A quienes sufrimos de complejo de inferioridad, al menos, nos fastidia.
Inseguros como estamos de nuestras opiniones, nos desasosiega que alguien venga a apoyarlas.
Yo he pronunciado conferencias cuyo éxito me ha amargado la noche.
Me recuerdo ahora en la cama de un hotel de una ciudad cualquiera, cubierto hasta la coronilla con la sábana, preguntándome adónde va la humanidad cuando aplaude las sandeces que se le ocurren a un tipo como yo.
—Lo que usted diga.
Pero vamos al grano: yo no sé si Puigdemont tiene complejo de inferioridad ni si, en caso afirmativo, está justificado.
Ahora acaba de pronunciar un discurso para anunciar la convocatoria de un referéndum (de momento, ilegal) que se celebrará el 1 de octubre.
Al dejar la tribuna desde la que se ha dirigido a la prensa y al público, se le ha acercado el señor que vemos a su izquierda portando una estelada.
El señor se quiere fotografiar con él, a lo que Puigdemont, lógicamente, accede.
Ahora bien, observen la falta de entusiasmo con la que sus dedos sostienen el borde de la bandera, como si, en lugar de una tela, se tratara de una víscera.
Esos dedos actúan más como una pinza quirúrgica que como el extremo de una mano amorosa. Trasmiten la impresión de no querer comprometerse.
Si a ello le añadimos una sonrisa de circunstancias, nos dan ganas de asegurar que al president le revienta que ese individuo haya venido a darle la razón.
Con frecuencia, hace menos daño que te la quiten.
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