EN EL FONDO, a mí me parece que no nos gusta que nos den la razón. A
quienes sufrimos de complejo de inferioridad, al menos, nos fastidia. Inseguros como estamos de nuestras opiniones, nos desasosiega que
alguien venga a apoyarlas. Yo he pronunciado conferencias cuyo éxito me
ha amargado la noche. Me recuerdo ahora en la cama de un hotel de una ciudad cualquiera,
cubierto hasta la coronilla con la sábana, preguntándome adónde va la
humanidad cuando aplaude las sandeces que se le ocurren a un tipo como
yo.
Eso es un problema de autoestima.
—Lo que usted diga. Pero vamos al grano: yo no sé si Puigdemont tiene complejo de
inferioridad ni si, en caso afirmativo, está justificado. Ahora acaba de
pronunciar un discurso para anunciar la convocatoria de un referéndum
(de momento, ilegal) que se celebrará el 1 de octubre. Al dejar la
tribuna desde la que se ha dirigido a la prensa y al público, se le ha
acercado el señor que vemos a su izquierda portando una estelada. El señor se quiere fotografiar con él, a lo que Puigdemont,
lógicamente, accede. Ahora bien, observen la falta de entusiasmo con la
que sus dedos sostienen el borde de la bandera, como si, en lugar de una
tela, se tratara de una víscera. Esos dedos actúan más como una pinza
quirúrgica que como el extremo de una mano amorosa. Trasmiten la
impresión de no querer comprometerse. Si a ello le añadimos una sonrisa
de circunstancias, nos dan ganas de asegurar que al president le revienta que ese individuo haya venido a darle la razón. Con frecuencia, hace menos daño que te la quiten.
El apocalipsis que vivimos es el de un sistema político anquilosado que
necesita renovarse por completo. Tenemos que refundar la democracia.
SE DIRÍA QUE nos estamos acostumbrando a vivir en la antesala del
fin del mundo. Después de un par de siglos de progresiva omnipotencia,
de desarrollos científicos que nos infundieron la ilusión de que
podíamos controlarlo todo y hacer de la existencia un lugar seguro,
ahora resulta que esa misma tecnología parece haberse vuelto en nuestra
contra. ¿Que el loco norcoreano y el no menos loco Trump se lían a bombazos nucleares y
nos dejan el planeta para el arrastre? Podría ser. ¿Que, como vaticina
Stephen Hawking, aparece en cualquier momento un virus resistente a los
fármacos que diezma en un soplo letal a los humanos? No digo yo que no. ¿Que el calentamiento global, cada vez más acelerado y evidente, nos
conduce a inundaciones, cataclismos climáticos, desplazamientos masivos,
hambrunas y matanzas? Bueno, esto no sólo es posible sino probable, y
además se diría que está sucediendo ya: expertos mundiales han señalado
que la tragedia de Siria se ha visto fomentada por una inaudita sequía
de siete años que hizo que centenares de miles de personas se
desplazaran desde el campo hacia Damasco y Alepo, creando una situación
de inestabilidad social que favoreció la radicalización y el estallido
de la violencia.
Por todos los santos, ¡si ni siquiera nos extrañaría mucho que un
día, al salir de casa, se nos desplomaran encima de la cabeza los restos
de un satélite artificial! En este mundo de postrimerías, del cielo ya
no caen rayos, sino tuercas.
¿Sueno demagógica? Ojalá lo fuera, porque me temo que la realidad es aún más brutal
Y ahora, horror, el fuego, que siempre ha sido un símbolo apocalíptico. En el lapso de tan sólo una semana ha habido dos incendios aterradores,
dos tragedias imposibles que parecen sacadas de otra época: la
carbonización de la torre Grenfell en Londres (79 muertos y decenas de
heridos gravísimos) y el espantoso incendio rural en Pedrógão Grande,
Portugal (64 cadáveres y 62 heridos por el momento). Los centenares de
personas atrapadas en la torre aullaron durante horas, primero de terror
y luego de sufrimiento al abrasarse: los vecinos los oyeron sin poder
hacer nada (qué trauma insuperable). No sé si alguien pudo escuchar a
las víctimas portuguesas, pero sin duda fue igual de dantesco: se
calcinaron vivas.
Son dos dramas pavorosos, atroces, incomprensibles en el primer
mundo, y se han dado a la vez. No sé bien cómo se ha llegado a esto en
Portugal; mientras escribo el artículo, que tardará en publicarse,
estamos aún en las primeras horas de la catástrofe y los heroicos
bomberos siguen luchando; primeras horas de la catástrofe y los heroicos bomberos siguen luchando;
pero se trata, en cualquier caso, de una zona de modestas aldeas. De la
torre Grenfell sabemos mucho más. Sabemos que sus inquilinos eran
pobres en un barrio de ricos. Que sólo disponían de una salida y
carecían de rociadores de agua. Que llevaban años denunciando la
inseguridad del edificio pero nadie les hizo caso. Y que hace poco
repintaron la torre para que no desmereciera en el entorno opulento y al
parecer el contratista usó una pintura inflamable porque era dos euros
por metro más barata. Supongo que, inconscientemente, todos pensaban que
los vecinos de Grenfell ya tenían bastante suerte con vivir en ese
barrio y que no debían ponerse tan pejigueras exigiendo mejoras. Quiero
decir que es posible que los pobres se quemen más. ¿Sueno demagógica? Ojalá lo fuera, porque me temo que la realidad es aún más brutal. Los
estudios muestran que, en una misma ciudad, los pobres están más
enfermos y tienen menor esperanza de vida, y lo peor es que este dato ni
nos sorprende ni nos escandaliza. Y en el libro Incógnito, del neurocientífico David Eagleman, leí algo alucinante: los investigadores han hallado varios genes que parecen predisponer a la esquizofrenia, pero ninguno influye tanto como el color del pasaporte. Y es que se ha demostrado que la tensión social de ser emigrante en un
nuevo país es un factor fundamental para sufrir esta enfermedad: “Al
parecer un repetido rechazo social perturba el funcionamiento normal de
los sistemas de la dopamina”. La desigualdad y el maltrato social
enloquecen, enferman y acaban quizá por abrasarte vivo. El verdadero
apocalipsis que estamos viviendo es el de un sistema político
anquilosado que necesita renovarse por completo. Tenemos que refundar la
democracia.
Cada cual es responsable de las palabras que elige y emplea, aunque hay
ocasiones en las que se deslizan expresiones que conllevan peligro.
INSISTO MUCHO mucho en cuestiones de la lengua, y con razón me
considerarán un pesado. Pero es que quien adultera y controla la lengua
acaba por adulterar y controlar el pensamiento, y soy acérrimo defensor
de la libertad de ambas cosas, la expresión y el pensamiento. Creo que el riquísimo acervo del castellano debe estar, completo, a
disposición de cada hablante, y que no ha lugar a vocablos prohibidos ni
desterrados del Diccionario, como expliqué hace unas semanas. Cada cual es responsable de los términos que elige y emplea, lo cual nos
brinda a todos inestimables pistas para saber con quiénes tratamos. Si
un día se lograra imponer a toda la sociedad un habla neutra,
descafeinada, “políticamente correcta”, habríamos perdido un elemento
fundamental para orientarnos. Sin duda soy maniático en ese terreno,
pero me va bien así, como creo que le iría a cualquiera: según el léxico
y las imágenes de un autor, abandono su texto o lo sigo leyendo. Hace
poco me encontré con una breve cita de un escritor, que decía en una necrológica de Chavela Vargas:
“Sigue eterna bolereando la trizadura lésbica de su canto”. Seré
injusto probablemente, pero semejante cursilería pseudopoética me
disuadirá de acercarme a ninguna obra de ese escritor.
También recuerdo haber exclamado “Vade retro!”, como el exorcista de la niña de El exorcista,
al toparme con una columnista que, en su estreno, anunció que hablaría,
entre otras cosas, “del tamaño de la aridez de nuestros corazones”. “Santo cielo”, pensé, “no me pillará tan melodramática señora”. No me
digan que no es útil que cada uno pueda decir lo que quiera abiertamente
y sin cortapisas, porque lo que alguien dice y cómo lo dice nos
proporciona una información valiosísima para huir o acercarnos, para
aficionarnos o salir pitando.
Al introducirse con frivolidad esa frase en el habla, se está
deslizando en nuestro pensamiento la mayor perversión imaginable de la
justicia
Pero hay ocasiones en las que se deslizan subrepticiamente expresiones
que conllevan peligro, porque acaban habituándonos a ideas falsas que
pervierten o distorsionan la realidad gravemente. De manera insidiosa e
imperceptible se cuelan en el habla coloquial, y por tanto en el
pensamiento “normal”, siendo como son a veces aberraciones. El ejemplo
más alarmante detectado es este, oído en las noticias recientemente: “El
Real Madrid ha emitido un comunicado de apoyo a Cristiano Ronaldo, ante la acusación de fraude al fisco de que ha sido objeto. El club está seguro de que el jugador demostrará su inocencia”, algo así. Ni de lejos es la primera vez que oigo o leo eso: la frase aparece en
series, en películas, en la prensa, en el habla de la gente y hasta en
boca de los detenidos, pese a tratarse de un imposible, en primer lugar,
y, en segundo, de algo que no procede. Procedía, eso sí, durante la
Guerra Civil y bajo la dictadura franquista, como ha procedido en todas
las tiranías del pasado y aún procede en las del presente. Una persona
era acusada, por ejemplo, de haber asesinado a un falangista durante la
contienda. Esa acusación, aunque viniera de un particular (que a lo
mejor quería librarse de un rival, o vengarse), se daba por verdadera y
buena, y entonces le tocaba al acusado demostrar lo imposible: que era
inocente. Eso nunca puede demostrarse, a menos que haya una manifiesta
incompatibilidad geográfica o física: si el falangista había sido
asesinado en Madrid, y el acusado se hallaba en Galicia en la fecha del
crimen, no había caso.
Pero si yo acuso mañana, qué sé yo, a la Ministra Báñez
de haberse cargado con sus propias manos a un indigente en el Retiro, y
la Ministra carece de coartada sólida, y mi acusación se da por
verídica, la pobre Báñez, con todo su poder, no estaría capacitada para
demostrar que no cometió ese homicidio. Al introducirse con frivolidad esa frase en el habla, se está
deslizando en nuestro pensamiento la mayor perversión imaginable de la
justicia, a saber: que corresponda al acusado probar algo, y no al
acusador, que es a quien toca siempre demostrar que un reo es culpable. Que la carga de la prueba recaiga en el acusado es lo que se ha llamado,
con latinajo, probatio diabolica, algo propio de la
Inquisición y nunca de los Estados de Derecho. Aquélla consideraba que
si un reo confesaba, era evidentemente culpable; y si no lo hacía ni
bajo tortura, también, porque significaba que el diablo le había dado
fuerzas para aguantarla. Hace años me encontré con una versión moderna
de ese “razonamiento”, en el caso de un librero juzgado por pederastia
en Francia. “Lo propio de todo pederasta”, arguyó el juez, “es negar los
cargos en primera instancia”. “Y lo propio de los no pederastas también”, le escribí a ese juez. “¿O
es que pretende usted que un inocente no niegue tamaña acusación, siendo
falsa?” Soy contrario a prohibir nada, pero ruego a todo el mundo
(periodistas, guionistas, escritores, locutores, abogados y hasta
incriminados) que evite siempre la expresión “demostrar su inocencia”. Porque si no, poco a poco, acabaremos creyendo que eso es lo que nos
toca hacer a todos y que además es factible. Y no lo es, es imposible.
El Look Forward Fashion Tech Festival en París explora las posibilidades de las nuevas tecnologías en la industria textil.
Dos de los diseños de Anouk Wipprecht.
La moda más osada y experimental no se encuentra en una
pasarela o en uno de los escaparates de las lujosas boutiques de París,
sino en el sótano de un centro de exploración digital de la capital
francesa. Y no se hace a base de puntadas finas y telas lujosas, sino
con impresoras 3D y robótica. Hasta el 2 de julio, el Look Forward Fashion Tech Festival
se interroga en las instalaciones del Gaîté Lyrique de París hacia
dónde va la moda y cómo las nuevas tecnologías pueden ayudar a cambiar
la concepción misma del sentido de las prendas.
Diseños de las prendas (no)where (now)here de Ying Gao.Dominique Lafond
“La ropa sirve para protegernos, pero la moda es una forma de expresión y de comunicación, es un interfaz”, sostiene Anouk Wipprecht.
Esta holandesa asentada en San Francisco es una de las diseñadoras e
ingenieras —la combinación más usual en el Fashiontech, donde
predominan, además, las mujeres— que exponen sus propuestas estos días
en París.
Su obsesión: “Cómo podemos instrumentalizar el cuerpo, cómo
podemos comunicarnos con otras personas a través de los trajes” y que
estos se conviertan en “una segunda piel”, en algo mucho más
evolucionado y proactivo que los actuales wearables, como las pulseras que miden los pasos o la calidad del sueño.
Las posibilidades son infinitas, según los diseñadores como
Wipprecht y expertos del ramo invitados a la segunda edición de un
festival que busca repetir el éxito del año pasado —más de 10.000
visitas, el doble de lo esperado— y hasta expandirse a otras ciudades,
como Madrid o Milán. En este gran sótano parisino, donde también se
celebran talleres y se debate en torno a este sector cada vez más
pujante, se exhiben trajes que ayudan a expresar lo que uno siente y
vestidos que protegen el espacio personal y hasta pueden tener una
actitud ofensiva. Se puede ver también una chaqueta que permite que
personas sordas puedan sentir la música, vestidos cuyos colores solo se
ven cuando se les toma una fotografía con flash, maquillaje
interactivo que permite controlar movimientos, prendas que alertan del
nivel de polución o que sirven de paneles solares para recargar, en el
mismo bolsillo, la batería del teléfono.
Prendas inteligentes
La falda mariposa de Birce Ozkan.
“La ropa interactiva puede ser un paso más en la manera en que la moda sirve como una forma de expresión”, coincide Birce Ozkan,
una diseñadora de origen turco que estudió y vive en Nueva York. Ella
mira a la naturaleza y a su forma de expresarse y reaccionar para
inspirar sus diseños, que también buscan expresar estados de ánimo. Como
su falda-mariposa, que bate las alas de acuerdo con el estado de ánimo
de la persona que lleva esta prenda, que va conectada a un casco de
encefalografía que transmite datos sobre la actividad cerebral. En toda revolución tecnológica, se necesita a gente muy creativa que
piensa sin fronteras, que trae ideas nuevas, precursoras, ideas un poco
locas. Luego hace falta que vengan otras con un sentido un poco más
comercial y que miren cómo esto puede desarrollarse para más gente”. Los
precedentes empiezan a multiplicarse. La casa Chanel ha presentado una
colección de bolsos con luces led y Levi’s, la más tradicional de las
marcas de ropa vaquera, tiene en marcha un proyecto con Google para
crear prendas conectadas.
La mayor parte de los modelos expuestos en el Fashiontech
Festival son todavía proyectos lejos del consumidor normal, pero eso no
es algo que inquiete a los organizadores del evento. “Hoy hay muchas
innovaciones que veíamos en las películas de ciencia ficción de hace 20
años”, recuerda Irache Martínez.