"Es espantoso lo que tarda en morir un idiota", escribió el asesino del rol en su diario.
El 30 de abril de 1994, Javier Rosado y su amigo Félix apuñalaron a un hombre que esperaba el autobús como parte de su macabro juego.
El relato del crimen que transportó a este país hacia
las regiones mentales más frías de los asesinos anglosajones en serie
comienza cuatro años antes del 30 de abril de 1994, noche en la que un
estudiante de tercero de Químicas, de 22 años, y otro de tercero de
B.U.P., de 17, eliminan a un hombre con 20 puñaladas porque lo exigía el
guion del juego que ellos mismos inventaron.
Cuatro años antes de aquella madrugada, en un campo de fútbol del barrio
madrileño de Chamartín, Félix Martínez, un niño de octavo de E.G.B.,
se embelesa con los gritos desde la grada de un chaval cinco años mayor,
ojos azules detrás de gafas gruesas, metro noventa sobre el nivel del
suelo, moreno y desgarbado en el andar. Félix se le acerca creyendo que
declama nombres de personajes del juego del rol, el invento que surgió a
finales de los sesenta en Estados Unidos y conquistó en forma de
negocio las papelerías españolas en la década de los noventa.
Varias
fichas, un tablero, una historia inventada y unos roles,
interpretaciones o arquetipos que se adjudica a cada participante.
Inteligencia, fantasía y tiempo libre para probarlas.
Ordena y manda la
figura del rol master.
A Félix no le gustaba ningún deporte, ni siquiera le
apasionaba el cine, ni las chicas –su primera relación amorosa la
tendría dos años después–, ni las motos, ni la ropa, ni los estudios.
Tan sólo leer, a ser posible historias paranormales, escribir poemas y
jugar al rol.
Félix se iba a llevar una sorpresa.
Allí tenía un
posible compañero de Rol gritando aparentemente nombres de personajes.
¿A qué esperaba para conocerlo? El chico de E.G.B. aborda por fin al
miope de ojos azules y le pregunta si también sabe jugar al rol. Dos
tragedias se dieron la mano.
La de Félix, fácil de resumir: nunca tuvo hermanos, su
padre genético murió drogadicto y enfermo de sida cuando el niño
cumplía un año, la madre mexicana, también drogadicta, conoció a su
padre adoptivo cuando el chaval cursaba segundo de E.G.B. y se separaría
cuatro años más tarde.
Félix conocería entonces el cariño
incondicional del nuevo padre y el desbarajuste colegial de todos los
maestros por los que iba pasando, ya fueran de Madrid, Ibiza o La
Rioja, según adjudicaran su estancia al lado de la madre o del padre.
«Nunca hubo paz, eso no era una familia», confesaría el chico. La madre
muere también de sida dos años antes del crimen y dos años después del
encuentro con Javier en el campo de fútbol.
Félix, un carácter inseguro, nunca líder ni siquiera
de sí mismo, lector empedernido, conoce en aquel campo a otro lector más
empedernido, un fulano con una seguridad en sí mismo extraordinaria,
alguien con frases del tipo «las mejores drogas están en la cabeza de
uno», solitario, bien educado, taciturno y didáctico: Javier Rosado Calvo,
vecino de Félix en una calle de Chamartín donde los pisos de cien
metros cuadrados cuestan hasta 30 millones de pesetas de los años
noventa.
El del padre adoptivo de Félix, empleado en una empresa de
máquinas tragaperras, era tan sólo alquilado.
Javier gritaba en las gradas varios nombres pero, para
sorpresa del chiquillo, aquel tipo encorvado no sabía jugar al Rol.
El
chasco duró sólo un segundo, porque las palabras del otro llevaban un
significado aún más atractivo y profundo que el del simple juego: eran
nombres, pasajes, del gran novelista de literatura fantástica H. P.
Lovecraft, el genio de principios de siglo cuyos relatos de tumbas,
castillos temblorosos, sueños, monstruos y nieblas llegan cargados de
frases tipo: «Los hombres de más amplio intelecto saben que no existe
una verdadera distinción entre lo real y lo irreal; que todas las cosas
aparecen tal como son tan sólo en virtud de los frágiles sentidos
físicos [...]». H. P. Lovecraft, la pasión confesa de Javier.
«Desde que conocí a Javier y me metió en su mundo»,
reconoció Félix en sus exploraciones psiquiátricas y psicológicas a raíz
del crimen, «todo cambió para mí, encontré otro tipo de pensamientos
lejos de los vulgares de cada día, cambió mi interior, me entregué a
este tipo de filosofía que era apasionante, aún me sigue pareciendo
apasionante, Javier se convirtió para mí en un ser extraordinario muy
superior al hermano mayor que nunca tuve, me dejé arrastrar por él
[...].
Al cabo de un tiempo llegué a hablar como él y a hacer gestos
como él.
Él hablaba mucho mejor que yo, mis ideas me las rebatía con
facilidad [...]. Todo el mundo era estúpido para él, pero yo creo que yo
para él no era estúpido».
Y Javier, la otra cara de la tragedia, encontró en
Félix el público de banderita y trompeta que necesitaba su egolatría, el
hermano pequeño que tampoco tuvo, porque su único hermano, un año
mayor, más fuerte, vencedor en las disputas físicas, apenas se trataba
con Javier.
Félix sería el discípulo predilecto de una filosofía
alimentada con cuatro obras de Friedrich Nietzsche, Edgar Allan Poe o
Stephen King mal mezcladas y otras tantas decenas seudoliterarias, peor
digeridas.
Durante una convalecencia por lesión en una pierna,
Félix le lleva un juego del rol y Javier aprende a jugar.
Al poco
tiempo el enfermo crea Razas, un juego basado en el rol. La
humanidad se divide en 39 razas o arquetipos que él ha inventariado
basándose en personajes y nombres novelescos prestados por Lovecraft.
Las razas, diría Javier, son ideas humanas llevadas al extremo. La raza
37 corresponde a los psicólogos, la 25 a las mujeres, la 22 al hombre,
la 1 al bien y la 7 al mal.
Cuando los psiquiatras le preguntan si
jugaba al Rol, hay veces en que Javier llega a enojarse y dice que su
juego era mucho más importante que el rol; era Su Obra, una «filosofía
total» a la que había dedicado más de mil páginas y de la que esperaba
escribir un libro.
Javier no era un joven de inteligencia superdotada, en
eso coinciden profesores y psiquiatras, pero disponía de la justa para
creerse con mucha, para ganar un concurso de ajedrez en la cárcel y no
disimular el orgullo o para impresionar a cuatro chavales del barrio
menores que él.
En los dos primeros cursos de Químicas consiguió seis
aprobados, dos notables y un sobresaliente.
Un expediente bueno, sin
más.
Personalidad, conocimientos y edad suficiente, en
cualquier caso, para erigirse en Master, líder de la banda del rol, que
entre bromas y veras planeó matar la madrugada del 30 de abril a la
primera víctima de lo que iba a ser una serie de crímenes.
Los otros dos
chavales, Javier Hugo E. S. y Jacobo P., de 17 y 18 años
respectivamente, fueron encausados por conspiración para el asesinato.
A
Jacobo le preguntó la policía por las normas de Razas y
contestó que no había normas concretas como en el fútbol: «Se trata de
sobrevivir en un mundo imaginario».
Unas veces había que impedir la
llegada a puerto de un barco, otras, era preciso destruir una ciudad y
en algunas ocasiones se trataba de asesinar a alguna mujer que
traicionó a su raza.
Todo sobre la mesa.
Empieza el juego
Un mes antes de la noche del 30 de abril, El País
publicaba el hallazgo del cadáver de un hombre con unas setenta
puñaladas y los ojos sacados.
La noticia no causó otro efecto en los
presuntos asesinos que el de animarles.
A partir de ahora el tablero
iba a adquirir la forma de toda la ciudad, con sus cuestas, sus
descampados tenebrosos, sus personajes hundiéndose en la noche; las
fichas serían puñales y para moverlas vendría mejor usar guantes de
látex que Javier tomaría de sus clases de prácticas en la facultad; las
reglas, sin límite.
Félix contó a los psiquiatras:
"Yo creo que todo
empezó a planearlo [Javier] con decisión a raíz de un libro concreto de
Lovecraft: Ciclo de aventuras oníricas de Randolph Carter, y
en especial el capítulo
"A través de la llave de plata", pasaje en el
que un hombre se cansó del mundo y empezó a dedicarse a sus sueños hasta
que al final estos sueños invadieron su propia realidad».
Jacobo declaró que cuando Javier y Félix le llevaron
al descampado donde habían eliminado a un hombre y se lo confesaron, él
lo tomó como una fantasmada.
Javier y Félix se vanagloriaban de aquello y
lo equipararon al crimen de las setenta puñaladas, perpetrado cerca de
su barrio.
Hasta la noche del crimen, Javier pasa por un tipo
normal, sin traumas perceptibles ni siquiera por su familia.
Su padre,
ingeniero industrial, solía jugar al ajedrez con él, su madre,
enfermera, le sanaba las heridas, y su hermano, compañero repetidor en
tercero de Químicas, aseguraba que a Javier le bastaba con asistir a
clase para aprobar.
La realidad invadida puede ser la de un hombre casado
como Carlos Moreno, con tres hijos y amigo de una viuda también con tres
hijos, con la que había pasado la noche.
Carlos visitaba desde hacía
cinco años la casa de su amiga Modesta L., de 51 años, desde las diez
hasta la una de la madrugada.
Nunca pensó en separarse, ni Modesta se
lo pidió, ni su mujer ni sus hijos, conscientes de la relación, lo
obligaron.
Los viernes Carlos salía más tarde de aquella casa y aquel
viernes de abril salió a las tres.
Si cobraba su nómina de 60.000
pesetas, montaba en taxi hasta la otra punta de la ciudad
. Y si no, el
búho, que es como se conoce en Madrid a la línea de autobuses nocturnos.
La noche del crimen Carlos llevaba las 60.000 pesetas en el bolsillo,
pero optó por el autobús.
Y en la parada encontró a los admiradores de
Lovecraft dispuestos a soñar sus pesadillas.
El crimen perfecto exigía, según Henry, el psicópata de la película Retrato de un asesino,
un desconocimiento total de la víctima, ningún móvil, nada.
Ya lo
habían avanzado la novelista Patricia Highsmith y el director Alfred
Hitchcock en Extraños en un tren: si un desconocido mata a mi esposa y yo a su madre, nadie ha de sospechar nada; en principio.
Así que ahí llegan los dos, Javier y Félix, en busca
de una víctima a la que nunca han visto.
El escenario no podía ser más
propicio.
Un descampado de risco y pastizal, una casa desvencijada en
medio de un llano, de esas que parecen existir sólo en días de viento,
una luna de miedo y una parada de autobús, como un oasis sin nadie.
Para acercarse a los hechos valga el diario de Javier Rosado, un texto sin precedentes en la historia criminal de España:
«Salimos a la 1.30. Habíamos estado afilando
cuchillos, preparándonos los guantes y cambiándonos. Elegimos el lugar
con precisión.»
«Yo memoricé el nombre de varias calles por si
teníamos que salir corriendo y en la huida teníamos que separarnos.
Quedamos en que yo me abalanzaría por detrás mientras él [por Félix] le
debilitaba con el cuchillo de grandes dimensiones.
Se suponía que yo
era quien debía cortarle el cuello. Yo sería quien matara a la primera
víctima.
Era preferible atrapar a una mujer, joven y bonita (aunque esto
último no era imprescindible pero sí saludable), a un viejo o a un
niño
. Llegamos al parque en que se debía cometer el crimen, no había
absolutamente nadie.
Llegamos al parque en que se debía cometer el crimen,
no había absolutamente nadie.
Sólo pasaron tres chicos, me pareció
demasiado peligroso empezar por ellos [...]. En la parada de autobús
vimos a un hombre sentado. Era una víctima casi perfecta
. Tenía cara de
idiota, apariencia feliz y unas orejas tapadas por un walkman.»
«Pero era un tío. Nos sentamos junto a él.
Aquí la
historia se tornó casi irreal. El tío comenzó a hablar con nosotros
alegremente.
Nos contó su vida. Nosotros le respondimos con paridas de
andar por casa.
Mi compañero me miró interrogativamente, pero yo me
negué a matarle.»
Félix no supo explicar después por qué Javier le perdonó la vida. Y el otro nunca lo contó.
«Llegó un búho y el tío se fue en él [...].»
«Una viejecita que salió a sacar la basura se nos
escapó por un minuto, y dos parejitas de novios (¡maldita manía de
acompañar a las mujeres a sus casas!).»
«Serían las cuatro y cuarto, a esa hora se abría la
veda de los hombres [...]. Vi a un tío andar hacia la parada de
autobuses.
Era gordito y mayor, con cara de tonto. Se sentó en la
parada.»
« [...] La víctima llevaba zapatos cutres y unos
calcetines ridículos. Era gordito, rechoncho, con una cara de alucinado
que apetecía golpeada, y una papeleta imaginaria que decía:
"Quiero
morir". Si hubiese sido a la 1.30 no le habría pasado nada, pero ¡así es
la vida!»
«Nos plantamos ante él, sacamos los cuchillos.
Él se
asustó mirando el impresionante cuchillo de mi compañero. Mi compañero
le miraba y de vez en cuando le sonreía (je, je, je).»
Félix alegó dos meses después ante la policía que se encontraba algo bebido y que le daba miedo desobedecer a su amigo.
«Le dijimos que le íbamos a registrar. ¿Le importa
poner las manos en la espalda?, le dije yo.
Él dudó, pero mi compañero
le cogió las manos y se las puso atrás. Yo comencé a enfadarme porque no
le podía ver bien el cuello.»
«Me agaché para cachearle en una pésima actuación de
chorizo vulgar.
Entonces le dije que levantara la cabeza, lo hizo y le
clavé el cuchillo en el cuello.
Emitió un sonido estrangulado. Nos llamó
hijos de puta. Yo vi que sólo le había abierto una brecha.
Mi
compañero ya había empezado a debilitarle el abdomen a puñaladas, pero
ninguna era realmente importante.
Yo tampoco acertaba a darle una buena
puñalada en el cuello. Empezó a decir "no, no" una y otra vez.
Me apartó
de un empujón y empezó a correr. Yo corrí tras él y pude agarrarle. Le
cogí por detrás e intenté seguir degollándole.
Oí el desgarro de uno de
mis guantes. Seguimos forcejeando y rodamos.
"Tíralo al terraplén, hacia
el parque, detrás de la parada de autobús. Allí podríamos matarle a
gusto", dijo mi compañero.
Al oír esto, la presa se debatió con mucha
más fuerza. Yo caí por el terraplén, quedé medio atontado por el golpe,
pero mi compañero ya había bajado al terraplén y le seguía dando
puñaladas.
Le cogí por detrás para inmovilizarle y así mi compañero
podía darle más puñaladas. Así lo hice. La presa redobló sus esfuerzos.
Chilló un poquito más: "Joputas, no, no, no me matéis".»
«Ya comenzaba a molestarme el hecho de que ni moría ni
se debilitaba, lo que me cabreaba bastante [...]. Mi compañero ya se
había cansado de apuñalarle al azar [...].»
«Se me ocurrió una idea espantosa que jamás volveré a hacer y que saqué de la película Hellraiser.
Cuando los cenobitas de la película deseaban que alguien no gritara le
metían los dedos en la boca.
Gloriosa idea para ellos, pero qué pena,
porque me mordió el pulgar. Cuando me mordió (tengo la cicatriz) le metí
el dedo en el ojo [...].»
«Seguía vivo, sangraba por todos los sitios. Aquello
no me importó lo más mínimo. Es espantoso lo que tarda en morir un
idiota [...].»
Carlos Moreno Fernández fue un idiota que trabajó
desde los ocho años como aprendiz de relojero, un obrero que con el
oficio más que aprendido se quedó en paro desde hacía nueve años y
padeció de nervios hasta que su esposa lo colocó en la empresa de
limpieza El Impecable Ibérico, probablemente un nombre estúpido también;
Carlos Moreno Fernández fue un idiota que no consintió jamás la entrada
de un fontanero, un albañil o un electricista en casa porque él solo se
bastaba para arreglarlo todo, un hombre idiota que a fuerza de trabajo
había conseguido dinero para educar a sus tres hijos, que sabía cocinar
y le encantaba cuidar flores, un hombre que huía de los televisivos
«Quién sabe dónde», «Su media naranja» y «Código Uno», porque le
parecían «programas para marujas».
Un hombre. Con sus aspiraciones a
corto y largo plazo, sus pequeños y grandes recuerdos, reducidos a un
charco y un bulto entre las piedras.
«Vi una porquería blanquecina saliendo del abdomen y me dije: “Cómo me paso” [...].»
«A la luz de la luna contemplamos a nuestra primera víctima. Sonreímos y nos dimos la mano [...]»
«No salió información en los noticiarios, pero sí en
la prensa, El País, concretamente.
Decía que le habían dado seis
puñaladas entre el cuello y el estómago (je, je, je). Decía también que
era el segundo cadáver que se encontraba en la zona y que [el otro]
tenía 70 puñaladas (¡qué bestia es la gente!) [...]»
«¡Pobre hombre!, no merecía lo que le pasó.
Fue una
desgracia, ya que buscábamos adolescentes y no pobres obreros
trabajadores. En fin, la vida es muy ruin. Calculo que hay un 30% de
posibilidades de que la policía me atrape.
Si no es así, la próxima vez
le tocará a una chica y lo haremos mucho mejor.»
Como no había nada que lamentar, sino todo lo
contrario, la hazaña corrió de boca en boca entre la banda del rol.
Así
hasta que se enteró un amigo de ellos que se lo contó en confesión a un
cura, después al padre, y el padre lo puso en conocimiento de la
policía.
Batallones de periodistas y psiquiatras comenzaron sus
investigaciones.
Nunca hasta este entonces se había dado en España un
caso semejante.
Pascual Duarte, el genuino personaje de Camilo José
Cela, comenzó sus fecharías porque pensó que la perra le miraba mal. De
un tiro la mató.
El ejecutivo rico, vacío y psicópata que protagoniza
la novela del estadounidense Bret Easton Ellis narra con algunos años de
antelación a Javier y con parecida frialdad su asesinato del mendigo:
«Luego le corto el globo ocular... y él empieza a gritar cuando le
corto la nariz en dos, lo que hace que la sangre me salpique un poco».
El ejecutivo producto de la ficción contaba con el móvil filosófico de
que los perdedores no cuentan en esta vida.
El existencialista de El extranjero
que inmortalizó Albert Camus en 1942 mató porque le atormentaba el
calor, el resplandor insoportable del mar.
A Javier y a Félix sólo les
movió el juego.
Siete meses después del crimen, Félix Martínez, el
compañero del autor del diario, declaró al psiquiatra José Cabreira, del
Instituto Nacional de Toxicología:
«Después de leer todos los
artículos de prensa que han hablado de nosotros, todo me parece basura
periodística exagerada para distraer a la opinión pública de otras cosas
más importantes.
En particular se ha exagerado con el diario de
Javier, en el que yo sé que lo que escribió estaba muy exagerado y
fantaseado, escribió lo que él cree que pasó y en él es donde me
inculpa.
Además lo escribió muy deprisa, en dos o tres días,
enseñándoselo luego a amigos comunes».
Javier también culpa a la prensa de su situación.
Ninguno de los dos amigos ha hablado con rencor del otro.
«Le llegué a
idealizar», confesó Félix, «ése fue mi error y otro error, dejarme
llevar demasiado».
Para después añadir sin reparos: «Me dejé engañar,
era consciente de que me dejaba llevar, pero siempre aprendía algo».
Un monstruo
Félix sigue teniendo la impresión de que su amigo era
un superdotado: «Javier es casi un inútil, alérgico, miope, con
diarreas... Tiene de todo, incluso un estómago que es un caso único...
Sin embargo en la parte mental es un monstruo... ».
Con un monstruo así era imposible que la policía los descubriese.
La banda confiaba en el Master, aunque no sabían que
habían dejado intactas las 60.000 pesetas en la chaqueta del idiota,
con lo cual, la policía empezó a descartar el móvil del robo.
Nada más asesinarlo, Javier dedicó una ficha a Carlos
con el nombre de Benito, el mismo que un profesor de Químicas.
Lo
dibujó con su bigote, con la bolsa donde guardaba su mono de trabajo, y
puntuó sus cualidades: Fuerza 8, Poder 6, Carisma 4, Inteligencia 6,
Tamaño 15, Voluntad 16.
Había que proseguir rellenando fichas, más cadáveres
sobre la tumba del tablero, homicidios en serie, con la perseverancia de
Jack el Destripador o sus secuaces anglosajones.
Cuando fueron
detenidos se disponían a salir de nuevo de cacería con los guantes de
látex.
Pero a sus espaldas olvidaron una cosecha de pruebas. Restos de
guantes en la cara del idiota, el reloj de Félix perdido en la pelea,
el diario, el famoso diario en casa.
Cuando la policía detuvo a Javier
aún llevaba el dedo vendado que aseguró en el diario haberse herido al
meterlo en la boca del idiota. Se encaminaba a la casa de Félix, a
veinte metros de la suya, con un paquete de guantes en la mano.
Félix
se derrotó enseguida, lo que en lenguaje policial significa ni más ni
menos que reconoció todo.
Entre sollozos declaró que el plan consistía
en matar esa noche tórrida del 5 de junio a una chica y para eso los
guantes.
Pero Javier no se arredró ni por los agentes de la brigada de
la Policía Judicial de Madrid, ni por las pruebas que le colocaban
delante de su considerable nariz, ni por la lectura en vivo del diario.
–¡Dios mío, no puedo creer que yo haya hecho eso! Tengo la duda de que sea verdad o ficticio.
–Si a las cuatro de la mañana –le preguntaba el policía– no estabas dando 20 puñaladas a un hombre, ¿qué hacías?
–Creo que estaba jugando al ordenador, no recuerdo bien.
Después de los agentes llegó el batallón de psiquiatras a la cárcel.
Cada uno con sus entrevistas, con parecidas preguntas y
distintas conclusiones.
Si estaban locos, ningún crimen podría
imputárseles; y si no, la condena sería por homicidio.
Psicóticos o
psicópatas, ése era el dilema.
Los psicóticos no son responsables de sus actos, los psicópatas, sí.
Los primeros se libran de cualquier condena, los segundos no.
En el psicótico no existe conciencia del yo, en el otro, sí.
Los padres de Javier Rosado contrataron los servicios
del profesor de Psiquiatría Forense de la Universidad Complutense de
Madrid José Antonio García Andrade.
El doctor se quedó extrañado de que
su cliente declarase un cariño enorme por su padre, al tiempo que
desconocía su edad y profesión. De la madre decía que trabajaba de ATS
porque de vez en cuando le sanaba alguna herida.
Le confesó a García Andrade que de entre las razas, la
que más le ha influido, la que más se asemeja a su persona es Cal, a
quien definió como «un niño frágil, a veces una mujer rubia, que emana
tal sufrimiento que es difícil acercarse a ella, aunque es peor cuando
sonríe o tiene la cara machacada».
Y aseguró: «Sin Cal yo no sería lo
que soy. Con él aprendí a aprender. Lo conocí en 1988;
Cal es dolor; el
bendito sufrimiento; ama los cuchillos, los objetos punzantes o
cualquier cosa que pueda producir dolor, aunque lo que más le fascina
es el dolor del alma».
De Cal aprendió Javier su simple teoría sobre la vida:
«Aprender a usar el dolor es disfrutado como el placer.
El dolor de los
puntos de sutura que me dieron en la rodilla cuando tuve un accidente
es mayor que el orgasmo con una mujer.
El dolor es mejor que el placer y
más barato. La gente confunde al cenobita con el masoquista, pero no
son lo mismo; éste disfruta siendo humillado y al someterse, pero el
cenobita disfruta al sufrir, porque con el dolor saca conocimiento
. Cal
dice que cometió el crimen del que se me acusa. Lo hace para dañarme,
para enseñarme, para causarme pena, desesperación, pero Cal no mata,
sólo tortura».
¿Loco o actor? El 8 de octubre de 1994 le reveló a
García Andrade que el primer golpe a la víctima fue con un cuchillo
pequeño de conchas naranjas.
Le dio en el mentón y en la cara anterior
del cuello y señaló el movimiento de su víctima bajando la cabeza hacia
el tórax.
García Andrade le hizo ver que este dato no venía en los
periódicos. Javier sintió miedo por primera vez, al menos, eso es lo
que el forense contratado por su familia reseñó. «Estoy al borde de la
locura, necesito ayuda», cuenta el psiquiatra que dijo Javier, «es
verdad, esto no venía en la prensa.
Hay veces en que yo no miro, no
veo, no siento, no huelo, no me fijo, no es una mente, es una máquina,
tienes que hacer una cosa y la haces. Eso ocurrió».
En ese momento de la entrevista solicitó que se le
sometiese al Suero de la Verdad, y se sumergió, según Andrade, en una
gran angustia.
¿Loco o actor? Para el psiquiatra contratado por su
familia, Javier está loco, por tanto no se le podría imputar delito
alguno
. García Andrade sostiene que este chico de «inteligencia de tipo
medio, con buena capacidad de abstracción y de síntesis» padece una
«esquizofrenia paranoide, además de personalidad múltiple psicótica y
amnesia disociativa».
Psicótico pues, sin lugar a la condena, además de
esquizofrénico y con problemas de memoria.
Para el doctor, el juego no fue la causa de sus
enfermedades, sino precisamente la máscara.
Dos años después del
crimen, Javier seguía jugando a Razas en la cárcel.
Pero el dictamen de García Andrade no era más, ni
menos, que un estudio de parte, es decir, algo que había que contrastar
necesariamente con otros estudios.
La titular del juzgado de instrucción número cinco de
Madrid encargó otro informe a las psicólogas adscritas a la clínica
médico-forense de Madrid Blanca Vázquez y Susana Esteban.
¿Loco o actor? El informe de las psicólogas lo
califica de psicópata pero... «este diagnóstico implica un trastorno de
personalidad que no afecta en absoluto a su capacidad de entender y
obrar [...]. El sujeto sabe lo que quiere hacer y quiere hacerlo cuando
lo hace». Por tanto, susceptible de condena.
El informe de las psicólogas es bastante más duro que
el del psiquiatra contratado por la familia.
Para ellas, Javier Rosado
jamás se ha creído ser una de sus razas, sino que las conoce y controla a
su voluntad y siempre desde una perspectiva de observador.
Y
concluyen: «Se trata de un sujeto altamente peligroso [...]. Bajo
circunstancias favorables podría cometer cualquier crimen violento y
sádico
. Odia a la sociedad y a las personas, con las que no se siente
implicado más que de forma racional.
Busca activamente reconocimiento
social».
Aunque también hacen reseñar los doctores que tanto su
madre como su hermano mayor no habían observado antes del crimen
ningún comportamiento en Javier sospechoso de tratamiento psiquiátrico.
Ni alteraciones de memoria, ni manifestaciones de las distintas
personalidades, ni soliloquios. Siempre fue muy estudioso, introvertido
y lector infatigable. Nunca pensaron que precisase de psicólogos,
aunque una vez en la cárcel comenzaron a verle con trastornos serios en
sus visitas.
En una de sus entrevistas los dos psiquiatras llegan a
plantearse si Javier actúa en plan estratega, porque alguna vez les
había advertido que durante su estancia en prisión iba a resucitar a
Wul, el estratega que estaba adormecido, para defenderse así de
funcionarios, médicos y otros presos.
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