Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

4 ago 2017

Por qué las folclóricas españolas son mejores que las Kardashian

Lola Flores, la Pantoja, Carmina,… una apología pasional, sincera, de nuestro cosmos marujil frente a las ricas famosas de EE.UU.

Por qué las folclóricas españolas son mejores que las Kardashian
Es conocida la revalorización cultural que los superhéroes del tebeo americano experimentaron a mediados de los años 60.
 Los estudios sobre la cultura de masas habían marginado o bien infravalorado el cómic, por lo que fueron Umberto Eco y otros autores quienes empezaron a estudiar el fenómeno como expresión artística nutrida de significado, discurso y mythos
 Nosotros, en España, no tenemos superhéroes, o si los tenemos son paródicos y remiten siempre a una fuente externa, pero también contamos con un espejo cultural narrativo de carácter propio y eminentemente popular: las revistas del corazón, los programas rosa, el cotilleo. 
Si Superman representa la esperanza post-New Deal de una América gentil, granjera, de inmigrantes solidarios y trabajadores, y Batman a la América corporativa y psicópata que antagoniza al 99% frente a un 1 de millonarios redentores, aquí venimos siendo más de la España de Carmina o de la España de la Pantoja, lo que no deja de tener su lectura social.
Bien pensado, este cuelgue nuestro de las folclóricas como protagonistas de sagas interminables, capaces de engendrar una mitología compleja al alcance de todos, no tiene nada que envidiar a las historietas comiqueras, pero tampoco al folletín clásico.
 De hecho, ¿qué temas se tratan en las revistas de peluquería? Amor, odio, pasión, celos, traiciones, herencias, desengaños familiares, etcétera.
 Hoy en día es un cliché ridículo que las películas románticas acaben en boda, pero el HOLA sigue pagando talones porque los novios nos enseñen la tarta, el esmoquin, el vestido y ahora, vídeo mediante, hasta los votos.
 En estas historias, los giros de trama no dependen de la inspiración de un grupo de guionistas, sino que se van dando sobre la marcha, espontáneamente, a veces incluso en directo, gracias a programas como Sálvame, autoabastecidos de un ecosistema nativo de colaboradores que son, al mismo tiempo, comentaristas del escándalo ajeno y protagonistas del propio.
Yo defiendo nuestra telebasura.
 Defiendo el pathos pantojiano, esa melancolía gitana enganchada al victimismo, la viudadead militante, el verso coplero como navaja suiza de multiplicidades semánticas.
 Defiendo a Carmina, princesa endragonada de falangismo que mutó en venus hedonista, con sus pies bañados de cerveza en el Rocío, su honestidad narcisa, golpe de melena mediante.
 
Frank Miller quiso poner a Batman a luchar contra Al-Qaeda, y una de las viñetas más ridículas de la Marvel reciente nos enseñaba a un montón de villanos icónicos llorando ante los atentados del 11-S. Nuestras heroínas también saben capturar el zeitgeist cañí.
 Un Diez Minutos es un termómetro sociológico como otro cualquiera.
 Por ejemplo, dice mucho de un país que éste temblara cuando se descubrió que Lola Flores tuvo un amante, y peor aún, un amante consentido. 
Algo se quebraba de Lola en el imaginario popular al atribuirle una cosa tan inocente, tan típica y, vaya, tan masculina como un amante corista.
 Ella, que por confesar había confesado ya hasta puterío, no podía quedar con ese feo manchado ahí, póstumamente.
 Hay reacciones a según qué miserias televisivas que radiografían una sociedad mejor que un CIS.
Sin embargo, el corazoneo no acaba de ganarse a la gente, al estudiante universitario, a la pizzera, al albañil cansado, al catedrático de Física, a la médico de familia. 
Todos ellos siguen viéndolo como un detritus cultural. 
Siempre existirá la figura del comentarista más o menos irónico que trate estos temas con distancia (desde aquí yo hago contorsiones para salirme del arquetipo), pero el consenso es que esta clase de contenidos son un entretenimiento pueril e incluso nocivo, algo que no sólo no se consume sino que no se debe consumir.
 Se tolera, quizás, como pienso geriátrico, y aun así con la condescendencia insoportable de “mi abuela, la pobre, se pasa el día viendo eso”.
 En cambio, esa misma gente que tiene una opinión tan rotunda sobre la telebasura patria, suele ser más flexible con la telebasura de fuera.
 Hay una especie de empatía millennial con los realities de la MTV que no se extiende al folclore nacional. Las Kardashian, sí; Sálvame, no.
Yo quiero reivindicar nuestro petardeo por encima del de las Kardashian.
 No tengo intención de ponerme Lenore perdido y atribuir esa discriminación a una suerte de clasismo, que ya somos todos mayorcitos para hacernos los provocateurs; ni tampoco voy a entrar en los motivos que justifican la diferencia de sensibilidad hacia un famoseo y otro, pues me son desconocidos; pero sí quiero hacer una apología pasional, sincera, de nuestro cosmos marujil.
 Cuando, hace unas semanas, a Kim Kardashian le salió una polémica coquil, la reacción de la diva fue perfectamente ridícula sin dejar de ser 100% ella, 100% Kardashian. 
Presionada por lo que parecía la revelación de dos rayas de cocaína en el fondo borroso de un vídeo de Instagram, la empresaria alegó primero, muy enfática, que no era coca, sino ¿azúcar para sus hijos?, y luego, tras aportar evidencias más o menos científicas, que se trataba sólo de las típicas manchas blancas de mármol que tienen, bueno, las mesas de mármol.
 Honestamente, ¿a quién le importa? Lo único que saco en claro de esto es que Lola habría callado bocas con mucho mejor estilo. 

Lola Flores explica “el método”
Me interesan poco las aventuras de la gente rica y mucho sus desgracias, sus vergüenzas, sus secretos más sórdidos e inconfesables.
 En programas como Las Kardashian no hay nunca secreto sórdidos e inconfesables.
 El contenido lleva siempre el sello de aprobación de las protagonistas.
 Todo lo que hay de barroco en sus vidas es gracioso para nosotros y probablemente natural para ellas. 
Pero no deja de ser un espectáculo complaciente.
 Incluso el que se ríe de las Kardashian se está riendo con las Kardashian, mal que le pese.
 Por eso cuando la televisión española trata de imitar el formato le salen cosas tan fallidas como la naftalina jurásica de Las Campos. ¿Cuál es el interés de Las Campos?Ninguno, pero ellas se creen las más....programas rancios sin interés y encima rendirles pleitesia.

 Alrededor de la estructura inherentemente cordial y blanca del programa, la cadena intentó colar satélites morbosos que pudieran exprimir todo el jugo. Así, después de cada especial, se emitía una tertulia que diseccionaba el contenido con el apropiado ahínco venenoso.

Es a lo que estamos acostumbrados y no lo veo mal, porque la crueldad corazonil, especialmente en la era post-Tomate, se ha cebado siempre con los poderosos al tiempo que protegía al lumpen.
 La tesis de Owen Jones sobre la perversidad política de este tipo de programas no es aplicable a España, donde las chonis no cumplen la función de payaso que cae a la piscina de la feria, sino de heroínas.
 Aquí a Belén Esteban, con su madrecorajismo, su arrabalería oxigenada y su condición de exmalita, es entendida, protegida y vituperada por las masas.
 Los espectadores perdonan a Belén porque ellos son los primeros que se han hecho adictos a su vida.
 Los ricachones, en cambio, son la diana favorita de los medios rosa.
 Aquí se ha freído a la nobleza en la silla eléctrica de los magacines de mañana y tarde. 
Triste es decirlo, pero la prensa que ha sido históricamente más crítica con los Alba o los Franco, herederos cada uno de sus propios saqueos, ha sido la del corazón.
Hay motivos políticos y estéticos para creer en nuestra telebasura, utilísimo mapa capaz de descodificar una sociedad que ha tenido siempre relaciones complicadas con la envidia y la celebridad. Detrás de cada hermano Matamoros yo veo una novela rusa;
 detrás de cada Kardashian no veo más que el alivio casual de encontrártelas mal dobladas en cualquier recoveco de un zapping adormecido.
Yo digo: seamos patriotas. Nosotros somos quien somos, basta de Historia y de cuentos; de cuanto fue nos nutrimos, transformándonos crecemos. 
Sí. Así somos quienes somos; golpe a golpe, bañerazo a bañerazo o lo que sea. Lo digo de nuevo: seamos patriotas, veamos Sálvame.

 

Márquez: “Él nos abrió las puertas”..................... Nadia Tronchoni

El ‘paddock’ y el mundo del deporte se despiden del piloto con infinitos mensajes de alabanza y cariño.

FOTO: Ángel Nieto junto a Marc Márquez, en una foto reciente. / VÍDEO: Sus familiares y amigos, a las puertas del hospital.
La pregunta era recurrente en el paddock de Brno. ¿Qué sabes de Nieto?
 El gesto, lógicamente de preocupación y tristeza, se tornaba mucho más amable cuando a uno se le requería por un recuerdo o anécdota del mito. 
Las hay a centenares. De cuando corría y de todos esos años en los que, como decía Márquez, ya no tenía necesidad de venir a los grandes premios. 
Pero lo seguía haciendo. Por pura pasión. 
Tenía devoción por las motos, admiraba a los pilotos y sus ganas de vivir eran tales que compartió infinidad de momentos con los nuevos ídolos del Mundial, como si fuera uno más de entre sus colegas.
El primero de ellos, Valentino Rossi, que quiso destacar la personalidad del deportista español incluso por encima de sus méritos deportivos, que fueron muchos.
 A Nieto, apuntaba, se le quiere “sobre todo, por su carisma.
 No solo por sus victorias o por ser 13 veces campeón del mundo, sino por el tipo de hombre que siempre fue”.
 Lo sabe bien el italiano, que se crio con los Nieto y ha compartido con ellos infinidad de vivencias, en las carreras —donde trabaja junto a Pablo, director de su equipo en Moto3 y que precisamente estaba con él en Tavullia cuando sucedió el accidente— y en Ibiza, donde recuerda noches en las que Ángel Nieto no le dejaba marcharse a casa a las cinco de la mañana:
 “Lo increíble es la cantidad de energía que tenía a pesar de su edad. Hubo un día en que me quería ir a casa, a dormir, y me decía que no”, reía el nueve veces campeón del mundo. 

Esa misma energía fue la que sorprendió a un joven Maverick Viñales, que ganó el Mundial de Moto3 hace cuatro años en el seno del equipo comandado por los Nieto.
 “Nunca olvidaré el día que gané el título y las celebraciones: él tenía más energía que yo, que era el que había ganado el campeonato. Fue un año muy bonito”.
“Anécdotas así hay muchas porque hemos compartido tantos momentos... Dentro y fuera de la pista”, se arrancaba Márquez, de quien Nieto dijo que era el piloto más completo. 
“Como ha explicado Valentino, fuera de la pista Ángel también se movía rápido y era súper divertido. 
Yo podía ser su hijo y aun así compartimos muchos ratos, en el circuito, en su motorhome...”, añadía.

“Nos descubrió otro deporte”
A Dani Pedrosa no se le olvidará nunca su voz, pues lo escuchaba narrar sus vivencias y descifrar las carreras por la tele, cuando aún ni siquiera había debutado en el Mundial. 
“Ángel fue el que nos abrió las puertas a todos.
 Hay que recordarle por lo que hizo no solo por el motociclismo, sino por el deporte español, pues al final nos descubrió otro deporte.
 Ya existía afición a las motos, pero él la hizo crecer muchísimo”, le reconocía Márquez. 
Nieto lo sabía. Y no dudaba en afirmar que eso era lo que más le enorgullecía.
 Disfrutaba con una generación magnífica de corredores españoles y se veía reflejado en su éxito.
Pero no solo desde Brno y desde el paddock llegaron los mensajes de cariño para Nieto. 
“Sin palabras. Se va una parte de nuestras vidas y leyenda del motor. 
Mi pésame a la familia y abrazo al todo motociclismo”, escribió el piloto Fernando Alonso en su cuenta de Twitter. 
“Se va un mito dejándonos su gran legado. Descansa en paz Ángel ¡Campeón!”, se sumaba la nadadora Mireia Belmonte. 
“DEP Ángel Nieto, uno de los grandes campeones de nuestro deporte, eterna leyenda”, decía Iker Casillas.
 Alabanzas tan cariñosas como sentidas que se sucedieron sin parar, un adiós para un piloto pionero y ganador.

 

3 ago 2017

Una policíaca en la Transición............................. Juan José Millás..

Un mayordomo, aristócratas, sadomasoquismo y un canario. Los tintes novelescos del crimen de los marqueses de Urquijo, cometido el 1 de agosto de 1980.

Juan y Miriam de la Sierra, hijos de los marqueses de Urquijo, en un descanso durante el juicio al presunto asesino de los marqueses, Rafael Escobedo.
Juan y Miriam de la Sierra, hijos de los marqueses de Urquijo, en un descanso durante el juicio al presunto asesino de los marqueses, Rafael Escobedo

Los marqueses, que dormían en habitaciones separadas, fueron asesinados por un arma que entonces se calificó de femenina, quizá porque cabía en un bolso de noche o porque, en lugar de eructar, ge­mía.

 El marqués recibió el aliento de uno de estos gemidos en la nu­ca; la marquesa necesitó dos: uno en el cuello y otro en la boca. Él era caballero de Malta, Nobleza de Cataluña, Santo Sepulcro y San­to Cáliz de Valencia. 

 Leímos en El País que había acudido a su bo­da vestido con el uniforme de Santo Sepulcro, una excentricidad escatológica. Nunca supimos qué demonios significaban esos raros títulos donde la caballerosidad de Malta se mezclaba con los cálices de Valencia.

 Quizá se vio obligado a acumular dignidades dispara­tadas para ocultar su condición de consorte.

 Y es que el tratamien­to de marqués le venía por su esposa, María Lourdes de Urquijo, de la que lo primero que supimos es que mostraba al andar una cojera suave: más que un defecto parecía una nostalgia de pasadas dificul­tades psicomotoras. 

 Era menuda, y tan débil que carecía de fuerzas para abrir algunas puertas de la casa.

 Además, tenía frecuentes ja­quecas, por lo que hablaba poco, como si el crujido de la mandíbu­la, al batir, atravesara los espacios vacíos de su bóveda craneal con­vertido en el chirrido de una puerta o en el grito de un cuervo.

Cuando se entregaba a esta clase de suplicio, tampoco soportaba que se hablara cerca de ella.
 El susurro de las mandíbulas ajenas, por bien aceitadas que estuvieran, era para sus delicados tímpanos un estrépito que amplificaba la neuralgia.
 Aparte de las jaquecas, no te­nía otro vicio que la religión, a la que vivía entregada a través del Opus Dei. Una marquesa, en suma.
Los cadáveres fueron encontrados sobre sus respectivas camas el viernes 1 de agosto de 1980, así que en la conciencia de muchos es­pañoles quedaría asociado para siempre el comienzo de las vacacio­nes estivales con el asesinato de los marqueses de Urquijo.
 El matri­monio vivía (¿o deberíamos decir residía?) en Somosaguas, una urbanización de lujo situada junto al parque de la Casa de Campo.
 Según las primeras impresiones, los asesinos habían penetrado en la vivienda abriendo un boquete en la puerta de cristal por la que se accedía a la zona cubierta de la piscina.
 Desde allí alcanzaron una segunda puerta que agujerearon con un soplete para tener acceso a la llave, que solía estar puesta del otro lado.
 Superados estos obs­táculos, sólo había que subir al segundo piso, donde dormían las víc­timas. 
El marqués no llegó a despertarse. 
 La marquesa, sin embar­go, tuvo unos segundos para arrepentirse de sus pecados, pues el asesino tropezó con un mueble y se le disparó la pistola.
 Al incor­porarse para ver qué pasaba recibió un proyectil en la boca, e in­mediatamente fue rematada con otro que atravesó su cuello en di­rección ascendente, hasta alcanzar el cerebro en el que atesoraba jaquecas y oraciones, en confuso desorden.
 La munición era del 22, así que sólo mataba de cerca.
 La servidumbre estaba de permiso, ex­cepto una cocinera negra que pernoctaba en el piso de abajo y no es­cuchó ningún ruido. 
También había en la casa un caniche, Boli, que no ladró porque, según la hija de los marqueses, era un poco tonto.
 Aun sin despreciar la minusvalía psíquica del animal, se barajó en seguida la posibilidad de que los asesinos pertenecieran al círculo íntimo del perro o de las víctimas por el conocimiento que habían de­mostrado tener de la casa (¿ o deberíamos decir mansión?). 

Dicho círculo estaba formado también por un conjunto de perso­najes no menos estereotipados que los marqueses.
 Nadie, en este drama, es real. Todos sus personajes parecen haber salido de una no­vela de Agatha Christie mal traducida al castellano, y en cualquiera de ellos podemos encontrar alguna razón para matar a dos personas que, según algunas versiones, eran perfectamente asesinables.
 Por otra parte, el crimen no había sido acompañado de robo ni de nin­gún otro tipo de violencia, por lo que a primera vista el único móvil razonable era el de la herencia. 
Los herederos, Juan y Miriam, po­dían haberse desprendido también de una novela barata de críme­nes, pues respondían al estereotipo de gente ambigua, astuta, y per­manentemente humillada por un padre al que al principio se calificó de ahorrativo (en el enorme jardín de la mansión sólo había una fa­rola), aunque por lo que luego fuimos viendo era simplemente un ta­caño.
 Según el mayordomo –otro personaje de folletín– el marqués no les daba dinero ni para ropa, de manera que eran conocidos en los ambientes de su entorno como «los pobres».
Más cosas: Miriam, la hija mayor, vivía separada de su marido Rafael Escobedo Alday, de 26 años, con quien se había casado dos años antes. 
 Escobedo responde al modelo de joven desocupado, ines­table, débil, sin un duro, y algo bebedor. 
Hijo de un abogado reco­nocido, había abandonado los estudios de Derecho y no se le cono­cía ninguna ocupación ni ningún interés por nada que no fuera estar junto a Miriam.
 La boda, como es habitual en esta clase de novelas baratas en las que hay que multiplicar el número de sospechosos pa­ra mantener el interés del lector, no fue bien vista por los marque­ses, sobre todo por el marqués: la marquesa vivía fuera de la reali­dad, entregada en cuerpo y alma a sus oraciones y migrañas, de manera que no tenía una idea muy cabal de lo que sucedía a su alrededor. 
Pero el marqués odiaba a Escobedo en quien quizá veía re­petirse, como en un espejo, el braguetazo que él mismo había dado al casarse con María Lourdes unos años antes.
 No hay que olvidar que cuando Manuel de la Sierra conoce a la marquesa, él no es más que un oscuro funcionario de la embajada americana. 
Su ascenso so­cial comienza el mismo día en el que se pone el disfraz de Santo Se­pulcro para contraer matrimonio con una Urquijo, cuya familia era rica desde mediados del siglo XIX.
 Uno de los momentos más altos de ese ascenso se produce, paradójicamente, el día de su funeral: frente a su féretro desfilaron, entre otros, los baroneses de Gotor, el embajador de Estados Unidos, el de Egipto, así como Carlos Arias Navarro, Gregorio López Bravo, Enrique de la Mata, Antonio Garri­gues Walker y Joaquín Satrústegui. o consta de qué iba amortaja­do, pero la ocasión habría sido excelente para sacar del armario el traje de la boda.
 El hijo menor de los Urquijo, Juan, de 22 años que habría de heredar el título de marqués, llegó esa misma mañana des­de Londres.
 Miriam vivía en la calle Orense de Madrid y fue avisa­da cuando se descubrieron los cadáveres. 

En la tradición europea de literatura policíaca hay una corriente que desembocó en lo que se dio en llamar la «novela problema», una de cuyas máximas exponentes es sin duda Agatha Christie.
 Lo único importante en esta clase de relato es que el lector no descubra al asesino antes de que lo decida el autor.
 Su lectura, pues, no pro­porciona un placer muy distinto al de la resolución de un crucigra­ma.
 Es decir, que los muertos (al contrario, por ejemplo, de lo que sucede en la novela negra americana) no huelen, la sangre no salpi­ca, y los personajes son más bien marionetas que van de acá para allá sin otro objeto que el de desviar la atención del verdadero ase­sino.
 Por supuesto, todos tienen alguna razón para matar, del mis­mo modo que los asesinados tienen alguna razón para morir, pero las pasiones entre las que chapotean verdugos y víctimas son también pasiones de cartón piedra.
 No nos emocionan porque de lo que se trata, más que de leer una novela, es de resolver un pasatiempo.
 Por eso también, los personajes no evolucionan moralmente a lo lar­go del relato.
 Son igual de miserables, de generosos, de idiotas o de lúcidos cuando abrimos la novela que cuando la cerramos.
 En el crimen de los Urquijo, como en las malas novelas policía­cas, tampoco hay progresión moral.
 Durante los casi diez años que van desde la muerte de los marqueses al suicidio de Rafael Escobedo, los actores que formaron parte del drama no hicieron otra cosa que parecerse a sí mismos.
 Lo malo es que cada vez que conocíamos a uno nuevo era más pintoresco que los anteriores.
 Así, por ejemplo, en seguida nos enteramos de que Miriam mantenía una relación sentimental con un tal Richard Denis Rew, al que todo el mundo acabó refiriéndose como el americano.
  Es el encargado de dar un toque de exotismo a toda esta historia inverosímil.
 El americano declararia durante el juicio que en EE.UU. había sido profesor de literatura, aunque más tarde se dedicó al negocio de venta de alarmas (todo un modelo de racionalidad, según puede apreciarse). 
Llegó a España con una compañía de productos químicos (más dosis de racionali­dad) y conoció a Miriam en el verano del 77. Trabajaron juntos co­mo vendedores de jabón en una empresa de venta piramidal a la que también perteneció Rafael Escobedo.
 Este tipo de empresas, en las que podía ganarse mucho dinero si uno lograba colocarse en la pun­ta de la pirámide, era con frecuencia refugio de personas de clase media y alta que no habían logrado sacar adelante sus estudios, pe­ro cuyas maneras resultaban útiles para seducir a la multitud de in­genuos que debían ocupar la base de la pirámide para que el nego­cio fuera rentable a los de arriba.
Se trataba, en suma, de un juego en el que era preciso que muchos perdieran para que unos pocos ga­naran el dinero que, si llegaba, era abundante y fácil.
 No obstante, en la época del crimen, Miriam y el americano son ya socios en una empresa de bisutería llamada Shock, otra cosa irreal. ¿A quién se le ocurriría montar un negocio de joyas baratas con este nombre?
Pero todavía hay más seres de ficción: Vicente Díaz, por ejemplo, el mayordomo, un sujeto inverosímil y ambiguo al que le encantaba salir en las revistas presumiendo de que conocía los secretos de la fa­milia y la identidad de los verdaderos asesinos. 

Cuando sucedieron los hechos, estaba casado con la doncella de la mansión, pero ésta debía de ser una mujer real y huyó en seguida de aquella trama ima­ginaria para integrarse sin duda en el universo de las cosas reales, donde le perdimos la pista, igual que a la cocinera negra y al cani­che tonto: todos los personajes de carne y hueso desaparecían al po­co de dar los primeros pasos por el escenario, como si se hubieran colado involuntariamente en una película de dibujos animados en la que sus volúmenes tridimensionales llamaran demasiado la aten­ción. 
 Por el mayordomo conocimos las interioridades familiares y gracias a sus continuas insinuaciones llegamos a la conclusión de que todos, incluido él, podían ser los asesinos.
Pero falta todavía un personaje importante para completar el re­tablo: el administrador, Diego Martínez Herrera, que gestionaba el patrimonio de los marqueses desde hacía treinta años.
 Aunque no vivía en Somosaguas, tenía allí un despacho y una pequeña habita­ción. 
Según el mayordomo, mantenía con el marqués, de quien ha­bía sido amigo en la juventud, unas relaciones sadomasoquistas.
 Se trata de un personaje singular, que se pliega sin ninguna dificultad al estereotipo de hábil manipulador de testamentos y voluntades.
 Sonríe en casi todas las fotos, pero resulta imposible averiguar por qué, y permaneció idéntico a sí mismo durante todos los años que duró la novela. 
Siempre estuvo en el punto de mira de la policía, pe­ro no apareció ninguna prueba sólida para implicarle en el crimen. 
Se dijo de él que había modificado el testamento de los marqueses para incluir a Miriam, que habría sido desheredada al casarse con Rafael Escobedo, pero nada de esto se probó.
 Es cierto que quienes lanzaron tales acusaciones fueron el mayordomo y Escobedo, cuyas declaraciones no son muy fiables. Pero es que en esta historia min­tieron todos y todos transmitieron la impresión de permanecer ata­dos a los demás por algún secreto inconfesable. 

La detención

A los nueve meses del crimen es detenido como presunto autor del doble asesinato Rafael Escobedo Alday, quien en una primera confe­sión se autoinculpa.
 La detención se llevó a cabo en la finca que su familia tenía en Cuenca, adonde se había retirado con el propósito de montar un criadero de cerdos, idea que no se le ocurriría al novelista más calenturiento.
 Según las informaciones policiales, el asunto se re­solvió muy pronto, aunque la detención se retrasó por falta de prue­bas.
 Éstas fueron finalmente halladas en la mencionada finca de la familia de Escobedo, donde los investigadores, en un trabajo casi ar­queológico, encontraron casquillos de bala muy parecidos a los de aquellas que habían matado a los marqueses.
 Se averiguó asimismo que el padre de Rafael tenía en su colección de armas una del calibre 22 como la que había sido utilizada para el crimen, aunque no fue encontrada porque según su propietario se la había vendido a un mi­litar en 1947. 
 En versiones posteriores el acusado aseguró haber ven­dido esa pistola a Juan de la Sierra, su cuñado, por 200.000 pesetas. 
Rafael afirmó que había matado a sus suegros por considerarles cul­pables de su fracaso matrimonial.
 Confesó también que el día antes del crimen había comprado un rollo de esparadrapo para pegar a la puerta de la piscina y que los cristales no hicieran ruido al caer, así como un martillo, un soplete, una linterna y unos guantes.
 Se negó sin embargo a decir dónde había adquirido estos utensilios y qué ha­bía hecho con la pistola tras el crimen. 
Tampoco quiso delatar a sus cómplices.

Tanto juan de la Sierra como su hermana habían descartado en los interrogatorio la posibilidad de que el asesino fuera Rafael, cu­yo matrimonio se había realizado en régimen de separación de bie­nes, por lo que no podía aspirar a recibir ningún beneficio de la he­rencia.
 Por otra parte, el inculpado había dormido más de una vez en el chalé de Sornosaguas después del crimen, pues continuaba viéndose con el hijo de las víctimas, con quien mantenía una intensa amistad desde los tiempos de la facultad de Derecho, donde se ha­bían conocido.
 Según la policía, Rafael Escobedo Alday era «un jo­ven con una personalidad obsesiva, de reacciones raras, que ha esta­do sometido varias veces a tratamiento psiquiátrico y que ha sufrido unas relaciones no normales en su matrimonio».
 La descripción, sin ser un modelo de historial clínico, sitúa al preso (¿ o deberíamos de­cir paciente?) dentro de unas coordenadas lo suficientemente tópicas como para cargarle el crimen. 
En las novelas policíacas baratas la gente asesina mucho por rencor, incluso más que por dinero, y no hay que olvidar que el crimen de los Urquijo es hasta el momento una historia barata, llena de mayordomos disparatados y marqueses vulgares, una historia que teníamos junto a la cama y con la que nos dormíamos después de habernos pasado el día haciendo la Transi­ción. 
Por aquellos años nos daba tanto trabajo el paso de la dictadu­ra a la democracia, que por la noche sólo nos apetecía leer cosas in­transcendentes. 
El crimen de los marqueses de Urquijo duró más o menos lo que la Transición, que fue su lado novelesco.
 Y no se ter­minó porque se hubiera resuelto, ya que todavía continúa lleno de interrogantes, sino porque una vez rematado el tránsito político el público empezó a pedir otra clase de novelas, y en ello estamos
. De Rafael Escobedo supimos también durante los primeros tiempos de su cautiverio que un día, cuando su profesor de francés del colegio Alamán había alabado la limpieza de sus libros, había contestado sin inmutarse que estaban así porque se los forraba su señorita. 

Se hizo cargo de la defensa el prestigioso criminalista José María Stampa Braun, pero tendrán que pasar casi siete meses para que veamos en El País las primeras declaraciones públicas de Escobedo en las que, desde la cárcel, se desdice de su anterior confesión y se declara inocente.
 «Pronto aclararé ante el juez todo lo relativo a la muerte de mis suegros», afirma como si conociera lo ocurrido en el chalé de Somosaguas durante la madrugada del 1 de agosto de 1980. 
En el auto de procesamiento se alude a «personas no identificadas» con las que compartiría la responsabilidad del crimen.
Y es aproximadamente en este tramo de la historia donde Rafael Escobedo Alday se convierte para los medios de comunicación y pa­ra España entera en Rafi.
 Las fotografías de la cárcel lo muestran como un hombre que a pesar de sus veintisiete años tiene cara de ni­ño bueno. 
También a partir de ahora, Rafi comienza un camino sin retorno hacia la realidad.
 Es el único personaje de la novela que se vuelve real, mientras a su alrededor todos continúan mostrando los rasgos excesivos de las caricaturas.
 En la avidad del 81 es interna­do en el hospital para ser operado de un tumor alojado entre la ar­teria aorta y el pulmón izquierdo.
 La operación parece grave y se es­pecula con la posibilidad de que frente al riesgo de muerte Rafi se decida a desvelar datos relacionados con el crimen, pero lo único que hace es lanzar insinuaciones en una y otra dirección y advertir a la opinión pública, que ya lo ha adoptado, que teme ser víctima de una conspiración.
 Entre tanto, la imagen de niño débil, al que la señori­ta forraba los libros del colegio, va paulatinamente modificándose por la de alguien que quizá ha logrado en el patio de la cárcel el res­peto que no consiguió en el del colegio.
 Pero la confusión continúa. Escobedo sale del hospital y regresa a la cárcel sin que hayamos ave­riguado nada sobre el crimen.

El juicio

Y así llegamos al capítulo del juicio, en el verano del 83, que se abre con la sorpresa de que la prueba principal, los casquillos de ba­la encontrados en el dormitorio de los marqueses, así como los halla­dos por la policía en la finca de los padres de Rafi, han desaparecido del juzgado que tenía encargada su custodia.
 En algunos medios se especula con la posibilidad de que la falta de esta prueba provoque la suspensión del juicio.
 El proceso, sin embargo, sigue adelante, lo que provoca graves enfrentamientos entre el presidente de la sala, Bienvenido Guevara, y el abogado defensor.
 La petición fiscal es de dos penas de treinta años, una por asesinato, con los agravantes de nocturnidad, premeditación y alevosía. 
Cuando José María Stampa Braun, que hizo una defensa ejemplar, se encuentra dictando a la se­cretaria de la sala un informe en el que matiza y pone en cuestión la prueba pericial llevada a cabo por la policía sobre los casquillos de­saparecidos, Bienvenido Guevara le interrumpe señalando la impro­cedencia de su actuación. A lo que responde el abogado:
–Si el minucioso informe de un abogado hecho en defensa de al­guien que se está jugando sesenta años de cárcel se considera inopor­tuno, entonces yo, desde este momento, renuncio a la defensa y dejo de ser abogado, porque no me interesa colaborar con la justicia.
El público de la sala, que estaba claramente a favor de Rafi, pro­rrumpió en aplausos y el presidente ordenó desalojarla.
 Pocas veces en la historia de los tribunales un juicio despertó tanto interés.
 Se formaban colas desde primeras horas de la mañana para asistir a él y la sala estaba siempre a rebosar.
 El tono novelesco, o quizá en es­te caso de serie de televisión, se reprodujo a lo largo de la vista al comportarse el presidente de la sala como un personaje de telefilm que tuviera aversión al acusado.
–Deje el acusado de contar comedias –dice con tono agrio a Rafi en un momento en que está declarando.
–Si el presidente cree que esto es una comedia –responde Stampa Braun–, yo abandono inmediatamente la defensa. En todo caso, se­ría un drama.
–Pertenece al mismo género literario –insiste Bienvenido Gue­vara.
Estamos a finales de junio y la tensión crece, con el calor, en el interior de una sala abarrotada de público y enfervorizada con el acusado, a quien se considera vagamente el chivo expiatorio de los manejos criminales de la alta sociedad madrileña.
 La imagen que la prueba psiquiátrica arroja de Rafi (ya se le cita así habitualmente) es la de una persona inmadura y débil; sin embargo, se va crecien­do a lo largo del juicio y es el encargado de dar ánimos a su familia. y mientras Rafi va convirtiéndose en un personaje real, capaz de conmover a las personas reales, las situaciones novelescas se repiten de nuevo. 
 . Así, por ejemplo, a estas alturas nos enteramos, por una declaración de los médicos forenses, de que los cuerpos de los Ur­quijo habían sido lavados con agua caliente, haciendo desaparecer de ellos los restos de pólvora en los orificios de las balas, antes de que la policía y el juez llegaran al escenario del crimen.
 «Evidente­mente -añade uno de los expertos- esto no es normal en la práctica de la medicina forense. 
Es como si alguien intentase ocultar algo». La situación es tal que Ismael Fuente y Camilo Valdecantos, que cu­brían el juicio para El País, escriben literalmente el 24 de junio del 83: «Excepción hecha de la confesión de culpabilidad hecha por Es­cobedo, de la que se retractó posteriormente, y que es la cuestión central de la vista, desde el punto de vista de la Ley de Enjuicia­miento Criminal no se le ha podido probar al acusado ninguna de las presuntas pruebas». La prueba pericial de balística solicitada por el abogado defensor y aceptada por la sala se encargaría de poner en entredicho también la aportada por la policía.
Por lo demás, el juicio fue un desfile de personajes irreales, pues a los ya conocidos, que acentúan frente al tribunal sus rasgos ca­ricaturescos, aparecen en escena dos amigos íntimos de Escobedo:


Bendito majara inmortal.................................. José Sámano

Nieto, como Santana y Ballesteros, abrió el camino a lo que es hoy la España plurideportiva.

Y casualidades de la vida Ballesteros murió de un cáncer cerebral. Santana el testigo de toda una época de Inicios Deportivos. 

Ángel Nieto el 23 de septiembre de 1972 en el Circuito de Montjuïc.
Son multitud los deportistas que triunfan a diario, pero el podio de la eternidad es un panteón exclusivo. 
Y se gana en vida, caso de Ángel Nieto, que incluso hoy seguirá siendo inmortal, seguirá a todo gas en la memoria perpetua del deporte español. 
La huella de Nieto, como la de Manolo Santana, Seve Ballesteros y algunos más, trasciende con creces a un palmarés, por métrico que sea.
 Incluso cuando el genio hace las cuentas que le da la gana y si 13 son 12+1 pues son 12+1.
 Por grandilocuentes que sean sus éxitos, es su legado lo que les hace imperecederos.

Su aperturista impacto para el deporte español fue similar al de Ramón y Cajal para la ciencia
. Quijotescos pioneros que derribaron murallas no solo por su talento, sino por su audacia.
 ¿Qué diferencia a los pilotos de ahora de los de tu generación?, le preguntó cierto día el periodista Alfredo Relaño a Nieto.
 “Hoy son como ingenieros, nosotros éramos unos majaras”.
Y muy majara había que ser para que el hijo de unos hueveros nacido en Zamora y criado en Vallecas soñara con el mundial pilotaje de una moto.
 Como destornillados eran los sueños de Manolín Santana cuando, con su padre en una cárcel franquista, su madre y sus tres hermanos vivían en una casa madrileña en la que debían compartir cuarto de baño hasta doce familias.
 Como los locatis desvelos del hijo de Baldomero y Carmen, Severiano, cuando acarreaba palos de golf al sur de la Bahía de Santander.
 Si Seve empezó como caddie, Santana lo hizo como recogepelotas y Nieto como ayudante de un taller mecánico de su amigo Tomás Díaz Valdés, luego periodista de motos. 
Al tiempo que Santana y Nieto alimentaban sus fábulas infantiles, el tenis y el motociclismo eran una estepa, disciplinas sin eco alguno en una España franquista en la que solo retumbaban el fútbol y algunas notas del boxeo y el ciclismo.
 Tampoco en la embrionaria Transición el golf tenía migas.
Los tres, los más paradigmáticos, pero sin olvidar a Lili Álvarez, Joaquín Blume o Vicente Trueba, otros precursores ilusionistas, se adentraron en su particular triángulo de las Bermudas.
 En aquella España chata y acomplejada eso era acudir a Wimbledon, viajar al Gran Premio de Monza o incluso aventurarse al British de Saint Andrews.
Hoy España disfruta de Rafa Nadal, Jorge Lorenzo, Sergio García... Es más que probable que ninguno de ellos fuera concebido como lo que es sin aquellos maravillosos primogénitos. 
Sin aquellos majaras que nos enseñaron qué demonios era un ace, una chicane o un birdie
 Sin aquellos majaras que sellaron el acta fundacional de sus respectivos deportes. 
Veamos: tras Nieto, el motociclismo ha dado 17 campeones mundiales. 
Eso es ir a todo gas. 
Y nadie abrió más que Ángel Nieto, primero soñador, luego explorador, más tarde campeonísimo y después maestro apasionado micro en boca.
 Y lo que le queda. 
En cada nuevo éxito en un circuito siempre florecerá el testamento de este majara inmortal.