Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

13 ago 2017

Puerto Hurraco, odio a muerte en la España profunda

 

Décadas de resentimiento entre dos familias de un pueblo de Badajoz acabaron en una tarde de furia con nueve asesinados. Este es el relato del cronista que cubrió el suceso a finales de agosto de 1990.

Luciana y Ángela Izquierdo, hermanas de los causantes de la matanza, llorando en un tren que les lleva a Badajoz. / VÍDEO: El periodista José Antonio Hernández recuerda cómo cubrió el suceso para EL PAÍS.
Sucedió el domingo 26 de agosto de 1990 a última hora de la tar­de en un lugar llamado Puerto Hurraco, un pueblo profundo de Ba­dajoz con 205 habitantes censados y protegido por dos montes ne­gros con forma de ala.
 Los hermanos Emilio y Antonio Izquierdo, de 56 y 58 años, se apostaron en un callejón, descargaron sus escopetas de repetición y abatieron a quince personas.

 Nueve de ellas murie­ron entre esa fecha y el 10 de septiembre y las seis restantes fueron reponiéndose con desigual fortuna: todas han quedado marcadas por la tragedia, pero algunas tendrán que soportar el recuerdo en una silla de ruedas.

En un principio, los hermanos habían venido decididos a asestar un golpe de muerte a la familia Cabanillas —las dos hijas de Antonio Cabanillas, de trece y catorce años, fueron las primeras en caer—, sus enemigos frontales desde los años veinte, pe­ro el olor de la pólvora y la sangre que corría pendiente abajo por la calle principal les dejó clavados en el suelo y en el gatillo.
 Al final, dispararon sobre todo lo que vieron.
 Emilio huyó al monte después del primer cargador.
 Antonio se quedó allí todavía un rato, hasta agotar el segundo. Horas después, de madrugada, la Guardia Civil tuvo que sacar a tiros a los dos hermanos de un cercano olivar en el que se habían refugiado —tanto, que dos guardias civiles resultaron gravemente heridos.
 Luego, se comentó que por qué no habían huido, por qué habían quedado atrapados en el lugar rabioso de su cri­men. 
Tal vez, la venganza, que les había atado a Puerto Hurraco du­rante toda la vida, les atara también después de llevarla a cabo. 

El suceso se vivió en España con la extrañeza y el temor de quien se encuentra frente a páginas del pasado resucitadas con actores de carne y hueso.
 La década recién inaugurada quería significar el ine­luctable fin de aquella otra España de oscura conciencia, aislada del mundo y sobreviviendo dificultosamente de recursos escasos y entre penas y culpas que se colaban por los callejones históricos del pesi­mismo y de la tristeza. 
Eso había terminado.
 Estábamos en Europa y ya habíamos dado los primeros pasos hacia una modernidad con­sensuada por los propios y arropada por los extraños. 
Muchos vie­ron en Puerto Hurraco una fotografía antigua o el último latigazo de un mundo que se extinguía, pero muchos otros se enfrentaron, con una perplejidad interrogante, a un suceso real y presente que ponía en cuestión la idea actual de España, siempre vista a través del pris­ma urbano, cubierta por la sombra avanzada de la capital y de las capitales.
 Aquí se cifraba la incógnita: se trataba del pasado o se tra­taba de ignorancia del presente.
Dos días después de la matanza, el suplemento dominical del dia­rio EL PAÍS envió a quien esto escribe y al fotógrafo Miguel Gener a buscar las claves de un suceso que reunía paradojas suficientes co­mo para pensar que la averiguación no había concluido con la me­ra información del desastre.

Detrás de los visillos

La primera impresión de Puerto Hurraco, una estrecha calle principal en cuesta, a última hora de la tarde espesa y caliente de agosto, con una mujer que todavía fregaba en las paredes y en el cemento las manchas de sangre, y puertas cerradas a cal y canto, fue la de estar visitando un pueblo con gente vigilando detrás de los visillos de la ventana.
 De vez en cuando se escuchaba, casi exagera­damente, casi como si uno se lo estuviera inventando o esperase in­ventárselo, un cerrojo que recorría la calle, que salía del pueblo y que se perdía en una resonancia entre los omóplatos de los dos mon­tes negros que planeaban siniestramente sobre las casas blanquea­das. 
No había nadie en la calle y las únicas figuras visibles eran las de dos guardias civiles sentados en un cuatro latas ladeado sobre una cuneta a la entrada del pueblo.

 

De vez en cuando, algún vecino cruzaba velozmente y miraba al­rededor como si tuviera que cerciorarse del lugar en que vivía.
 Con el paso del tiempo, se terminaba descubriendo a otros periodistas y fotógrafos, que salían apresuradamente de una casa para entrar en otra y que ya habían adoptado los hábitos clandestinos de la pobla­ción. 
El día que siguió al entierro de las víctimas, entre el fragor de cepillos que intentaban borrar la sangre del domingo, un vecino pi­dió a los reporteros que no se marcharan, «porque así se sentían más protegidos».
 Pero, al mismo tiempo, no aceptaba hospedajes «por temor a represalias».
 La guerra de Antonio y Emilio Izquierdo ha­bía derivado en una guerra interna: a ver quién dice y qué a los pe­riodistas.
En los días siguientes a la matanza, uno de los aspectos más sorprendentes —para un recién llegado— era el clima de tensión que se había creado entre los propios vecinos.
 Daba la impresión de que la alarma no había dejado de sonar todavía y de que esta vez el peligro no iba a venir de afuera —Emilio y Antonio vivían en Monte­rrubio de la Serena—, sino de los intestinos de la aldea.
 La razón, sencilla, pero que tardaba en descubrirse, tenía que ver con los in­trincados lazos de parentesco de los habitantes de Puerto Hurraco. 
 Los Izquierdo y los Cabanillas se odiaban, y el hecho es que una buena parte de las familias de Puerto Hurraco eran Cabanillas o Iz­quierdo, pero una parte aún mayor había mezclado sus apellidos con el sistema endogámico tan habitual en las zonas rurales y aisladas del interior de la península.
 De forma que los Cabanillas Izquierdo o los Izquierdo Cabanillas suponían un verdadero grueso de la po­blación.
El cementerio era una prueba contundente de esta tupida red de peligros.
 Situado a un costado de la carretera general, rodea­do de un campo que parecía en estío permanente, mostraba con to­da claridad y en letras de molde la hegemonía de los dos apellidos y de sus mezclas. Para mayor enrarecimiento, en la catástrofe del do­mingo había muerto una cuñada del marido de Emilia Izquierdo, la tercera hermana en discordia junto a Luciana y Ángela —a las que más tarde se acusaría de haber inducido a sus hermanos al asesinato.
En esos días, cada cual podía imaginar la amenaza en el interior de su propia casa o lindando con la del vecino.
 Todo dependía del bando en que cada uno decidiera alistarse o se sintiera incluido, ha­bida cuenta de que todos y cada uno tenían innumerables posibili­dades de pertenecer a ambos.
 Por tanto, una cierta arbitrariedad surgida de lo que no se sabía del otro, del próximo, cuyos verdade­ros sentimientos podían haber estado escondidos o disimulados para brotar ahora repentinamente, se unía a la conmoción y al miedo generalizado.
 La ecuación resultante era, pues, miedo más arbitra­riedad y su solución, una incógnita.
 Curiosamente, esos mismos tér­minos habían estado, como se vería después, en el origen de la tra­gedia.
Fuera de esto, existía también una aprensión —causada por esta estructura de parentesco— relacionada con que ciertas historias sa­lieran a la luz.
 Una especie de pudor repentino de una aldea endo­gámica acostumbrada a guardar sus conflictos. 
Y también un tem­blor vergonzoso a aparecer como el reflejo miserable de esa España profunda, tan traída y llevada por los libros, por el cine y por la te­levisión, de niños en las tinajas, campesinos obtusos y sanguinarios, y malevolencia rural.
En el fondo, con unas cosas y con otras, se estaba jugando la su­pervivencia del pueblo.
 Había algo más que una disputa sangrienta entre familias: se había puesto en peligro la supervivencia colectiva.
Cuando los vecinos se decidían a hablar era para defender esa su­pervivencia.
 Insistían, de un modo que se dirigía en primer lugar a su propio convencimiento, como si la presencia del interlocutor sir­viera sobre todo para escucharse a sí mismos, en que el estallido no afectaba más que a los «amadeos» y a los «patas pelás», ramas par­ticulares de los Cabanillas y de los Izquierdo.
 Aceptar la idea de una guerra entre los Cabanillas y los Izquierdo, sin matices y sin reduc­ciones, era transigir con la idea de una guerra universalizada y con la previsión de una hecatombe a la vuelta de la esquina.
 Fuera co­mo fuese, el primer gesto de la supervivencia consistía en espantar los fantasmas de una contienda colectiva, particularizando el con­flicto hasta contenerlo en su territorio más pequeño.

Los días que siguieron al suceso fueron días temidos. Había mie­do al regreso de las hermanas presuntamente instigadoras, Luciana y Ángela, evaporadas desde la semana anterior; miedo a Antonio Cabanillas, el padre de las niñas asesinadas; miedo a la respuesta de las distintas ramas de las distintas f31nilias, dentro y fuera del pue­blo; y, sobre todo, un miedo contagioso a que la cuerda del último drama tirase de otros dramas sobre los que el olvido había trabaja­do como una lápida.
 Algunos vecinos hablaban ya de hacer las ma­letas y de cerrar los escasos negocios. Se temía el éxodo.

Puerto Hurraco, odio a muerte en la España profunda
Los reportajes y ensayos de esta veraniega serie han sido extraídos del libro Los sucesos de EL PAÍS, publicado en 1996 como parte de la conmemoración de los 20 años del diario, lanzado el 4 de mayo de 1976.
 Históricas firmas del periódico, como Rosa Montero, Juan José Millás o Jesús Duva desmenuzan algunos de los crímenes que han marcado la reciente Historia de España, de la matanza de Atocha al crimen de los Marqueses de Urquijo.


La década recién inaugurada quería significar el ine­luctable fin de aquella otra España de oscura conciencia, aislada del mundo y sobreviviendo dificultosamente de recursos escasos y entre penas y culpas que se colaban por los callejones históricos del pesi­mismo y de la tristeza. 
Eso había terminado. Estábamos en Europa y ya habíamos dado los primeros pasos hacia una modernidad con­sensuada por los propios y arropada por los extraños.
 Muchos vie­ron en Puerto Hurraco una fotografía antigua o el último latigazo de un mundo que se extinguía, pero muchos otros se enfrentaron, con una perplejidad interrogante, a un suceso real y presente que ponía en cuestión la idea actual de España, siempre vista a través del pris­ma urbano, cubierta por la sombra avanzada de la capital y de las capitales.
 Aquí se cifraba la incógnita: se trataba del pasado o se tra­taba de ignorancia del presente.
Dos días después de la matanza, el suplemento dominical del dia­rio EL PAÍS envió a quien esto escribe y al fotógrafo Miguel Gener a buscar las claves de un suceso que reunía paradojas suficientes co­mo para pensar que la averiguación no había concluido con la me­ra información del desastre.


De vez en cuando, algún vecino cruzaba velozmente y miraba al­rededor como si tuviera que cerciorarse del lugar en que vivía.
 Con el paso del tiempo, se terminaba descubriendo a otros periodistas y fotógrafos, que salían apresuradamente de una casa para entrar en otra y que ya habían adoptado los hábitos clandestinos de la pobla­ción. 
El día que siguió al entierro de las víctimas, entre el fragor de cepillos que intentaban borrar la sangre del domingo, un vecino pi­dió a los reporteros que no se marcharan, «porque así se sentían más protegidos».
 Pero, al mismo tiempo, no aceptaba hospedajes «por temor a represalias». 
La guerra de Antonio y Emilio Izquierdo ha­bía derivado en una guerra interna: a ver quién dice y qué a los pe­riodistas.




Fuera de esto, existía también una aprensión —causada por esta estructura de parentesco— relacionada con que ciertas historias sa­lieran a la luz.
 Una especie de pudor repentino de una aldea endo­gámica acostumbrada a guardar sus conflictos.
 Y también un tem­blor vergonzoso a aparecer como el reflejo miserable de esa España profunda, tan traída y llevada por los libros, por el cine y por la te­levisión, de niños en las tinajas, campesinos obtusos y sanguinarios, y malevolencia rural.
En el fondo, con unas cosas y con otras, se estaba jugando la su­pervivencia del pueblo.
 Había algo más que una disputa sangrienta entre familias: se había puesto en peligro la supervivencia colectiva.
Cuando los vecinos se decidían a hablar era para defender esa su­pervivencia.
 Insistían, de un modo que se dirigía en primer lugar a su propio convencimiento, como si la presencia del interlocutor sir­viera sobre todo para escucharse a sí mismos, en que el estallido no afectaba más que a los «amadeos» y a los «patas pelás», ramas par­ticulares de los Cabanillas y de los Izquierdo.
 Aceptar la idea de una guerra entre los Cabanillas y los Izquierdo, sin matices y sin reduc­ciones, era transigir con la idea de una guerra universalizada y con la previsión de una hecatombe a la vuelta de la esquina. 
Fuera co­mo fuese, el primer gesto de la supervivencia consistía en espantar los fantasmas de una contienda colectiva, particularizando el con­flicto hasta contenerlo en su territorio más pequeño.
La supervivencia, además, merecía la pena en términos objeti­vos. Los términos estaban relacionados con la reciente prosperidad del pueblo, tradicionalmente dedicado a la aceituna, el grano, los cerdos y las ovejas.
 Las subvenciones estatales y el empleo comuni­tario habían hecho crecer el nivel de vida en los últimos cinco años.
 Se veían casas nuevas y reformadas por todas partes, las calles es­taban asfaltadas y en los pequeños negocios se respiraban aires de beneficio.
 Para entenderlo mejor, había que remontarse a la historia de una aldea que no conoció la electricidad hasta los años se­tenta, el agua corriente hasta los ochenta y el asfaltado de las calles hasta hacía seis años.
 Por primera vez, aquella conciencia colecti­va, secularmente cerrada al mundo, había empezado a asomarse a él.
 Los defensores de la tesis de la tragedia aislada luchaban con­tra la memoria en una atmósfera de pólvora antigua.
 Era la memo­ria de una aldea fundada por familias Izquierdo provenientes del cercano Helechal en el siglo pasado y que, a principios de la centu­ria, se encuentran conviviendo con extraños que regresan de una emigración cubana.
En ese momento comenzó la guerra, la guerra de los Camariches (Izquierdo) contra los Habaneros (Cabanillas).
 Es decir, la guerra de los fundadores contra una familia de intrusos llegada de Cuba. 
 A la vista del entramado presente de parentescos, la resurrección de ese conflicto significaría la guerra de todos contra todos. 
Después de tan­tos años, y estando tan cerca ya del mundo contemporáneo, los habi­tantes de Puerto Hurraco temían, tras el nefasto domingo de agosto, levantarse por la mañana pensando que cualquiera podía ser un ene­migo, que la fiera dormida podía despertar y llenar el aire de zarpa­zos. 
 Como si no hubiera pasado el tiempo o como si hubiera dado igual que el tiempo hubiera pasado. 
En ese aspecto, sus sentimientos eran muy semejantes a los sentimientos con que el resto del país les contemplaba.

La historia olvidada

Existía, por tanto, una historia de Puerto Hurraco, una historia escondida y, al parecer, fatalmente olvidada, a la que se había re­gresado brutalmente a causa de ese mismo olvido.
Hacia 1920. Unos niños juegan en el polvo marrón de una calle­juela.
 Los hombres arrastran sus mulas en el campo y las dos len­guas de piedra negra que desde la montaña lamen Puerto Hurraco lanzan chispazos de luz.
 Los niños son Ángel Cabanillas, apodado El Rapa, y los hijos de La Torcía y La Daniela, ambas de familia Iz­quierdo.
 De pronto, se enredan en una gresca. El Rapa, de catorce años, se marcha a su casa. 
Al cabo de un rato, cuando quiere salir de nuevo a la calle, La Torcía y La Daniela le esperan armadas.
 La madre de Ángel Cabanillas no le deja salir. El incidente crea una tensión desproporcionada entre las familias. 
No hay un previo con­flicto de tierras, ni otro conocido. 
Pero la tensión alcanza los años si­guientes, cuando las familias aparecen en la historia completamen­te enconadas.


Año 1928 o 1929. Luis Cabanillas se interpone en la amistad de su hermana Matilde con Alejandro García Izquierdo. 
Alejandro pide ayuda a los parientes Izquierdo y traman esperar a Luis a la salida del salón de baile de Marcelo Merino.
 Son las últimas horas de la fiesta, el ambiente del salón está espeso y un amigo de Luis abre la ventana.
 Por encima de los tejados distingue el perfil lunar de los montes y, con la misma luz, a Alejandro y a sus primos apostados en una de las callejuelas.
 Luis hace cuestión de honor en salir mientras tantea la navaja que lleva en el bolsillo del pantalón.
 Antes de que los Izquierdo reaccionen, asesta una puñalada en el cuello a Alejan­dro García. El acuchillado nunca llegó a recuperarse totalmente. «Se quedó como atontado.» Luis Cabanillas fue condenado a siete me­ses de cárcel ya posterior destierro en Peñarroya.
Año 1935. Se repite el suceso con distintos protagonistas e inversa fortuna. Un baile en una fiesta cercana. Basilio Cabanillas ronda a Amelia Izquierdo, prima de Daniel Izquierdo, por mote El Dentis­ta. Al parecer, Basilio y Amelia se entienden
. El Dentista interrum­pe la escena y discute con Basilio. El clima se caldea a lo largo de la noche.
 Finalmente, El Dentista lanza una amenaza y se marcha. Ba­silio regresa al pueblo caminando, sorteando pedregales y olivos en una noche cerrada.
 El Dentista surge de entre unos matorrales y le apalea hasta tumbarlo. Basilio consigue llegar a su casa y de allí a un hospital de Badajoz, donde tardará semanas en reponerse.
 Daniel Izquierdo, El Dentista, fue encarcelado y años después tuvo que pa­gar fianza para conseguir la licencia de escopeta.
Hasta estas fechas, los conflictos responden al esquema de Ca­mariches contra Habaneros.
 No hay disputas materiales de ninguna especie.
 Las disputas tienen trasfondo grupal y las heredan los pa­rientes por extensión consanguínea y cronológica. 
Se trata de los fundadores y de los emigrantes que legan a su descendencia una probable competitividad a escala local y sólo explicable dentro de un entorno cerrado donde el roce produce una marca cuya exposición continua tiende a pasar por herida.
El resto forma parte de una historia más y mejor manejada por los que todavía viven. 
Pasaron 26 años desde las andanzas de El Dentista hasta la desgracia siguiente.
 En ese plazo largo, que no se­ría el único de magnitud que mediaría entre catástrofes, los Cabani­llas y los Izquierdo debieron de fundirse en una maraña de lazos de parentela, que hoy son inextricables y amenazadores. Estos lazos parecían configurar una paz decisiva.
 Pero en Puerto Hurraco la paz ni se decide ni tiene dueños.
Años 50. Amadeo Cabanillas Caballero y Manuel Izquierdo, llama­do Mal Tiempo, echan ovejas en los tristes pastos de Puerto Hurraco.
 Las fincas lindan. No hay cercado, sólo un golpe largo de tierra amon­tonada que las separa.
 Las ovejas entienden mal la delimitación y se la saltan sin reflexionar.
 Otra gresca, de no grandes dimensiones, pe­ro que se conserva en la memoria como un hito de este prolongado ca­mino de desavenencias.
 El que algo así se conserve en la memoria es lo más inquietante de todo.
Año 1961.
 Se produce el primer choque entre Antonio Cabanillas -el padre de las niñas asesinadas-, todavía niño, y los futuros cri­minales de sus hijas, Emilio y Antonio Izquierdo. 
«Al niño le tupie­ron la boca de hierba.» El padre de las niñas asesinadas negó en esos días aciagos de agosto que tuviera jamás un roce con Antonio y Emi­lio.
 Aunque lo negaba no como si negara el hecho, sino como si ne­gara cualquier especie de memoria.
 Mientras se dirigía con su trac­tor al campo, dos días después de las desgraciadas pérdidas, de la boca de Antonio Cabanillas se escapaba la palabra «maldad» con una certeza religiosa.
El caso es que, sin moverse de la fecha, Amadeo Cabanillas Ri­vera, hijo del otro Amadeo y hermano de Antonio, discutió con Jeró­nimo y Luciana, hermanos de Antonio y Emilio por el asunto del chaval. Luciana se rompe un brazo al caer empujada por Amadeo: ésta es toda la historia de amor que vivieron y que en 1990 levanta­ba especulaciones acerca de un despecho sentimental que habría ali­mentado la última fase del resentimiento.
 Jerónimo esperó en la fin­ca de Las Pelícanas a Amadeo y lo mató de una cuchillada.
 Años de cárcel, psiquiátrico y destierro a Monterrubio, a seis kilómetros.
 El pueblo donde vivían y desde el que tramaron los hermanos Izquier­do la matanza.
1986. Jerónimo repite cuchillada en la Cooperativa de Monterru­bio, esta vez sobre Antonio Cabanillas, que tiene que ser ingresado.
 A partir de este momento, los Patas Pelás se enclaustran en su feu­do de Monterrubio.
 Los hermanos se dedican a jugar a las cartas y a toma: helados de corte, una especie de pasión.
 Luciana y Ángela van clamando justicia por las calles, se arrodillan delante del cuar­telillo de la Guardia Civil y obligan a los vecinos a desenchufar los frigoríficos ya parar los relojes de pared, por temor a que camufla­ran bombas.
 Una existencia entre la locura y el miedo, alimentada por confidentes y enzarzadores.
 Después de que la locura y el miedo hubieran fermentado lo suficiente y se hubieran descompuesto en su propio caldo de cultivo, llegó el domingo sangriento, tras las fiestas de agosto. «Vengo a por el Puerto, esto vengo esperando hace seis años», dicen que gritaba Emilio Izquierdo desde el callejón entre descarga y descarga de su repetidora.

Ruido de cerrojos

Esta historia pudo componerse a partir de fragmentos, de confi­dencias a media voz, hechas en el pequeño bar donde los parro­quianos se limitaban a jugar a las cartas y a vigilar permanente­mente a los periodistas o, tras llamar a alguna puerta, atravesar un largo pasillo y quedarse en el patio del fondo mientras los dueños de la casa echaban los cerrojos.
 Jamás se confiaban en grupo. 
 Las úni­cas posibilidades dependían de encontrar a solas al interlocutor o de sacarle de la proximidad de los otros. Las mujeres y los hombres ha­blaban en su casa sólo a condición de que no estuviera el cónyuge. 
La mutua vigilancia a que todos se sometían daba como resultado un silencio a medias y, muchas veces, ficciones o falsedades.

1984, veintitrés años más tarde.
 La casa de Isabel Izquierdo, ma­dre de los convictos y hermana de Mal Tiempo, se incendia.
 La ma­dre muere, y las hermanas, que estaban esa noche en la casa, acusan a Antonio Cabanillas de haber prendido el fuego y al pueblo entero de no haberles ayudado.
 Lo cierto es que olvidaron a su madre entre las llamas y que muy pocos vecinos llegaron a despertarse esa noche.
Los más proclives a soltarse, y no mucho, eran los emigrantes que habían regresado para las fiestas y los que habían tomado la deci­sión de marcharse.
 Por lo general, se negaban a dar el nombre y sólo apuntaban la rama de Izquierdo o Cabanillas a la que pertenecían y cuya posición estratégica en el conflicto era prácticamente imposi­ble desentrañar para el forastero.
 La mayoría hablaba como Caba­nillas en esos momentos, pero un ligero contraste con el siguiente in­terlocutor arrojaba la idea contraria.
 No decían su nombre, aunque se denunciaban entre ellos. «Ése con el que dice que ha hablado es un Amadeo» o «ese es un Pata Pelá».
Al llegar la noche, los guardias civiles recomendaban severamen­te que los periodistas dejaran el pueblo.
 Entonces sí que sonaban los cerrojos más allá de toda atmósfera literaria. Miguel Gener hizo unas espléndidas fotografías de lo que era la noche en Puerto Hurraco, aguantando en aquella oscuridad tensa en la que las luces de los fa­roles se pegaban al suelo y dejaban recortado por encima el cielo an­cho, espeso y nocturno, de las tierras pacenses. 
Esas fotografías con­siguieron reproducir las tenebrosas impresiones que podría haber sentido cualquiera que se acercara a Puerto Hurraco horas después de la, carnicería.
 Algo así como meterse en un poblado fantasma del viejo Oeste, pero sin épica, cruzado por caminos que se fundían en la noche y con una carretera cercana que parecía el tramo final de todas las carreteras del mundo.
 Dentro de las casas, las luces se apa­gaban enseguida y entonces el cielo oscuro empezaba a pesar y a desplomarse como la tapa de un ataúd.
El día 30 de agosto las hermanas Izquierdo, Ángela y Luciana, salieron de un escondrijo de Madrid y tomaron el expreso de Bada­joz.
 A partir de ese momento iniciaron su escabroso periplo entre las pretensiones del fiscal, que las acusó de conspirar junto a sus her­manos -aunque la Audiencia de Badajoz revocó en febrero de 1992 el auto de procesamiento-, y su inexorable destino psiquiátrico en Mérida. 
Pero durante los cuatro días en que estuvieron desapareci­das, Ángela y Luciana se presentaban como la clave que podía des­cifrar los enigmas. 
Y también disolver el sentimiento de amenaza in­mediata que todavía pesaba sobre las gentes de Puerto Hurraco.
 Su desaparición había prolongado la inquietud, porque, sin lugar a du­das, tanto para los de Puerto Hurraco como para quienes estaban al tanto en Monterrubio de la Serena, había una diferencia sustancial entre el dedo que había apretado el gatillo y el cerebro que había en­viado la orden. 

La matanza de Puerto Hurraco pue­de ser contemplada a la luz de una historia secular de rencillas y con­flictos que culminó de esa manera como podía haber culminado de cualquier otra parecida, o bien esa tragedia hay que observarla a tra­vés de esta última escena, mucho más reducida, mucho más actual, mucho mejor iluminada. Si fuera así, lo que se ofrece a la vista es el cuadro de cuatro hermanos encerrados en sí mismos, con antece­dentes psiquiátricos y con manifestaciones de desequilibrio patentes, aislados en un pueblo de Badajoz que ni siquiera es el suyo, armados hasta los dientes y profiriendo amenazas constantes, ante la pasivi­dad de instituciones y vecinos. 
Después se conocería el dominio pa­tológico que los mayores ejercían sobre los pequeños y también sal­drían a la luz abultados rumores sobre la vida de los Izquierdo. 
Pero no había ninguna necesidad de ello, porque un simple vistazo a los historiales clínicos, al entorno familiar en el que habían crecido y aprendido, a su vida cotidiana y a sus hechos cotidianos, habría bas­tado para anticipar un pronóstico de lo que podría ocurrir y de lo que fatalmente ocurrió.




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