El portavoz popular demostró que uno de los ejes esenciales de la subjetividad masculina dominante es el desprecio a las mujeres.
Siempre que en algunas jornadas se plantea el interrogante sobre lo que significan las “nuevas masculinidades” —un término que a mí al menos me genera el rechazo propio de las etiquetas que no transcienden lo políticamente correcto y que en este caso incluso pueden seguirle el juego al patriarcado—, me resulta muy complicado precisar en qué consiste ser un hombre “nuevo”.
En este sentido, resulta tremendamente didáctico usar referentes de la vida pública para señalar justamente lo que no debería ser un hombre del siglo XXI.
Un territorio, el de la vida pública, que todavía hoy está casi enteramente poblado por sujetos que visten cómodamente el traje de la “masculinidad hegemónica” y que lógicamente están encantados de ser la parte privilegiada del contrato.
Nunca recuerdo su nombre pero si alguien habla de él, lo reconozco inmediatamente, es ya algo visceral como arañarle la cara de machista engreido que tiene y que solo sabe meterse con las mujeres a las que cree tontas.....si supiera que idea tenemos nosotras de él nos llamaría de usted....es un machista de género que nos hiere con la palabra, y eso es un delito.
Si alguna consecuencia positiva podemos extraer del debate que tuvo lugar en el Congreso hace unos días con motivo de la moción de censura presentada por Unidos Podemos es, además de confirmar lo necesitado que está el Parlamento de voces contundentemente feministas como la de Irene Montero, el magnífico ejemplo que nos ofreció una vez más el portavoz del Grupo Parlamentario Popular sobre el tipo de varón que debería estar fuera de la vida pública y al que ningún joven debería aspirar a parecerse.
Como es habitual en él, y como supongo que así lo espera el público que le aplaude y que comulga con su chulería misógina, Rafael Hernando demostró que uno de los ejes esenciales de la subjetividad masculina dominante es el desprecio a las mujeres, la negación de su individualidad y autoridad, así como la necesidad de empequeñecerlas para que nosotros podamos vernos el doble de nuestro tamaño natural.
Algo que ya nos descubriera con su lucidez preclara Virginia Woolf a la que imagino que Hernando y su fratría de iguales no tienen entre sus lecturas de cabecera.
Me refiero no solo a cómo nosotros seguimos prácticamente monopolizando los púlpitos, que también, sino a cómo desde esos mismos espacios en los que actuamos como representantes de todas y de todos solemos devaluar las aportaciones de nuestras compañeras, les negamos valor por sí mismas y seguimos finalmente prorrogando la concepción de que de las mujeres solo pueden ser seres que viven por y para otros, y que por tanto, si están en política, es porque hay hombres que se lo permiten y siempre, claro está, que ellas permanezcan en un lugar subordinado.
Rafael Hernando, no solo por lo que dice sino por cómo lo dice, no solo por cómo entiende la democracia sino también por la bilis que parece sudar cada vez que ejerce su papel de machito poderoso, es el mejor ejemplo de un modelo de virilidad que deberíamos superar si efectivamente queremos construir una sociedad en la que el sistema sexo/género no siga estableciendo jerarquías entre nosotros y ellas.
Si efectivamente deseamos que los valores éticos que impregnen nuestra democracia tengan que ver, como bien nos enseña el feminismo, con el reconocimiento de nuestra fragilidad y por tanto de nuestra interdependencia, con la necesidad de establecer puentes entre las y los diferentes o con la asunción de que la vida pública y privada no son opuestas sino necesariamente complementarias, necesitamos un modelo diverso de hombría que deje atrás la omnipotencia de quien se sabe sujeto privilegiado y que sea capaz de reconocer a las mujeres como la mitad igual sin la que el pacto democrático no merece este adjetivo.
Siguiendo el eco del acertado tuit que mi admirada Leticia Dolera hizo circular tras escuchar a Hernando, si algo nos demostró la fallida moción de censura es que este país necesita no tanto un pacto contra la violencia de género sino un pacto contra el machismo.
Lo cual pasa necesariamente por la desaparición de la escena pública de quienes no parecen dispuestos a bajarse del púlpito de su virilidad y por la militancia activa de todos nosotros, los sujetos privilegiados, en la renuncia a nuestros dividendos y en la denuncia feroz de cualquier comportamiento o actitud que nos marque como machitos habituados al ejercicio de la violencia.
Una violencia que no solo se traduce en guantadas o cuchilladas sino también en palabras, gestos y actitudes que niegan el estatuto de sujetas a nuestras compañeras.
Y como dicen los "pibes" de Hoy, Vete a peinarte un ratito.