Cristina Morató revive la increíble aventura vital de la legendaria Lola Montes.
Ni se llamaba Lola Montes (o Montez) ni era española, y, pretendida
bailarina, bailaba que era un disparate.
Pero hay que ver qué gran aventura la vida de esa valiente impostora de armas tomar que se puso por montera las convenciones de su época, convirtiéndose en símbolo de escándalo, desenfreno, fatalidad, lujo y audacia.
Max Ophlus la inmortalizó en el cine con el rostro de Martine Carol (Lola Montes, 1955).
Irlandesa y de verdadero nombre Elizabeth Rosanna Gilbert, Lola Montes (Grange, 1821-Nueva York, 1861) es un personaje más que singular.
Viajó de punta a punta del globo, incluida Australia, prefiguró un siglo antes que la Bella Dorita el baile de La Pulga (en su caso, la Danza de la Araña), golpeó en la cara con su fusta a un oficial prusiano, fue bígama, enamoró a príncipes, sedujo a Franz Liszt, trabó amistad con Alejandro Dumas y George Sand, y llegó a convertirse en la amante oficial de un rey,
Luis I de Baviera (el abuelo de Luis II, “el rey loco” de Sissi, Wagner y Visconti), obligándolo a que le inventara un título de condesa y hasta propiciando, con su descarado comportamiento, la Revolución de 1848 en Múnich.
Añádase a todo esto que fumaba (lo que en una mujer entonces era una inmoralidad), que escribió el que se tiene por el primer libro de la historia de secretos de belleza, que acabó dando conferencias sobre sí misma y que fue propietaria de un oso grizzly —al que terminó vendiendo a través de un anuncio en la Prensa— y se compondrá la imagen de un personaje en verdad sensacional.
Uno de sus fans más inesperados fue Hitler, que tenía su retrato en el despacho: debía ser por la conexión bávara y porque el líder nazi también tuvo líos en Múnich.
La escritora Cristina Morató, que de aventureras y viajeras sabe un rato, ha recreado la asombrosa historia de la que conocemos como Lola Montes en un libro de corte biográfico que hace honor a la desmesura y pasión de su existencia y que se lee, y en este caso no es ninguna frase hecha, como una novela.
Lo más sorprendente de Divina Lola (Plaza & Janés), visto todo lo que cuenta, es que está sólidamente basado en los hechos y minuciosamente documentado (con, entre otras cosas, las cartas de la propia Montes que se guardan en el archivo estatal de Baviera), aunque Morató se haya permitido la licencia de imaginar algunas escenas como si hubiera estado allí y de inventarse diálogos.
Nada, si se piensa, que no hiciera antes Emil Ludwig.
¿Por qué Lola? “Se cruzó en mi camino”, explica Morató durante una
visita a los lugares que frecuentó la aventurera durante su explosiva
estancia de dos años en Múnich, incluidos el rutilante Hotel Bayerischer
Hof, la Residenz (palacio real), el Nymphenburg (el palacio de verano,
donde cuelga un retrato de la Montes) y, en los jardines, el café
Palmenhaus que era uno de sus rincones favoritos.
“Fue al escribir mi libro sobre viajeras intrépidas: descubrí que Lola había cruzado la selva de Panamá, que había hecho una gira por la Australia profunda, que había vivido en el Lejano Oeste como una pionera, y me llamó mucho la atención el personaje.
Esa faceta de viajera, y la de impostora: se hacía pasar por española, sevillana de rancio abolengo, pero era irlandesa.
Si hubiera sido solo una cortesana, una de tantas no hubiera sido tan interesante para mí”.
En todo caso, el romance con Luis I fue de los que hacen época. Él, ya madurito, perdió la cabeza del todo, y hasta alguna vez el sentido del ridículo, por la bailarina. ¿Hubo mucho sexo?, le pregunto a la escritora paseando por los palacios de los Wittelsbach, donde observamos pensativamente varias camas regias. “Bueno, no era nada platónico, tenemos documentado oficialmente que se acostaron al menos dos veces.
Ella tenía la saludad delicada (contrajo de joven la malaria en la India) y aducía eso y jaquecas para no mantener relaciones sexuales tan a menudo como Luis, que la llamaba ‘mi Lolita’, hubiese deseado”.
Él era “un gran fetichista”. La autora explica en su libro que el rey poseía un modelo en mármol del pie de la bailarina y lo besaba y manoseaba a menudo.
También le pidió a ella que le entregara piezas de ropa interior –i.e. las bragas de la época-, “obsequios íntimos que excitaban su imaginación y le inspiraban poemas cargados de erotismo”. Morató matiza que lo de la Montes “no era 50 sombras de Lola, a ella no le iba el sado y eso.
Veía en Luis, al que siempre estimó mucho y cuya enorme cultura valoraba inmensamente, una figura paterna, el padre que no tuvo”.
En todo caso, Lola, de 27 años, que combinaba al rey, de 60, con otros amantes más jóvenes, se aprovechó desmedidamente del interés del monarca y, mantenida por él, residió en Baviera con un tren de vida principesco y derrochador que provocó gran escándalo y rabia en el reino.
“No se contentaba con su papel marginal y cada vez exigía más, hasta acarició la idea de convertirse en reina; la perdieron su ambición y su carácter”.
Daba lecciones al rey y hasta cuestionaba la valía de sus coraceros, que ya es meterte en donde no te llaman.
Morató no deja de reivindicar en Múnich la memoria de la falsa española de ojos azules y melena azabache (“a ver si le dedican una calle”), menos conocida, dice, de lo que sería de esperar (a pesar de Hitler) y de la que se han inventado muchas cosas, lo que es lógico porque ella misma lo hacía, incluido lo de que trabajó en un circo, probablemente de las pocas cosas que nunca hizo.
“Era una superviviente nata, una mujer fuerte, fogosa, independiente,
emprendedora y subversiva”, subraya la autora con indisimulada
admiración mientras observa el famoso retrato de Lola en la Galería de
las Bellezas en el Nymphenburg, en el que va ataviada como el rey la vio
por primera vez, en 1846.
Lo que no era, sin duda, es una gran bailarina.
“No, le echaba mucha jeta pero no tenía talento”. Su éxito residía en el morbo de verla y el punto erótico. “Pero no era una bailarina de estriptis, ni enseñaba el trasero, eso se ha dicho para desprestigiarla; la liga sí que la enseñaba.
Y tenía un gran orgullo, cuando alguien le pitaba o se reía de ella en escena (lo que sucedía a menudo), se le encaraba”. En cambio, fue una muy buena actriz.
“Su mejor papel fue el de Lola Montes, dentro y fuera de los escenarios, en los que acabó representando su propia vida, el espectáculo Lola en Baviera, con mucho éxito”.
La escritora afirma que ha intentado comprenderla, no juzgarla, aunque ve en ella algunas cosas que le desagradan como su capacidad de manipulación y su ambición, su temperamento caprichoso, violento y voluble.
“Comparto en cambio su rebeldía, su pasión por los viajes, el sentido del humor y la determinación”, afirma. De Múnich, Lola salió por piernas (y valga la frase) y tuvo que reinventarse, una y otra vez.
Siempre vivió a contracorriente y por encima de sus posibilidades. Se hizo detestar por sus aires y entusiasmó por eso mismo. Nunca fue muy afortunada en amores.
Su gran amado murió en un duelo.
Maridos y amantes (que le abrieron muchas puertas) le duraban poco. “No creo que fuera feminista, pero el ejemplo de su propia vida lo es”, concluye Morató.
Al preguntarle porqué escribe solo de mujeres, la autora responde lanzando una larga mirada al cuadro de su divina Lola: “Escribo de mujeres porque los hombres ya escriben de sí mismos”.
Pero hay que ver qué gran aventura la vida de esa valiente impostora de armas tomar que se puso por montera las convenciones de su época, convirtiéndose en símbolo de escándalo, desenfreno, fatalidad, lujo y audacia.
Max Ophlus la inmortalizó en el cine con el rostro de Martine Carol (Lola Montes, 1955).
Irlandesa y de verdadero nombre Elizabeth Rosanna Gilbert, Lola Montes (Grange, 1821-Nueva York, 1861) es un personaje más que singular.
Viajó de punta a punta del globo, incluida Australia, prefiguró un siglo antes que la Bella Dorita el baile de La Pulga (en su caso, la Danza de la Araña), golpeó en la cara con su fusta a un oficial prusiano, fue bígama, enamoró a príncipes, sedujo a Franz Liszt, trabó amistad con Alejandro Dumas y George Sand, y llegó a convertirse en la amante oficial de un rey,
Luis I de Baviera (el abuelo de Luis II, “el rey loco” de Sissi, Wagner y Visconti), obligándolo a que le inventara un título de condesa y hasta propiciando, con su descarado comportamiento, la Revolución de 1848 en Múnich.
Añádase a todo esto que fumaba (lo que en una mujer entonces era una inmoralidad), que escribió el que se tiene por el primer libro de la historia de secretos de belleza, que acabó dando conferencias sobre sí misma y que fue propietaria de un oso grizzly —al que terminó vendiendo a través de un anuncio en la Prensa— y se compondrá la imagen de un personaje en verdad sensacional.
Uno de sus fans más inesperados fue Hitler, que tenía su retrato en el despacho: debía ser por la conexión bávara y porque el líder nazi también tuvo líos en Múnich.
La escritora Cristina Morató, que de aventureras y viajeras sabe un rato, ha recreado la asombrosa historia de la que conocemos como Lola Montes en un libro de corte biográfico que hace honor a la desmesura y pasión de su existencia y que se lee, y en este caso no es ninguna frase hecha, como una novela.
Lo más sorprendente de Divina Lola (Plaza & Janés), visto todo lo que cuenta, es que está sólidamente basado en los hechos y minuciosamente documentado (con, entre otras cosas, las cartas de la propia Montes que se guardan en el archivo estatal de Baviera), aunque Morató se haya permitido la licencia de imaginar algunas escenas como si hubiera estado allí y de inventarse diálogos.
Nada, si se piensa, que no hiciera antes Emil Ludwig.
“Fue al escribir mi libro sobre viajeras intrépidas: descubrí que Lola había cruzado la selva de Panamá, que había hecho una gira por la Australia profunda, que había vivido en el Lejano Oeste como una pionera, y me llamó mucho la atención el personaje.
Esa faceta de viajera, y la de impostora: se hacía pasar por española, sevillana de rancio abolengo, pero era irlandesa.
Si hubiera sido solo una cortesana, una de tantas no hubiera sido tan interesante para mí”.
En todo caso, el romance con Luis I fue de los que hacen época. Él, ya madurito, perdió la cabeza del todo, y hasta alguna vez el sentido del ridículo, por la bailarina. ¿Hubo mucho sexo?, le pregunto a la escritora paseando por los palacios de los Wittelsbach, donde observamos pensativamente varias camas regias. “Bueno, no era nada platónico, tenemos documentado oficialmente que se acostaron al menos dos veces.
Ella tenía la saludad delicada (contrajo de joven la malaria en la India) y aducía eso y jaquecas para no mantener relaciones sexuales tan a menudo como Luis, que la llamaba ‘mi Lolita’, hubiese deseado”.
Él era “un gran fetichista”. La autora explica en su libro que el rey poseía un modelo en mármol del pie de la bailarina y lo besaba y manoseaba a menudo.
También le pidió a ella que le entregara piezas de ropa interior –i.e. las bragas de la época-, “obsequios íntimos que excitaban su imaginación y le inspiraban poemas cargados de erotismo”. Morató matiza que lo de la Montes “no era 50 sombras de Lola, a ella no le iba el sado y eso.
Veía en Luis, al que siempre estimó mucho y cuya enorme cultura valoraba inmensamente, una figura paterna, el padre que no tuvo”.
En todo caso, Lola, de 27 años, que combinaba al rey, de 60, con otros amantes más jóvenes, se aprovechó desmedidamente del interés del monarca y, mantenida por él, residió en Baviera con un tren de vida principesco y derrochador que provocó gran escándalo y rabia en el reino.
“No se contentaba con su papel marginal y cada vez exigía más, hasta acarició la idea de convertirse en reina; la perdieron su ambición y su carácter”.
Daba lecciones al rey y hasta cuestionaba la valía de sus coraceros, que ya es meterte en donde no te llaman.
Morató no deja de reivindicar en Múnich la memoria de la falsa española de ojos azules y melena azabache (“a ver si le dedican una calle”), menos conocida, dice, de lo que sería de esperar (a pesar de Hitler) y de la que se han inventado muchas cosas, lo que es lógico porque ella misma lo hacía, incluido lo de que trabajó en un circo, probablemente de las pocas cosas que nunca hizo.
Lo que no era, sin duda, es una gran bailarina.
“No, le echaba mucha jeta pero no tenía talento”. Su éxito residía en el morbo de verla y el punto erótico. “Pero no era una bailarina de estriptis, ni enseñaba el trasero, eso se ha dicho para desprestigiarla; la liga sí que la enseñaba.
Y tenía un gran orgullo, cuando alguien le pitaba o se reía de ella en escena (lo que sucedía a menudo), se le encaraba”. En cambio, fue una muy buena actriz.
“Su mejor papel fue el de Lola Montes, dentro y fuera de los escenarios, en los que acabó representando su propia vida, el espectáculo Lola en Baviera, con mucho éxito”.
La escritora afirma que ha intentado comprenderla, no juzgarla, aunque ve en ella algunas cosas que le desagradan como su capacidad de manipulación y su ambición, su temperamento caprichoso, violento y voluble.
“Comparto en cambio su rebeldía, su pasión por los viajes, el sentido del humor y la determinación”, afirma. De Múnich, Lola salió por piernas (y valga la frase) y tuvo que reinventarse, una y otra vez.
Siempre vivió a contracorriente y por encima de sus posibilidades. Se hizo detestar por sus aires y entusiasmó por eso mismo. Nunca fue muy afortunada en amores.
Su gran amado murió en un duelo.
Maridos y amantes (que le abrieron muchas puertas) le duraban poco. “No creo que fuera feminista, pero el ejemplo de su propia vida lo es”, concluye Morató.
Al preguntarle porqué escribe solo de mujeres, la autora responde lanzando una larga mirada al cuadro de su divina Lola: “Escribo de mujeres porque los hombres ya escriben de sí mismos”.
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