Un ensayo
imprescidible del argentino Edgardo Dobry profundiza en la mítica y
universal figura del insaciable burlador Don Juan sin renegar de la
tradición hispánica.
Una silueta cuyo rasgo fundamental es la insaciable voracidad numérica;
un personaje mítico que carece de referencia definitiva, un nombre del
que cada tradición nacional (desde la España de los siglos de oro hasta
nuestros días) se apropia para ofrecer una versión que no colma ni puede
colmar el ansia de definición: don Juan.
Casi podría decirse (y Edgardo Dobry
lo capta con extremada penetración) que el burlador es un contable —su
instrumento es un secretario— y que es incidental que sean mujeres lo
que enumere.
Aunque sólo puede contar mujeres; mujeres de otro
propietario.
Las mujeres son el lado oscuro de este ensayo luminoso.
De
esta manera lo incidental —las mujeres— se transforma en necesario (es
lo único que don Juan puede contar), y ata a don Juan a la peor de las
servidumbres, a la enfermedad del moderno: ese bulímico e inagotable que
se complace en el presentimiento de que su “gozar” (el verbo es de
Tirso) será insatisfecho.
Muchos méritos tiene este ensayo: no cede a la tentación de convertirse
en tratado académico; no es prefreudiano (en España esto sigue siendo
raro, pero Dobry viene de otra tradición).
Eso se nota en la comodidad
con que se apropia de las diversas corrientes del pensamiento crítico
del siglo XX y XXI sin intentar aplicar la teoría, sino pensar con ella,
a través de ella. No es ecléctico, ni le interesa sumarse a la euforia
de la literatura mundial, que confecciona mapas y se deleita en
condescendencias imperiales, ni practica el oficio inútil de la
redacción de papers.
Tampoco se avergüenza de la tradición hispánica,
sino que la hace convivir con los grandes nombres: Salvador de
Madariaga junto a Nietzsche o al menor aunque ahora demasiado festejado
Stefan Zweig;
o Molière junto al romántico Esteban Echeverría, autor de
un don Juan argentino; o, aún más notable, Gregorio Marañón junto a
Michel Foucault.
Y lo justifica con toda lógica: no se trata de abolir
las jerarquías, sino de dar al lector la responsabilidad de recordarlas:
a nadie se le ocurrirá conferirle más autoridad a don Gregorio que a
Kierkegaard.
Todos esos méritos serían inútiles si Dobry no lograra mantener la
unidad del conjunto . Lo hace a través de una pregunta que surgió de su
propia biografía de poeta, traductor de grandes poetas y especialista en
la lírica moderna. A partir de la conocida consideración de los mitos
de la modernidad de Ian Watt (Hamlet, don Quijote, Robinson Crusoe),
observa que sería impensable, en cualquiera de estos casos, no tomar
como eje a Shakespeare, Cervantes o Defoe. En cambio: ¿por qué don Juan
carece de una versión de referencia única? Los críticos que han pensado
sobre el burlador pueden prescindir no sólo de Tirso de Molina, sino que
los franceses relegan a Lord Byron, los ingleses a Molière o a Pushkin,
los españoles a Gabriel Ferrater (Dobry considera que el narrador del Poema inacabado
es un don juan): “¿Por qué el gozoso y a la vez angustiado deseo
insatisfecho de don Juan dice algo de nosotros, algo que quizá ninguna
otra figura puede decir?”. Los 11 capítulos del ensayo y las dos fascinantes traducciones de los
textos inacabados, herméticos, deslumbrantes, casi paralizantes, de
Baudelaire y de Flaubert (de los que casi con seguridad no había versión
en castellano) son fluidos despliegues de las diversas consecuencias de
la interrogación que motiva el ensayo y lo mantiene rigurosamente
unitario: la relación entre el conocimiento, la identidad y su vacío, la
usurpación, el engaño, el simulacro, el goce y el desafío. Dobry no
responde directamente la pregunta, pero puede interpretarse que en el
capítulo 11 (‘Don Juan, la inconclusión’) ciñe el asunto a través del Don Juan
de Lord Byron, obra inmensa e inconclusa y “primer gran poema del deseo
de sin objeto, deseo carnal y deseo de escritura: su devenir sin fin y
sin final es una manera de exhibir esa falta inasible”.
Cabe recordar que el poema de Byron está fabricado como un teatro en
el que lucha el yo del poeta con su personaje: “Quiero un héroe, un
deseo insólito”, proclama la voz poderosa al indicio del artefacto. Dobry caza ahí su presa: don Juan sería la figura que preanuncia la
estética de la modernidad: la estirpe de la obra en busca de su objeto”. Es la estirpe que, sin satisfacer el deseo de una forma definitiva,
quiere sustraerse a la fijeza inerte de los objetos de la cultura de
masas. Esa línea —desarrollada meticulosamente con un ágil manejo de
autores, fuentes, aproximaciones y fuertes intervenciones críticas— hace
de este ensayo un libro imprescindible: panorama y a la vez
interpretación, permite además mantener interrogantes abiertos. Por ejemplo: ¿se podría pensar críticamente un linaje de la
modernidad en la que lo femenino —sea lo que fuese— apareciese como
figura de lo inconcluso? Irónicamente, lo que enseña este libro —y lo
que buena parte de la crítica feminista niega— es aquello que
sesgadamente ya señaló Orlando, de Virginia Woolf: la función
de lo femenino en la modernidad sería, al contrario, abrazar la cultura
de masas. El libro de Dobry deja lúcidamente ese lado oscuro como tarea
inconclusa: no es el menor de sus méritos.
Polémica en Reino Unido por un documental con grabaciones de Diana en el 20º aniversario de su muerte.
A punto de cumplirse el vigésimo aniversario de la muerte de Diana de Gales,
los televidentes británicos asistieron anoche a una antigua confesión
de la princesa sobre los aspectos más indiscretos de su vida privada que
ha acabado emponzoñando el homenaje preparado para la efeméride. Impermeable a las críticas de familiares y amigos de Lady Di,
la emisión del Channel 4 se apoya en unos vídeos grabados por el
profesor de oratoria de la protagonista, en los que relata la
infrecuencia de sus prácticas sexuales con el heredero o el infierno que
supuso la relación con Carlos, desde el noviazgo hasta la separación
definitiva. El día de su boda, en 1981, “fue uno de los peores de mi
vida”, admite Diana entre otras perlas recogidas en los vídeos y audios
que su entrenador de voz, Peter Settelen, registró supuestamente con
fines didácticos. Unos años después de que la princesa falleciera
en un accidente de tráfico en París (31 de agosto de 1997), Settelen
acabó vendiéndolos a varias cadenas televisivas como la NBC
estadounidense, que utilizó sólo parcialmente el material hace 13 años. La emisión en abierto del Channel 4 en el Reino Unido ha optado en
cambio por difundir ahora todas las sentencias comprometedoras de lady
Di en torno a su ingreso en la familia real británica. Y el retrato
resulta devastador.
Revelaciones como el perdido enamoramiento de la princesa de
un guarda de seguridad, a los cuatro años de convertirse en una esposa
frustrada cuyo marido solo aparecía en el lecho “una vez cada tres
semanas”, no deberían salir a la luz porque pertenecen al ámbito
privado, intentó defender sin éxito ante los tribunales el hermano de
Diana.
El conde Spencer suele mostrarse muy crítico con la casa de los
Windsor, pero en este caso aduce el impacto que la nueva difusión de los
trapos sucios de la familia pueda tener en sus sobrinos Guillermo y
Enrique.
Uno de los principales golpes al imaginario colectivo de los monárquicos
reside en la admisión de Diana de que su matrimonio con el hijo mayor
de Isabel II nunca fue el vendido y aterciopelado sueño.
En las
grabaciones registradas en sus sesiones de 1992 y 1993 con su profesor,
Diana rememora cómo el príncipe Carlos, hasta entonces un amigo de los
aristócratas Spencer, empieza a besarla en el transcurso de una barbacoa
donde acabó invitándola al palacio de Buckingham, para luego planear futuros encuentros, sencillamente
“para que me acompañes mientras trabajo”.
Esa actitud desapegada de su
pretendido Romeo se reprodujo en los solo 13 encuentros que lo novios
mantuvieron antes del anuncio oficial de compromiso
(“Al principio me
llamaba todos los días, pero luego no me decía nada durante tres
semanas”).
“Dejar palacio”
Protagonizaron la proclamada boda del siglo de las
monarquías en la catedral de Saint Paul, aunque enseguida quedó claro
para la novia que Camilla Parker Bowles —hoy consorte oficial del
heredero— era el verdadero objeto del deseo de su marido. “Me niego a
ser el único príncipe de Gales que no tiene una amante”, le espetó
Carlos, volcándola en la búsqueda de otros cariños que desembocó en el
principal encargado de su seguridad, Barry Mannakee: “Lo hubiera dado
todo por dejar palacio e irme a vivir con él”, se sincera la princesa en
las cintas. El oficial fue inmediatamente trasladado y poco después
falleció en un accidente. El resto de la historia es sobradamente conocido para el público británico
e internacional, incluido el reconocimiento en las cintas de Channel 4
de que Diana sufrió de bulimia a resultas no solo del distanciamiento de
su consorte desde las primeras horas del matrimonio, sino también por
la presión mediática que acaparó la joven y virgen consorte de una de
las monarquías más rancias del mundo. Aquellos que fueron verdaderos amigos de Diana de Gales
consideran impresentable que un cadena nacional rebusque en los
rescoldos en pro de ganarse a la audiencia durante la sequía estival.
Channel 4 rebate que la princesa decidió abrirse conscientemente frente a
la cámara en busca de una reivindicación personal, al tiempo que
plantea: ¿Habría querido la princesa que todos los británicos conocieran
el diagnóstico de su vida, de los errores pero también de las
esperanzas frustradas? Nadie puede reclamar una respuesta, en el
aniversario más controvertido de la realeza británica.
Anticorrupción pedirá tras el verano la imputación de varios cargos públicos del partido en el ‘caso Púnica’.
Pasado el mal trago de la declaración de Mariano Rajoy como testigo en el caso Gürtel, el PP se enfrentará después de verano a un nuevo chaparrón judicial por culpa de la corrupción. En esta ocasión será el caso Púnica, en el que se investiga la trama presuntamente encabezada por el ex secretario general del partido en Madrid, Francisco Granados,
el que convertirá los últimos meses de 2017 en un nuevo vía crucis
judicial para los populares. De las 16 piezas en la que está dividido el
sumario, el juicio de la primera tiene ya fecha: noviembre. Entonces se
sentarán en el banquillo el propio Granados y dos guardias civiles,
acusados de dar al político el chivatazo que puso en peligro la
investigación y que obligó a finales de octubre de 2014 a precipitar las
primeras detenciones.
Pasado el mal trago de la declaración de Mariano Rajoy como testigo en el caso Gürtel, el PP se enfrentará después de verano a un nuevo chaparrón judicial por culpa de la corrupción. En esta ocasión será el caso Púnica, en el que se investiga la trama presuntamente encabezada por el ex secretario general del partido en Madrid, Francisco Granados,
el que convertirá los últimos meses de 2017 en un nuevo vía crucis
judicial para los populares. De las 16 piezas en la que está dividido el
sumario, el juicio de la primera tiene ya fecha: noviembre. Entonces se
sentarán en el banquillo el propio Granados y dos guardias civiles,
acusados de dar al político el chivatazo que puso en peligro la
investigación y que obligó a finales de octubre de 2014 a precipitar las
primeras detenciones.
Desde
sus inicios, el sumario ha provocado un goteo constante de imputaciones
de cargos públicos, en su inmensa mayoría del PP. Varios ven ya el
banquillo como un horizonte cercano. En concreto, los presuntamente
implicados en las actividades de la trama en la Diputación de León y en
el Gobierno de Murcia, las otras dos piezas separadas del sumario cuya
investigación ya ha finalizado y cuyos juicios deben ser fijados en
breve. En la primera están encausados Marcos Martínez Barazón, alcalde
de Cuadros (León) y sustituto de la asesinada Isabel Carrasco al frente
de la diputación provincial, y el regidor de Puebla de Lillo, Pedro
Vicente Sánchez. La pieza de Murcia ha supuesto la imputación del
exconsejero Juan Carlos Ruiz y del ex presidente regional, Pedro Antonio
Sánchez. La senadora Pilar Barreiro será investigada por el Tribunal
Supremo por los mismos hechos. Sus nombres llevan casi desde el principio presentes en el sumario
junto a los de otros cargos públicos del PP, como los antiguos aforados
Salvador Vitoria y Lucía Figar, exconsejeros de la Comunidad de Madrid;
los exmiembros del Grupo Popular en la Asamblea de Madrid Mario Utrilla,
José Miguel Moreno Torres y Daniel Ortiz; y alcaldes de varios partidos
como el que fuera regidor socialista de Parla, José María Fraile; el de
Valdemoro, el 'popular' José Carlos Boza Lechuga; el de Collado
Villalba, Agustín Juárez López de Coca, también del PP; el de
Serranillos del Valle, el independiente Antonio Sánchez Hernández; los
de Casarrubuelos y Torrejón de Velasco, David Rodríguez Sanz y Gonzalo
Cubas Navarro; y el de Moraleja de Enmedio, Carlos Estada, también
popular.
Los últimos escritos de la fiscalía apuntan a que la cifra de cargos
públicos imputados aumentará en los próximos meses. El pasado mayo, el
ministerio público pidió que se interrogara a 35 personas dentro de la
pieza separada del sumario en el que se investigan las supuestas
adjudicaciones irregulares de millonarios contratos municipales de
eficiencia energética a la empresa Cofely.
Entre los citados aparecen
dos alcaldes —los de las localidades madrileñas de Brunete y Torrejón de
Velasco, Borja Gutiérrez y Esteban Bravo—, cuatro concejales y un ex
alto cargo de la Comunidad.
En esta pieza también aparece salpicado un
nuevo aforado: el diputado de la Asamblea de Madrid Bartolomé González,
exalcalde de Alcalá de Henares.
El
secuestro de la niña Melodie Nakachian el 9 de noviembre de 1987
conmocionó a España con una historia de exotismo, lujo, sombra de ojos y
amor de padre.
Este caso sedujo a un público acostumbrado a
secuestros sin resolver y coches-bomba porque reunió todos los
ingredientes: drama, suspense, publicidad, exotismo y, sobre todo y por
encima de todo ello, un final feliz.
Estoy hablando del secuestro de la
niña Melodie Nakachian en la Costa del Sol.
De su exotismo da muestra el hecho de que, por ejemplo, el padre de la
pequeña fuera un financiero libanés que había hecho dinero en Inglaterra
y Francia y la madre, una joven cantante coreana de la que quizá nadie
recuerde sus canciones, pero sí sus exagerados maquillajes.
Son
difíciles de olvidar. Otro detalle: los secuestradores llegaron en yate
y algunos incluso frecuentaron a la familia Nakachian en un bien urdido
golpe que intentaba culminar con un botín de 1.300 millones de pesetas
en billetes de 50 dólares.
Y, por último, allí irrumpieron hasta los geos,
ese espectacular cuerpo policial que cuenta con la rara por unánime
admiración de la ciudadanía y que, en esta ocasión y para mayor gloria
de su historia, salvó sana y salva a Melodie, una auténtica muñeca de
larguísimo pelo rubio, atributo que jugó, por cierto, un gran
protagonismo.
Pero vayamos por partes.
El crimen
Todo comenzó en la mañana de un lunes, 9 de noviembre
de 1987. Aquél fue el año del atentado de Hipercor.
Mario Conde ganaba
dinero a espuertas convirtiéndose en un personaje popular.
Hubo un
terrible crash en las bolsas mundiales y Ronald Reagan
firmaba con Mijaíl Gorbachov el primer tratado para destruir armas
nucleares.
De pronto, en noviembre, y de entre toda esa maraña de
información de interés megaestratégico, se abrió paso un bello retrato
de una niña de cinco años: Melodie.
El periódico de mayor difusión, El País, lo llevó a su primera página: «Secuestrada la hija de la cantante Kimera».
Kimera era, hasta entonces, una completa desconocida.
Aún más su esposo Raymond Nakachian, el adinerado financiero libanés
casado con ella en segundas nupcias.
Pero el aterrizaje forzoso de
ambos en la prensa nacional prometió drama y exotismo desde el primer
momento.
Aquella mañana, el hijo mayor de Takachian -de nombre también
Rayrnond- se ocupó, como casi todos los días, de llevar a su propia hija
y a su hermanastra, Melodie, al colegio.
Él y su esposa, Deborah
Kallenbach, salieron con las dos niñas a bordo de un flamante BMW rojo
matriculado en los Países Bajos de la casa de los Nakachian, situada en
la urbanización Atalaya Alta, de Estepona.
Eran poco más de las nueve
de la mañana.
El coche ya había abandonado la urbanización cuando
una furgoneta blanca le interceptó el paso.
Nakachian hijo no pudo
evitar el choque.
Fue entonces cuando cuatro encapuchado bajaron de la
furgoneta. Dos de ellos llevaban escopetas.
Un tercero empuñaba una
pistola y el cuarto, un aerosol de gas.
En un primer momento, Raymond y Deborah intentaron
resistirse, pero uno de los secuestradores cargó su escopeta
produciendo ese chasquido propio de un arma de corredera que,
apuntándole a uno, debe producir escalofrío.
No había nada que hacer y, a
partir de ahí, todo fue muy rápido.
La furgoneta blanca desapareció de
su vista con Melodie dentro. Le seguía otro coche rojo con matrícula de
Gibraltar que durante la operación había estado estratégicamente
situado tras el automóvil de los Nakachian.
Vehículos de Gibraltar y Países Bajos, una niña nacida
en Estados Unidos, una madre coreana cantante de ópera rock ...
El olor
a mafias internacionales, tan temidas siempre en el paraíso de la
Costa del Sol, se colaba por entre las letras de imprenta y las
comisarías.
Era mentar al diablo en aquella época en la que diversas
informaciones periodísticas se referían a la posibilidad de que las
urbanizaciones nacidas al calor del sol y del dinero se hubieran
convertido en un refugio de financieros desaprensivos, narcotraficantes
y delincuentes de cuello blanco.
La extorsión mediante el secuestro de una criatura de
cinco años podía ser la confirmación de todo ello, así que policías,
periodistas, guardias civiles, oportunistas y curiosos se movilizaron al
unísono. Casi desde el primer día, una media de cien periodistas
hicieron guardia día y noche ante la casa de los Nakachian y hay quien
cifra en 1.500 los funcionarios de policía y Guardia Civil que
participaron en el asunto.
La familia asegura que fue el propio ministro
del Interior, José Barrionuevo, el que se empeñó personalmente en la
resolución del caso, consciente de lo que estaba en juego.
La extorsión
En la casa de los Nakachian -llamada Villa Melodie,
para más señas-, la tortura había comenzado. Dos interminables días sin
noticias de la niña hicieron temer lo peor. Ni una llamada, ningún
indicio, nada que hacer. La policía encontró el martes la furgoneta
blanca. Era robada y los secuestradores le habían cambiado la
matrícula. O sea, nada de nada. La opinión pública, eso sí, empezaba a
familiarizarse con el estrambótico maquillaje de Kimera -uno de los
policías que siguió el caso asegura no haberla visto jamás durante
aquellos días de locura con la cara lavada- y con el recio aspecto de su
marido, un hombre completamente calvo, cinturón negro de judo con
músculos de acero. Su figura fue tomando protagonismo en la medida que
eclipsaba a la de su esposa. Esa imagen de hombre duro e implacable,
unida a su fortuna en negocios poco conocidos hasta ese momento, fomentó
la tesis de la vendetta,
del ajuste de cuentas, lo que, por otra parte, siempre es motivo de
tranquilidad para la ciudadanía, una vez descartada la hipótesis de que a
cualquiera le puede suceder algo así en la vida
La extorsión
Pero los secuestradores dieron señales de vida al
tercer día y, para entonces, ya había comenzado el espectáculo.
Porque,
fuera del drama que se vivía en la casa de los Nakachian, donde Kimera
apenas si podía conciliar el sueño, la imaginación de observadores y
periodistas convirtieron aquel terrible suceso en un rapto casi de
opereta.
Un primer indicio peliculero surgió cuando el portavoz
de la familia, el abogado Jaime Torrabadella, dijo en rueda de prensa:
«Pedimos a los secuestradores que traten a Melodie con afecto y
delicadeza y que no olviden que a ella le gustan los álbumes de dibujos
animados».
Nadie dudó de que era un mensaje dirigido a los
secuestradores que, probablemente, encerraba un significado bien
distinto.
Y la evidencia de que había tales mensajes en clave fue total
cuando la propia Kimera leyó ante las pantallas de televisión otro
mensaje en el que, además de rogar por la libertad de su hija, pedía a
los secuestradores que le lavaran el pelo y la peinaran todos los días.
Aun con el alma encogida por la suerte de la niña, el
relato por entregas era apasionante.
La estricta realidad era más dura.
Los investigadores estaban perdidos.
Un hombre español con fuerte
acento francés era el portavoz de la banda de los encapuchados.
Pedía
13 millones de dólares en billetes de 50 y parecía ir muy en serio.
Raymond Nakachian sufrió el peor momento de su vida al darse cuenta de
que había perdido por completo el control de la vida de su hija.
Salvada
ahora era una aventura del todo incierta.
No sólo había que considerar
la solvencia de los secuestradores, sino la imposibilidad de reunir el
dinero.
La cantidad era desorbitante y. además, en aquella época el
Gobierno español, decidido a impedir los pagos de rescate, había
prohibido a los bancos despachar grandes cantidades de billetes en una
sola entrega.
Los investigadores disponían de pocos recursos
aquellos primeros días.
Sólo tenían la voz de un hombre, una furgoneta
robada y cientos de llamadas.
Videntes e iluminados de todo pelaje
comunicaban con la familia dando detalles tan precisos como falsos sobre
el paradero de Melodie.
La gente quería salvar a la niña y se movilizó
generosamente.
En Villa Melodie se empezaron a recibir donativos. Si el
problema residía sólo en el dinero, los ciudadanos tenían la
oportunidad de hacer una aportación sin precedentes para una familia
afligida.
Esta reacción conmovió de tal manera a Raymond Nakachian que
decidió nacionalizarse español y aún ahora sólo tiene palabras de
agradecimiento para con este país.
El gesto más espectacular, no
obstante, partió de un belga, lejanamente conocido de la familia, que
transfirió a la cuenta de Nakachian nada menos que un millón de
dólares.
Todo fue devuelto después a sus remitentes. En la zona, un
grupo de cinco empresarios ofreció una recompensa de diez millones de
pesetas a quien aportara una pista segura sobre Melodie.
Los padres de
la niña añadieron otros cinco millones más.
El despliegue
Casi cuatro días sin pistas seguras empezaron a
preocupar seriamente en Madrid, donde Barrionuevo mantenía un contacto
diario con el abogado Torrabadella.
El Ministerio del Interior quiso
poner toda la carne en el asador y el secretario de Estado para la
Seguridad, Rafael Vera, envió a Estepona a un número uno
de la policía española para que tomara las riendas de la investigación.
Pedro Rodríguez Nicolás, entonces comisario general de la Policía
Judicial, un joven pero experimentado policía en la lucha contra el
narcotráfico, voló en helicóptero hasta Estepona y allí tomó la pequeña
comisaría de la ciudad como centro de operaciones.
Él y el comisario
Ricardo Ruiz Coll contaron para su misión con un mínimo de cien
investigadores.
Pero, de entrada, lo único que pudieron investigar era
si entre tantas visiones de gente bienintencionada había alguna pista
real.
Tiempo atrás, la policía había despreciado la
información aportada por un iluminado que daba detalles sobre el
paradero de Saturnino Orbegozo, secuestrado por ETA.
Después pudo
comprobar con perplejidad que aquel hombre acertaba en sus visiones:
había detallado el lugar exacto en el que la banda terrorista mantuvo al
empresario.
Aquellos primeros días fueron la locura. La policía
dando palos de ciego y la casa de los Nakachian como el metro en hora
punta. La primera decisión de Rodríguez Nicolás fue la de poner orden en
Villa Melodie, convertida en un centro de atracción nacional. Cualquiera, desde un empleado del servicio hasta un supuesto periodista
de los que merodeaban por allí, era sospechoso de haber participado en
el crimen. La prensa hablaba ya de bandas mafiosas y posibles
terroristas chiíes: capos, en fin, capaces de comprar a cualquiera para
obtener su colaboración en la extorsión y el chantaje de los
multimillonarios árabes residentes en la zona.
y de multimillonario se trataba ya a Raymond
Nakachian, un nieto de armenios de origen ruso, hijo de madre griega
ortodoxa que había vivido en Arabia Saudí, en Londres, en París y
Estados Unidos.
Hizo dinero sobre todo en Inglaterra, donde montó una
importante cadena de discotecas, y ello a pesar de que rechazó en una de
ellas a cuatro chavales que cantaban bajo el nombre de los Beatles.
A
Nakachian le pareció un auténtico exceso el precio que pedían -600
libras a la semana-, así que los despidió augurándoles que nunca
tendrían éxito.
La existencia de un mafioso libanés apellidado Nash que
había hecho fortuna en ese mismo país movió a la prensa a una
confusión que dolió profundamente a Raymond Nakachian, un hombre que,
por otra parte, nunca ocultó haber introducido oro ilegalmente en Japón.
Su feliz estancia en la Costa del Sol, donde se había
asentado con su esposa Kimera y sus hijos, sufría con el secuestro un
vuelco imprevisible. La aparición de Kimera en las pantallas de
televisión deshecha en lágrimas pidiendo clemencia para su hija
sobrecogió a los telespectadores y los periodistas sintieron un nudo en
la garganta cuando vieron llorar al propio Nakachian el día que contó
que su hijo pequeño Amir, de tres años, se salvó del secuestro porque
aquel lunes estaba resfriado y no fue al colegio con su hermana. Toda la
corpulencia de Nakachian parecía derrumbarse mientras daba estos
detalles a la prensa y meditaba que quizá los extorsionadores no
buscaban dinero, sino la venganza en su persona. En los negocios, ya se sabe, uno siempre hace enemigos.
Pero para entonces, cuando los Nakachian ya habían
abierto una especie de subasta pública con los secuestradores para
lograr un mejor precio por el rescate, las cosas en la cocina habían empezado a ir moderadamente bien.
Y ellos secretamente también lo sabían.
La investigación
El acento del portavoz de la banda y la memoria de
Rodríguez Nicolás obraron el milagro.
El jefe de la operación recordó la
carta recibida en las oficinas centrales de Madrid unos meses antes.
La
carta, procedente de la policía francesa, hacía referencia a
conversaciones escuchadas en la cárcel de Toulouse.
En ella se daba
cuenta de la reunión de un grupo de delincuentes, entre los que había
un español, en la que se habló de la posibilidad de dar un golpe
en España.
Mandó buscar el documento y en él aparecía el nombre del
primer sospechoso: Ángel Carcía Menéndez. Natural de León, pero
nacionalizado francés.
Ángel era un pied-noir,
o sea, un francés que había vivido largos años en una antigua colonia
del norte de África, probablemente Argelia.
Su acento le había delatado
desde el primer momento. Ahora estaba casado con una francesa, tenía un
niño recién nacido y la posibilidad entre sus manos de dar el golpe de su vida.
Pero su participación en el secuestro le salió cara a este hombre que se hacía llamar Osear
en sus llamadas.
Para la policía fue el hilo definitivo del que tirar
para desenredar la madeja.
El primer hallazgo fue el de su casa, un
chalé alquilado a su nombre a 40 kilómetros de Madrid en cuyo jardín
quedaban rastros de haberse instalado un campo de tiro.
Las huellas dejadas por estos delincuentes
evidenciaban un poderío económico incuestionable.
El chalé de Madrid
era una cara mansión situada en una urbanización del noroeste de la
capital que, además, escondía un impecable Alfa Romeo.
El dinero entre
estos delincuentes galos corría en gruesos fajas. Luego se supo que,
como ya dije antes, algunos arribaron a la Costa del Sol a bordo de un
yate y que su infraestructura en la zona consistía en varios
apartamentos y otros tantos coches.
Sólo para custodiar a la niña
durante el encierro, un contratado a tal efecto cobraba nada menos que
100.000 francos franceses al día, o sea, dos millones de pesetas
aproximadamente cada 24 horas.
El rescate pedido -1.300 millones- recompensaría tanto
gasto y tanto desvelo.
Sin embargo, los secuestradores -ya no había
duda de que se trataba de una banda francesa- accedieron al regateo
propuesto por los Nakachian.
Éstos, asesorados en todo momento por la
policía, intentaban ganar tiempo.
Alargaban en lo posible las
conversaciones con Ángel/Osear, aseguraban no tener dinero suficiente
para pagar e intentaban negociar lo innegociable, porque la amenaza más
utilizada por los secuestradores era la de dejar de alimentar a la
pequeña.
Pero siempre queda el truco de la incredulidad.
Jugar a que el
extorsionado no se cree una palabra y pedir pruebas de que la persona
secuestrada está realmente en manos del extorsionador.
Había que
ponerles nerviosos y, mientras tanto, seguir investigando.
Fue entonces cuando el pelo de Melodie volvió al primer
plano de la actualidad.
Un mechón de su cabello fue la prueba enviada
por los secuestradores, que a esas alturas ya habían aceptado una
considerable rebaja: 5 millones de dólares (unos 600 millones de
pesetas) a cambio de la liberación de la niña.
La familia recibió
también una fotografía que se distribuyó a la prensa.
Melodie akachian
apareció en todos los periódicos con el pelo recogido en un par de
largas coletas, la misma ropa que vestía el día del secuestro y cara de
susto tremendo.
Entre las manos sostenía un Diario 16 con fecha del viernes 13 de noviembre.
Uno de los primeros mensajes de los secuestradores
-quizá el primero de todos- advertía a los Nakachian que no debían
avisar a la policía.
Sin embargo, desde el primer momento, el de Melodie
fue uno de los secuestros más aireados de la reciente historia de
España.
Al día siguiente de haberse producido, los medios de
comunicación ya daban cuenta del suceso y de la movilización policial.
Y
en días posteriores, no sólo se celebraban ruedas de prensa y había
comparecencias televisivas.
Incluso la negociación económica se hizo a
bombo y platillo.
La aceptación por parte de la banda de una rebaja del
rescate a 5 millones de dólares se hizo saber a través de una llamada
telefónica al periódico Abc.
A este
país, acostumbrado a la opacidad de los secuestros de ETA, se le
permitía ahora compartir la angustia de unos padres torturados en toda
su extensión y detalle
«Buenas noches. Les llamé a ustedes ayer", decía la
voz con acento extranjero al otro lado del hilo telefónico en la
redacción de Abc. «Soy el del
mechón.
Ya sabe a qué me refiero. Rebajamos la cantidad a cinco
millones. Sabemos que sólo la casa vale ocho millones de dólares.
Si no
paga es porque no quiere. Ésta es la última comunicación."
No fue la última, sin embargo, aunque al cabo del
tiempo es difícil reconstruir fielmente lo sucedido y en orden
cronológico.
En realidad, muchos detalles carecen por completo de
coincidencia. ¿Por qué los secuestradores llamaban a los periódicos si,
paralelamente, la comunicación era constante con Villa Melodie, donde
incluso el entonces inspector Javier Fernández, un especialista en
mafias internacionales, atendía a veces las llamadas? ¿Por qué, si era
así, Rayrnond Nakachian insistía, tiempo después, en que hubo mensajes
en clave a través de los medios, a los que agradecía su colaboración?
¿De dónde obtuvo la banda tanto dinero para desenvolverse?
Algunas fuentes aseguran que el último mensaje
recibido en la casa de los Nakachian fue una cinta grabada con la voz de
la niña.
Sólo la oyeron el inspector Fernández, el comisario Rodríguez
Nicolás y el propio Raymond Nakachian.
Utilizaron el estudio de
grabación de Kimera en Villa Melodie, pero la cantante no fue invitada
a la dramática audición. La niña lloraba desconsolada. Sus palabras
figuTan en los sumarios judiciales. «Papá, yo quiero ver a mamá y a mi
hermanito chico. Papá, ¿por qué no pagas? Estoy muy triste, quiero verte
[ ... ]. Si tú no pagas yo después estaré muerta. Si tú no pagas yo
estoy muy triste [ ... ] quiero verte la cara muy pronto. Estoy muy
triste.
Te quiero ver, papá, papá. Estoy muy triste ... »
Aquella audición desató las iras de Raymond Nakachian,
que la emprendió a puñetazos con la mesa ante la impotencia de los
policías para calmarle.