el resto del país, por una banda de gobernantes fanáticos y medievales.