El secuestro de la niña Melodie Nakachian el 9 de noviembre de 1987 conmocionó a España con una historia de exotismo, lujo, sombra de ojos y amor de padre.
Este caso sedujo a un público acostumbrado a
secuestros sin resolver y coches-bomba porque reunió todos los
ingredientes: drama, suspense, publicidad, exotismo y, sobre todo y por
encima de todo ello, un final feliz.
Estoy hablando del secuestro de la
niña Melodie Nakachian en la Costa del Sol.
De su exotismo da muestra el hecho de que, por ejemplo, el padre de la
pequeña fuera un financiero libanés que había hecho dinero en Inglaterra
y Francia y la madre, una joven cantante coreana de la que quizá nadie
recuerde sus canciones, pero sí sus exagerados maquillajes.
Son
difíciles de olvidar. Otro detalle: los secuestradores llegaron en yate
y algunos incluso frecuentaron a la familia Nakachian en un bien urdido
golpe que intentaba culminar con un botín de 1.300 millones de pesetas
en billetes de 50 dólares.
Y, por último, allí irrumpieron hasta los geos,
ese espectacular cuerpo policial que cuenta con la rara por unánime
admiración de la ciudadanía y que, en esta ocasión y para mayor gloria
de su historia, salvó sana y salva a Melodie, una auténtica muñeca de
larguísimo pelo rubio, atributo que jugó, por cierto, un gran
protagonismo.
Pero vayamos por partes.
El crimen
Todo comenzó en la mañana de un lunes, 9 de noviembre
de 1987. Aquél fue el año del atentado de Hipercor.
Mario Conde ganaba
dinero a espuertas convirtiéndose en un personaje popular.
Hubo un
terrible crash en las bolsas mundiales y Ronald Reagan
firmaba con Mijaíl Gorbachov el primer tratado para destruir armas
nucleares.
De pronto, en noviembre, y de entre toda esa maraña de
información de interés megaestratégico, se abrió paso un bello retrato
de una niña de cinco años: Melodie.
El periódico de mayor difusión, El País, lo llevó a su primera página: «Secuestrada la hija de la cantante Kimera».
Kimera era, hasta entonces, una completa desconocida.
Aún más su esposo Raymond Nakachian, el adinerado financiero libanés
casado con ella en segundas nupcias.
Pero el aterrizaje forzoso de
ambos en la prensa nacional prometió drama y exotismo desde el primer
momento.
Aquella mañana, el hijo mayor de Takachian -de nombre también
Rayrnond- se ocupó, como casi todos los días, de llevar a su propia hija
y a su hermanastra, Melodie, al colegio.
Él y su esposa, Deborah
Kallenbach, salieron con las dos niñas a bordo de un flamante BMW rojo
matriculado en los Países Bajos de la casa de los Nakachian, situada en
la urbanización Atalaya Alta, de Estepona.
Eran poco más de las nueve
de la mañana.
El coche ya había abandonado la urbanización cuando
una furgoneta blanca le interceptó el paso.
Nakachian hijo no pudo
evitar el choque.
Fue entonces cuando cuatro encapuchado bajaron de la
furgoneta. Dos de ellos llevaban escopetas.
Un tercero empuñaba una
pistola y el cuarto, un aerosol de gas.
En un primer momento, Raymond y Deborah intentaron
resistirse, pero uno de los secuestradores cargó su escopeta
produciendo ese chasquido propio de un arma de corredera que,
apuntándole a uno, debe producir escalofrío.
No había nada que hacer y, a
partir de ahí, todo fue muy rápido.
La furgoneta blanca desapareció de
su vista con Melodie dentro. Le seguía otro coche rojo con matrícula de
Gibraltar que durante la operación había estado estratégicamente
situado tras el automóvil de los Nakachian.
Vehículos de Gibraltar y Países Bajos, una niña nacida
en Estados Unidos, una madre coreana cantante de ópera rock ...
El olor
a mafias internacionales, tan temidas siempre en el paraíso de la
Costa del Sol, se colaba por entre las letras de imprenta y las
comisarías.
Era mentar al diablo en aquella época en la que diversas
informaciones periodísticas se referían a la posibilidad de que las
urbanizaciones nacidas al calor del sol y del dinero se hubieran
convertido en un refugio de financieros desaprensivos, narcotraficantes
y delincuentes de cuello blanco.
La extorsión mediante el secuestro de una criatura de
cinco años podía ser la confirmación de todo ello, así que policías,
periodistas, guardias civiles, oportunistas y curiosos se movilizaron al
unísono. Casi desde el primer día, una media de cien periodistas
hicieron guardia día y noche ante la casa de los Nakachian y hay quien
cifra en 1.500 los funcionarios de policía y Guardia Civil que
participaron en el asunto.
La familia asegura que fue el propio ministro
del Interior, José Barrionuevo, el que se empeñó personalmente en la
resolución del caso, consciente de lo que estaba en juego.
La extorsión
En la casa de los Nakachian -llamada Villa Melodie, para más señas-, la tortura había comenzado.Dos interminables días sin noticias de la niña hicieron temer lo peor.
Ni una llamada, ningún indicio, nada que hacer. La policía encontró el martes la furgoneta blanca.
Era robada y los secuestradores le habían cambiado la matrícula. O sea, nada de nada.
La opinión pública, eso sí, empezaba a familiarizarse con el estrambótico maquillaje de Kimera -uno de los policías que siguió el caso asegura no haberla visto jamás durante aquellos días de locura con la cara lavada- y con el recio aspecto de su marido, un hombre completamente calvo, cinturón negro de judo con músculos de acero.
Su figura fue tomando protagonismo en la medida que eclipsaba a la de su esposa.
Esa imagen de hombre duro e implacable, unida a su fortuna en negocios poco conocidos hasta ese momento, fomentó la tesis de la vendetta, del ajuste de cuentas, lo que, por otra parte, siempre es motivo de tranquilidad para la ciudadanía, una vez descartada la hipótesis de que a cualquiera le puede suceder algo así en la vida
La extorsión
Pero los secuestradores dieron señales de vida al
tercer día y, para entonces, ya había comenzado el espectáculo.
Porque,
fuera del drama que se vivía en la casa de los Nakachian, donde Kimera
apenas si podía conciliar el sueño, la imaginación de observadores y
periodistas convirtieron aquel terrible suceso en un rapto casi de
opereta.
Un primer indicio peliculero surgió cuando el portavoz
de la familia, el abogado Jaime Torrabadella, dijo en rueda de prensa:
«Pedimos a los secuestradores que traten a Melodie con afecto y
delicadeza y que no olviden que a ella le gustan los álbumes de dibujos
animados».
Nadie dudó de que era un mensaje dirigido a los
secuestradores que, probablemente, encerraba un significado bien
distinto.
Y la evidencia de que había tales mensajes en clave fue total
cuando la propia Kimera leyó ante las pantallas de televisión otro
mensaje en el que, además de rogar por la libertad de su hija, pedía a
los secuestradores que le lavaran el pelo y la peinaran todos los días.
Aun con el alma encogida por la suerte de la niña, el
relato por entregas era apasionante.
La estricta realidad era más dura.
Los investigadores estaban perdidos.
Un hombre español con fuerte
acento francés era el portavoz de la banda de los encapuchados.
Pedía
13 millones de dólares en billetes de 50 y parecía ir muy en serio.
Raymond Nakachian sufrió el peor momento de su vida al darse cuenta de
que había perdido por completo el control de la vida de su hija.
Salvada
ahora era una aventura del todo incierta.
No sólo había que considerar
la solvencia de los secuestradores, sino la imposibilidad de reunir el
dinero.
La cantidad era desorbitante y. además, en aquella época el
Gobierno español, decidido a impedir los pagos de rescate, había
prohibido a los bancos despachar grandes cantidades de billetes en una
sola entrega.
Los investigadores disponían de pocos recursos
aquellos primeros días.
Sólo tenían la voz de un hombre, una furgoneta
robada y cientos de llamadas.
Videntes e iluminados de todo pelaje
comunicaban con la familia dando detalles tan precisos como falsos sobre
el paradero de Melodie.
La gente quería salvar a la niña y se movilizó
generosamente.
En Villa Melodie se empezaron a recibir donativos. Si el
problema residía sólo en el dinero, los ciudadanos tenían la
oportunidad de hacer una aportación sin precedentes para una familia
afligida.
Esta reacción conmovió de tal manera a Raymond Nakachian que
decidió nacionalizarse español y aún ahora sólo tiene palabras de
agradecimiento para con este país.
El gesto más espectacular, no
obstante, partió de un belga, lejanamente conocido de la familia, que
transfirió a la cuenta de Nakachian nada menos que un millón de
dólares.
Todo fue devuelto después a sus remitentes. En la zona, un
grupo de cinco empresarios ofreció una recompensa de diez millones de
pesetas a quien aportara una pista segura sobre Melodie.
Los padres de
la niña añadieron otros cinco millones más.
El despliegue
Casi cuatro días sin pistas seguras empezaron a
preocupar seriamente en Madrid, donde Barrionuevo mantenía un contacto
diario con el abogado Torrabadella.
El Ministerio del Interior quiso
poner toda la carne en el asador y el secretario de Estado para la
Seguridad, Rafael Vera, envió a Estepona a un número uno
de la policía española para que tomara las riendas de la investigación.
Pedro Rodríguez Nicolás, entonces comisario general de la Policía
Judicial, un joven pero experimentado policía en la lucha contra el
narcotráfico, voló en helicóptero hasta Estepona y allí tomó la pequeña
comisaría de la ciudad como centro de operaciones.
Él y el comisario
Ricardo Ruiz Coll contaron para su misión con un mínimo de cien
investigadores.
Pero, de entrada, lo único que pudieron investigar era
si entre tantas visiones de gente bienintencionada había alguna pista
real.
Tiempo atrás, la policía había despreciado la
información aportada por un iluminado que daba detalles sobre el
paradero de Saturnino Orbegozo, secuestrado por ETA.
Después pudo
comprobar con perplejidad que aquel hombre acertaba en sus visiones:
había detallado el lugar exacto en el que la banda terrorista mantuvo al
empresario.
Aquellos primeros días fueron la locura.La policía dando palos de ciego y la casa de los Nakachian como el metro en hora punta. La primera decisión de Rodríguez Nicolás fue la de poner orden en Villa Melodie, convertida en un centro de atracción nacional.
Cualquiera, desde un empleado del servicio hasta un supuesto periodista de los que merodeaban por allí, era sospechoso de haber participado en el crimen.
La prensa hablaba ya de bandas mafiosas y posibles terroristas chiíes: capos, en fin, capaces de comprar a cualquiera para obtener su colaboración en la extorsión y el chantaje de los multimillonarios árabes residentes en la zona.
y de multimillonario se trataba ya a Raymond
Nakachian, un nieto de armenios de origen ruso, hijo de madre griega
ortodoxa que había vivido en Arabia Saudí, en Londres, en París y
Estados Unidos.
Hizo dinero sobre todo en Inglaterra, donde montó una
importante cadena de discotecas, y ello a pesar de que rechazó en una de
ellas a cuatro chavales que cantaban bajo el nombre de los Beatles.
A
Nakachian le pareció un auténtico exceso el precio que pedían -600
libras a la semana-, así que los despidió augurándoles que nunca
tendrían éxito.
La existencia de un mafioso libanés apellidado Nash que
había hecho fortuna en ese mismo país movió a la prensa a una
confusión que dolió profundamente a Raymond Nakachian, un hombre que,
por otra parte, nunca ocultó haber introducido oro ilegalmente en Japón.
Su feliz estancia en la Costa del Sol, donde se había
asentado con su esposa Kimera y sus hijos, sufría con el secuestro un
vuelco imprevisible.La aparición de Kimera en las pantallas de televisión deshecha en lágrimas pidiendo clemencia para su hija sobrecogió a los telespectadores y los periodistas sintieron un nudo en la garganta cuando vieron llorar al propio Nakachian el día que contó que su hijo pequeño Amir, de tres años, se salvó del secuestro porque aquel lunes estaba resfriado y no fue al colegio con su hermana. Toda la corpulencia de Nakachian parecía derrumbarse mientras daba estos detalles a la prensa y meditaba que quizá los extorsionadores no buscaban dinero, sino la venganza en su persona.
En los negocios, ya se sabe, uno siempre hace enemigos.
Pero para entonces, cuando los Nakachian ya habían
abierto una especie de subasta pública con los secuestradores para
lograr un mejor precio por el rescate, las cosas en la cocina habían empezado a ir moderadamente bien.
Y ellos secretamente también lo sabían.
La investigación
El acento del portavoz de la banda y la memoria de
Rodríguez Nicolás obraron el milagro.
El jefe de la operación recordó la
carta recibida en las oficinas centrales de Madrid unos meses antes.
La
carta, procedente de la policía francesa, hacía referencia a
conversaciones escuchadas en la cárcel de Toulouse.
En ella se daba
cuenta de la reunión de un grupo de delincuentes, entre los que había
un español, en la que se habló de la posibilidad de dar un golpe
en España.
Mandó buscar el documento y en él aparecía el nombre del
primer sospechoso: Ángel Carcía Menéndez. Natural de León, pero
nacionalizado francés.
Ángel era un pied-noir,
o sea, un francés que había vivido largos años en una antigua colonia
del norte de África, probablemente Argelia.
Su acento le había delatado
desde el primer momento. Ahora estaba casado con una francesa, tenía un
niño recién nacido y la posibilidad entre sus manos de dar el golpe de su vida.
Pero su participación en el secuestro le salió cara a este hombre que se hacía llamar Osear
en sus llamadas.
Para la policía fue el hilo definitivo del que tirar
para desenredar la madeja.
El primer hallazgo fue el de su casa, un
chalé alquilado a su nombre a 40 kilómetros de Madrid en cuyo jardín
quedaban rastros de haberse instalado un campo de tiro.
Las huellas dejadas por estos delincuentes
evidenciaban un poderío económico incuestionable.
El chalé de Madrid
era una cara mansión situada en una urbanización del noroeste de la
capital que, además, escondía un impecable Alfa Romeo.
El dinero entre
estos delincuentes galos corría en gruesos fajas. Luego se supo que,
como ya dije antes, algunos arribaron a la Costa del Sol a bordo de un
yate y que su infraestructura en la zona consistía en varios
apartamentos y otros tantos coches.
Sólo para custodiar a la niña
durante el encierro, un contratado a tal efecto cobraba nada menos que
100.000 francos franceses al día, o sea, dos millones de pesetas
aproximadamente cada 24 horas.
El rescate pedido -1.300 millones- recompensaría tanto
gasto y tanto desvelo.
Sin embargo, los secuestradores -ya no había
duda de que se trataba de una banda francesa- accedieron al regateo
propuesto por los Nakachian.
Éstos, asesorados en todo momento por la
policía, intentaban ganar tiempo.
Alargaban en lo posible las
conversaciones con Ángel/Osear, aseguraban no tener dinero suficiente
para pagar e intentaban negociar lo innegociable, porque la amenaza más
utilizada por los secuestradores era la de dejar de alimentar a la
pequeña.
Pero siempre queda el truco de la incredulidad.
Jugar a que el
extorsionado no se cree una palabra y pedir pruebas de que la persona
secuestrada está realmente en manos del extorsionador.
Había que
ponerles nerviosos y, mientras tanto, seguir investigando.
Fue entonces cuando el pelo de Melodie volvió al primer
plano de la actualidad.
Un mechón de su cabello fue la prueba enviada
por los secuestradores, que a esas alturas ya habían aceptado una
considerable rebaja: 5 millones de dólares (unos 600 millones de
pesetas) a cambio de la liberación de la niña.
La familia recibió
también una fotografía que se distribuyó a la prensa.
Melodie akachian
apareció en todos los periódicos con el pelo recogido en un par de
largas coletas, la misma ropa que vestía el día del secuestro y cara de
susto tremendo.
Entre las manos sostenía un Diario 16 con fecha del viernes 13 de noviembre.
Uno de los primeros mensajes de los secuestradores
-quizá el primero de todos- advertía a los Nakachian que no debían
avisar a la policía.
Sin embargo, desde el primer momento, el de Melodie
fue uno de los secuestros más aireados de la reciente historia de
España.
Al día siguiente de haberse producido, los medios de
comunicación ya daban cuenta del suceso y de la movilización policial.
Y
en días posteriores, no sólo se celebraban ruedas de prensa y había
comparecencias televisivas.
Incluso la negociación económica se hizo a
bombo y platillo.
La aceptación por parte de la banda de una rebaja del
rescate a 5 millones de dólares se hizo saber a través de una llamada
telefónica al periódico Abc.
A este
país, acostumbrado a la opacidad de los secuestros de ETA, se le
permitía ahora compartir la angustia de unos padres torturados en toda
su extensión y detalle
«Buenas noches. Les llamé a ustedes ayer", decía la
voz con acento extranjero al otro lado del hilo telefónico en la
redacción de Abc. «Soy el del
mechón.
Ya sabe a qué me refiero. Rebajamos la cantidad a cinco
millones. Sabemos que sólo la casa vale ocho millones de dólares.
Si no
paga es porque no quiere. Ésta es la última comunicación."
No fue la última, sin embargo, aunque al cabo del
tiempo es difícil reconstruir fielmente lo sucedido y en orden
cronológico.
En realidad, muchos detalles carecen por completo de
coincidencia. ¿Por qué los secuestradores llamaban a los periódicos si,
paralelamente, la comunicación era constante con Villa Melodie, donde
incluso el entonces inspector Javier Fernández, un especialista en
mafias internacionales, atendía a veces las llamadas? ¿Por qué, si era
así, Rayrnond Nakachian insistía, tiempo después, en que hubo mensajes
en clave a través de los medios, a los que agradecía su colaboración?
¿De dónde obtuvo la banda tanto dinero para desenvolverse?
Algunas fuentes aseguran que el último mensaje
recibido en la casa de los Nakachian fue una cinta grabada con la voz de
la niña.
Sólo la oyeron el inspector Fernández, el comisario Rodríguez
Nicolás y el propio Raymond Nakachian.
Utilizaron el estudio de
grabación de Kimera en Villa Melodie, pero la cantante no fue invitada
a la dramática audición. La niña lloraba desconsolada. Sus palabras
figuTan en los sumarios judiciales. «Papá, yo quiero ver a mamá y a mi
hermanito chico. Papá, ¿por qué no pagas? Estoy muy triste, quiero verte
[ ... ]. Si tú no pagas yo después estaré muerta. Si tú no pagas yo
estoy muy triste [ ... ] quiero verte la cara muy pronto. Estoy muy
triste.
Te quiero ver, papá, papá. Estoy muy triste ... »
Aquella audición desató las iras de Raymond Nakachian,
que la emprendió a puñetazos con la mesa ante la impotencia de los
policías para calmarle.
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