Aunque muchos de mis amigos no estén de acuerdo conmigo, me encanta que Marta Gayá se haya reencontrado con el rey emérito
en Irlanda. Me parece un nuevo tipo de historia de amor, esa que se
toma un tiempo, pasa por muchas cosas en esa distancia, ve a muchas
personas entrar y salir, incluso permanecer y en el momento más
inesperado, el reencuentro no te regresa al mismo lugar donde terminaste
sino a uno distinto, quizás más sereno, más auténtico. Más consolidado. Puede que el Rey sea otro, ahora es emérito, pero en mi opinión, Marta
es la misma. Una señora, tan encantadora como paciente. Unos
días antes de que este cuento de hadas adulto nos sorprendiera en la
república de Irlanda, en Marivent hubo una espera de dos horas y media
por el presidente del Gobierno. Porque, después de su carrera matinal,
Mariano, hizo una toilette larga y un desayuno corto antes de dirigirse a su despacho y al entrar vio, con resignación, el paquete de medidas para enfrentar la cuestión catalana
que le habían dejado sobre un escabel al lado de su mesa. Sin pensarlo
dos veces lo cogió y, ay, ¡ay!, pesaba más de lo que parecía y ese gesto
provocó el tirón lumbar. Y con él, ese dolor seco en la parte baja de
la espalda. Al dolor de cabeza se sumaba la lumbalgia, pesadísima e
inoportuna. Todo lo contrario del reencuentro en Irlanda. Pensé un poco en la reina Letizia. La imagine aguantando dos horas y
media de plantón, con sus hijas vestidas en modo clónico, algo que ella,
por cierto, nos ha hecho aceptar, mientras le iban llegando comentarios
de lo que había pasado en Irlanda. Y además sin poder decir nada ni
hacer nada por aligerar la espera y el despacho. Seguí imaginándome como
se iba poniendo más y más molesta, el tiempo eternizándose en Marivent. No sabemos donde continúan sus vacaciones los Reyes, quién sabe si
también a Irlanda.
Acudí invitado a la gala de la Asociación contra el Cáncer
en Marbella, antológica cita social que siempre quiere volver, como los
amores verdaderos. Gracias a esta invitación, me aloje en el Marbella
Club, una auténtica reliquia, en perfecto estado y más que un club un
palacio poblado por los fantasmas del glamur de los setenta y ochenta.
Algunos se materializan como Dolph Lundgren, avanzando por la playa sin que nadie le molestara. ¿Quién es Dolph Lundgren? pregunto una de esas blogueritas
que están en todas partes. Un dios nórdico, esculpido por el karate. Un
sueco contemporáneo de Rajoy, que fue descubierto por un productor
hollywoodense que lo convirtió en uno de esos forzudos del cine de los
ochenta como Silvester Stallone y Jean Claude Van Damme. Además,
Lundgren fue novio de Grace Jones y juntos explotaron la interracialidad
de su relación, sirviendo de inspiración a muchos europeos. Mientras se
adentraba en el mar, comprobé que Lundgren mantiene ese físico de los
ochenta. Y por la manera en que se hundía en ese mar oscuro, supe que
había aprendido que la mejor cura para la lumbalgia es el contraste
frío-calor que Mariano aún no ha descubierto. Una vez que tocas Marbella, el camino inevitable es seguir a
Ibiza. Ibiza no es tierra de reliquias sino de tendencias. El año
pasado era la ayahuasca, una mezcla de hierbas que no curaba la
lumbalgia pero te adentraba en tu inconsciente. Este verano la moda es
debatir si el turismo es sostenible o no. Una discusión casi tan larga
como el amor entre Juan Carlos y Marta. Y como publican que vendrán más
de 85 millones de turistas este año, los precios en los restaurantes de
moda en la isla se han disparado tantísimo que la verdadera nueva
tendencia es ir a restaurantes turísticos abarrotados. “Ayer fui a Nobu y
me salí a la calle. Estoy harto de esos restaurantes que gritas porque
la música es lo único que escuchas y no pagas”, dijeron. Quizás por eso, un destacado empresario hostelero nos llevo a cenar a Pinocho, una trattoria
en pleno centro de Ibiza, fundada en 1971. Decorada con manteles de
cuadros, carta en cuatro idiomas y comidas antiguas, cero sostenibles,
ni alcalinas ni veganas. “Un poco de empacho es bueno”, dijo una
comensal y volví a pensar en Marta Gayá, que conoció al Rey emérito a
principios de los noventa y que ahora puede colaborar a poner de moda
platos de ese entonces para superar las lumbalgias de ahora.
El abogado que urdió la mayor estafa hipotecaria desoye al juez: asedia a sus víctimas y vende propiedades embargadas.
Rara vez un policía muestra, en un atestado, sus impresiones
personales sobre un investigado. Con Francisco Comitre ha ocurrido. El
abogado, modelo de pasarela y presunto responsable de una de las mayores
estafas hipotecarias de España “vive en una continua mentira, urdida
por su mente retorcida” cuyo único afán es “acumular patrimonio”. Lo
explican los Mossos d’Esquadra al juez que investiga el caso desde hace
dos años y al que Comitre, según la policía catalana, no hace demasiado
caso: ha desobedecido sus órdenes de no acercarse a las víctimas, ha
vendido un Ferrari que estaba embargado y, de paso, sigue ejerciendo de
letrado en el turno de oficio. Comitre fue detenido en julio de 2015 por estafar a ancianos con
préstamos hipotecarios y créditos tramposos que le permitían, como
colofón, apoderarse de sus viviendas. Decenas de ancianos fueron
desahuciados. Los afectados se contaban entonces en medio centenar, pero
el desarrollo de la Operación Cocoon —estafa, falsificación,
organización criminal y blanqueo— ha sacado a la luz cerca de 150 casos,
según fuentes judiciales. Comitre contó con la ayuda de un notario,
Enrique Peña (que daba el visto bueno a los contratos) y de un amigo de
labia infinita: Artur Segarra, condenado por el asesinato de un
empresario español en Bangkok.
Tras pasar unos meses en prisión privisonal, Comitre quedó en libertad e
intentó retomar sus negocios. Alertado, en diciembre de 2016 el juez le
prohibió acercarse a las víctimas y comunicarse con ellas por cualquier
medio. Pero el abogado “ha quebrantado esa medida”, según los Mossos.
El episodio más llamativo ocurrió en marzo de 2017. Comitre acudió,
presuntamente, a una casa en Viladecans propiedad de Ana Isabel A., una
de las afectadas. Allí estaba su sobrina de 15 años, que explicó a la
policía cómo un hombre llamó a la puerta “de modo violento, golpeándola e
insistiendo con el timbre”. La adolescente miró por la mirilla y vio a un hombre “corpulento, de
unos 40 años, cabello rubio y corto”: El abogado puso la oreja en la
puerta. La chica se asustó y observó cómo Comitre —más tarde le
reconoció, sin ninguna duda, ante los Mossos— abría una caja del rellano
y le quitaba los tornillos. El abogado había dejado la casa sin luz.
Después esperó en la calle, otra media hora, “con los brazos cruzados y
mirando hacia las ventanas”.
La otra estrategia de Comitre ha sido la de pasar al contraataque y
denunciar a sus víctimas. Es el caso de Carmen C., que poseía una
vivienda en Vielha. En las conversaciones telefónicas intervenidas por
los Mossos, el abogado se había jactado de que esa había sido una de sus
mejores operaciones. “Es una triunfada tío, una triunfada”, dijo. Al
entrar en prisión, la mujer aprovechó para cambiar la cerradura. El
abogado envió a un amigo para reclamar la vivienda y denunció a la
mujer. Como los Mossos, los abogados de Carmen C. no ahorran
calificativos: creen que Comitre está “burlando la investigación” y que
actúa de forma “maquiavélica”. Han pedido que se le inhabilite para
ejercer de abogado, ya que está dado de alta en el turno de oficio,
según fuentes judiciales.
Los Mossos le atribuyen otras estratagemas para volver al redil. En
el informe remitido al juez, y al que ha accedido EL PAÍS, señalan que
el abogado cobró cheques por valor de 160.000 euros procedentes de una
de las hipotecas constituidas con documentos falsos sobre un piso de
Manresa. Comitre intentó ocultarlo. El cheque lo cobró, formalmente, un
tal Pedro A., quien en su declaración dijo que le debían ese dinero por
un trabajo como albañil y que debía saldar una deuda con el banco, ya
que él mismo iba a ser desahuciado. Pedro A. acabó admitiendo que conocía a Comitre y que éste le
permitió instalarse en un piso de Santa Coloma de Gramenet. Resultó, sin
embargo y según constató la policía, que allí vive también Comitre. Más
aún: el piso es uno de los investigados y su propietaria legítima,
Concepción M., una de las víctimas. En abril de 2017, la mujer apareció
en la casa e increpó a Comitre. “Mira qué suerte, te he encontrado yo
aquí no te voy a dejar pasar. Pon la casa a mi nombre o, si no, no voy a
parar hasta meterte en la cárcel”. Esas palabras constan en la denuncia
que el abogado presentó contra ella en comisaría. Por coacciones.
El orden no es sinónimo de limpieza, con frecuencia no resulta eficiente y puede ser un obstáculo para la creatividad.
"Si un escritorio abarrotado es síntoma de una mente abarrotada, ¿de
qué es síntoma, entonces, un escritorio vacío?”. Esta cita ha sido
recurrentemente atribuida al premio Nobel de Física Albert Einstein
y, aunque resulta embarazoso decir esto, estimado padre de la física
cuántica, lo que a menudo se esconde debajo de una mesa atiborrada son
kilos de culpa, y lo que emana de un escritorio limpio y despejado es un
aire de superioridad moral. Ser ordenado es lo correcto, lo socialmente
aceptado. El orden es una omnipresente obsesión contemporánea que ha
llenado las tiendas de secciones de organizadores para cocinas,
dormitorios, espacios de trabajo; y los teléfonos y ordenadores de
aplicaciones que facilitan la tarea de sistematizar el caos que inunda
nuestros días. Pero ¿el orden de verdad nos hace mejores? Un grupo de psicólogos de la Universidad de Minnesota, dirigidos por Kathleen Vohs, realizaron en 2013 varios experimentos
y descubrieron que en un ambiente ordenado los participantes en la
prueba donaban más dinero a causas humanitarias, y optaban por comer
manzanas en lugar de dulces. El orden, efectivamente, favorecía las
buenas acciones. Aquellos que se encontraban en un cuarto desordenado,
con papeles por el suelo y material de oficina desperdigado, se lanzaban
a por las barras de chocolate y se mostraban más roñosos.
El desorden favorece la creatividad.
No hace falta ser un científico ni un artista para que el caos te inspire
Y sin embargo, el tan denostado desorden que nos reconcome favorece
la creatividad. Un ejemplo obvio serían los caóticos estudios del
escultor Calder o el pintor Francis Bacon, dos casos particularmente
llamativos . Pero no hace falta ser un eminente científico ni un artista
para que el desorden te inspire. Así lo probaron Vohs y sus investigadores
en un segundo experimento. Esta vez los participantes debían proponer
nuevos usos para pelotas de pimpón. “Quienes estaban en un cuarto
desordenado encontraron más soluciones y notablemente más originales”,
señala en una entrevista Vohs. “El desorden implica una libertad
respecto a un patrón establecido y esto va de la mano con la
creatividad”.
Su equipo nunca llegó a investigar en qué punto el barullo es tal que
colapsa la dinámica creativa, ni en qué momento el monumental lío
impide cualquier avance, pero las patologías asociadas al orden (el
trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad, y sus contrarios, el
síndrome de Diógenes y síndrome de acumulación compulsiva) escapan a las
conductas comunes. Dijo el poeta Wallace Stevens que “un orden violento es desorden; y
un gran desorden es orden”. Si organizar es una pulsión irrefrenable, el
caos es una tendencia inevitable. En física, el desorden inherente a un
sistema se llama entropía. Es el segundo principio de la termodinámica. Abocados al aparente caos, ¿nuestra atracción por el orden es una mera
cuestión estética? La belleza formal de una mesa atiborrada no es fácilmente defendible. Pero lo que sí ha quedado probado es que ese escenario favorece la
consecución de objetivos. Según un estudio de los investigadores
holandeses Bob M. Fennis y Jacob H. Wiebenga en 2015, el desorden vuelve acuciante la necesidad de completar una tarea,
de concluir y alcanzar así algún tipo de orden. Es muy probable que un
escritorio desordenado aumente la presión para terminar el trabajo,
aunque uno no sea consciente de ello. A la fuerza ahorcan. Están obreros y capataces, jefes y curritos, chapuzas y concienzudos,
Bartlebys, como el protagonista del cuento de Melville, que siempre
miran para otro lado, y esforzados empleados del mes. Y a la larga lista
de distintas clasificaciones de trabajadores se sumó a mediados de los
años ochenta, gracias al profesor del MIT Thomas Malone, una diferenciación fundamental entre oficinistas: los apiladores (pilers) frente a los archivadores (filers). Un vistazo rápido a los escritorios de casi cualquier centro de trabajo
permite categorizar a los empleados en uno de estos dos grupos.
Los métodos de los archivadores pueden variar, aumentando la
visibilidad del material mediante colores en las carpetas,
organizándolas atendiendo a criterios temporales. El economista japonés Yukio Noguchi,
creador del “método superorganizado”, propuso usar sobres, anotar en la
lengüeta su contenido y colocar los últimos que han sido usados siempre
verticalmente en el lado izquierdo). La idea central es que todo quede
ordenado y, sobre todo, que el usuario ordene. Los apiladores, por el contrario, acumulan pilas en sus mesas y dejan
que el orden ocurra de manera orgánica. Los papeles más relevantes y
necesarios inevitablemente acabarán en la parte más alta del montón. Así
quedó probado en la investigación de Steve Whittaker y Julia Hirshberg
de 2001, que trató de determinar qué sistema funcionaba mejor. Los
apiladores, más rápidos en las mudanzas y a la hora de localizar los
documentos importantes (estaban casi siempre en lo más alto de la
montaña de papeles), se impusieron a los archivadores, sepultados estos
bajo el peso de excesivos e inútiles archivos. El desorden, como la
belleza, está muchas veces en el ojo de quien lo contempla. “Un escritorio desordenado no es en absoluto tan caótico como parece a
primera vista. Hay una tendencia natural hacia un sistema de
organización”, escribe el periodista del Financial Times Tim Harford en El poder del desorden (Conecta). “Los despachos desordenados están llenos de pistas sobre los recientes
patrones de trabajo, y estas pistas nos pueden ayudar a trabajar con
eficiencia. Por supuesto, es intolerable trabajar en medio del desorden
de otro, ya que estas pistas sutiles nos resultan irrelevantes. Son
señales de tráfico del viaje de otra persona”.
Archivarlo todo no es una buena solución, porque
la categorización puede ser demasiado intrincada, o simplemente porque
impide la limpieza
A principios de la década de los noventa el brillante publicitario
Jay Chiat decidió atacar la raíz del problema.
Ni apiladores, ni
archivadores: las nuevas oficinas de su legendaria agencia Chiat/Day no
tendrían muros de partición, ni cubículos, ni escritorios, tampoco
ordenadores de mesa, ni teléfonos fijos. Cualquier objeto personal
tendría que ser guardado en un casillero. A los empleados se les
entregaría un teléfono y un portátil al llegar, y todo esto favorecería
la creación de un “espacio de trabajo en equipo”.
El plan fracasó: la
gente llegaba a la oficina y como no sabía dónde ponerse se marchaba; en
caso de quedarse, no encontraba un lugar donde sentarse; los casilleros
resultaron ser demasiado pequeños, y más de uno acabó por almacenar los
papeles en el maletero de su coche.
El número de portátiles y teléfonos
no era suficiente, así que muchos madrugaban para hacerse con ellos y
luego regresaban a sus casas para dormir un par de horas más; en otras
ocasiones, secuestraban las herramientas un par de díasLos empleados se dispersaban. Los jefes no lograban dar con ellos. En
1998 el experimento quedó clausurado, pero los ecos de aquel plan de
“oficina virtual” aún se oyen por todo el mundo.
De vuelta al escritorio, lo cierto es que el éxito de los apiladores
ha traspasado el papel y trascendido al ámbito informático. El diseño de
las memorias de los ordenadores sigue su misma pauta, a través de los
cachés que priorizan determinados datos frente a otros. La fórmula más
efectiva resulta ser el viejo algoritmo LRU (Least Recently Used,
lo menos usado recientemente). Cuando un caché está lleno se vacía
mandando a otro más remoto la información que no ha sido usada
recientemente: es decir, cae paulatinamente a la base de la pila. También está probado que guardar los correos electrónicos recibidos
en infinidad de carpetas lleva mucho más tiempo que el uso de un motor
de búsqueda. Archivarlo todo no acaba de ser una buena solución, en
parte porque la categorización puede ser demasiado intrincada, o
simplemente porque impide la limpieza.
Quienes
defienden que su caos tiene estructura, no mienten.
Así que lo contrario de la alegría no es la tristeza, sino el caos acumulativo que nos lastra. La periodista de The New York Times Taffy Brodesser-Akner explicaba en un artículo reciente
que una devota konversa, cuando terminó de dar un repaso a la japonesa a
su casa y sintiendo que aún no estaba alegre del todo, sostuvo en sus
brazos a su novio, y como no pasó el kondotest de la alegría, se deshizo
de él.
A pesar de su éxito, Kondo forma parte de una robusta tradición. En
Japón existen al menos 30 asociaciones profesionales de organizadores.
Décadas de
resentimiento entre dos familias de un pueblo de Badajoz acabaron en
una tarde de furia con nueve asesinados. Este es el relato del cronista
que cubrió el suceso a finales de agosto de 1990.
Sucedió el domingo 26 de agosto de 1990 a última hora de la tarde en
un lugar llamado Puerto Hurraco, un pueblo profundo de Badajoz con 205
habitantes censados y protegido por dos montes negros con forma de
ala. Los hermanos Emilio y Antonio Izquierdo, de 56 y 58 años, se
apostaron en un callejón, descargaron sus escopetas de repetición y
abatieron a quince personas.
Nueve de ellas murieron entre esa fecha y
el 10 de septiembre y las seis restantes fueron reponiéndose con
desigual fortuna: todas han quedado marcadas por la tragedia, pero
algunas tendrán que soportar el recuerdo en una silla de ruedas.
En un principio, los hermanos habían venido decididos a asestar un golpe
de muerte a la familia Cabanillas —las dos hijas de Antonio Cabanillas,
de trece y catorce años, fueron las primeras en caer—, sus enemigos
frontales desde los años veinte, pero el olor de la pólvora y la sangre
que corría pendiente abajo por la calle principal les dejó clavados en
el suelo y en el gatillo. Al final, dispararon sobre todo lo que vieron. Emilio huyó al monte después del primer cargador. Antonio se quedó allí
todavía un rato, hasta agotar el segundo. Horas después, de madrugada,
la Guardia Civil tuvo que sacar a tiros a los dos hermanos de un cercano
olivar en el que se habían refugiado —tanto, que dos guardias civiles
resultaron gravemente heridos. Luego, se comentó que por qué no habían
huido, por qué habían quedado atrapados en el lugar rabioso de su
crimen. Tal vez, la venganza, que les había atado a Puerto Hurraco
durante toda la vida, les atara también después de llevarla a cabo.
El suceso se vivió en España con la extrañeza y el
temor de quien se encuentra frente a páginas del pasado resucitadas con
actores de carne y hueso.
La década recién inaugurada quería significar
el ineluctable fin de aquella otra España de oscura conciencia, aislada
del mundo y sobreviviendo dificultosamente de recursos escasos y entre
penas y culpas que se colaban por los callejones históricos del
pesimismo y de la tristeza.
Eso había terminado.
Estábamos en Europa y
ya habíamos dado los primeros pasos hacia una modernidad consensuada
por los propios y arropada por los extraños.
Muchos vieron en Puerto
Hurraco una fotografía antigua o el último latigazo de un mundo que se
extinguía, pero muchos otros se enfrentaron, con una perplejidad
interrogante, a un suceso real y presente que ponía en cuestión la idea
actual de España, siempre vista a través del prisma urbano, cubierta
por la sombra avanzada de la capital y de las capitales.
Aquí se cifraba
la incógnita: se trataba del pasado o se trataba de ignorancia del
presente.
Dos días después de la matanza, el suplemento
dominical del diario EL PAÍS envió a quien esto escribe y al fotógrafo
Miguel Gener a buscar las claves de un suceso que reunía paradojas
suficientes como para pensar que la averiguación no había concluido con
la mera información del desastre.
Detrás de los visillos
La primera impresión de Puerto Hurraco, una estrecha
calle principal en cuesta, a última hora de la tarde espesa y caliente
de agosto, con una mujer que todavía fregaba en las paredes y en el
cemento las manchas de sangre, y puertas cerradas a cal y canto, fue la
de estar visitando un pueblo con gente vigilando detrás de los visillos
de la ventana.
De vez en cuando se escuchaba, casi exageradamente, casi
como si uno se lo estuviera inventando o esperase inventárselo, un
cerrojo que recorría la calle, que salía del pueblo y que se perdía en
una resonancia entre los omóplatos de los dos montes negros que
planeaban siniestramente sobre las casas blanqueadas.
No había nadie en
la calle y las únicas figuras visibles eran las de dos guardias civiles
sentados en un cuatro latas ladeado sobre una cuneta a la entrada del
pueblo.
De vez en cuando, algún vecino cruzaba velozmente y
miraba alrededor como si tuviera que cerciorarse del lugar en que
vivía.
Con el paso del tiempo, se terminaba descubriendo a otros
periodistas y fotógrafos, que salían apresuradamente de una casa para
entrar en otra y que ya habían adoptado los hábitos clandestinos de la
población.
El día que siguió al entierro de las víctimas, entre el
fragor de cepillos que intentaban borrar la sangre del domingo, un
vecino pidió a los reporteros que no se marcharan, «porque así se
sentían más protegidos».
Pero, al mismo tiempo, no aceptaba hospedajes
«por temor a represalias».
La guerra de Antonio y Emilio Izquierdo
había derivado en una guerra interna: a ver quién dice y qué a los
periodistas.
En los días siguientes a la matanza, uno de los
aspectos más sorprendentes —para un recién llegado— era el clima de
tensión que se había creado entre los propios vecinos.
Daba la impresión
de que la alarma no había dejado de sonar todavía y de que esta vez el
peligro no iba a venir de afuera —Emilio y Antonio vivían en
Monterrubio de la Serena—, sino de los intestinos de la aldea.
La
razón, sencilla, pero que tardaba en descubrirse, tenía que ver con los
intrincados lazos de parentesco de los habitantes de Puerto Hurraco.
Los Izquierdo y los Cabanillas se odiaban, y el hecho es que una buena
parte de las familias de Puerto Hurraco eran Cabanillas o Izquierdo,
pero una parte aún mayor había mezclado sus apellidos con el sistema
endogámico tan habitual en las zonas rurales y aisladas del interior de
la península.
De forma que los Cabanillas Izquierdo o los Izquierdo
Cabanillas suponían un verdadero grueso de la población.
El cementerio era una prueba contundente de esta
tupida red de peligros.
Situado a un costado de la carretera general,
rodeado de un campo que parecía en estío permanente, mostraba con toda
claridad y en letras de molde la hegemonía de los dos apellidos y de
sus mezclas. Para mayor enrarecimiento, en la catástrofe del domingo
había muerto una cuñada del marido de Emilia Izquierdo, la tercera
hermana en discordia junto a Luciana y Ángela —a las que más tarde se
acusaría de haber inducido a sus hermanos al asesinato.
En esos días, cada cual podía imaginar la amenaza en
el interior de su propia casa o lindando con la del vecino.
Todo
dependía del bando en que cada uno decidiera alistarse o se sintiera
incluido, habida cuenta de que todos y cada uno tenían innumerables
posibilidades de pertenecer a ambos.
Por tanto, una cierta
arbitrariedad surgida de lo que no se sabía del otro, del próximo, cuyos
verdaderos sentimientos podían haber estado escondidos o disimulados
para brotar ahora repentinamente, se unía a la conmoción y al miedo
generalizado.
La ecuación resultante era, pues, miedo más arbitrariedad
y su solución, una incógnita.
Curiosamente, esos mismos términos
habían estado, como se vería después, en el origen de la tragedia.
Fuera de esto, existía también una aprensión —causada
por esta estructura de parentesco— relacionada con que ciertas historias
salieran a la luz.
Una especie de pudor repentino de una aldea
endogámica acostumbrada a guardar sus conflictos.
Y también un temblor
vergonzoso a aparecer como el reflejo miserable de esa España profunda,
tan traída y llevada por los libros, por el cine y por la televisión,
de niños en las tinajas, campesinos obtusos y sanguinarios, y
malevolencia rural.
En el fondo, con unas cosas y con otras, se estaba
jugando la supervivencia del pueblo.
Había algo más que una disputa
sangrienta entre familias: se había puesto en peligro la supervivencia
colectiva.
Cuando los vecinos se decidían a hablar era para
defender esa supervivencia.
Insistían, de un modo que se dirigía en
primer lugar a su propio convencimiento, como si la presencia del
interlocutor sirviera sobre todo para escucharse a sí mismos, en que el
estallido no afectaba más que a los «amadeos» y a los «patas pelás»,
ramas particulares de los Cabanillas y de los Izquierdo.
Aceptar la
idea de una guerra entre los Cabanillas y los Izquierdo, sin matices y
sin reducciones, era transigir con la idea de una guerra universalizada
y con la previsión de una hecatombe a la vuelta de la esquina.
Fuera
como fuese, el primer gesto de la supervivencia consistía en espantar
los fantasmas de una contienda colectiva, particularizando el conflicto
hasta contenerlo en su territorio más pequeño.
Los días que siguieron al suceso fueron días temidos.
Había miedo al regreso de las hermanas presuntamente instigadoras,
Luciana y Ángela, evaporadas desde la semana anterior; miedo a Antonio
Cabanillas, el padre de las niñas asesinadas; miedo a la respuesta de
las distintas ramas de las distintas f31nilias, dentro y fuera del
pueblo; y, sobre todo, un miedo contagioso a que la cuerda del último
drama tirase de otros dramas sobre los que el olvido había trabajado
como una lápida.
Algunos vecinos hablaban ya de hacer las maletas y de
cerrar los escasos negocios. Se temía el éxodo.
Los reportajes y ensayos de esta veraniega serie han sido extraídos del libro Los sucesos de EL PAÍS,
publicado en 1996 como parte de la conmemoración de los 20 años del
diario, lanzado el 4 de mayo de 1976. Históricas firmas del periódico,
como Rosa Montero, Juan José Millás o Jesús Duva desmenuzan algunos de
los crímenes que han marcado la reciente Historia de España, de la
matanza de Atocha al crimen de los Marqueses de Urquijo.
La década recién inaugurada quería significar
el ineluctable fin de aquella otra España de oscura conciencia, aislada
del mundo y sobreviviendo dificultosamente de recursos escasos y entre
penas y culpas que se colaban por los callejones históricos del
pesimismo y de la tristeza.
Eso había terminado. Estábamos en Europa y
ya habíamos dado los primeros pasos hacia una modernidad consensuada
por los propios y arropada por los extraños.
Muchos vieron en Puerto
Hurraco una fotografía antigua o el último latigazo de un mundo que se
extinguía, pero muchos otros se enfrentaron, con una perplejidad
interrogante, a un suceso real y presente que ponía en cuestión la idea
actual de España, siempre vista a través del prisma urbano, cubierta
por la sombra avanzada de la capital y de las capitales.
Aquí se cifraba
la incógnita: se trataba del pasado o se trataba de ignorancia del
presente.
Dos días después de la matanza, el suplemento
dominical del diario EL PAÍS envió a quien esto escribe y al fotógrafo
Miguel Gener a buscar las claves de un suceso que reunía paradojas
suficientes como para pensar que la averiguación no había concluido con
la mera información del desastre.
De vez en cuando, algún vecino cruzaba velozmente y
miraba alrededor como si tuviera que cerciorarse del lugar en que
vivía.
Con el paso del tiempo, se terminaba descubriendo a otros
periodistas y fotógrafos, que salían apresuradamente de una casa para
entrar en otra y que ya habían adoptado los hábitos clandestinos de la
población.
El día que siguió al entierro de las víctimas, entre el
fragor de cepillos que intentaban borrar la sangre del domingo, un
vecino pidió a los reporteros que no se marcharan, «porque así se
sentían más protegidos».
Pero, al mismo tiempo, no aceptaba hospedajes
«por temor a represalias».
La guerra de Antonio y Emilio Izquierdo
había derivado en una guerra interna: a ver quién dice y qué a los
periodistas.
Fuera de esto, existía también una aprensión —causada
por esta estructura de parentesco— relacionada con que ciertas historias
salieran a la luz.
Una especie de pudor repentino de una aldea
endogámica acostumbrada a guardar sus conflictos.
Y también un temblor
vergonzoso a aparecer como el reflejo miserable de esa España profunda,
tan traída y llevada por los libros, por el cine y por la televisión,
de niños en las tinajas, campesinos obtusos y sanguinarios, y
malevolencia rural.
En el fondo, con unas cosas y con otras, se estaba
jugando la supervivencia del pueblo.
Había algo más que una disputa
sangrienta entre familias: se había puesto en peligro la supervivencia
colectiva.
Cuando los vecinos se decidían a hablar era para
defender esa supervivencia.
Insistían, de un modo que se dirigía en
primer lugar a su propio convencimiento, como si la presencia del
interlocutor sirviera sobre todo para escucharse a sí mismos, en que el
estallido no afectaba más que a los «amadeos» y a los «patas pelás»,
ramas particulares de los Cabanillas y de los Izquierdo.
Aceptar la
idea de una guerra entre los Cabanillas y los Izquierdo, sin matices y
sin reducciones, era transigir con la idea de una guerra universalizada
y con la previsión de una hecatombe a la vuelta de la esquina.
Fuera
como fuese, el primer gesto de la supervivencia consistía en espantar
los fantasmas de una contienda colectiva, particularizando el conflicto
hasta contenerlo en su territorio más pequeño.
La supervivencia, además, merecía la pena en términos
objetivos. Los términos estaban relacionados con la reciente
prosperidad del pueblo, tradicionalmente dedicado a la aceituna, el
grano, los cerdos y las ovejas.
Las subvenciones estatales y el empleo
comunitario habían hecho crecer el nivel de vida en los últimos cinco
años.
Se veían casas nuevas y reformadas por todas partes, las calles
estaban asfaltadas y en los pequeños negocios se respiraban aires de
beneficio.
Para entenderlo mejor, había que remontarse a la historia de
una aldea que no conoció la electricidad hasta los años setenta, el
agua corriente hasta los ochenta y el asfaltado de las calles hasta
hacía seis años.
Por primera vez, aquella conciencia colectiva,
secularmente cerrada al mundo, había empezado a asomarse a él.
Los
defensores de la tesis de la tragedia aislada luchaban contra la
memoria en una atmósfera de pólvora antigua.
Era la memoria de una
aldea fundada por familias Izquierdo provenientes del cercano Helechal
en el siglo pasado y que, a principios de la centuria, se encuentran
conviviendo con extraños que regresan de una emigración cubana.
En ese momento comenzó la guerra, la guerra de los
Camariches (Izquierdo) contra los Habaneros (Cabanillas).
Es decir, la
guerra de los fundadores contra una familia de intrusos llegada de Cuba.
A la vista del entramado presente de parentescos, la resurrección de
ese conflicto significaría la guerra de todos contra todos.
Después de
tantos años, y estando tan cerca ya del mundo contemporáneo, los
habitantes de Puerto Hurraco temían, tras el nefasto domingo de agosto,
levantarse por la mañana pensando que cualquiera podía ser un enemigo,
que la fiera dormida podía despertar y llenar el aire de zarpazos.
Como si no hubiera pasado el tiempo o como si hubiera dado igual que el
tiempo hubiera pasado.
En ese aspecto, sus sentimientos eran muy
semejantes a los sentimientos con que el resto del país les contemplaba.
La historia olvidada
Existía, por tanto, una historia de Puerto Hurraco,
una historia escondida y, al parecer, fatalmente olvidada, a la que se
había regresado brutalmente a causa de ese mismo olvido.
Hacia 1920. Unos niños juegan en el polvo marrón de
una callejuela.
Los hombres arrastran sus mulas en el campo y las dos
lenguas de piedra negra que desde la montaña lamen Puerto Hurraco
lanzan chispazos de luz.
Los niños son Ángel Cabanillas, apodado El
Rapa, y los hijos de La Torcía y La Daniela, ambas de familia
Izquierdo.
De pronto, se enredan en una gresca. El Rapa, de catorce
años, se marcha a su casa.
Al cabo de un rato, cuando quiere salir de
nuevo a la calle, La Torcía y La Daniela le esperan armadas.
La madre de
Ángel Cabanillas no le deja salir. El incidente crea una tensión
desproporcionada entre las familias.
No hay un previo conflicto de
tierras, ni otro conocido.
Pero la tensión alcanza los años siguientes,
cuando las familias aparecen en la historia completamente enconadas.
Año 1928 o 1929. Luis Cabanillas se interpone en la
amistad de su hermana Matilde con Alejandro García Izquierdo.
Alejandro
pide ayuda a los parientes Izquierdo y traman esperar a Luis a la salida
del salón de baile de Marcelo Merino.
Son las últimas horas de la
fiesta, el ambiente del salón está espeso y un amigo de Luis abre la
ventana.
Por encima de los tejados distingue el perfil lunar de los
montes y, con la misma luz, a Alejandro y a sus primos apostados en una
de las callejuelas.
Luis hace cuestión de honor en salir mientras tantea
la navaja que lleva en el bolsillo del pantalón.
Antes de que los
Izquierdo reaccionen, asesta una puñalada en el cuello a Alejandro
García. El acuchillado nunca llegó a recuperarse totalmente. «Se quedó
como atontado.» Luis Cabanillas fue condenado a siete meses de cárcel
ya posterior destierro en Peñarroya.
Año 1935. Se repite el suceso con distintos
protagonistas e inversa fortuna. Un baile en una fiesta cercana. Basilio
Cabanillas ronda a Amelia Izquierdo, prima de Daniel Izquierdo, por
mote El Dentista. Al parecer, Basilio y Amelia se entienden
. El
Dentista interrumpe la escena y discute con Basilio. El clima se caldea
a lo largo de la noche.
Finalmente, El Dentista lanza una amenaza y se
marcha. Basilio regresa al pueblo caminando, sorteando pedregales y
olivos en una noche cerrada.
El Dentista surge de entre unos matorrales y
le apalea hasta tumbarlo. Basilio consigue llegar a su casa y de allí a
un hospital de Badajoz, donde tardará semanas en reponerse.
Daniel
Izquierdo, El Dentista, fue encarcelado y años después tuvo que pagar
fianza para conseguir la licencia de escopeta.
Hasta estas fechas, los conflictos responden al
esquema de Camariches contra Habaneros.
No hay disputas materiales de
ninguna especie.
Las disputas tienen trasfondo grupal y las heredan los
parientes por extensión consanguínea y cronológica.
Se trata de los
fundadores y de los emigrantes que legan a su descendencia una probable
competitividad a escala local y sólo explicable dentro de un entorno
cerrado donde el roce produce una marca cuya exposición continua tiende a
pasar por herida.
El resto forma parte de una historia más y mejor
manejada por los que todavía viven.
Pasaron 26 años desde las andanzas
de El Dentista hasta la desgracia siguiente.
En ese plazo largo, que no
sería el único de magnitud que mediaría entre catástrofes, los
Cabanillas y los Izquierdo debieron de fundirse en una maraña de lazos
de parentela, que hoy son inextricables y amenazadores. Estos lazos
parecían configurar una paz decisiva.
Pero en Puerto Hurraco la paz ni
se decide ni tiene dueños.
Años 50. Amadeo Cabanillas Caballero y Manuel
Izquierdo, llamado Mal Tiempo, echan ovejas en los tristes pastos de
Puerto Hurraco.
Las fincas lindan. No hay cercado, sólo un golpe largo
de tierra amontonada que las separa.
Las ovejas entienden mal la
delimitación y se la saltan sin reflexionar.
Otra gresca, de no grandes
dimensiones, pero que se conserva en la memoria como un hito de este
prolongado camino de desavenencias.
El que algo así se conserve en la
memoria es lo más inquietante de todo.
Año 1961.
Se produce el primer choque entre Antonio
Cabanillas -el padre de las niñas asesinadas-, todavía niño, y los
futuros criminales de sus hijas, Emilio y Antonio Izquierdo.
«Al niño
le tupieron la boca de hierba.» El padre de las niñas asesinadas negó
en esos días aciagos de agosto que tuviera jamás un roce con Antonio y
Emilio.
Aunque lo negaba no como si negara el hecho, sino como si
negara cualquier especie de memoria.
Mientras se dirigía con su
tractor al campo, dos días después de las desgraciadas pérdidas, de la
boca de Antonio Cabanillas se escapaba la palabra «maldad» con una
certeza religiosa.
El caso es que, sin moverse de la fecha, Amadeo
Cabanillas Rivera, hijo del otro Amadeo y hermano de Antonio, discutió
con Jerónimo y Luciana, hermanos de Antonio y Emilio por el asunto del
chaval. Luciana se rompe un brazo al caer empujada por Amadeo: ésta es
toda la historia de amor que vivieron y que en 1990 levantaba
especulaciones acerca de un despecho sentimental que habría alimentado
la última fase del resentimiento.
Jerónimo esperó en la finca de Las
Pelícanas a Amadeo y lo mató de una cuchillada.
Años de cárcel,
psiquiátrico y destierro a Monterrubio, a seis kilómetros.
El pueblo
donde vivían y desde el que tramaron los hermanos Izquierdo la matanza.
1986. Jerónimo repite cuchillada en la Cooperativa de
Monterrubio, esta vez sobre Antonio Cabanillas, que tiene que ser
ingresado.
A partir de este momento, los Patas Pelás se enclaustran en
su feudo de Monterrubio.
Los hermanos se dedican a jugar a las cartas y
a toma: helados de corte, una especie de pasión.
Luciana y Ángela van
clamando justicia por las calles, se arrodillan delante del cuartelillo
de la Guardia Civil y obligan a los vecinos a desenchufar los
frigoríficos ya parar los relojes de pared, por temor a que camuflaran
bombas.
Una existencia entre la locura y el miedo, alimentada por
confidentes y enzarzadores.
Después de que la locura y el miedo hubieran
fermentado lo suficiente y se hubieran descompuesto en su propio caldo
de cultivo, llegó el domingo sangriento, tras las fiestas de agosto.
«Vengo a por el Puerto, esto vengo esperando hace seis años», dicen que
gritaba Emilio Izquierdo desde el callejón entre descarga y descarga de
su repetidora.
Ruido de cerrojos
Esta historia pudo componerse a partir de fragmentos,
de confidencias a media voz, hechas en el pequeño bar donde los
parroquianos se limitaban a jugar a las cartas y a vigilar
permanentemente a los periodistas o, tras llamar a alguna puerta,
atravesar un largo pasillo y quedarse en el patio del fondo mientras los
dueños de la casa echaban los cerrojos.
Jamás se confiaban en grupo.
Las únicas posibilidades dependían de encontrar a solas al interlocutor
o de sacarle de la proximidad de los otros. Las mujeres y los hombres
hablaban en su casa sólo a condición de que no estuviera el cónyuge.
La
mutua vigilancia a que todos se sometían daba como resultado un
silencio a medias y, muchas veces, ficciones o falsedades.
1984, veintitrés años más tarde.
La casa de Isabel
Izquierdo, madre de los convictos y hermana de Mal Tiempo, se incendia.
La madre muere, y las hermanas, que estaban esa noche en la casa,
acusan a Antonio Cabanillas de haber prendido el fuego y al pueblo
entero de no haberles ayudado.
Lo cierto es que olvidaron a su madre
entre las llamas y que muy pocos vecinos llegaron a despertarse esa
noche.
Los más proclives a soltarse, y no mucho, eran los
emigrantes que habían regresado para las fiestas y los que habían tomado
la decisión de marcharse.
Por lo general, se negaban a dar el nombre y
sólo apuntaban la rama de Izquierdo o Cabanillas a la que pertenecían y
cuya posición estratégica en el conflicto era prácticamente imposible
desentrañar para el forastero.
La mayoría hablaba como Cabanillas en
esos momentos, pero un ligero contraste con el siguiente interlocutor
arrojaba la idea contraria.
No decían su nombre, aunque se denunciaban
entre ellos. «Ése con el que dice que ha hablado es un Amadeo» o «ese es
un Pata Pelá».
Al llegar la noche, los guardias civiles recomendaban
severamente que los periodistas dejaran el pueblo.
Entonces sí que
sonaban los cerrojos más allá de toda atmósfera literaria. Miguel Gener
hizo unas espléndidas fotografías de lo que era la noche en Puerto
Hurraco, aguantando en aquella oscuridad tensa en la que las luces de
los faroles se pegaban al suelo y dejaban recortado por encima el cielo
ancho, espeso y nocturno, de las tierras pacenses.
Esas fotografías
consiguieron reproducir las tenebrosas impresiones que podría haber
sentido cualquiera que se acercara a Puerto Hurraco horas después de la,
carnicería.
Algo así como meterse en un poblado fantasma del viejo
Oeste, pero sin épica, cruzado por caminos que se fundían en la noche y
con una carretera cercana que parecía el tramo final de todas las
carreteras del mundo.
Dentro de las casas, las luces se apagaban
enseguida y entonces el cielo oscuro empezaba a pesar y a desplomarse
como la tapa de un ataúd.
El día 30 de agosto las hermanas Izquierdo, Ángela y Luciana, salieron
de un escondrijo de Madrid y tomaron el expreso de Badajoz.
A partir de
ese momento iniciaron su escabroso periplo entre las pretensiones del
fiscal, que las acusó de conspirar junto a sus hermanos -aunque la
Audiencia de Badajoz revocó en febrero de 1992 el auto de
procesamiento-, y su inexorable destino psiquiátrico en Mérida.
Pero
durante los cuatro días en que estuvieron desaparecidas, Ángela y
Luciana se presentaban como la clave que podía descifrar los enigmas.
Y
también disolver el sentimiento de amenaza inmediata que todavía
pesaba sobre las gentes de Puerto Hurraco.
Su desaparición había
prolongado la inquietud, porque, sin lugar a dudas, tanto para los de
Puerto Hurraco como para quienes estaban al tanto en Monterrubio de la
Serena, había una diferencia sustancial entre el dedo que había apretado
el gatillo y el cerebro que había enviado la orden.
La matanza de Puerto Hurraco puede ser contemplada a la luz de una
historia secular de rencillas y conflictos que culminó de esa manera
como podía haber culminado de cualquier otra parecida, o bien esa
tragedia hay que observarla a través de esta última escena, mucho más
reducida, mucho más actual, mucho mejor iluminada. Si fuera así, lo que
se ofrece a la vista es el cuadro de cuatro hermanos encerrados en sí
mismos, con antecedentes psiquiátricos y con manifestaciones de
desequilibrio patentes, aislados en un pueblo de Badajoz que ni siquiera
es el suyo, armados hasta los dientes y profiriendo amenazas
constantes, ante la pasividad de instituciones y vecinos.
Después se
conocería el dominio patológico que los mayores ejercían sobre los
pequeños y también saldrían a la luz abultados rumores sobre la vida de
los Izquierdo.
Pero no había ninguna necesidad de ello, porque un
simple vistazo a los historiales clínicos, al entorno familiar en el que
habían crecido y aprendido, a su vida cotidiana y a sus hechos
cotidianos, habría bastado para anticipar un pronóstico de lo que
podría ocurrir y de lo que fatalmente ocurrió.