Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

7 ago 2017

“Papá, si no pagas, estoy muerta”............................. Gabriela Cañas

El secuestro de la niña Melodie Nakachian el 9 de noviembre de 1987 conmocionó a España con una historia de exotismo, lujo, sombra de ojos y amor de padre.

Melodie Nakachian, con sus padres, tras su liberación.
Melodie Nakachian, con sus padres, tras su liberación.
Este caso sedujo a un público acostumbrado a secuestros sin re­solver y coches-bomba porque reunió todos los ingredientes: drama, suspense, publicidad, exotismo y, sobre todo y por encima de todo ello, un final feliz.
 Estoy hablando del secuestro de la niña Melodie Nakachian en la Costa del Sol.
 De su exotismo da muestra el hecho de que, por ejemplo, el padre de la pequeña fuera un financiero libanés que había hecho dinero en Inglaterra y Francia y la madre, una joven cantante coreana de la que quizá nadie recuerde sus canciones, pero sí sus exagerados ma­quillajes.
 Son difíciles de olvidar. Otro detalle: los secuestradores lle­garon en yate y algunos incluso frecuentaron a la familia Nakachian en un bien urdido golpe que intentaba culminar con un botín de 1.300 millones de pesetas en billetes de 50 dólares. 
Y, por último, allí irrumpieron hasta los geos, ese espectacular cuerpo policial que cuen­ta con la rara por unánime admiración de la ciudadanía y que, en es­ta ocasión y para mayor gloria de su historia, salvó sana y salva a Melodie, una auténtica muñeca de larguísimo pelo rubio, atributo que jugó, por cierto, un gran protagonismo. 
Pero vayamos por par­tes.

El crimen

Todo comenzó en la mañana de un lunes, 9 de noviembre de 1987. Aquél fue el año del atentado de Hipercor.
 Mario Conde ga­naba dinero a espuertas convirtiéndose en un personaje popular.
 Hubo un terrible crash en las bolsas mundiales y Ronald Reagan fir­maba con Mijaíl Gorbachov el primer tratado para destruir armas nucleares.
 De pronto, en noviembre, y de entre toda esa maraña de información de interés megaestratégico, se abrió paso un bello re­trato de una niña de cinco años: Melodie.
 El periódico de mayor di­fusión, El País, lo llevó a su primera página: «Secuestrada la hija de la cantante Kimera».
Kimera era, hasta entonces, una completa desconocida. 
Aún más su esposo Raymond Nakachian, el adinerado financiero libanés ca­sado con ella en segundas nupcias. 
Pero el aterrizaje forzoso de am­bos en la prensa nacional prometió drama y exotismo desde el pri­mer momento. 
Aquella mañana, el hijo mayor de Takachian -de nombre también Rayrnond- se ocupó, como casi todos los días, de llevar a su propia hija y a su hermanastra, Melodie, al colegio. 
Él y su esposa, Deborah Kallenbach, salieron con las dos niñas a bordo de un flamante BMW rojo matriculado en los Países Bajos de la ca­sa de los Nakachian, situada en la urbanización Atalaya Alta, de Es­tepona.
 Eran poco más de las nueve de la mañana.
El coche ya había abandonado la urbanización cuando una fur­goneta blanca le interceptó el paso. 
Nakachian hijo no pudo evitar el choque. 
Fue entonces cuando cuatro encapuchado bajaron de la furgoneta. Dos de ellos llevaban escopetas.
 Un tercero empuñaba una pistola y el cuarto, un aerosol de gas.

En un primer momento, Raymond y Deborah intentaron resistir­se, pero uno de los secuestradores cargó su escopeta produciendo ese chasquido propio de un arma de corredera que, apuntándole a uno, debe producir escalofrío. 
No había nada que hacer y, a partir de ahí, todo fue muy rápido.
 La furgoneta blanca desapareció de su vista con Melodie dentro. Le seguía otro coche rojo con matrícula de Gi­braltar que durante la operación había estado estratégicamente si­tuado tras el automóvil de los Nakachian.
Vehículos de Gibraltar y Países Bajos, una niña nacida en Estados Unidos, una madre coreana cantante de ópera rock ... 
El olor a ma­fias internacionales, tan temidas siempre en el paraíso de la Costa del Sol, se colaba por entre las letras de imprenta y las comisarías.
 Era mentar al diablo en aquella época en la que diversas informaciones periodísticas se referían a la posibilidad de que las urbanizaciones nacidas al calor del sol y del dinero se hubieran convertido en un re­fugio de financieros desaprensivos, narcotraficantes y delincuentes de cuello blanco.
La extorsión mediante el secuestro de una criatura de cinco años podía ser la confirmación de todo ello, así que policías, periodistas, guardias civiles, oportunistas y curiosos se movilizaron al unísono. Casi desde el primer día, una media de cien periodistas hicieron guardia día y noche ante la casa de los Nakachian y hay quien cifra en 1.500 los funcionarios de policía y Guardia Civil que participaron en el asunto.
 La familia asegura que fue el propio ministro del Inte­rior, José Barrionuevo, el que se empeñó personalmente en la reso­lución del caso, consciente de lo que estaba en juego.

La extorsión

En la casa de los Nakachian -llamada Villa Melodie, para más se­ñas-, la tortura había comenzado. 
Dos interminables días sin noti­cias de la niña hicieron temer lo peor.
 Ni una llamada, ningún indi­cio, nada que hacer. La policía encontró el martes la furgoneta blanca.
 Era robada y los secuestradores le habían cambiado la ma­trícula. O sea, nada de nada.
 La opinión pública, eso sí, empezaba a familiarizarse con el estrambótico maquillaje de Kimera -uno de los policías que siguió el caso asegura no haberla visto jamás duran­te aquellos días de locura con la cara lavada- y con el recio aspecto de su marido, un hombre completamente calvo, cinturón negro de judo con músculos de acero.
 Su figura fue tomando protagonismo en la medida que eclipsaba a la de su esposa.
 Esa imagen de hombre duro e implacable, unida a su fortuna en negocios poco conocidos hasta ese momento, fomentó la tesis de la vendetta, del ajuste de cuentas, lo que, por otra parte, siempre es motivo de tranquilidad para la ciudadanía, una vez descartada la hipótesis de que a cual­quiera le puede suceder algo así en la vida

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La extorsión


Pero los secuestradores dieron señales de vida al tercer día y, pa­ra entonces, ya había comenzado el espectáculo.
 Porque, fuera del drama que se vivía en la casa de los Nakachian, donde Kimera ape­nas si podía conciliar el sueño, la imaginación de observadores y pe­riodistas convirtieron aquel terrible suceso en un rapto casi de ope­reta.
Un primer indicio peliculero surgió cuando el portavoz de la fa­milia, el abogado Jaime Torrabadella, dijo en rueda de prensa: «Pe­dimos a los secuestradores que traten a Melodie con afecto y deli­cadeza y que no olviden que a ella le gustan los álbumes de dibujos animados». 
Nadie dudó de que era un mensaje dirigido a los se­cuestradores que, probablemente, encerraba un significado bien dis­tinto.
 Y la evidencia de que había tales mensajes en clave fue total cuando la propia Kimera leyó ante las pantallas de televisión otro mensaje en el que, además de rogar por la libertad de su hija, pedía a los secuestradores que le lavaran el pelo y la peinaran todos los días.

Aun con el alma encogida por la suerte de la niña, el relato por entregas era apasionante.
 La estricta realidad era más dura. Los in­vestigadores estaban perdidos.
 Un hombre español con fuerte acen­to francés era el portavoz de la banda de los encapuchados.
 Pedía 13  millones de dólares en billetes de 50 y parecía ir muy en serio.
 Ray­mond Nakachian sufrió el peor momento de su vida al darse cuenta de que había perdido por completo el control de la vida de su hija. 
Salvada ahora era una aventura del todo incierta. 
No sólo había que considerar la solvencia de los secuestradores, sino la imposibilidad de reunir el dinero. 
La cantidad era desorbitante y. además, en aquella época el Gobierno español, decidido a impedir los pagos de rescate, había prohibido a los bancos despachar grandes cantidades de billetes en una sola entrega.

Los investigadores disponían de pocos recursos aquellos primeros días.
 Sólo tenían la voz de un hombre, una furgoneta robada y cien­tos de llamadas. 
Videntes e iluminados de todo pelaje comunicaban con la familia dando detalles tan precisos como falsos sobre el para­dero de Melodie.
La gente quería salvar a la niña y se movilizó generosamente.
 En Villa Melodie se empezaron a recibir donativos. Si el problema resi­día sólo en el dinero, los ciudadanos tenían la oportunidad de hacer una aportación sin precedentes para una familia afligida. 
Esta reac­ción conmovió de tal manera a Raymond Nakachian que decidió na­cionalizarse español y aún ahora sólo tiene palabras de agradeci­miento para con este país.
 El gesto más espectacular, no obstante, partió de un belga, lejanamente conocido de la familia, que transfi­rió a la cuenta de Nakachian nada menos que un millón de dólares.
 Todo fue devuelto después a sus remitentes. En la zona, un grupo de cinco empresarios ofreció una recompensa de diez millones de pese­tas a quien aportara una pista segura sobre Melodie.
 Los padres de la niña añadieron otros cinco millones más.


El despliegue

Casi cuatro días sin pistas seguras empezaron a preocupar seria­mente en Madrid, donde Barrionuevo mantenía un contacto diario  con el abogado Torrabadella. 
El Ministerio del Interior quiso poner toda la carne en el asador y el secretario de Estado para la Seguri­dad, Rafael Vera, envió a Estepona a un número uno de la policía española para que tomara las riendas de la investigación. 
 Pedro Ro­dríguez Nicolás, entonces comisario general de la Policía Judicial, un joven pero experimentado policía en la lucha contra el narcotráfico, voló en helicóptero hasta Estepona y allí tomó la pequeña comisaría de la ciudad como centro de operaciones.
 Él y el comisario Ricardo Ruiz Coll contaron para su misión con un mínimo de cien investiga­dores. 
Pero, de entrada, lo único que pudieron investigar era si en­tre tantas visiones de gente bienintencionada había alguna pista real.
Tiempo atrás, la policía había despreciado la información apor­tada por un iluminado que daba detalles sobre el paradero de Sa­turnino Orbegozo, secuestrado por ETA.
 Después pudo comprobar con perplejidad que aquel hombre acertaba en sus visiones: había detallado el lugar exacto en el que la banda terrorista mantuvo al empresario.
Aquellos primeros días fueron la locura.
 La policía dando palos de ciego y la casa de los Nakachian como el metro en hora punta. La primera decisión de Rodríguez Nicolás fue la de poner orden en Vi­lla Melodie, convertida en un centro de atracción nacional.
 Cual­quiera, desde un empleado del servicio hasta un supuesto periodista de los que merodeaban por allí, era sospechoso de haber participa­do en el crimen.
La prensa hablaba ya de bandas mafiosas y posi­bles terroristas chiíes: capos, en fin, capaces de comprar a cualquie­ra para obtener su colaboración en la extorsión y el chantaje de los multimillonarios árabes residentes en la zona.
y de multimillonario se trataba ya a Raymond Nakachian, un nieto de armenios de origen ruso, hijo de madre griega ortodoxa que había vivido en Arabia Saudí, en Londres, en París y Estados Uni­dos. 
Hizo dinero sobre todo en Inglaterra, donde montó una importante cadena de discotecas, y ello a pesar de que rechazó en una de ellas a cuatro chavales que cantaban bajo el nombre de los Beatles.
 A Nakachian le pareció un auténtico exceso el precio que pedían -600 libras a la semana-, así que los despidió augurándoles que nunca tendrían éxito.
 La existencia de un mafioso libanés apellida­do Nash que había hecho fortuna en ese mismo país movió a la pren­sa a una confusión que dolió profundamente a Raymond Nakachian, un hombre que, por otra parte, nunca ocultó haber introducido oro ilegalmente en Japón.
Su feliz estancia en la Costa del Sol, donde se había asentado con su esposa Kimera y sus hijos, sufría con el secuestro un vuelco im­previsible.
 La aparición de Kimera en las pantallas de televisión des­hecha en lágrimas pidiendo clemencia para su hija sobrecogió a los telespectadores y los periodistas sintieron un nudo en la garganta cuando vieron llorar al propio Nakachian el día que contó que su hi­jo pequeño Amir, de tres años, se salvó del secuestro porque aquel lunes estaba resfriado y no fue al colegio con su hermana. Toda la corpulencia de Nakachian parecía derrumbarse mientras daba estos detalles a la prensa y meditaba que quizá los extorsionadores no buscaban dinero, sino la venganza en su persona.
 En los negocios, ya se sabe, uno siempre hace enemigos.
Pero para entonces, cuando los Nakachian ya habían abierto una especie de subasta pública con los secuestradores para lograr un me­jor precio por el rescate, las cosas en la cocina habían empezado a ir moderadamente bien. 
Y ellos secretamente también lo sabían.

La investigación

El acento del portavoz de la banda y la memoria de Rodríguez Nicolás obraron el milagro.
 El jefe de la operación recordó la carta recibida en las oficinas centrales de Madrid unos meses antes. 
La carta, procedente de la policía francesa, hacía referencia a conversaciones escuchadas en la cárcel de Toulouse.
 En ella se daba cuen­ta de la reunión de un grupo de delincuentes, entre los que había un español, en la que se habló de la posibilidad de dar un golpe en Es­paña.
 Mandó buscar el documento y en él aparecía el nombre del primer sospechoso: Ángel Carcía Menéndez. Natural de León, pero nacionalizado francés.
 Ángel era un pied-noir, o sea, un francés que había vivido largos años en una antigua colonia del norte de África, probablemente Argelia.
 Su acento le había delatado desde el primer momento. Ahora estaba casado con una francesa, tenía un niño re­cién nacido y la posibilidad entre sus manos de dar el golpe de su vida.
Pero su participación en el secuestro le salió cara a este hombre que se hacía llamar Osear en sus llamadas. 
Para la policía fue el hi­lo definitivo del que tirar para desenredar la madeja. 
El primer ha­llazgo fue el de su casa, un chalé alquilado a su nombre a 40 kiló­metros de Madrid en cuyo jardín quedaban rastros de haberse instalado un campo de tiro.
Las huellas dejadas por estos delincuentes evidenciaban un po­derío económico incuestionable. 
El chalé de Madrid era una cara mansión situada en una urbanización del noroeste de la capital que, además, escondía un impecable Alfa Romeo. 
El dinero entre estos delincuentes galos corría en gruesos fajas. Luego se supo que, como ya dije antes, algunos arribaron a la Costa del Sol a bordo de un ya­te y que su infraestructura en la zona consistía en varios aparta­mentos y otros tantos coches.
 Sólo para custodiar a la niña durante el encierro, un contratado a tal efecto cobraba nada menos que 100.000 francos franceses al día, o sea, dos millones de pesetas apro­ximadamente cada 24 horas.
El rescate pedido -1.300 millones- recompensaría tanto gasto y tanto desvelo.
 Sin embargo, los secuestradores -ya no había duda de que se trataba de una banda francesa- accedieron al regateo pro­puesto por los Nakachian.
 Éstos, asesorados en todo momento por la  policía, intentaban ganar tiempo. 
Alargaban en lo posible las con­versaciones con Ángel/Osear, aseguraban no tener dinero suficiente para pagar e intentaban negociar lo innegociable, porque la amena­za más utilizada por los secuestradores era la de dejar de alimentar a la pequeña.
 Pero siempre queda el truco de la incredulidad. 
Jugar a que el extorsionado no se cree una palabra y pedir pruebas de que la persona secuestrada está realmente en manos del extorsionador.
 Había que ponerles nerviosos y, mientras tanto, seguir investigando.
 Fue entonces cuando el pelo de Melodie volvió al primer plano de la actualidad.
 Un mechón de su cabello fue la prueba enviada por los secuestradores, que a esas alturas ya habían aceptado una consi­derable rebaja: 5 millones de dólares (unos 600 millones de pesetas) a cambio de la liberación de la niña.
 La familia recibió también una fotografía que se distribuyó a la prensa. 
Melodie akachian apare­ció en todos los periódicos con el pelo recogido en un par de largas coletas, la misma ropa que vestía el día del secuestro y cara de sus­to tremendo. 
Entre las manos sostenía un Diario 16 con fecha del viernes 13 de noviembre.
 Uno de los primeros mensajes de los secuestradores -quizá el pri­mero de todos- advertía a los Nakachian que no debían avisar a la policía.
 Sin embargo, desde el primer momento, el de Melodie fue uno de los secuestros más aireados de la reciente historia de España.
 Al día siguiente de haberse producido, los medios de comunicación ya daban cuenta del suceso y de la movilización policial.
 Y en días posteriores, no sólo se celebraban ruedas de prensa y había compa­recencias televisivas. 
Incluso la negociación económica se hizo a bombo y platillo.
 La aceptación por parte de la banda de una reba­ja del rescate a 5 millones de dólares se hizo saber a través de una llamada telefónica al periódico Abc. 
 A este país, acostumbrado a la opacidad de los secuestros de ETA, se le permitía ahora compartir la angustia de unos padres torturados en toda su extensión y detalle
«Buenas noches. Les llamé a ustedes ayer", decía la voz con acen­to extranjero al otro lado del hilo telefónico en la redacción de Abc. «Soy el del mechón.
 Ya sabe a qué me refiero. Rebajamos la canti­dad a cinco millones. Sabemos que sólo la casa vale ocho millones de dólares. 
Si no paga es porque no quiere. Ésta es la última comunicación."
No fue la última, sin embargo, aunque al cabo del tiempo es di­fícil reconstruir fielmente lo sucedido y en orden cronológico.
 En realidad, muchos detalles carecen por completo de coincidencia. ¿Por qué los secuestradores llamaban a los periódicos si, paralela­mente, la comunicación era constante con Villa Melodie, donde in­cluso el entonces inspector Javier Fernández, un especialista en ma­fias internacionales, atendía a veces las llamadas? ¿Por qué, si era así, Rayrnond Nakachian insistía, tiempo después, en que hubo mensajes en clave a través de los medios, a los que agradecía su co­laboración? ¿De dónde obtuvo la banda tanto dinero para desenvol­verse?

Algunas fuentes aseguran que el último mensaje recibido en la casa de los Nakachian fue una cinta grabada con la voz de la niña.
 Sólo la oyeron el inspector Fernández, el comisario Rodríguez Nico­lás y el propio Raymond Nakachian.
 Utilizaron el estudio de graba­ción de Kimera en Villa Melodie, pero la cantante no fue invitada a la dramática audición. La niña lloraba desconsolada. Sus palabras figuTan en los sumarios judiciales. «Papá, yo quiero ver a mamá y a mi hermanito chico. Papá, ¿por qué no pagas? Estoy muy triste, quiero verte [ ... ]. Si tú no pagas yo después estaré muerta. Si tú no pagas yo estoy muy triste [ ... ] quiero verte la cara muy pronto. Es­toy muy triste. 
Te quiero ver, papá, papá. Estoy muy triste ... »
Aquella audición desató las iras de Raymond Nakachian, que la emprendió a puñetazos con la mesa ante la impotencia de los poli­cías para calmarle.


 

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