Qué atrevido Javier Marías, arañar nombres de los recientes santorales.
Gloria Fuertes, en una imagen de archivo.
Es saludable que se atreva uno a decir “no me gusta”, en el
tiempo del “me gusta”, porque de ese modo se rompe el árbol de la
complacencia. Javier Marías suele cumplir esa función,
entre nosotros. Entre los ingleses tenían a Christopher Hitchens: se
establecía una corriente, él iba por el otro lado. Aquí ha habido otros
contradictorios, pero en este momento Marías, a juzgar por lo que es
atacado, debe ser el adalid de los que se atreven a llevar la contraria. En un libro de Guillermo Cabrera Infante, que fue amigo de Marías, por
cierto, se habla de una tribu, probablemente norteamericana, que se
llama Los Contradictorios, que hasta se sientan al revés, para darle la razón a su denominación y a su origen.
Pero
antes de hablar de lo que trae aquí a Javier Marías y a los
contradictorios, déjenme que vaya al Parlamento y a la ya extinta Moción
de Censura. Recuerden ustedes que en ella hubo un rifirrafe, que ahora
se llama así el debate, entre el líder de Podemos, Pablo Iglesias, y la
diputada de Coalición Canaria Ana Oramas. Aquel la señaló a ésta con el
dedo (acusador, por supuesto) y terminó llamándola tránsfuga. Y Ana
Oramas lo llamó a él machista. Se pegaron, pues, lo normal. A pesar de
que ella había introducido versos, sarcásticos, en su respuesta, así
como cierta retranca canaria, la diputada Irene Montero optó por deducir
que la oponente de su compañero estaba irritada y buscó en seguida, en
el baúl de los recuerdos de uno de los suyos, una razón para explicar la
irritación supuesta de Ana Oramas.
Llevada por ese ánimo justiciero, Montero reprodujo en Twitter la razón
por la que, según ella, Ana Oramas estaba irritada.
Era porque in illo tempore (in illo tempore
ahora puede ser anteayer, o la semana pasada, o la última contienda
electoral) el diputado podemita tinerfeño Alberto Rodríguez había
contado en una reunión ante los suyos que la abuela de Ana Oramas, rica
de La Laguna, había tenido a su propia abuela, la de Alberto Rodríguez,
cosiendo y martirizada, mal pagada y humillada.
Y exhibía Irene Montero,
tan segura de sí misma como en el debate, esa pieza de documentación en
la que se ve a su compañero narrando, con su correspondiente suspense,
episodio tan ilustrativo.
No hubo reproches a Irene Montero por sacar tal documento
para desmejorar, con una historia de antepasados, a la diputada
presente, sólo con el deseo de dañar su reputación en función de la
supuesta reputación de su abuela; no hubo compasión (por decir esta
horrible palabra) con Ana Oramas. Las alusiones, machistas, sin duda, de
Rafael Hernando, a la propia Montero en ese mismo debate, tuvieron un
recorrido inmenso por las redes, pero a la diputada canaria nadie la
salvó de la agresión, primero en el Parlamento y después en las dichosas
redes sociales. Por otra parte, cualquier referencia a la identidad de
las amistades propias de la diputada de Podemos alcanzan niveles de
enorme agitación tuitera, pues el machismo irrita, y con razón, pero
cuando la agitada es una persona que no tiene el aval de la ideología
más dominante en Twitter, por ejemplo, el decibelio se queda a cero. Y
eso tampoco es justo. Pues, a lo que iba. Ahora se ha atrevido Javier Marías a tocar el árbol del me gusta
y no me gusta y ha dicho algo que resulta muy normal decir, pues el
gusto literario es el menos obligatorio de los gustos, y de los
disgustos. Y ha dicho que Gloria Fuertes no es para tanto. Para que fue aquello. ¡Y además lo ha dicho en EL PAÍS!
Pues leña al mono. Te puede disgustar Hemingway, e incluso Camus, o
incluso te puede disgustar, cómo no, Javier Marías. Pero tocas las
nuevas santidades y acabas chamuscado. Y Gloria Fuertes está entre las
glorias intocables de este momento histórico. Qué atrevido Marías,
arañar nombres de los recientes santorales. Ha chocado contra el
renovado puritanismo, que apunta con letras de oro lo que siempre estuvo
en la división de bronce de la muy vapuleada historia de la literatura
menor española. Y tendrá su merecido en las redes sociales, que ahora ya
lo están tratando de quemar en las hogueras en las que se quema a
aquellos que desafían la corriente.
Un día el nuevo puritanismo hará una lista de los intocables, para que Marías y otros desviados se fijen en ella.
No sé como se las arregla usted Juan Cruz, que hasta para criticar a Marías, cosa que yo hice tb. no me gusta eso de tener una lista de intocables porque a mi solo me gusta Marias en alguna columna si hace referencia a Pérez Reverte. bueno su última novela si me gustó un poco.
pero Juan usted para meterse con Marías utiliza eso de pasa por Valladolid para meterse con su gran enemigo Pablo Iglesias y sale en defensa de esa señoritinga de La Laguna que no tiene credibilidad y si que es ella muchos adjetivos de la derecha, pero claro defienden a la podemita y de su Anita no dicen nada....Ay!!! Juan que en Canarias nos conocemos todos en el barrizal político.....claro que a mi no me lee nadie y a usted lo leo yo.
Cristina Morató revive la increíble aventura vital de la legendaria Lola Montes.
Ni se llamaba Lola Montes (o Montez) ni era española, y, pretendida
bailarina, bailaba que era un disparate. Pero hay que ver qué gran
aventura la vida de esa valiente impostora de armas tomar que se puso
por montera las convenciones de su época, convirtiéndose en símbolo de
escándalo, desenfreno, fatalidad, lujo y audacia. Max Ophlus la
inmortalizó en el cine con el rostro de Martine Carol (Lola Montes, 1955). Irlandesa y de verdadero nombre Elizabeth Rosanna Gilbert, Lola
Montes (Grange, 1821-Nueva York, 1861) es un personaje más que singular. Viajó de punta a punta del globo, incluida Australia, prefiguró un
siglo antes que la Bella Dorita el baile de La Pulga (en su caso, la Danza de la Araña),
golpeó en la cara con su fusta a un oficial prusiano, fue bígama,
enamoró a príncipes, sedujo a Franz Liszt, trabó amistad con Alejandro
Dumas y George Sand, y llegó a convertirse en la amante oficial de un
rey, Luis I de Baviera (el abuelo de Luis II, “el rey loco” de Sissi,
Wagner y Visconti), obligándolo a que le inventara un título de condesa y
hasta propiciando, con su descarado comportamiento, la Revolución de
1848 en Múnich. Añádase a todo esto que fumaba (lo que en una mujer entonces era una
inmoralidad), que escribió el que se tiene por el primer libro de la
historia de secretos de belleza, que acabó dando conferencias sobre sí
misma y que fue propietaria de un oso grizzly —al que terminó vendiendo a
través de un anuncio en la Prensa— y se compondrá la imagen de un
personaje en verdad sensacional. Uno de sus fans más inesperados fue
Hitler, que tenía su retrato en el despacho: debía ser por la conexión
bávara y porque el líder nazi también tuvo líos en Múnich.
La escritora Cristina Morató, que de aventureras y viajeras sabe un rato,
ha recreado la asombrosa historia de la que conocemos como Lola Montes
en un libro de corte biográfico que hace honor a la desmesura y pasión
de su existencia y que se lee, y en este caso no es ninguna frase hecha,
como una novela. Lo más sorprendente de Divina Lola (Plaza
& Janés), visto todo lo que cuenta, es que está sólidamente basado
en los hechos y minuciosamente documentado (con, entre otras cosas, las
cartas de la propia Montes que se guardan en el archivo estatal de
Baviera), aunque Morató se haya permitido la licencia de imaginar
algunas escenas como si hubiera estado allí y de inventarse diálogos. Nada, si se piensa, que no hiciera antes Emil Ludwig.
¿Por qué Lola? “Se cruzó en mi camino”, explica Morató durante una
visita a los lugares que frecuentó la aventurera durante su explosiva
estancia de dos años en Múnich, incluidos el rutilante Hotel Bayerischer
Hof, la Residenz (palacio real), el Nymphenburg (el palacio de verano,
donde cuelga un retrato de la Montes) y, en los jardines, el café
Palmenhaus que era uno de sus rincones favoritos. “Fue al escribir mi
libro sobre viajeras intrépidas: descubrí que Lola había cruzado la
selva de Panamá, que había hecho una gira por la Australia profunda, que
había vivido en el Lejano Oeste como una pionera, y me llamó mucho la
atención el personaje. Esa faceta de viajera, y la de impostora: se
hacía pasar por española, sevillana de rancio abolengo, pero era
irlandesa. Si hubiera sido solo una cortesana, una de tantas no hubiera
sido tan interesante para mí”. En todo caso, el romance con Luis I fue de los que hacen época. Él, ya
madurito, perdió la cabeza del todo, y hasta alguna vez el sentido del
ridículo, por la bailarina. ¿Hubo mucho sexo?, le pregunto a la
escritora paseando por los palacios de los Wittelsbach, donde observamos
pensativamente varias camas regias. “Bueno, no era nada platónico,
tenemos documentado oficialmente que se acostaron al menos dos veces. Ella tenía la saludad delicada (contrajo de joven la malaria en la
India) y aducía eso y jaquecas para no mantener relaciones sexuales tan a
menudo como Luis, que la llamaba ‘mi Lolita’, hubiese deseado”. Él era
“un gran fetichista”. La autora explica en su libro que el rey poseía un
modelo en mármol del pie de la bailarina y lo besaba y manoseaba a
menudo. También le pidió a ella que le entregara piezas de ropa interior
–i.e. las bragas de la época-, “obsequios íntimos que excitaban su
imaginación y le inspiraban poemas cargados de erotismo”. Morató matiza
que lo de la Montes “no era 50 sombras de Lola, a ella no le
iba el sado y eso. Veía en Luis, al que siempre estimó mucho y cuya
enorme cultura valoraba inmensamente, una figura paterna, el padre que
no tuvo”. En todo caso, Lola, de 27 años, que combinaba al rey, de 60, con otros
amantes más jóvenes, se aprovechó desmedidamente del interés del monarca
y, mantenida por él, residió en Baviera con un tren de vida principesco
y derrochador que provocó gran escándalo y rabia en el reino. “No se
contentaba con su papel marginal y cada vez exigía más, hasta acarició
la idea de convertirse en reina; la perdieron su ambición y su
carácter”. Daba lecciones al rey y hasta cuestionaba la valía de sus
coraceros, que ya es meterte en donde no te llaman. Morató no deja de
reivindicar en Múnich la memoria de la falsa española de ojos azules y
melena azabache (“a ver si le dedican una calle”), menos conocida, dice,
de lo que sería de esperar (a pesar de Hitler) y de la que se han
inventado muchas cosas, lo que es lógico porque ella misma lo hacía,
incluido lo de que trabajó en un circo, probablemente de las pocas cosas
que nunca hizo.
“Era una superviviente nata, una mujer fuerte, fogosa, independiente,
emprendedora y subversiva”, subraya la autora con indisimulada
admiración mientras observa el famoso retrato de Lola en la Galería de
las Bellezas en el Nymphenburg, en el que va ataviada como el rey la vio
por primera vez, en 1846. Lo que no era, sin duda, es una gran
bailarina. “No, le echaba mucha jeta pero no tenía talento”. Su éxito
residía en el morbo de verla y el punto erótico. “Pero no era una
bailarina de estriptis, ni enseñaba el trasero, eso se ha dicho para
desprestigiarla; la liga sí que la enseñaba. Y tenía un gran orgullo,
cuando alguien le pitaba o se reía de ella en escena (lo que sucedía a
menudo), se le encaraba”. En cambio, fue una muy buena actriz. “Su mejor
papel fue el de Lola Montes, dentro y fuera de los escenarios, en los
que acabó representando su propia vida, el espectáculo Lola en Baviera, con mucho éxito”. La escritora afirma que ha intentado comprenderla, no juzgarla,
aunque ve en ella algunas cosas que le desagradan como su capacidad de
manipulación y su ambición, su temperamento caprichoso, violento y
voluble. “Comparto en cambio su rebeldía, su pasión por los viajes, el
sentido del humor y la determinación”, afirma. De Múnich, Lola salió por
piernas (y valga la frase) y tuvo que reinventarse, una y otra vez. Siempre vivió a contracorriente y por encima de sus posibilidades. Se
hizo detestar por sus aires y entusiasmó por eso mismo. Nunca fue muy
afortunada en amores. Su gran amado murió en un duelo. Maridos y amantes
(que le abrieron muchas puertas) le duraban poco. “No creo que fuera
feminista, pero el ejemplo de su propia vida lo es”, concluye Morató. Al preguntarle porqué escribe solo de mujeres, la autora responde
lanzando una larga mirada al cuadro de su divina Lola: “Escribo de
mujeres porque los hombres ya escriben de sí mismos”.
El cantante, en el cénit de su carrera, seduce a 50.000 personas en el Vicente Calderón.
Puede que un estadio mida una hectárea, pero, desde luego,
la noche del sábado había mucha más que esa superficie de piel desnuda
destilando alma, corazón y vida en la cancha y el graderío del campo Vicente Calderón de Madrid
en la última gran velada musical de su historia. La tarde de espera fue
larga para quien aguardaba ansioso el encuentro. Sobraba la ropa y
faltaba la música y las letras que la parroquia había venido a escuchar como quien acude a oír la historia
y la melodía de sus vidas. Hasta que apareció Alejandro Sanz, el autor
del libreto y la partitura, y la brisa que alborotaba las melenas se
quedó en nada comparada con el erizamiento de vellos que provocó en la
parroquia la fiesta pagana de Másesmás, el concierto del vigésimo aniversario del álbum de Corazónpartío. Era la noche del día de San Juan, posiblemente la más sensual del año, y nadie se fue insatisfecho. “Mi nombre es Alejandro Sanchez Pizarro, nací en Madrid y Cádiz, y crecí
en medio mundo. No tenía otro plan para esta noche del 24 de junio, y
no se me ocurre mejor plan para los próximos 20 años,
que seguir cantándoles a todos ustedes”. Así, como un principiante que
canta el currículo . Como si el respetable no se conociera de pe a pa su
biografía y hasta la última sílaba de la última estrofa de su última
canción, se presentó el artista, tres cuartos de hora más tarde de lo
previsto, como la novia que se hace esperar sabiendo que hasta que no
llegue no empieza la boda. Y empezó con Hoy quenoestás,
acompañado de Dani Martín, el primero de los 22 artistas que
concelebraron la ceremonia y que se iban sumando al coro según iban
cayendo los salmos, perdón, temas, en un rosario que iba desgranando
cuenta a cuenta los hitos de su carrera. Pablo López, Laura Pausini, Antonio Carmona, Miguel Bosé, Pablo Alborán,
Juan Luis Guerra, Bisbal, Vanesa Martín, una matadora Niña Pastori, que
puso el corazón en vilo hasta a los ácaros con Cuandonadiemeve,
y así hasta el final de una nómina que el respetable tuvo que adivinar
por sus voces dado que las pantallas del concierto más ensayado de su
vida, según dijo el propio Sanz, se durmieron en los laureles y no reflejaban más que el rostro de Alejandro,
dejando a la imaginación del público la identidad de sus invitados. “No
se ve”, le gritaba de vez en cuando como una sola voz el graderío. No
se pudo hacer mucho. Pero daba igual. Se le perdonaba todo al artista
esa noche que transcurrió en un continuo crescendo de emociones que
culminó, exactamente, a las 23,34 con la interpretación colectiva a
50.000 voces del Corazónpartío quizá más coreado de los últimos veinte años.
Canciones largas –cinco minutos y veintidós segundos dura nada menos ese
himno sentimental para tres generaciones- que cuentan historias que
remueven la fibra y que han hecho de Más, el disco más vendido
de España con seis millones de copias.
Y ahí estaba el firmante. Un
hombre de 48 años con cara de niño y un cutis más terso incluso que
cuando compuso el álbum, evidenciando que los señores también se cuidan,
pero con las correspondientes dioptrías de vista cansada que corrige
con las gafas progresivas que anuncia en la tele y que, coqueto, no sacó
a escena.
Un padre de mediana edad con cuatro hijos de adolescentes a
bebés que le dan sus correspondientes alegrías y quebraderos de cabeza.
Un tipo, con todos los abismos de diferencia, que su
público sigue viendo como a uno de los suyos y de ahí la adhesión
incondicional que genera entre sus adeptos.
Sanz, emocionado hasta las
lágrimas cuando Niña Pastori le cantó a su Cai, se fue en gracia de los suyos.
En el atrio del Atleti,
donde tanto se sufre y tanto se goza por otros cielos e infiernos,
50.000 almas adolescentes, porque todos tenemos entre 15 y 20 años por
dentro, entraron en trance y no despertaron hasta que evacuó el estadio
como una sola persona. Y se fueron con esa sensación de las noches de
solsticio en las que parece que todo es posible, aunque luego no pase
nada o, peor, pase lo de siempre.
Hubo un tiempo en el que una favela solo era una favela del mismo
modo que un socavón es solo un socavón. No hay en México ni en Rusia ni
en Pekín socavones merecedores de salir en las guías turísticas. Las favelas existían, desde luego, pero aún no habían dado el salto al
lenguaje para instalarse en él como un hecho normalizado. Ahora, cualquier persona de clase media ha visitado una favela de Delhi, de Bogotá, qué sé yo, o de Caracas.