Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

3 sept 2017

Javier Marías: “El mundo es hoy mucho menos inteligente”


Ximena Garrigues y Sergio Moya
Estrena septiembre con ‘Berta Isla’, su decimoquinta novela.
 Suele decir que nunca sabe si habrá otra, pero al final siempre encuentra inspiración para seguir creando universos de ficción en su máquina de escribir.
 La espera, la desaparición, la incertidumbre del regreso y los secretos se entretejen en estas páginas que destilan nostalgia.

EL APARTAMENTO de Javier Marías, en el bullicioso centro de Madrid, tiene algo de santuario.
 Es más bien una biblioteca habitada.
 Y animada.
 El escritor vive solo, pero uno tiene la impresión de estar acompañado por una multitud de seres amigables. 
Tal vez sean esos batallones de soldaditos de plomo desplegados en los muebles, o las decenas de hombrecillos diminutos sentados sobre los libros.
 O la mirada socarrona de Juan Benet que destaca entre decenas de fotos.
 Por no hablar, por supuesto, de los miles de autores que pueblan las estanterías de madera, y que miran con recelo a Tintín y a los vecinos de la Rue del Percebe. 
Todo está meticulosamente ordenado. Un refugio perfecto para protegerse de un mundo que Marías (Madrid, 1951) encuentra cada vez más hostil y más estúpido. 
Aquí, a lo largo de 770 días (que se quedaron en 331 por las interrupciones, según consta en su agenda), el escritor ha fraguado Berta Isla (Alfaguara), que ve la luz esta semana. 
Una novela a dos voces, entre dos países y a lo largo de tres décadas.
 Escoltado por una reserva de cajetillas de rubio, extrae un cigarrillo de una pitillera de piel y escucha la primera pregunta con una bocanada. 

Hace 10 años, tras publicar el tercer y último volumen de Tu rostro mañana, se quedó con la sensación de que no tenía más que decir. 
Sin embargo, escribió después otras dos novelas y ahora en esta última, Berta Isla, retoma personajes, escenarios y obsesiones de la trilogía. ¿Qué ha querido añadir? 
 Mis novelas están muy imbricadas entre sí. Me apetecía recuperar algunos de los personajes y volver a ese mundo del espionaje, muy sui generis
 Aquí no hay aventurillas, o misioncillas, de eso existe ya mucho; lo que me interesaba esencialmente es lo que le pasa a una persona, en este caso Berta Isla, cuyo matrimonio se convierte en una convivencia intermitente, con un marido que aparece y desaparece, y del que en un momento dado deja de tener noticias. 
Este asunto de la persona que desaparece, y vuelve o no, es tan antiguo en la literatura universal como la Odisea.
 Siempre me ha fascinado y lo he tratado en otros libros. 
Y unido a ello me estimuló la lectura de un libro que edité hace año y medio en Reino de Redonda, La mujer de Martin Guerre, de Janet Lewis. 
Es una novela de los años cuarenta, muy anterior a la película, que cuenta una historia real de la Francia del siglo XVI.
 Un caso que levantó una expectación enorme, incluso Montaigne asistió al juicio de ese hombre que parecía ser el marido pero podía ser un impostor… Incitado por eso (yo nunca oculto mis influencias o mis fuentes, cosa que la mayor parte de los escritores sí suele hacer), quise retomar ese tema por extenso.
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Javier Marías, junto a su mesa de trabajo, en el despacho de su casa.
  Ximena Garrigues y Sergio Moya
Ha definido Berta Isla como la crónica de una espera, pero también es la crónica del destino trazado, en el caso de Tomás Nevinson, el marido. 
Sí, otra de las ideas que me estimularon, y que había esbozado en mi anterior novela, Así empieza lo malo, es la idea de ser divisado, de ser avistado. 
En el momento en que nacemos quedamos expuestos a cualquier cosa, entre otras a que el Estado u otros individuos fijen sus ojos en nosotros e intenten utilizar nuestras virtudes en su provecho.
“Algo fascinante de los espías, que veo próximos a los novelistas, es que tienen que renunciar a menudo a su propio ser y hacerse pasar por quienes no son”
Tomás es pasivo, construye su personalidad a base de no tener personalidad. 
En ese sentido el personaje de Berta me parece mucho más sólido. 
Probablemente sí, pero hay que tener en cuenta que hay una parte de la novela en tercera persona, que es la que se refiere a Tomás, y otra parte en primera persona, que corresponde a Berta Isla, y es normal que si tú estás asistiendo a la voz de un personaje, ese personaje adquiera mayor corporeidad, mayor fuerza que el otro.
 Es un poco deliberado.
 El personaje de Tomás Nevinson inicialmente es muy joven, no muy sagaz, y se ve involucrado en un suceso que le fuerza a prescindir de su propia personalidad.
En cierto sentido, lo que tú dices, lejos de parecerme un defecto, me parece que es más bien lo que corresponde que sea; es un personaje que al meterse en ese mundo del espionaje está abocado a dejar de ser quien es, a no ser nadie, y a no conocerse. 
Una de las cosas fascinantes de los espías, que yo veo como gente muy próxima a los novelistas o a los creadores de ficciones, es que frecuentemente, sobre todo si son infiltrados o agentes encubiertos, tienen que renunciar a su propio ser y hacerse pasar por quienes no son, o por lo contrario de lo que son. 
Y como dice uno de los personajes de la novela, cuando eso se prolonga es difícil regresar a la vida normal.
Pero no intenta rebelarse contra ese destino. No se ­rebela porque cuando empieza es bisoño y no tiene capacidad de reacción.
 Y llega un momento en que se convence a sí mismo de que eso es lo que quiere hacer, puesto que le ha tocado.
 Es la conformidad con el destino que nos va tocando a cada cual.

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La yuxtaposición de la narración en tercera persona, en el caso de Tomás, y en primera persona, en el caso de Berta, es interesante. 
 Hace tiempo dijo que asumir la voz femenina le resultaba complicado. ¿Ya está cómodo en este registro? Sí, después de haber escrito Los enamoramientos con la voz de una mujer, las partes narrativas de Berta Isla no me resultaron tan duras como aquella vez. 
Ahora lo que me ha resultado un poco más complicado han sido precisamente las partes en tercera persona, porque todas mis novelas habían sido en primera persona desde El hombre sentimental, en 1986, y estaba tan desentrenado que llegué a pensar que no sabría contar ya en tercera persona.
De hecho, el extrañamiento, el desdibujamiento de los rasgos del ausente, en boca de Berta, da lugar a los pasajes más emotivos. 
Bien está; si una novela produce emociones, pues qué más quiere uno. 
Lo peor sería leer una novela que es entretenida sin más.
A lo largo del libro Tomás repite unos versos de T. S. Eliot que son un presagio, en el sentido de que va a convertirse en un “desterrado del universo”. ¿Los escogió específicamente para la trama? Yo no escojo nunca nada. 
Trabajo de una forma tan improvisada que muchas veces me encuentro con algo que estoy leyendo, o releyendo por azar, y de pronto le veo un sentido como para incorporarlo a la novela que estoy escribiendo, pero sin saber exactamente la misión que va a tener.
 Lo mismo me sucede con cosas menores, o diminutas.

 
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(En estas fotos tiene un parecido al Marqués de Griñón, cuando era más joven) 

 Ahora que me fijo, esta cajetilla que tiene aquí en la mesa está reproducida en el libro… Marcovitch, la marca que fuma Tomás. 
Esto es una vieja cajetilla que yo tengo de cuando existían estos cigarrillos… Sí, incorporo muchas cosas que tengo a mano.
 En Así empieza lo malo está reproducido un cuadro que uno de los personajes mira a menudo y que es mío, del pintor Francesco Casanova, hermano del famoso Casanova. 
 No quiere decir que me identifique con tal o cual personaje; les presto cosas. Yo siempre digo que trabajo con brújula, no con mapa, y la brújula señala al norte: no es que no sepa dónde voy, pero lo que no sé es cuál será el recorrido ni cuál será tampoco el final. 
Voy cambiando, voy improvisando, me voy contradiciendo… Supongo que una de las cosas que a mí me divierten de escribir novelas, entre otras, es averiguar las historias a la vez que las escribo.
 Luego, cuando la novela esté publicada y pasen unos años, me parecerá inconcebible que sea distinta de como habrá resultado ser al final, pero mientras la escribo todas las posibilidades están abiertas.
 Cada vez soporto menos saber demasiado de la novela.


Y en este caso, ¿le ha vuelto a asaltar la inseguridad al escribirla? Sí, siempre. 
Cuando mencionabas al principio Tu rostro mañana… me sigue pasando lo mismo siempre.
 Yo termino una novela y nunca sé si habrá otra. No tengo tantas historias en la cabeza.
 En los últimos tiempos las he ido publicando cada tres años, no es algo deliberado, y cada novela que empiezo tengo una inseguridad horrorosa.
 Las personas que están cerca de mí y que me oyen despotricar mientras las escribo —¡esto es una porquería, no tiene sentido, esta vez sí que es fatal!— me dicen: 
“Esto lo decías la vez anterior”… Y digo: “Sí, pero la otra ya está acabada, y era más fácil que esta otra que no tengo hecha…”.
Eso va en el carácter. No cambia. 
Me temo. Hay gente que puede hacer una novela y otra y otra y todas están bien. 
Pero se ve que son novelas de oficio. 
Yo tengo que tener un estímulo, una inspiración suficiente como para ponerme a ello. Hombre, supongo que también el oficio se va adquiriendo, y yo llevo… 46 años desde que publiqué la primera, con 19.

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Ximena Garrigues y Sergio Moya

 Es horrible.

Por cierto, en el libro insiste en otra idea suya de que no se puede juzgar una guerra desde un tiempo de paz.
 Que quienes viven hoy cómodamente no deben juzgar a quienes les tocó sufrir el desastre. ¿Qué opina del afán por resucitar la Guerra Civil por parte de nietos y bisnietos? 
 Creo que hay un poco de pose, y hay algo de facilón. Queda uno muy bien clamando por que se haga justicia. ¿Justicia a quién? A mí me parece muy respetable, por ejemplo, que haya gente que quiera desenterrar a sus muertos y darles una sepultura mejor.
 A mi tío Emilio lo mató con 18 años una brigada de milicianos de Madrid que dirigía el siniestramente famoso Agapito García Atadell. 
No hay justicia posible que se le pueda hacer. 
No sé dónde está enterrado ni me importa. Yo no tengo la superstición de los huesos, y creo además que hay que dejar a los muertos en paz.
 Por ejemplo, a mí me subleva mucho cada vez que, en contra además del criterio de su familia, se insiste en buscar los restos de García Lorca.
 Me da la impresión de que en gran medida se los quiere buscar para sacarles provecho… Me molesta esa especie de trasiego, tráfico incluso, de cadáveres.
 Pero entiendo también que haya quien quiera recuperar a su familiar y me parece perfectamente lícito. 
Ahora bien, quienes están ya muy lejos de eso… 
Tengo 65 años, mi generación no vivió la guerra, pero nuestros padres sí, plenamente, y en mi familia tuve por un lado a ese tío asesinado por milicianos y por otro lado a mi padre, que el 15 de mayo de 1939 fue detenido bajo gravísimas acusaciones, y falsas, como que era colaborador de Pravda, y estuvo en prisión varios meses y se salvó de ser fusilado.
 Pero ya a las siguientes generaciones todo eso les pilla un poco lejos, y esa insistencia suena un poco a impostura. 
¡Se ha llegado a exigir que se juzgara a gente muerta por sus crímenes en el franquismo! Si estuvieran vivos me parecería bien, pero juzgar a gente muerta me parece un absurdo.
 Entonces yo creo que hay un poco de exageración.

 Justamente, en Berta Isla hace acotaciones sobre cambios de costumbres, la sobreprotección de la juventud, la pérdida de la cortesía, el desprecio hacia la excelencia… ¿Vive con nostalgia? Hombre, sí. 
Yo la verdad es que tengo una sensación… pero eso puede que sea achacable a mí, voy cumpliendo años, y al hacerse uno mayor ve cada vez más ajeno el mundo nuevo.
 Puede que sea defecto mío… Hay una frase en la novela en la cual se dice algo así como que a medida que nos hacemos mayores, el mundo lo usurpan…

Lleva 23 años escribiendo columnas, 15 de ellos en El País Semanal. ¿Ha notado un aumento de la intolerancia? Sí, ya lo creo. 
Sobre todo en los últimos años. Tengo un artículo pendiente, que además caería fatal también, que lo tendría que titular algo así como El triunfo de las monjas
Las monjas de toda la vida están triunfando ahora, bajo otro disfraz, pero con los mismos objetivos: que no haya besos, que no haya escotes, que no haya minifaldas. 
Te dicen que ahora es por buenas razones. Mire, no, bajo la apariencia de buenas causas se reprime como en tiempos de Franco. Pues si llamo monjas a las que propugnan todo esto… 

¿Las feministas? Sí, las feministas y yo qué sé… El otro día leí: “Ya no habrá besos en las carreras ciclistas”. 
Y la federación de golf en EE UU prohíbe las faldas cortas a las jugadoras… Me dejó atónito. Vamos a ver, las feministas han luchado durante décadas por vestir como les daba la gana. 
Y las sufragistas querían descubrir el tobillo. Y ahora resulta que, por otros motivos, no puede usted llevar minifalda.
 ¡Déjenme en paz!
!Ay Marias que misógeno es usted!!!!



Objetos biológicos......................................Juan José Millás

COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS
LOS HUEVOS DE de gallina de mi infancia eran blancos.
 No recuerdo cuándo se volvieron tostados. 
Quizá los haya blancos y tostados, pero los que llegan a mi nevera son como los de la foto. El huevo era un objeto mítico. 
Y asqueroso. A veces venía con restos de cagada de la gallina en la cáscara. 
Ahora ya no. 
Observen cómo los limpia el operario de la imagen. 
Con los huevos hacíamos principalmente huevos fritos, aunque también huevos duros, tortilla y mahonesa. 
La mahonesa se hacía entre dos personas: una batía el huevo y la otra dejaba caer el aceite gota a gota.
 Si las manos no estaban bien sincronizadas, la salsa se cortaba y había que comenzar otra vez, lo que suponía un quebranto económico.
 La mahonesa, en el imaginario infantil, estaba ligada a la menstruación, pues se decía que aquella era incompatible con esta. Las madres se lo advertían a las hijas en voz baja.
—Si estás en esos días, déjalo, que ya me encargo yo.

BELGIUM-EUROPE-FOOD-HEALTH 
 
 
Algunos huevos, al abrirlos, tenían dos yemas, lo que resultaba una monstruosidad muy aplaudida, como si nos hubiera tocado la pedrea.
 Otros traían un pollo a medio hacer al que observábamos con actitud científica.
 Aquí iría el cráneo, aquí el corazón, aquí el hígado, etcétera. En mi casa teníamos una incubadora de huevos. 
Tardaban 21 días en salir y cuando el pollito aparecía, miraba con extrañeza hacia los lados, como nosotros cuando nos bajamos por error en la estación de metro que no es y durante unos segundos terribles tenemos que recomponer el mundo. 
A mí, los huevos, sean blancos u oscuros, me siguen inquietando. Con pesticidas, más, claro.

El enemigo en casa...........................................Rosa Montero..

¿Quién no ha sentido alguna vez cómo se pone en marcha en su interior esa bola de nieve de la inseguridad que amenaza con arrasarlo todo? 

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
EL HIJO DE una amiga (he emborronado un poco los datos para que no lo reconozcan) está atravesando momentos amargos. 
Tiene 22 años y es un genio; bilingüe en inglés y español, fue número uno en selectividad y premio extraordinario de bachillerato. Tras empezar la carrera en Madrid, consiguió una prestigiosa beca internacional para continuar sus estudios en Estados Unidos.
  Se incorporó este curso a la universidad estadounidense y, de pronto, las cosas empezaron a torcerse.
 Fue enhebrando enfermedades una detrás de otra, gripe, bronquitis, gastritis; al final sufría mareos, taquicardias. 
Por primera vez en toda su vida obtuvo malas notas y cada día fueron empeorando. 
Le diagnosticaron depresión y ansiedad y volvió a casa sin terminar las clases.
 Aún podría regresar en septiembre y, haciendo un esfuerzo, salvar el año y la beca. Pero se siente incapaz: “No conseguía ni siquiera entender lo que me decían. Era como si no supiera hablar inglés”.

He aquí el maldito enemigo interior haciendo de las suyas. 
Qué extrañas, enfermas criaturas somos los humanos: por si la vida no bastara para aporrearnos; por si no tuviera ya toda existencia su cuota de conflictos, de sufrimiento, de adversarios tocapelotas y envidiosos malignos, resulta que además nos las solemos apañar muy bien para convertirnos en la peor compañía para nosotros mismos.
 Es lo que se llama la tentación del fracaso, una oscura atracción por el daño y la derrota, un resbaladizo coqueteo con los abismos. Como dice mi amiga la violinista Mirari:
 “Es eso que hace que, justo el día que te tienes que levantar a las seis, te acuestes la noche anterior a las dos de la madrugada”.

El enemigo en casa. 
Convivimos con un tirano íntimo que nos lo hace todo mucho más difícil. 
Y además actúa de una manera capciosa, de modo que muchas personas se pasan la existencia ignorando que son ellas mismas quienes se están saboteando.
Por ejemplo, rechazan determinadas promociones laborales porque dicen preferir una vida más sencilla, cuando lo cierto es que el reto les aterra; o bien aseguran que en realidad no les gusta tanto escribir, o hacer teatro, o dedicarse a las carreras de motos; que sólo son aficiones juveniles y que prefieren ser, por ejemplo, abogados, cuando lo que sucede es que se mueren de miedo de probar y no valer, de querer y no llegar.
Convivimos con un tirano íntimo que nos lo hace todo mucho más difícil
Por no hablar del terreno sentimental, en el que el autosabotaje llega a alcanzar niveles grandiosos. 
Y así, puede haber quien se queje amargamente de su mala suerte amorosa, sin advertir que siempre escoge al amante inadecuado: el que vive muy lejos, el que ya está emparejado y carece de futuro.
 Y luego está ese clásico que consiste en forzar una ruptura por miedo a que la otra persona rompa contigo, o porque estás demasiado bien con ella y, como esa dicha tendrá que acabarse algún día, prefieres, antes de sufrir más, pegarte un hachazo en el corazón ahora mismo. 
El miedo a la felicidad y la tentación del fracaso son las dos caras roñosas de la misma moneda.
Sé bien que no todo el mundo es igual de autodestructivo, pero ¿quién no ha sentido alguna vez cómo se ponía en marcha en su interior esa bola de nieve que poco a poco amenazaba con arrasarlo todo? 
Basta con ser demasiado perfeccionista, basta con fallar en algo que te interese mucho, basta con sentir tu propia fragilidad y no saber asumirla para que empieces a boicotearte, para que cada vez seas más incapaz de hacer las cosas bien, para desear salir corriendo hacia el precipicio, que el final sea rápido, morir ya para no tener que seguir soportando la agonía de la lucha, alcanzar la pasividad final de los vencidos, la congelada paz de los cementerios.
 Me encantaría poder decirle al hijo de mi amiga que su inseguridad se arregla con el tiempo, pero la verdad es que creo que esa línea de sombra nos acompaña siempre.
 Eso sí, podemos aprender a convivir con ella, a desdramatizar nuestros dramatismos, a no darle tanta importancia a las derrotas. Nadie fracasa en todo, de la misma manera que nadie triunfa en todo.
 La frustración forma parte de la vida, los miedos son siempre más grandes que las heridas reales y desde luego nadie tiene tan mala opinión de ti como tu maldito enemigo interior. 

Niños listos y adultos pueriles........................Javier Marías

Si busca hoy un cuento como Caperucita, le será muy difícil encontrarlo sin censurar.
 Pero con tanto engaño, se deja a los críos indefensos.

Javier Marías
CUANDO EL AÑO pasado se estrenó con nulo éxito una nueva versión de Ben-Hur, me prometí no ver ni un solo plano ni un tráiler, no me fuera a contaminar la clásica de William Wyler de 1959, con Charlton Heston de protagonista y Stephen Boyd interpretando a su amado enemigo Messala. 
Esta versión era ya un remake de la de Fred Niblo de 1925, pero en fin, la que ha quedado para varias generaciones —y lo prueba que se exhiba en las televisiones sin cesar— es la de Wyler y Heston, que además fue premiada con el récord de Óscars hasta la fecha. Pero qué quieren, una noche ofrecían la de 2016 en el cada vez más defectuoso e idiotizado Movistar +, así que no la vi, pero la tuve puesta mientras leía prensa y contestaba correspondencia. 
De tarde en tarde levantaba la vista, y baste con decir que a Messala lo encarnaba una especie de Enrique Iglesias en garrulo, y a Ben-Hur un buen actor de la familia Huston, pero tan mal dirigido que parecía no haber salido todavía de su papel en la serie Boardwalk Empire, en el que llevaba media máscara reproduciendo su rostro, destrozado en la Primera Guerra Mundial; es decir, estaba forzado a la inexpresividad.
Sí, alzaba los ojos y nada me invitaba a mantenerlos en la pantalla más de dos minutos seguidos.
 Hasta llegar a la conclusión.
 La carrera de cuadrigas —exagerada, empeorada e inverosímil— y lo que sucede después. 
Habrá quien me acuse de destripar las películas, pero también hay gente que ignora que Romeo y Julieta, Macbeth, Hamlet, Don Quijote y Madame Bovary mueren al final, y no por eso dejamos de hablar de esos desenlaces.
 Como la mayoría recordará, en la clásica el cruel Messala acaba la carrera muy maltrecho por culpa de sus felonías.
 Han de cortarle las piernas para que sobreviva. 
Él exige que esperen, para que su rival amado no lo vea demediado cuando se presente a saborear su triunfo. 
Llegan a cruzarse unas frases acerbas y Messala expira amargado. Pues bien, mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que en la nueva —dirigida por un individuo de nombre irreproducible, parece uzbeko o kazajo— esas palabras no son acerbas, sino que Messala, ya con una pierna amputada, se incorpora y los dos se abrazan mientras se sueltan cursilerías como “Perdóname todo lo que te he hecho, hermano Ben-Hur” y 
“No, eres tú el que debe perdonarme, Messala querido”. 
Y no sólo eso, sino que como colofón se los ve cabalgando felices como en sus años mozos, cuando eran uña y carne.  
Es de suponer que Messala con una pierna ortopédica como la del atleta Pistorius, que dejó de correr cuando le metió a su novia cuatro tiros. Pero esa es otra historia.


No he leído la novela (1880) del Coronel Lew Wallace de la que procede Ben-Hur.
 Quién sabe si ahí el protagonista y Messala se “ajuntan” de nuevo tras haberse destrozado.
 Da lo mismo. Como la de Lo que el viento se llevó, son novelas eclipsadas por sus mucho más célebres versiones cinematográficas. La historia es la que éstas han contado.
 Así que sólo me explico el brutal cambio final a la luz de la misma sobreprotección que se puso ya en marcha hace décadas para los niños.
 Si usted busca hoy un cuento infantil como Caperucita Roja, los Tres Cerditos, Hansel y Gretel o Blancanieves, le será muy difícil encontrarlos sin adulterar y sin censurar. 
El Lobo Feroz no se come a nadie, sino que es amigo de los caminantes y les regala pasteles; a los Cerditos los quiere para jugar; a Hansel y Gretel nadie los enjaula ni ceba; y la manzana de la madrastra es una manzana caramelizada, para que Blancanieves engorde y no sea tan guapa, cómo vamos a decirles a los críos que la quiere envenenar. 
He hablado de ello otras veces:Los niños no son idiotas (a diferencia de demasiados padres), y en seguida saben distinguir los miedos, los peligros y las asechanzas ficticias de las reales. Sabiéndose seguros, en esas ficciones aprenden de la existencia de los enemigos y del mal, algo con lo que inevitablemente se van a encontrar cuando crezcan, si no antes, pobrecillos.
 Los ayudan a ser precavidos y a protegerse, sin correr verdadero riesgo.
 Conciben el peligro sin padecerlo, se fortalecen, se emocionan, vibran y se ponen en guardia sin exponerse.
 Con tanta memez y tanto engaño (se les presenta como idílico un mundo que nunca lo es), en realidad se los debilita, se los convierte en pusilánimes y se los deja indefensos.
 Y como la infancia hoy se prolonga indefinidamente, alumbramos universitarios que exigen “espacios seguros” en los que nadie emita una opinión que los “perturbe” y les pinche la burbuja o cuento de hadas en que se los ha criado. 
A raíz de esta nueva y empalagosa versión de Ben-Hur, infiero que tampoco los pueriles adultos soportan ya la falta de reconciliación, el afán de venganza, la enemistad hasta la muerte, la muerte misma. No, ahora Ben-Hur y Messala se abrazan lloriqueando y se piden mil perdones por las tropelías.
 El subtítulo de la novela es A Tale of the Christ. Así que: Cristo bendito, nunca mejor dicho.