Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

14 ago 2017

No le digas a tu madre que eres anónimo en Twitter. Dile que eres fumador de opio

Se está utilizando la red para amedrentar a periodistas, a políticos, a profesores o a gente que se toma en serio la existencia de estas redes.

No le digas a tu madre que eres anónimo en Twitter. Dile que eres fumador de opio
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Ahora soy mirón en Twitter, no actúo.
 Ni interactúo, que es como se llama ahora a hablar entre personas. Hace unas semanas Twitter me avisó de que podía aminorar la presión que ejercían sobre mi cuenta personas de procedencia insegura, anónimos, supuestos nombres propios, etcétera, y que dependía de mí que esas cuentas pudieran ser silenciadas o abortadas de modo que no fueran nunca parte de mi mesa redonda.
Dije que sí, que me parecía bien.
Aquello sucedió después de haber publicado en EL PAÍS un reportaje sobre asuntos relacionados con Venezuela.
 Trataba de saber por qué algunos venezolanos, de todas las procedencias posibles, ideologías o profesiones, se habían ido de su país.
 La avalancha contra mí pero sobre todo contra esas personas entrevistadas fue formidable, a favor y en contra; con insultos o vejaciones o, simplemente, con comentarios que ponían en valor lo que esas personas tenían que decir acerca de sus respectivas aventuras.
Me pareció interesante que Twitter expresara su iniciativa de racionar la avalancha y desde entonces noté, con satisfacción, que el número de trolls o anónimos o supuestos nombres propios y, sin duda, los insultos que emanaban antes de esta fuente contradictoria que es la popular red social, habían aminorado su potencia. 
Más recientemente volvieron a ser temas de mi trabajo Venezuela y otros asuntos especialmente sensibles para las personas que asisten en Twitter a esta hoguera de comentarios que sitúan a la gente a la izquierda y a la derecha del cosmos en función de que hables en un sentido u otro de lo que no está permitido.
 Como ocurría en la época de entreguerras, en Europa, en España, en el mundo, ahora suelen valer, tan solo, las verdades como puños, dichas habitualmente por aquellos que están encantados de conocer sus ideas propias y están de acuerdo en perseguir las ideas, las informaciones, los puntos de vista de aquellos que merecen el infierno porque además deben ser borrados de la tierra.
Ese ruido infernal, esa falta de respeto, está creciendo hasta el contagio, y ya salta a los informativos, a los periódicos digitales y de papel; todo lo que es susceptible de debate se comprime en un número mínimo de caracteres en los que siempre cabe, sobre todo, la descalificación, el insulto o el irrespeto. 
Ahora he abierto Twitter, a ver cómo iba la cosa.
 Y como si me estuviera esperando un ejemplo leí el siguiente intercambio: “Javi @nolescreas ¿Qué hacéis, Tuiters? ¿Poscensurar? ¿Poscensurar nazis? El mejillón suicida @mejillonsuicida Pospuede Santi @sanset81 yo censuro haciendo el molinillo, lástima que no sea en su jeta”.
Los fumadores de opio eran pacíficos ciudadanos que se reunían, como Beckett y Joyce hacían jugando al billar, a compartir sus silencios.
 Ahora el ruido de la red contiene esos intercambios y nosotros, estemos activos o seamos pasivos fumadores de Twitter, nos tragamos todo ese humo como si eso nunca vaya a afectar a nuestra cabeza o a nuestros pulmones .

Hasta que un día decidí lo que seguro que hace mucha gente también: quedarme a ver. Y lo que he visto es que, lejos del bullicio en el que también he participado, se está formando un formidable ruido que incluye no sólo la falta de respeto a lo que el otro piensa, sino que se está utilizando la red para amedrentar a periodistas, a políticos, a profesores o a gente que se toma en serio la existencia de estas redes como vehículo en el que es posible intercambiar puntos de vista. Ya no son aceptables los puntos de vista.

 

 

Antonio Banderas hace latir a Marbella................. Andrea Morales Polanco

Nicole Kimpel y Antonio Banderas, en la gala Starlite.
Nicole Kimpel y Antonio Banderas, en la gala Starlite.
La noche se vistió de gala en Marbella.
 Por octava vez consecutiva la cantera de Nagüeles ha vuelto a tener a Antonio Banderas como su mejor embajador en la que se considera la velada más solidaria de la provincia malagueña. 
“Yo soy Málaga y Málaga soy yo”. El actor lo dice con la boca hinchada de orgullo mientras da la bienvenida a la Gala Starlite, una fiesta que no solo derrocha glamour, sino que también ofrece un espectáculo en el que las risas, las bromas y por qué no, las sorpresas reinan.

Tirar del lujo para recaudar fondos es seña de identidad de la Gala Starlite y en esta edición además ha tirado de un listado de grandes celebridades que han pisado la alfombra roja.
 Marta Sánchez, Ana Obregón, Gunilla von Bismarck, Eugenia Martínez de Irujo, Mónica Naranjo, Mariló Montero, Niña Pastori y Coti son solo algunas de las caras conocidas que la noche del domingo sacaron su lado más filantrópico. 
Y vaya si hubo ganas de derrochar dinero en pro de las fundaciones Lágrimas y favores y Niños en Alegría.
 Sino que se lo pregunten al actor y guionista Santiago Segura, que subastó un beso por la nada desdeñable cantidad de 4.000 euros.
 Eso sí, tuvo que besar a la mesa entera –12 personas–. Y Banderas no se quedó atrás.
 Aunque más de alguna de las asistentes al exclusivo evento –el cubierto llegó a costar hasta 1.000 euros– se animó a empezar la puja por 5.000 euros, un amigo de Nicole Kimpel, pareja del malagueño, desembolsó 20.000 para que la empresaria holandesa se quedara con el tan ansiado beso del intérprete de La piel que habito.
WireImage
Pero ese no fue el único récord de la gala. 
Pues en un subidón de emociones, por parte de los 400 asistentes, en medio de la puja logró quitarle protagonismo a la magnífica lluvia de estrellas que decoraba el cielo despejado de Marbella.
 “Esto es algo nunca antes visto”, decían con asombro la modelo argentina Valeria Mazza y el humorista Carlos Latre, que repitieron como presentadores de la gala. 
Y es que un cartel taurino elaborado por el músico y artista plástico José María Cano alcanzó la estratosférica cifra de 260.000 euros. 
“Ha sido una noche increíble. Creo que ha sido una de las galas donde más se ha recaudado. Lo que se alcanzó con el cuadro [de Cano] ha sido espectacular. 
Estamos felices y emocionados”, decía a EL PAÍS Sandra García-Sanjuán, fundadora del festival, al finalizar la velada. 
Antonio Banderas firma el Ford Mustang en la Gala de Starlite.
Antonio Banderas firma el Ford Mustang en la Gala de Starlite. Getty Images
Tres horas de gala –en las que se premió al chef Dani García (dos estrellas Michelin), la actriz Loles León, el cantaor Miguel Poveda, la bailaora Sara Baras y el entrenador de fútbol Diego Simeone– han servido para que los asistentes se animaran a pujar por una subasta variopinta que iba desde una guitarra y cajón firmada por Banderas [se vendió por 15.000 euros], cinco noches en un hotel de lujo en las Maldivas [10.000 euros], el cuadro Follies de Emilio Machado [27.000 euros], una visita al atelier de Gaetano Aloisio [9.000 euros], asistir a un evento a favor del medioambiente organizado por el príncipe Alberto de Mónaco y Leonardo DiCaprio [8.000 euros] hasta la experiencia de conducir un Ford Mustang y hospedarse en uno de los hoteles de la cadena Living hotel of the World [4.000 euros].
La gala Starlite donará, como lo ha hecho desde su comienzo, el cien por cien de lo recaudado a las fundaciones Niños en Alegría, creada por García-Sanjuán, y Lágrimas y Favores, de Banderas.
 A lo largo de estas ocho ediciones –más una realizada en México- se ha logrado recaudar 2.027.383 euros, lo que se materializa en unas 130.000 familias ayudadas. 



La cantante Mónica Naranjo posa durante la Gala Benéfica Starlite.
La cantante Mónica Naranjo posa durante la Gala Benéfica Starlite. EFE

Starlite sopesa abandonar Marbella

Pero no todo han sido risas y récords para los organizadores del festival. 
A pesar de que Starlite se concibió en 2012 como una manera de recuperar el esplendor vivido por la ciudad en las décadas de los sesenta y setenta, este 2017 los promotores han denunciado públicamente que el Gobierno municipal  –presidido por José Bernal y constituido por la unión de los votos del PSOE, IU, Costa del Sol Sí Puede y Opción Sampedreña–, ha adoptado una "actitud obstaculizadora". 
En un comunicado emitido el pasado 4 de agosto los coordinadores se quejaron de que pese a que la organización del festival se cierra con un año de antelación en esta edición la autorización se concedió apenas con 72 horas de antelación a la fecha prevista.
El malestar por parte de los organizadores es tal que aseguran están evaluando “de forma seria” trasladar el festival a otra ciudad, e incluso ya han comenzado conversaciones con gobiernos de otros municipios que no han tardado en comunicarles su interés por albergar este espectáculo.

Y mato porque me toca................................ Francisco Peregil

"Es espantoso lo que tarda en morir un idiota", escribió el asesino del rol en su diario. 

El 30 de abril de 1994, Javier Rosado y su amigo Félix apuñalaron a un hombre que esperaba el autobús como parte de su macabro juego.

Javier Rosado, detenido por el Crimen del juego del rol, en una imagen 1994.
Javier Rosado, detenido por el Crimen del juego del rol, en una imagen 1994.
El relato del crimen que transportó a este país hacia las regiones mentales más frías de los asesinos anglosajones en serie comienza cuatro años antes del 30 de abril de 1994, noche en la que un estudiante de tercero de Químicas, de 22 años, y otro de tercero de B.U.P., de 17, eliminan a un hombre con 20 puñaladas porque lo exigía el guion del juego que ellos mismos inventaron.
Cuatro años antes de aquella madrugada, en un campo de fútbol del barrio madrileño de Chamartín, Félix Martínez, un niño de oc­tavo de E.G.B., se embelesa con los gritos desde la grada de un chaval cinco años mayor, ojos azules detrás de gafas gruesas, metro noventa sobre el nivel del suelo, moreno y desgarbado en el andar. Félix se le acerca creyendo que declama nombres de personajes del juego del rol, el invento que surgió a finales de los sesenta en Estados Uni­dos y conquistó en forma de negocio las papelerías españolas en la década de los noventa.
 Varias fichas, un tablero, una historia inven­tada y unos roles, interpretaciones o arquetipos que se adjudica a ca­da participante. Inteligencia, fantasía y tiempo libre para probarlas. 
Ordena y manda la figura del rol master.

A Félix no le gustaba ningún deporte, ni siquiera le apasionaba el cine, ni las chicas –su primera relación amorosa la tendría dos años después–, ni las motos, ni la ropa, ni los estudios. 
Tan sólo leer, a ser posible historias paranormales, escribir poemas y jugar al rol.
Félix se iba a llevar una sorpresa.
 Allí tenía un posible compañe­ro de Rol gritando aparentemente nombres de personajes. 
 ¿A qué es­peraba para conocerlo? El chico de E.G.B. aborda por fin al miope de ojos azules y le pregunta si también sabe jugar al rol. Dos trage­dias se dieron la mano.

La de Félix, fácil de resumir: nunca tuvo hermanos, su padre ge­nético murió drogadicto y enfermo de sida cuando el niño cumplía un año, la madre mexicana, también drogadicta, conoció a su padre adoptivo cuando el chaval cursaba segundo de E.G.B. y se separaría cuatro años más tarde. 
Félix conocería entonces el cariño incondi­cional del nuevo padre y el desbarajuste colegial de todos los maes­tros por los que iba pasando, ya fueran de Madrid, Ibiza o La Rio­ja, según adjudicaran su estancia al lado de la madre o del padre. 
«Nunca hubo paz, eso no era una familia», confesaría el chico. La madre muere también de sida dos años antes del crimen y dos años después del encuentro con Javier en el campo de fútbol.
Félix, un carácter inseguro, nunca líder ni siquiera de sí mismo, lector empedernido, conoce en aquel campo a otro lector más empe­dernido, un fulano con una seguridad en sí mismo extraordinaria, alguien con frases del tipo «las mejores drogas están en la cabeza de uno», solitario, bien educado, taciturno y didáctico: Javier Rosado Calvo, vecino de Félix en una calle de Chamartín donde los pisos de cien metros cuadrados cuestan hasta 30 millones de pesetas de los años noventa.
 El del padre adoptivo de Félix, empleado en una empresa de máquinas tra­gaperras, era tan sólo alquilado.
Javier gritaba en las gradas varios nombres pero, para sorpresa del chiquillo, aquel tipo encorvado no sabía jugar al Rol. 
El chasco duró sólo un segundo, porque las palabras del otro llevaban un significado aún más atractivo y profundo que el del simple juego: eran nombres, pasajes, del gran novelista de literatura fantástica H. P. Lovecraft, el genio de principios de siglo cuyos relatos de tumbas, castillos temblorosos, sueños, monstruos y nieblas llegan cargados de frases tipo: «Los hombres de más amplio intelecto saben que no existe una verdadera distinción entre lo real y lo irreal; que todas las cosas aparecen tal como son tan sólo en virtud de los frágiles senti­dos físicos [...]». H. P. Lovecraft, la pasión confesa de Javier.

«Desde que conocí a Javier y me metió en su mundo», reconoció Félix en sus exploraciones psiquiátricas y psicológicas a raíz del cri­men, «todo cambió para mí, encontré otro tipo de pensamientos le­jos de los vulgares de cada día, cambió mi interior, me entregué a es­te tipo de filosofía que era apasionante, aún me sigue pareciendo apasionante, Javier se convirtió para mí en un ser extraordinario muy superior al hermano mayor que nunca tuve, me dejé arrastrar por él [...]. 
Al cabo de un tiempo llegué a hablar como él y a hacer gestos como él.
 Él hablaba mucho mejor que yo, mis ideas me las re­batía con facilidad [...]. Todo el mundo era estúpido para él, pero yo creo que yo para él no era estúpido».

Y Javier, la otra cara de la tragedia, encontró en Félix el público de banderita y trompeta que necesitaba su egolatría, el hermano pe­queño que tampoco tuvo, porque su único hermano, un año mayor, más fuerte, vencedor en las disputas físicas, apenas se trataba con Javier.
 Félix sería el discípulo predilecto de una filosofía alimentada con cuatro obras de Friedrich Nietzsche, Edgar Allan Poe o Stephen King mal mezcladas y otras tantas decenas seudoliterarias, peor di­geridas.
Durante una convalecencia por lesión en una pierna, Félix le lle­va un juego del rol y Javier aprende a jugar.
 Al poco tiempo el en­fermo crea Razas, un juego basado en el rol. La humanidad se di­vide en 39 razas o arquetipos que él ha inventariado basándose en personajes y nombres novelescos prestados por Lovecraft. 
 Las razas, diría Javier, son ideas humanas llevadas al extremo. La raza 37 corresponde a los psicólogos, la 25 a las mujeres, la 22 al hombre, la 1 al bien y la 7 al mal.
 Cuando los psiquiatras le preguntan si jugaba al Rol, hay veces en que Javier llega a enojarse y dice que su juego era mucho más importante que el rol; era Su Obra, una «filosofía total» a la que había dedicado más de mil páginas y de la que espe­raba escribir un libro.

Javier no era un joven de inteligencia superdotada, en eso coinci­den profesores y psiquiatras, pero disponía de la justa para creerse con mucha, para ganar un concurso de ajedrez en la cárcel y no disimular el orgullo o para impresionar a cuatro chavales del barrio menores que él.
 En los dos primeros cursos de Químicas consiguió seis aprobados, dos notables y un sobresaliente.
 Un expediente bueno, sin más.
Personalidad, conocimientos y edad suficiente, en cualquier caso, para erigirse en Master, líder de la banda del rol, que entre bromas y veras planeó matar la madrugada del 30 de abril a la primera víctima de lo que iba a ser una serie de crímenes.
 Los otros dos chava­les, Javier Hugo E. S. y Jacobo P., de 17 y 18 años respectivamente, fueron encausados por conspiración para el asesinato.
 A Jacobo le preguntó la policía por las normas de Razas y contestó que no había normas concretas como en el fútbol: «Se trata de sobrevivir en un mundo imaginario».
 Unas veces había que impedir la llegada a puerto de un barco, otras, era preciso destruir una ciudad y en al­gunas ocasiones se trataba de asesinar a alguna mujer que traicionó a su raza. 
Todo sobre la mesa.

Empieza el juego

Un mes antes de la noche del 30 de abril, El País publicaba el hallazgo del cadáver de un hombre con unas setenta puñaladas y los ojos sacados. 
La noticia no causó otro efecto en los presuntos asesi­nos que el de animarles. 
A partir de ahora el tablero iba a adquirir la forma de toda la ciudad, con sus cuestas, sus descampados tene­brosos, sus personajes hundiéndose en la noche; las fichas serían pu­ñales y para moverlas vendría mejor usar guantes de látex que Ja­vier tomaría de sus clases de prácticas en la facultad; las reglas, sin límite.
Félix contó a los psiquiatras: 
"Yo creo que todo empezó a pla­nearlo [Javier] con decisión a raíz de un libro concreto de Lovecraft: Ciclo de aventuras oníricas de Randolph Carter, y en especial el capí­tulo 
"A través de la llave de plata", pasaje en el que un hombre se cansó del mundo y empezó a dedicarse a sus sueños hasta que al fi­nal estos sueños invadieron su propia realidad».
Jacobo declaró que cuando Javier y Félix le llevaron al descampado donde habían eliminado a un hombre y se lo confesaron, él lo tomó como una fantasmada. 
Javier y Félix se vanagloriaban de aquello y lo equipararon al crimen de las setenta puñaladas, perpe­trado cerca de su barrio.
Hasta la noche del crimen, Javier pasa por un tipo normal, sin traumas perceptibles ni siquiera por su familia.
 Su padre, ingeniero industrial, solía jugar al ajedrez con él, su madre, enfermera, le sa­naba las heridas, y su hermano, compañero repetidor en tercero de Químicas, aseguraba que a Javier le bastaba con asistir a clase para aprobar.
 
Carlos Moreno, la víctima del asesino del rol Javier Rosado.
Carlos Moreno, la víctima del asesino del rol Javier Rosado.
La realidad invadida puede ser la de un hombre casado como Carlos Moreno, con tres hijos y amigo de una viuda también con tres hijos, con la que había pasado la noche.
 Carlos visitaba desde hacía cinco años la casa de su amiga Modesta L., de 51 años, desde las diez hasta la una de la madrugada. 
Nunca pensó en separarse, ni Mo­desta se lo pidió, ni su mujer ni sus hijos, conscientes de la relación, lo obligaron. 
Los viernes Carlos salía más tarde de aquella casa y aquel viernes de abril salió a las tres.
 Si cobraba su nómina de 60.000 pesetas, montaba en taxi hasta la otra punta de la ciudad
. Y si no, el búho, que es como se conoce en Madrid a la línea de autobuses nocturnos.
 La noche del crimen Carlos llevaba las 60.000 pe­setas en el bolsillo, pero optó por el autobús. 
Y en la parada encon­tró a los admiradores de Lovecraft dispuestos a soñar sus pesadillas.
El crimen perfecto exigía, según Henry, el psicópata de la pelícu­la Retrato de un asesino, un desconocimiento total de la víctima, ningún móvil, nada.
 Ya lo habían avanzado la novelista Patricia Highsmith y el director Alfred Hitchcock en Extraños en un tren: si un desconocido mata a mi esposa y yo a su madre, nadie ha de sos­pechar nada; en principio.
Así que ahí llegan los dos, Javier y Félix, en busca de una vícti­ma a la que nunca han visto.
 El escenario no podía ser más propi­cio. 
Un descampado de risco y pastizal, una casa desvencijada en medio de un llano, de esas que parecen existir sólo en días de vien­to, una luna de miedo y una parada de autobús, como un oasis sin nadie.
Para acercarse a los hechos valga el diario de Javier Rosado, un texto sin precedentes en la historia criminal de España:
«Salimos a la 1.30. Habíamos estado afilando cuchillos, preparán­donos los guantes y cambiándonos. Elegimos el lugar con precisión.»
«Yo memoricé el nombre de varias calles por si teníamos que sa­lir corriendo y en la huida teníamos que separarnos. 
Quedamos en que yo me abalanzaría por detrás mientras él [por Félix] le debilita­ba con el cuchillo de grandes dimensiones.
 Se suponía que yo era quien debía cortarle el cuello. Yo sería quien matara a la primera víctima.
 Era preferible atrapar a una mujer, joven y bonita (aunque esto último no era imprescindible pero sí saludable), a un viejo o a un niño
. Llegamos al parque en que se debía cometer el crimen, no había absolutamente nadie.
 
Llegamos al parque en que se debía cometer el crimen, no había absolutamente nadie.
 Sólo pasaron tres chicos, me pareció de­masiado peligroso empezar por ellos [...]. En la parada de autobús vimos a un hombre sentado. Era una víctima casi perfecta
. Tenía ca­ra de idiota, apariencia feliz y unas orejas tapadas por un walkman
«Pero era un tío. Nos sentamos junto a él. 
Aquí la historia se tornó ca­si irreal. El tío comenzó a hablar con nosotros alegremente.
 Nos con­tó su vida. Nosotros le respondimos con paridas de andar por casa.
 Mi compañero me miró interrogativamente, pero yo me negué a ma­tarle.»
Félix no supo explicar después por qué Javier le perdonó la vida. Y el otro nunca lo contó.
«Llegó un búho y el tío se fue en él [...].»


«Una viejecita que salió a sacar la basura se nos escapó por un minuto, y dos parejitas de novios (¡maldita manía de acompañar a las mujeres a sus casas!).»
«Serían las cuatro y cuarto, a esa hora se abría la veda de los hombres [...]. Vi a un tío andar hacia la parada de autobuses.
 Era gordito y mayor, con cara de tonto. Se sentó en la parada.»
« [...] La víctima llevaba zapatos cutres y unos calcetines ridícu­los. Era gordito, rechoncho, con una cara de alucinado que apetecía golpeada, y una papeleta imaginaria que decía:
 "Quiero morir". Si hubiese sido a la 1.30 no le habría pasado nada, pero ¡así es la vida!»
«Nos plantamos ante él, sacamos los cuchillos. 
Él se asustó mirando el impresionante cuchillo de mi compañero. Mi compañero le mira­ba y de vez en cuando le sonreía (je, je, je).»
Félix alegó dos meses después ante la policía que se encontraba algo bebido y que le daba miedo desobedecer a su amigo.

«Le dijimos que le íbamos a registrar. ¿Le importa poner las ma­nos en la espalda?, le dije yo.
 Él dudó, pero mi compañero le cogió las manos y se las puso atrás. Yo comencé a enfadarme porque no le podía ver bien el cuello.»
«Me agaché para cachearle en una pésima actuación de chorizo vulgar.
 Entonces le dije que levantara la cabeza, lo hizo y le clavé el cuchillo en el cuello. 
Emitió un sonido estrangulado. Nos llamó hi­jos de puta. Yo vi que sólo le había abierto una brecha.
 Mi compañero ya había empezado a debilitarle el abdomen a puñaladas, pero ninguna era realmente importante. 
Yo tampoco acertaba a darle una buena puñalada en el cuello. Empezó a decir "no, no" una y otra vez.
 Me apartó de un empujón y empezó a correr. Yo corrí tras él y pude agarrarle. Le cogí por detrás e intenté seguir degollándole.
 Oí el desgarro de uno de mis guantes. Seguimos forcejeando y rodamos.
 "Tíralo al terraplén, hacia el parque, detrás de la parada de auto­bús. Allí podríamos matarle a gusto", dijo mi compañero. 
Al oír es­to, la presa se debatió con mucha más fuerza. Yo caí por el terraplén, quedé medio atontado por el golpe, pero mi compañero ya había ba­jado al terraplén y le seguía dando puñaladas.
 Le cogí por detrás pa­ra inmovilizarle y así mi compañero podía darle más puñaladas. Así lo hice. La presa redobló sus esfuerzos. Chilló un poquito más: "Jo­putas, no, no, no me matéis".»
Javier Rosado, detenido por el Crimen del juego del rol, en una imagen 1994.
Javier Rosado, detenido por el Crimen del juego del rol, en una imagen 1994.
«Ya comenzaba a molestarme el hecho de que ni moría ni se de­bilitaba, lo que me cabreaba bastante [...]. Mi compañero ya se ha­bía cansado de apuñalarle al azar [...].»
«Se me ocurrió una idea espantosa que jamás volveré a hacer y que saqué de la película Hellraiser. 
 Cuando los cenobitas de la pelí­cula deseaban que alguien no gritara le metían los dedos en la boca.
 Gloriosa idea para ellos, pero qué pena, porque me mordió el pulgar. Cuando me mordió (tengo la cicatriz) le metí el dedo en el ojo [...].»
«Seguía vivo, sangraba por todos los sitios. Aquello no me impor­tó lo más mínimo. Es espantoso lo que tarda en morir un idiota [...].»
 

Carlos Moreno Fernández fue un idiota que trabajó desde los ocho años como aprendiz de relojero, un obrero que con el oficio más que aprendido se quedó en paro desde hacía nueve años y padeció de nervios hasta que su esposa lo colocó en la empresa de limpieza El Impecable Ibérico, probablemente un nombre estúpido también; Carlos Moreno Fernández fue un idiota que no consintió jamás la entrada de un fontanero, un albañil o un electricista en casa porque él solo se bastaba para arreglarlo todo, un hombre idiota que a fuer­za de trabajo había conseguido dinero para educar a sus tres hijos, que sabía cocinar y le encantaba cuidar flores, un hombre que huía de los televisivos 
«Quién sabe dónde», «Su media naranja» y «Códi­go Uno», porque le parecían «programas para marujas».
 Un hom­bre. Con sus aspiraciones a corto y largo plazo, sus pequeños y gran­des recuerdos, reducidos a un charco y un bulto entre las piedras.
«Vi una porquería blanquecina saliendo del abdomen y me dije: “Cómo me paso” [...].» 
«A la luz de la luna contemplamos a nuestra primera víctima. Sonreímos y nos dimos la mano [...]»
«No salió información en los noticiarios, pero sí en la prensa, El País, concretamente.
 Decía que le habían dado seis puñaladas entre el cuello y el estómago (je, je, je). Decía también que era el segundo cadáver que se encontraba en la zona y que [el otro] tenía 70 puña­ladas (¡qué bestia es la gente!) [...]»

«¡Pobre hombre!, no merecía lo que le pasó.
 Fue una desgracia, ya que buscábamos adolescentes y no pobres obreros trabajadores. En fin, la vida es muy ruin. Calculo que hay un 30% de posibilida­des de que la policía me atrape.
 Si no es así, la próxima vez le toca­rá a una chica y lo haremos mucho mejor.»
Como no había nada que lamentar, sino todo lo contrario, la ha­zaña corrió de boca en boca entre la banda del rol.
 Así hasta que se enteró un amigo de ellos que se lo contó en confesión a un cura, des­pués al padre, y el padre lo puso en conocimiento de la policía.
Batallones de periodistas y psiquiatras comenzaron sus investiga­ciones. 
Nunca hasta este entonces se había dado en España un caso semejante.
Pascual Duarte, el genuino personaje de Camilo José Cela, co­menzó sus fecharías porque pensó que la perra le miraba mal. De un tiro la mató.
El ejecutivo rico, vacío y psicópata que protagoniza la novela del estadounidense Bret Easton Ellis narra con algunos años de antela­ción a Javier y con parecida frialdad su asesinato del mendigo: «Luego le corto el globo ocular... y él empieza a gritar cuando le cor­to la nariz en dos, lo que hace que la sangre me salpique un poco».
 El ejecutivo producto de la ficción contaba con el móvil filosófico de que los perdedores no cuentan en esta vida. 
El existencialista de El extranjero que inmortalizó Albert Camus en 1942 mató porque le atormentaba el calor, el resplandor insoportable del mar.
 A Javier y a Félix sólo les movió el juego.
Siete meses después del crimen, Félix Martínez, el compañero del autor del diario, declaró al psiquiatra José Cabreira, del Instituto Na­cional de Toxicología:
 «Después de leer todos los artículos de prensa que han hablado de nosotros, todo me parece basura periodística exagerada para distraer a la opinión pública de otras cosas más im­portantes.
 En particular se ha exagerado con el diario de Javier, en el que yo sé que lo que escribió estaba muy exagerado y fantaseado, es­cribió lo que él cree que pasó y en él es donde me inculpa. 
Además lo escribió muy deprisa, en dos o tres días, enseñándoselo luego a ami­gos comunes».


Javier también culpa a la prensa de su situación. Ninguno de los dos amigos ha hablado con rencor del otro.
 «Le llegué a idealizar», confesó Félix, «ése fue mi error y otro error, dejarme llevar demasiado».
 Para después añadir sin reparos: «Me dejé engañar, era cons­ciente de que me dejaba llevar, pero siempre aprendía algo».

Un monstruo

Félix sigue teniendo la impresión de que su amigo era un su­perdotado: «Javier es casi un inútil, alérgico, miope, con diarreas... Tiene de todo, incluso un estómago que es un caso único... Sin embargo en la parte mental es un monstruo... ».
Con un monstruo así era imposible que la policía los descubriese.
La banda confiaba en el Master, aunque no sabían que habían deja­do intactas las 60.000 pesetas en la chaqueta del idiota, con lo cual, la policía empezó a descartar el móvil del robo.

Nada más asesinarlo, Javier dedicó una ficha a Carlos con el nombre de Benito, el mismo que un profesor de Químicas.
 Lo dibu­jó con su bigote, con la bolsa donde guardaba su mono de trabajo, y puntuó sus cualidades: Fuerza 8, Poder 6, Carisma 4, Inteligencia 6, Tamaño 15, Voluntad 16.
Había que proseguir rellenando fichas, más cadáveres sobre la tumba del tablero, homicidios en serie, con la perseverancia de Jack el Destripador o sus secuaces anglosajones. 
Cuando fueron detenidos se disponían a salir de nuevo de cacería con los guantes de látex. 
Pe­ro a sus espaldas olvidaron una cosecha de pruebas. Restos de guan­tes en la cara del idiota, el reloj de Félix perdido en la pelea, el diario, el famoso diario en casa.
 Cuando la policía detuvo a Javier aún lleva­ba el dedo vendado que aseguró en el diario haberse herido al meter­lo en la boca del idiota. Se encaminaba a la casa de Félix, a veinte me­tros de la suya, con un paquete de guantes en la mano.
 Félix se derrotó enseguida, lo que en lenguaje policial significa ni más ni me­nos que reconoció todo. 
Entre sollozos declaró que el plan consistía en matar esa noche tórrida del 5 de junio a una chica y para eso los guantes.
 Pero Javier no se arredró ni por los agentes de la brigada de la Policía Judicial de Madrid, ni por las pruebas que le colocaban de­lante de su considerable nariz, ni por la lectura en vivo del diario.
–¡Dios mío, no puedo creer que yo haya hecho eso! Tengo la du­da de que sea verdad o ficticio.
–Si a las cuatro de la mañana –le preguntaba el policía– no esta­bas dando 20 puñaladas a un hombre, ¿qué hacías?
–Creo que estaba jugando al ordenador, no recuerdo bien.
 Después de los agentes llegó el batallón de psiquiatras a la cárcel.
Cada uno con sus entrevistas, con parecidas preguntas y distintas conclusiones.
 Si estaban locos, ningún crimen podría imputárseles; y si no, la condena sería por homicidio.
 Psicóticos o psicópatas, ése era el dilema.
Los psicóticos no son responsables de sus actos, los psicópatas, sí.
Los primeros se libran de cualquier condena, los segundos no.
 En el psicótico no existe conciencia del yo, en el otro, sí.


Los padres de Javier Rosado contrataron los servicios del profe­sor de Psiquiatría Forense de la Universidad Complutense de Ma­drid José Antonio García Andrade.
 El doctor se quedó extrañado de que su cliente declarase un cariño enorme por su padre, al tiempo que desconocía su edad y profesión. De la madre decía que trabaja­ba de ATS porque de vez en cuando le sanaba alguna herida.

Le confesó a García Andrade que de entre las razas, la que más le ha influido, la que más se asemeja a su persona es Cal, a quien de­finió como «un niño frágil, a veces una mujer rubia, que emana tal sufrimiento que es difícil acercarse a ella, aunque es peor cuando sonríe o tiene la cara machacada». 
Y aseguró: «Sin Cal yo no sería lo que soy. Con él aprendí a aprender. Lo conocí en 1988; 
Cal es do­lor; el bendito sufrimiento; ama los cuchillos, los objetos punzantes o cualquier cosa que pueda producir dolor, aunque lo que más le fas­cina es el dolor del alma».
De Cal aprendió Javier su simple teoría sobre la vida: «Aprender a usar el dolor es disfrutado como el placer.
 El dolor de los puntos de sutura que me dieron en la rodilla cuando tuve un accidente es mayor que el orgasmo con una mujer.
 El dolor es mejor que el pla­cer y más barato. La gente confunde al cenobita con el masoquista, pero no son lo mismo; éste disfruta siendo humillado y al someter­se, pero el cenobita disfruta al sufrir, porque con el dolor saca conocimiento
. Cal dice que cometió el crimen del que se me acusa. Lo ha­ce para dañarme, para enseñarme, para causarme pena, desespera­ción, pero Cal no mata, sólo tortura».
¿Loco o actor? El 8 de octubre de 1994 le reveló a García Andra­de que el primer golpe a la víctima fue con un cuchillo pequeño de conchas naranjas.
 Le dio en el mentón y en la cara anterior del cue­llo y señaló el movimiento de su víctima bajando la cabeza hacia el tórax.
 García Andrade le hizo ver que este dato no venía en los pe­riódicos. Javier sintió miedo por primera vez, al menos, eso es lo que el forense contratado por su familia reseñó. «Estoy al borde de la lo­cura, necesito ayuda», cuenta el psiquiatra que dijo Javier, «es ver­dad, esto no venía en la prensa. 
Hay veces en que yo no miro, no veo, no siento, no huelo, no me fijo, no es una mente, es una máquina, tienes que hacer una cosa y la haces. Eso ocurrió».

En ese momento de la entrevista solicitó que se le sometiese al Suero de la Verdad, y se sumergió, según Andrade, en una gran an­gustia.
¿Loco o actor? Para el psiquiatra contratado por su familia, Ja­vier está loco, por tanto no se le podría imputar delito alguno
. García Andrade sostiene que este chico de «inteligencia de tipo medio, con buena capacidad de abstracción y de síntesis» padece una «es­quizofrenia paranoide, además de personalidad múltiple psicótica y amnesia disociativa». 
Psicótico pues, sin lugar a la condena, además de esquizofrénico y con problemas de memoria.
Para el doctor, el juego no fue la causa de sus enfermedades, si­no precisamente la máscara. 
Dos años después del crimen, Javier se­guía jugando a Razas en la cárcel.
Pero el dictamen de García Andrade no era más, ni menos, que un estudio de parte, es decir, algo que había que contrastar necesa­riamente con otros estudios.
La titular del juzgado de instrucción número cinco de Madrid encargó otro informe a las psicólogas adscritas a la clínica médico-forense de Madrid Blanca Vázquez y Susana Esteban.

¿Loco o actor? El informe de las psicólogas lo califica de psicópata pero... «este diagnóstico implica un trastorno de personalidad que no afecta en absoluto a su capacidad de entender y obrar [...]. El sujeto sabe lo que quiere hacer y quiere hacerlo cuando lo hace». Por tanto, susceptible de condena.
El informe de las psicólogas es bastante más duro que el del psi­quiatra contratado por la familia. 
Para ellas, Javier Rosado jamás se ha creído ser una de sus razas, sino que las conoce y controla a su voluntad y siempre desde una perspectiva de observador.
 Y conclu­yen: «Se trata de un sujeto altamente peligroso [...]. Bajo circuns­tancias favorables podría cometer cualquier crimen violento y sádi­co
. Odia a la sociedad y a las personas, con las que no se siente implicado más que de forma racional.
 Busca activamente reconoci­miento social».
Aunque también hacen reseñar los doctores que tanto su madre como su hermano mayor no habían observado antes del crimen nin­gún comportamiento en Javier sospechoso de tratamiento psiquiátrico.
 Ni alteraciones de memoria, ni manifestaciones de las distintas personalidades, ni soliloquios. Siempre fue muy estudioso, introver­tido y lector infatigable. Nunca pensaron que precisase de psicólogos, aunque una vez en la cárcel comenzaron a verle con trastornos serios en sus visitas.
En una de sus entrevistas los dos psiquiatras llegan a plantearse si Javier actúa en plan estratega, porque alguna vez les había ad­vertido que durante su estancia en prisión iba a resucitar a Wul, el estratega que estaba adormecido, para defenderse así de funciona­rios, médicos y otros presos.







 

Escalofrío de leer a Manuel Chaves Nogales............... Juan Cruz

No era un profeta. Era un periodista. Y como tal olfateaba en el recuento sangriento de la realidad la agonía de Francia, el malestar de España.

Retrato del escritor sevillano Manuel Chaves Nogales (1897-1944).
Retrato del escritor sevillano Manuel Chaves Nogales (1897-1944).
Manuel Chaves Nogales era un periodista, no un profeta. 
Pero el 29 de octubre de 1938, exiliado en Francia, publicó estas palabras en Le Nouvelle Europe (recogido en La España de Franco, Almuzara, 2012): “Franco significa la guerra y nada más que la guerra: hoy, la Guerra Civil; mañana, la guerra europea”.
 El mundo, reunido en Múnich para repartirse el futuro, había decidido dejar a su suerte el porvenir de una España desgarrada por la guerra que ya se sabía de qué lado iba a caer, del lado de los fascistas.
Ante la evidencia, el periodista sevillano, que se había ido de su país durante la contienda, convencido de que las dos Españas le iban a helar el corazón, escribió este epitafio del futuro: “Se le va a entregar a Franco la victoria sobre el pueblo español, una victoria que ni sus tropas ni sus aliados extranjeros han sabido conseguir”.


Y prosiguió el que había sido director de Ahora, incautado por un comité obrero al amanecer de la contienda:
 “Este cruel sacrificio de la República española se presenta como un nuevo holocausto por la paz europea.
 Pero, ¿se sabe a ciencia cierta lo que significa el triunfo de Franco?”. 
Ya lo había dicho en otros capítulos dramáticos de sus avisos parisienses. 
Franco no solo significaba la guerra, sino que había sometido su país a los poderes extranjeros, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, haciendo creer a los españoles que su trabajo era patriótico.
Chaves Nogales nació el 7 de agosto de 1897; su carrera fue la de un periodista dedicado al oficio, un escritor, un reportero, un cronista. 
Cuando el Gobierno republicano dejó Madrid, él dejó Ahora y dejó España, convencido de lo que luego habría de ocurrir, asaltado el país por las dos fuerzas, enfrentadas “hasta provocar el terror rojo y el terror blanco o, dicho de otro modo, el común impulso homicida que fomentaba la impunidad en uno y otro bando”.
Esa invocación sobre el origen y el destino de aquella España enfrentada se hace desde el exilio, próximo el fin de la guerra. 
Y tiene su prolongación en La agonía de Francia (Libros del Asteroide, 2010), donde narra la bárbara actitud que los franceses muestran ante los derrotados españoles, tratados allí como ciudadanos sin destino ni presencia. 
Al fin y al cabo, ese libro es la continuación, desesperada, de aquella predicción que firmó en octubre de 1938: el desastre de España, que fue el triunfo de Franco, abría las puertas a la guerra en Europa, y esas consecuencias se estaban viviendo en la Francia convocada a ser pasto de las llamas autoritarias ensayadas mientras se derrotaba en España a la República.

 No era un profeta. Era un periodista.

 Y como tal olfateaba en el recuento sangriento de la realidad la agonía de Francia, el malestar de España. 

Murió en 1944 y ahora se le sigue leyendo no solo para saber qué pasó según Chaves Nogales sino para ensayar la comprensión de lo que siempre nos siempre puede pasar.

 Da escalofrío releer a Chaves Nogales.