El malagueño recibe el Premio Nacional de Cinematografía en un acto marcado por los acontecimientos políticos.
En un acto marcado por la tormenta política que sufre España y el descenso del IVA al cine anunciado el día anterior por el ministro de Educación, Cultura y Deporte, Íñigo Méndez de Vigo, Antonio Banderas
ha recibido hoy, sábado, el Premio Nacional de Cinematografía como es
habitual, en el Festival de San Sebastián, pero por primera vez en el
centro Tabakalera. Tan primera vez, que el galardonado se ha llevado de
regalo un rastro vertical de pintura blanca en la espalda de la chaqueta
de su impoluto traje negro. En los días anteriores el cineasta (Málaga, 1960) ya había avisado de
que su discurso se centraría en las tres palabras que dan nombre al
reconocimiento . Un discurso templado, medido, que luego ha desarrollado
en un corrillo con periodistas con una voz gastada por su viaje
relámpago desde Sudáfrica, donde está rodando una película. En el
corrillo ha estado más incisivo que en su parlamento previo: “No me
preocupaba explicar el concepto nacional porque me cuesta desgranar
ideas que no comprendo, pero esa la tengo clara. Yo he crecido en este
país y he pasado de niño a hombre mientras España estaba en esa
Transición. Y creo que se hicieron las cosas muy bien en aquel momento.
Aquello acabó en una obra de arte política que se aprobó con el voto de
los españoles. Naturalmente pasan muchas cosas en el trayecto y hay que
mirarlas en positivo. Como mi vida, en la que he tenido muchos
obstáculos. Y siempre he tratado —que no quiere decir conseguido—
reciclarlos en positivo. Tirar hacia adelante y no quedarme estancado”. El malagueño paró un momento y rio: “Estamos hablando sin querer
mencionar lo de Cataluña. Pues bien, lo de Cataluña es un animal
extraño, difícil de observar; a veces parece una película de Berlanga. Votar es lógicamente uno de los grandes preceptos de la democracia, pero
no debemos olvidar que no es el único. Están el respeto a la ley, al
Estado de Derecho, muy importantes. Se pueden plantear referendos
ridículos, como eliminar a los que no son de nuestra raza. Y alguien
llamaría a eso democracia. La democracia está formada por muchas otras
ramas de ese árbol. Tenemos que tenerlo claro”. Y preguntado sobre las
acciones del Gobierno español en Cataluña, explicó: "Eso es como la
tarjeta roja en el fútbol. ¿Quién la saca, el árbitro o el jugador que
ha pegado la patada?".
En su discurso previo, Banderas comenzó reconociendo que lo peor de un
premio es "recogerlo".
"Hablando de enunciados, el de este
reconocimiento reza como Premio Nacional de Cinematografía. Esto suena
serio, contundente e institucional".
Para el actor, la clave estaba en
la palabra nacional. "Porque en los tiempos que estamos viviendo, las
otras dos quedan eclipsadas".
Y desgranó: "Empecemos por Premio. Lo
mejor son los inesperados.
Me despierto. Mañana gris en Londres y tengo
que bajar a la ciudad a una reunión con abogados.
Me duele la espalda.
Me preparo un té. Recibo la llamada de concesión del premio.
Pues ya no
está tan nublada la mañana. Cambio el desayuno por otro más grande, con
huevos fritos, tocino, zumo y bollos. Le hago otro a mi novia. Le subo
la bandeja y ya no me duele la espalda".
Y siguió con su análisis: "Nacional, la estrella del día. A ver cómo
se retrata Banderas, estarán algunos rumiando. Crecí y maduré de forma
paralela a un país que pasaba de dictadura a democracia [...]. Creí
entonces, y sigo creyendo ahora, en ese proyecto común llamado España. Como me pasa conmigo mismo, a veces me siento orgulloso de él y a veces
no, pero no puedo evitar quererlo. Uno de los desafíos a los que se
enfrenta nuestro país es su maravillosa imperfección". Aseguró que el
futuro "que nos espera es una prueba de carácter, de voluntad y de
capacidad para sobreponerse y crecer". "A veces me pregunto si ese reto
apasionante no es en realidad lo que debería de ser llamado España". Finalmente, llegó a Cinematografía: "El universo cinematográfico es
subjetivo, esa es una de sus grandezas y de sus miserias. Lo que a mí me
toca el corazón a otros les toca otro órgano de la anatomía humana
menos noble. Siempre ha sido y será así en la historia del arte".
Banderas reiteró que no le gusta la palabra carrera, que sirve "para
enjaular a artistas". Y remarcó: "El cine tiene un alma propia, rebelde y
libre que reclama su autonomía, que no pertenece a nadie. Puede que mi
carrera no tenga sentido hasta que muera, y a pesar de los chistes sin
gracia que a veces me cuenta mi corazón, no es esto algo que entre en
mis planes inmediatos". Y al final explicó: "Espero que, tras 37 años de
carrera, esto haya sido útil a alguien, a un joven [...], al tiempo en
que me tocó vivir, a quienes cruzaron su camino con el mío y a mi
tierra".
SI NO SUPIÉRAMOS que se trata de Ángel Nieto,
pensaríamos que se trata de un héroe de la aviación de la I Guerra
Mundial, quizá de la II, pues los cambios entre una y otra, en lo que
nos ocupa, no fueron tan grandes. A esa estética responden el casco y
las gafas del corredor de motos, incluso su mirada, dirigida hacia ese
punto del infinito donde nos aguarda la gloria (a quien le aguarde). El blanco y negro contribuye también a la creación de esa atmósfera que
nos lleva tan lejos cuando en realidad estamos tan cerca. No se pierdan
la hebilla del barboquejo, que debe de pesar más que un candado. El
casco de un niño actual de cuatro años que estrena su primera bicicleta
es sin duda más ligero, funcional y seguro que el del antiguo campeón
del mundo.
Tal avance en la calidad de los materiales y en la eficacia de las
formas, que se ha producido en apenas cuatro días, ha afectado a cuanto
nos rodea, incluidas las raquetas de tenis, las baterías de cocina y la
utilería doméstica en general (por no hablar de la aparición de
Internet). Tampoco las motos de ahora tienen mucho que ver con aquellas
sobre las que cabalgó Nieto. El cambio ha sido exponencial. En unos
pocos años, la realidad ha sufrido más transformaciones que en todo el
siglo anterior, quizá que en los dos siglos anteriores. Significa que
vamos hacia el futuro (sea lo que sea el futuro) a velocidades que el
señor de la foto jamás soñó en alcanzar sobre su montura. Señalar por
último que se pasó la existencia jugándose la vida sobre un artefacto de
dos ruedas para ir a morir sobre uno de cuatro. El destino.
Tras los atentados de Cataluña no me creí el lema ‘No tinc por’. Repetir
en exceso la misma frase suele ser signo de que a uno le pasa lo
contrario de lo que proclama.
UNA VEZ MÁS, el problema es mío sin duda. Sería idiota y
presuntuoso pensar que son los demás quienes andan equivocados. Claro
que a veces hay masas erradas a buen seguro (las que han hecho a Trump
Presidente, sin ir más lejos), y su número no me puede convencer de lo
contrario, ni aun cuadruplicado. Serían masas de zotes enajenados, y de ahí no me movería. Pero en lo
que voy a comentar hay un elemento intuitivo, poco racional, que no
avala mis impresiones. De hecho son sólo eso, impresiones y sensaciones. Hace ya tiempo que no logro creerme casi nada de lo que veo, escucho,
leo. Y la cosa me ha preocupado enormemente en el último mes, tras los atentados de Barcelona y Cambrils. Viví tres años de mi juventud en Barcelona y voy por allí cada cinco o
seis semanas. Conozco a su gente civilizada y amable, ahora acogotada y
semisecuestrada por los caciques de la independencia, individuos
pueblerinos, autoritarios y racistas. Me creo a quienes empezaron a
llenar la Rambla de flores, velas y mensajes: personas que necesitan
hacer “algo” incluso cuando ya no se puede hacer nada, una forma de
desesperado autoconsuelo. Pero pronto eso se convirtió en algo tan
desproporcionado e invasivo que no pude evitar la impresión —insisto— de
que muchos de los que depositaban sus ofrendas lo hacían ya sólo por
mimetismo y para “no ser menos”, tal vez para sacar una foto turística
de lo que habían colgado y luego “compartirla”, como se dice ahora con
el verbo más tontaina de cuantos nos han invadido desde el inglés más
tontaina.
Para ofrecerse a sí mismos una imagen ejemplar de sí mismos. ¿Por qué
me cuesta creer en la autenticidad de ese gesto a partir de un momento
dado? ¿Por qué dudo que a muchos visitantes —los barceloneses son otra
historia— les importen gran cosa los muertos allí habidos? No lo sé,
seré un incrédulo y un desconfiado. O quizá es porque tampoco he logrado
creerme ninguno de los discursos huecos de los políticos ni de gran
parte de los periodistas y tertulianos. A los primeros los he oído
soltar banalidades de manual, tan manidas que suenan vacuas (“Nadie
destruirá nuestra forma de vida” y demás), o bien insidias en provecho
propio, con las que resultaba diáfano que lamentaban el atentado, cómo
no, pero que, una vez producido, era de tontos no sacarle partido, cada
uno en beneficio de sus intereses. A los segundos y terceros (con
honrosas excepciones) los he visto lucirse con sentidos recuerdos de su
Rambla o bien arrimar el ascua a su sardina española o independentista,
islamofóbica o islamofílica, según el caso. Pocos me ha parecido que
deploraban de veras esos muertos abstractamente venerados. Las víctimas
como oportunidad y pretexto. Y sería lo natural, tener miedo. No hasta el punto de
alterar las costumbres (en Madrid no lo hicimos tras el 11-M,
con casi doscientos muertos), pero sí hasta el de andar ojo avizor,
tomar precauciones y sentirse más amenazado que antes. ¿Y qué hay de la
manifestación del sábado 26 de agosto? Costaba creérsela pese a la
indudable sinceridad de la mayoría, si una parte no desdeñable de los
manifestantes era obvio que estaban a otra cosa. No estaban desde luego a
llorar a los asesinados ni a condenar a los terroristas ni al Daesh que
los inspira, sino a abuchear a quienes les caían gordos, a exhibir sus
enseñas en el día más inadecuado, a culpar de la matanza al Rey y al
Gobierno central por sus tratos con determinados países (se les olvidó
culpar al Barça, que ha lucido durante años “Qatar” en las camisetas), a
pedir que no se vendan armas a nadie (cuando estos atentados se habían
llevado a cabo con furgonetas alquiladas en casa y cuchillos de cocina,
gran tráfico internacional hay de eso), a protestar por una islamofobia
por suerte escasa en España, como ya se comprobó tras el mencionado
11-M. Fui viendo esa manifestación en diferentes cadenas. En una estaban siempre Pablo Iglesias o un acólito hablando, como si
todas las víctimas hubieran sido de Podemos; en otra, oficial catalana,
enfocaban insistentemente la zona en que había más esteladas y
más pitos a los “españoles” presentes, falseando con descaro el
conjunto; en otra, estatal, procuraban escamotear en lo posible eso
mismo. De la multitud, muchas personas parecían en verdad afectadas;
otras, estar allí porque era lo que tocaba y no iban a perderse el
acontecimiento. No vi diferencia con otras ocasiones, incluso con
algunas festivas. Eché de menos más silencio, duelo, sobrecogimiento
(mucho pedir a esta época chillona, supongo). Quien me mereció mayor
crédito en esos días (sólo en esos) fue el responsable de los Mossos d’Esquadra, Trapero,
porque al hombre se lo veía afanándose, agotado, prestando servicio,
sin tiempo ni ganas de posar ni de sacar provecho. Vaya problema tengo
si, de toda la sociedad, a quien más me creí fue a un policía.