Lola Flores, la Pantoja, Carmina,… una apología pasional, sincera, de nuestro cosmos marujil frente a las ricas famosas de EE.UU.
Es conocida la revalorización cultural que los superhéroes del tebeo americano experimentaron a mediados de los años 60.
Los estudios sobre la cultura de masas habían marginado o bien infravalorado el cómic, por lo que fueron Umberto Eco y otros autores quienes empezaron a estudiar el fenómeno como expresión artística nutrida de significado, discurso y mythos.
Nosotros, en España, no tenemos superhéroes, o si los tenemos son paródicos y remiten siempre a una fuente externa, pero también contamos con un espejo cultural narrativo de carácter propio y eminentemente popular: las revistas del corazón, los programas rosa, el cotilleo.
Si Superman representa la esperanza post-New Deal de una América gentil, granjera, de inmigrantes solidarios y trabajadores, y Batman a la América corporativa y psicópata que antagoniza al 99% frente a un 1 de millonarios redentores, aquí venimos siendo más de la España de Carmina o de la España de la Pantoja, lo que no deja de tener su lectura social.
Bien pensado, este cuelgue nuestro de las folclóricas como protagonistas de sagas interminables, capaces de engendrar una mitología compleja al alcance de todos, no tiene nada que envidiar a las historietas comiqueras, pero tampoco al folletín clásico.
De hecho, ¿qué temas se tratan en las revistas de peluquería? Amor, odio, pasión, celos, traiciones, herencias, desengaños familiares, etcétera.
Hoy en día es un cliché ridículo que las películas románticas acaben en boda, pero el HOLA sigue pagando talones porque los novios nos enseñen la tarta, el esmoquin, el vestido y ahora, vídeo mediante, hasta los votos.
En estas historias, los giros de trama no dependen de la inspiración de un grupo de guionistas, sino que se van dando sobre la marcha, espontáneamente, a veces incluso en directo, gracias a programas como Sálvame, autoabastecidos de un ecosistema nativo de colaboradores que son, al mismo tiempo, comentaristas del escándalo ajeno y protagonistas del propio.
Yo defiendo nuestra telebasura.
Defiendo el pathos pantojiano, esa melancolía gitana enganchada al victimismo, la viudadead militante, el verso coplero como navaja suiza de multiplicidades semánticas.
Defiendo a Carmina, princesa endragonada de falangismo que mutó en venus hedonista, con sus pies bañados de cerveza en el Rocío, su honestidad narcisa, golpe de melena mediante.
Frank Miller quiso poner a Batman a luchar contra Al-Qaeda, y una de las viñetas más ridículas de la Marvel reciente nos enseñaba a un montón de villanos icónicos llorando ante los atentados del 11-S. Nuestras heroínas también saben capturar el zeitgeist cañí.
Un Diez Minutos es un termómetro sociológico como otro cualquiera.
Por ejemplo, dice mucho de un país que éste temblara cuando se descubrió que Lola Flores tuvo un amante, y peor aún, un amante consentido.
Algo se quebraba de Lola en el imaginario popular al atribuirle una cosa tan inocente, tan típica y, vaya, tan masculina como un amante corista.
Ella, que por confesar había confesado ya hasta puterío, no podía quedar con ese feo manchado ahí, póstumamente.
Hay reacciones a según qué miserias televisivas que radiografían una sociedad mejor que un CIS.
Sin embargo, el corazoneo no acaba de ganarse a la gente, al estudiante universitario, a la pizzera, al albañil cansado, al catedrático de Física, a la médico de familia.
Todos ellos siguen viéndolo como un detritus cultural.
Siempre existirá la figura del comentarista más o menos irónico que trate estos temas con distancia (desde aquí yo hago contorsiones para salirme del arquetipo), pero el consenso es que esta clase de contenidos son un entretenimiento pueril e incluso nocivo, algo que no sólo no se consume sino que no se debe consumir.
Se tolera, quizás, como pienso geriátrico, y aun así con la condescendencia insoportable de “mi abuela, la pobre, se pasa el día viendo eso”.
En cambio, esa misma gente que tiene una opinión tan rotunda sobre la telebasura patria, suele ser más flexible con la telebasura de fuera.
Hay una especie de empatía millennial con los realities de la MTV que no se extiende al folclore nacional. Las Kardashian, sí; Sálvame, no.
Yo quiero reivindicar nuestro petardeo por encima del de las Kardashian.
No tengo intención de ponerme Lenore perdido y atribuir esa discriminación a una suerte de clasismo, que ya somos todos mayorcitos para hacernos los provocateurs; ni tampoco voy a entrar en los motivos que justifican la diferencia de sensibilidad hacia un famoseo y otro, pues me son desconocidos; pero sí quiero hacer una apología pasional, sincera, de nuestro cosmos marujil.
Cuando, hace unas semanas, a Kim Kardashian le salió una polémica coquil, la reacción de la diva fue perfectamente ridícula sin dejar de ser 100% ella, 100% Kardashian.
Presionada por lo que parecía la revelación de dos rayas de cocaína en el fondo borroso de un vídeo de Instagram, la empresaria alegó primero, muy enfática, que no era coca, sino ¿azúcar para sus hijos?, y luego, tras aportar evidencias más o menos científicas, que se trataba sólo de las típicas manchas blancas de mármol que tienen, bueno, las mesas de mármol.
Honestamente, ¿a quién le importa? Lo único que saco en claro de esto es que Lola habría callado bocas con mucho mejor estilo.
Lola Flores explica “el método”
Me interesan poco las aventuras de la gente rica y mucho sus desgracias, sus vergüenzas, sus secretos más sórdidos e inconfesables.
En programas como Las Kardashian no hay nunca secreto sórdidos e
inconfesables.
El contenido lleva siempre el sello de aprobación de las
protagonistas.
Todo lo que hay de barroco en sus vidas es gracioso para
nosotros y probablemente natural para ellas.
Pero no deja de ser un
espectáculo complaciente.
Incluso el que se ríe de las Kardashian se está riendo con
las Kardashian, mal que le pese.
Por eso cuando la televisión española
trata de imitar el formato le salen cosas tan fallidas como la naftalina
jurásica de Las Campos. ¿Cuál es el interés de Las Campos?Ninguno, pero ellas se creen las más....programas rancios sin interés y encima rendirles pleitesia.
La tesis de Owen Jones sobre la perversidad política de este tipo de programas no es aplicable a España, donde las chonis no cumplen la función de payaso que cae a la piscina de la feria, sino de heroínas.
Aquí a Belén Esteban, con su madrecorajismo, su arrabalería oxigenada y su condición de exmalita, es entendida, protegida y vituperada por las masas.
Los espectadores perdonan a Belén porque ellos son los primeros que se han hecho adictos a su vida.
Los ricachones, en cambio, son la diana favorita de los medios rosa.
Aquí se ha freído a la nobleza en la silla eléctrica de los magacines de mañana y tarde.
Triste es decirlo, pero la prensa que ha sido históricamente más crítica con los Alba o los Franco, herederos cada uno de sus propios saqueos, ha sido la del corazón.
Hay motivos políticos y estéticos para creer en nuestra telebasura, utilísimo mapa capaz de descodificar una sociedad que ha tenido siempre relaciones complicadas con la envidia y la celebridad. Detrás de cada hermano Matamoros yo veo una novela rusa;
detrás de cada Kardashian no veo más que el alivio casual de encontrártelas mal dobladas en cualquier recoveco de un zapping adormecido.
Yo digo: seamos patriotas. Nosotros somos quien somos, basta de Historia y de cuentos; de cuanto fue nos nutrimos, transformándonos crecemos.
Sí. Así somos quienes somos; golpe a golpe, bañerazo a bañerazo o lo que sea. Lo digo de nuevo: seamos patriotas, veamos Sálvame.
Alrededor de la estructura inherentemente cordial y blanca del programa, la cadena intentó colar satélites morbosos que pudieran exprimir todo el jugo. Así, después de cada especial, se emitía una tertulia que diseccionaba el contenido con el apropiado ahínco venenoso.
Es a lo que estamos acostumbrados y no lo veo mal, porque la crueldad corazonil, especialmente en la era post-Tomate, se ha cebado siempre con los poderosos al tiempo que protegía al lumpen.La tesis de Owen Jones sobre la perversidad política de este tipo de programas no es aplicable a España, donde las chonis no cumplen la función de payaso que cae a la piscina de la feria, sino de heroínas.
Aquí a Belén Esteban, con su madrecorajismo, su arrabalería oxigenada y su condición de exmalita, es entendida, protegida y vituperada por las masas.
Los espectadores perdonan a Belén porque ellos son los primeros que se han hecho adictos a su vida.
Los ricachones, en cambio, son la diana favorita de los medios rosa.
Aquí se ha freído a la nobleza en la silla eléctrica de los magacines de mañana y tarde.
Triste es decirlo, pero la prensa que ha sido históricamente más crítica con los Alba o los Franco, herederos cada uno de sus propios saqueos, ha sido la del corazón.
Hay motivos políticos y estéticos para creer en nuestra telebasura, utilísimo mapa capaz de descodificar una sociedad que ha tenido siempre relaciones complicadas con la envidia y la celebridad. Detrás de cada hermano Matamoros yo veo una novela rusa;
detrás de cada Kardashian no veo más que el alivio casual de encontrártelas mal dobladas en cualquier recoveco de un zapping adormecido.
Yo digo: seamos patriotas. Nosotros somos quien somos, basta de Historia y de cuentos; de cuanto fue nos nutrimos, transformándonos crecemos.
Sí. Así somos quienes somos; golpe a golpe, bañerazo a bañerazo o lo que sea. Lo digo de nuevo: seamos patriotas, veamos Sálvame.
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