No recuerdo cuándo se volvieron tostados.
Quizá los haya blancos y tostados, pero los que llegan a mi nevera son como los de la foto. El huevo era un objeto mítico.
Y asqueroso. A veces venía con restos de cagada de la gallina en la cáscara.
Ahora ya no.
Observen cómo los limpia el operario de la imagen.
Con los huevos hacíamos principalmente huevos fritos, aunque también huevos duros, tortilla y mahonesa.
La mahonesa se hacía entre dos personas: una batía el huevo y la otra dejaba caer el aceite gota a gota.
Si las manos no estaban bien sincronizadas, la salsa se cortaba y había que comenzar otra vez, lo que suponía un quebranto económico.
La mahonesa, en el imaginario infantil, estaba ligada a la menstruación, pues se decía que aquella era incompatible con esta. Las madres se lo advertían a las hijas en voz baja.
—Si estás en esos días, déjalo, que ya me encargo yo.
Algunos huevos, al abrirlos, tenían dos yemas, lo que resultaba una
monstruosidad muy aplaudida, como si nos hubiera tocado la pedrea.
Otros
traían un pollo a medio hacer al que observábamos con actitud
científica.
Aquí iría el cráneo, aquí el corazón, aquí el hígado,
etcétera. En mi casa teníamos una incubadora de huevos.
Tardaban 21 días
en salir y cuando el pollito aparecía, miraba con extrañeza hacia los
lados, como nosotros cuando nos bajamos por error en la estación de
metro que no es y durante unos segundos terribles tenemos que recomponer
el mundo.
A mí, los huevos, sean blancos u oscuros, me siguen
inquietando. Con pesticidas, más, claro.
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