El orden no es sinónimo de limpieza, con frecuencia no resulta eficiente y puede ser un obstáculo para la creatividad.
Esta cita ha sido recurrentemente atribuida al premio Nobel de Física Albert Einstein y, aunque resulta embarazoso decir esto, estimado padre de la física cuántica, lo que a menudo se esconde debajo de una mesa atiborrada son kilos de culpa, y lo que emana de un escritorio limpio y despejado es un aire de superioridad moral.
Ser ordenado es lo correcto, lo socialmente aceptado.
El orden es una omnipresente obsesión contemporánea que ha llenado las tiendas de secciones de organizadores para cocinas, dormitorios, espacios de trabajo; y los teléfonos y ordenadores de aplicaciones que facilitan la tarea de sistematizar el caos que inunda nuestros días.
Pero ¿el orden de verdad nos hace mejores?
Un grupo de psicólogos de la Universidad de Minnesota, dirigidos por Kathleen Vohs, realizaron en 2013 varios experimentos y descubrieron que en un ambiente ordenado los participantes en la prueba donaban más dinero a causas humanitarias, y optaban por comer manzanas en lugar de dulces.
El orden, efectivamente, favorecía las buenas acciones.
Aquellos que se encontraban en un cuarto desordenado, con papeles por el suelo y material de oficina desperdigado, se lanzaban a por las barras de chocolate y se mostraban más roñosos.
El desorden favorece la creatividad.
No hace falta ser un científico ni un artista para que el caos te inspire
Un ejemplo obvio serían los caóticos estudios del escultor Calder o el pintor Francis Bacon, dos casos particularmente llamativos
. Pero no hace falta ser un eminente científico ni un artista para que el desorden te inspire.
Así lo probaron Vohs y sus investigadores en un segundo experimento.
Esta vez los participantes debían proponer nuevos usos para pelotas de pimpón.
“Quienes estaban en un cuarto desordenado encontraron más soluciones y notablemente más originales”, señala en una entrevista Vohs.
“El desorden implica una libertad respecto a un patrón establecido y esto va de la mano con la creatividad”.
Su equipo nunca llegó a investigar en qué punto el barullo es tal que colapsa la dinámica creativa, ni en qué momento el monumental lío impide cualquier avance, pero las patologías asociadas al orden (el trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad, y sus contrarios, el síndrome de Diógenes y síndrome de acumulación compulsiva) escapan a las conductas comunes.
Dijo el poeta Wallace Stevens que “un orden violento es desorden; y un gran desorden es orden”.
Si organizar es una pulsión irrefrenable, el caos es una tendencia inevitable.
En física, el desorden inherente a un sistema se llama entropía.
Es el segundo principio de la termodinámica.
Abocados al aparente caos, ¿nuestra atracción por el orden es una mera cuestión estética?
La belleza formal de una mesa atiborrada no es fácilmente defendible.
Pero lo que sí ha quedado probado es que ese escenario favorece la consecución de objetivos.
Según un estudio de los investigadores holandeses Bob M. Fennis y Jacob H. Wiebenga en 2015, el desorden vuelve acuciante la necesidad de completar una tarea, de concluir y alcanzar así algún tipo de orden.
Es muy probable que un escritorio desordenado aumente la presión para terminar el trabajo, aunque uno no sea consciente de ello.
A la fuerza ahorcan.
Están obreros y capataces, jefes y curritos, chapuzas y concienzudos, Bartlebys, como el protagonista del cuento de Melville, que siempre miran para otro lado, y esforzados empleados del mes.
Y a la larga lista de distintas clasificaciones de trabajadores se sumó a mediados de los años ochenta, gracias al profesor del MIT Thomas Malone, una diferenciación fundamental entre oficinistas: los apiladores (pilers) frente a los archivadores (filers).
Un vistazo rápido a los escritorios de casi cualquier centro de trabajo permite categorizar a los empleados en uno de estos dos grupos.
Los métodos de los archivadores pueden variar, aumentando la visibilidad del material mediante colores en las carpetas, organizándolas atendiendo a criterios temporales.
El economista japonés Yukio Noguchi, creador del “método superorganizado”, propuso usar sobres, anotar en la lengüeta su contenido y colocar los últimos que han sido usados siempre verticalmente en el lado izquierdo).
La idea central es que todo quede ordenado y, sobre todo, que el usuario ordene.
Los apiladores, por el contrario, acumulan pilas en sus mesas y dejan que el orden ocurra de manera orgánica. Los papeles más relevantes y necesarios inevitablemente acabarán en la parte más alta del montón.
Así quedó probado en la investigación de Steve Whittaker y Julia Hirshberg de 2001, que trató de determinar qué sistema funcionaba mejor.
Los apiladores, más rápidos en las mudanzas y a la hora de localizar los documentos importantes (estaban casi siempre en lo más alto de la montaña de papeles), se impusieron a los archivadores, sepultados estos bajo el peso de excesivos e inútiles archivos.
El desorden, como la belleza, está muchas veces en el ojo de quien lo contempla.
“Un escritorio desordenado no es en absoluto tan caótico como parece a primera vista.
Hay una tendencia natural hacia un sistema de organización”, escribe el periodista del Financial Times Tim Harford en El poder del desorden (Conecta).
“Los despachos desordenados están llenos de pistas sobre los recientes patrones de trabajo, y estas pistas nos pueden ayudar a trabajar con eficiencia. Por supuesto, es intolerable trabajar en medio del desorden de otro, ya que estas pistas sutiles nos resultan irrelevantes.
Son señales de tráfico del viaje de otra persona”.
Archivarlo todo no es una buena solución, porque
la categorización puede ser demasiado intrincada, o simplemente porque
impide la limpieza
Ni apiladores, ni
archivadores: las nuevas oficinas de su legendaria agencia Chiat/Day no
tendrían muros de partición, ni cubículos, ni escritorios, tampoco
ordenadores de mesa, ni teléfonos fijos. Cualquier objeto personal
tendría que ser guardado en un casillero. A los empleados se les
entregaría un teléfono y un portátil al llegar, y todo esto favorecería
la creación de un “espacio de trabajo en equipo”.
El plan fracasó: la
gente llegaba a la oficina y como no sabía dónde ponerse se marchaba; en
caso de quedarse, no encontraba un lugar donde sentarse; los casilleros
resultaron ser demasiado pequeños, y más de uno acabó por almacenar los
papeles en el maletero de su coche.
El número de portátiles y teléfonos
no era suficiente, así que muchos madrugaban para hacerse con ellos y
luego regresaban a sus casas para dormir un par de horas más; en otras
ocasiones, secuestraban las herramientas un par de díasLos empleados se dispersaban. Los jefes no lograban dar con ellos. En
1998 el experimento quedó clausurado, pero los ecos de aquel plan de
“oficina virtual” aún se oyen por todo el mundo.
De vuelta al escritorio, lo cierto es que el éxito de los apiladores ha traspasado el papel y trascendido al ámbito informático.
El diseño de las memorias de los ordenadores sigue su misma pauta, a través de los cachés que priorizan determinados datos frente a otros.
La fórmula más efectiva resulta ser el viejo algoritmo LRU (Least Recently Used, lo menos usado recientemente).
Cuando un caché está lleno se vacía mandando a otro más remoto la información que no ha sido usada recientemente: es decir, cae paulatinamente a la base de la pila.
También está probado que guardar los correos electrónicos recibidos en infinidad de carpetas lleva mucho más tiempo que el uso de un motor de búsqueda.
Archivarlo todo no acaba de ser una buena solución, en parte porque la categorización puede ser demasiado intrincada, o simplemente porque impide la limpieza.
Quienes defienden que su caos tiene estructura, no mienten.
De vuelta al escritorio, lo cierto es que el éxito de los apiladores ha traspasado el papel y trascendido al ámbito informático.
El diseño de las memorias de los ordenadores sigue su misma pauta, a través de los cachés que priorizan determinados datos frente a otros.
La fórmula más efectiva resulta ser el viejo algoritmo LRU (Least Recently Used, lo menos usado recientemente).
Cuando un caché está lleno se vacía mandando a otro más remoto la información que no ha sido usada recientemente: es decir, cae paulatinamente a la base de la pila.
También está probado que guardar los correos electrónicos recibidos en infinidad de carpetas lleva mucho más tiempo que el uso de un motor de búsqueda.
Archivarlo todo no acaba de ser una buena solución, en parte porque la categorización puede ser demasiado intrincada, o simplemente porque impide la limpieza.
Quienes defienden que su caos tiene estructura, no mienten.
La periodista de The New York Times Taffy Brodesser-Akner explicaba en un artículo reciente que una devota konversa, cuando terminó de dar un repaso a la japonesa a su casa y sintiendo que aún no estaba alegre del todo, sostuvo en sus brazos a su novio, y como no pasó el kondotest de la alegría, se deshizo de él.
A pesar de su éxito, Kondo forma parte de una robusta tradición. En Japón existen al menos 30 asociaciones profesionales de organizadores.
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