Y no lo digo porque Letizia, como la filipina, también quiera
'encamarse' con Vargas Llosa. Es que la Reina está empeñada en que
admiremos sus clavículas 'preyslerianas'. Ese hueco triangular de hueso y piel donde le cabe un ejemplar de 'La ciudad y los perros'. En efecto, Letizia ha vuelto a pecar de descocada enseñando hombros y brazos en una cena de gala. En esta ocasión, con un enésimo Varela rojo
de guipur que le sentaba fenomenal y con el que tumbó a la pobre
Angélica Rivera, primera dama de México, además en su propio país. Qué
grosería. Los 'monarcárquicos' (palabra inventada por Emilia que suma
monárquico y carca) criticaron el atrevimiento. Una Reina no debe
enseñar nunca bíceps y mucho menos clavículas o escápulas, ni dentro ni
fuera de la iglesia. Sólo de día, en privado y si hace muuuucho calor.
Una 'norma' que se saltó a la torera por segunda vez, ya que en su otro
reciente viaje solidario a Latinoamérica se puso un 'palabra de honor'
azabache demasiado sexy para una señora que vive en un palacio.
Khashoggi solía bromear con la fonética y el significado de su apellido en italiano: Cash Oggi.
Algo así como “dinero líquido para hoy”.
Nunca se fio de la volatilidad
de ciertos tratos ni del mundo digital, recuerda su biógrafo y amigo
íntimo, primero en dar la noticia de su muerte, el periodista Roberto
Tumbarello.
No había grandes empresas ni estructuras financieras, el
negocio era él.
Amaba lo que podía contemplar y tocar. Como su avión
DC-8, tuneado como un Las Vegas volador; o el Nabila, el
increíble barco de 86 metros construido en los astilleros toscanos de
Viareggio que llegó a surcar las aguas en una película de James Bond.
La
embarcación tenía un ascensor de bronce construido por el escultor
italiano Arnaldo Pomodoro, y una sala de operaciones a disposición del
médico que siempre le acompañaba.
Los hombres mueren porque no les
asisten rápido, sostenía. Y su vida, que corría a un ritmo de 250.000
dólares diarios, bien merecía cuidarla.
Hijo del médico personal del rey Abdul-Aziz ibn Saud,
su primer gran negocio llegó en 1956, cuando terminaba el doctorado de
Economía en Stanford.
Acababa de explotar la Guerra del Sinaí y se dio
cuenta de que podía aportar algo.
“El armamento que mandaban a Egipto
quedaba varado en la arena y se le ocurrió transportarlo en camiones con
tres hileras de ruedas, un sistema que imitaba las pezuñas de los
camellos”.
La metáfora se tradujo en la venta masiva de camiones pesados
Kenworth a Muhammad bin Laden, el padre del terrorista Osama bin Laden,
para transportar el armamento.
Tras el provechoso acuerdo, forjó su
reputación como fiable comisionista y consiguió un contrato para renovar
toda la tecnología armamentística del país.
El mundo encendía y apagaba guerras como cigarrillos y Khashoggi era ya
un reputado comerciante de tecnología bélica –agente de las principales
empresas de aviones, misiles y tanques– y un experto en las entretelas
de los conflictos.
Se convirtió en el enlace perfecto entre las
turbulencias en territorio árabe y la inquietud por
estabilizar/controlar el mundo y el petróleo de EE UU.
Así que, según
cuenta Tumbarello, Jimmy Carter le pidió que mediara en la guerra entre
Irak e Irán a comienzos de los ochenta.
“Jomeini reclamó 20 millones de
dólares en armamento para firmar la paz y Khashoggi, bajo petición de EE
UU, se los proporcionó.
A cambio, se quedó con los contratos para
hacerse con la reconstrucción de Irán”.
Las armas, fabricadas por una
empresa israelí, traían de regalo una comisión envenenada de tres
millones de dólares.
Ahí comenzó su caída.
La versión que él siempre defendió es que ese dinero fue entregado a EE
UU para que se lo dieran a los más necesitados (montó una fundación
llamada Children for Peace).
Sin embargo, su entorno sostiene que fue
utilizado, ya en tiempos de Ronald Reagan,
para financiar a los Contra que se enfrentaban a los sandinistas en
Nicaragua.
Cuando salió a la luz, el presidente estadounidense temió que
Khashoggi se fuera de la lengua, ha escrito Tumbarello, y le denunció
por un rocambolesco asunto relacionado con la compra de obras de arte
robadas del Museo Nacional de Filipinas que, teóricamente, había
adquirido a su gran amigo, el presidente Ferdinand Marcos
(otras fuentes lo tradujeron en 300 millones de dólares que,
supuestamente, le ayudó a ocultar).
El 18 de abril de 1989 fue
encarcelado en Berna, recibió el escarnio social y económico, y tuvo que
deshacerse de gran parte de sus empresas.
Tuviera o no la culpa, le
persiguieron para siempre los acreedores.
Massimo Gargia, un playboy de la época con quien
compartió el gusto por las mujeres desde los concursos de belleza que
organizaba, recuerda desde París los días crepusculares del magnate y
cómo Lamia, su esposa en aquel periodo, fue su único apoyo.
“Vendió
todas las joyas que le había regalado para pagar a los abogados”,
señala.
Un año después, fue absuelto por un tribunal estadounidense.
Pero aquel tiempo varado había quemado su fortuna, incluido el Nabila,
que primero compró el Emir del Brunéi y terminó en manos del actual
presidente de EE UU, Donald Trump.
Puede que el único capaz de alimentar
con mayores ambiciones aquel estilo de vida.
Impulsor de Marbella
ESPERANZA CODINA
Khashoggi está íntimamente relacionado con la época dorada de
Marbella, cuya marca de lujo contribuyó a impulsar junto a nombres de la
talla del príncipe Alfonso de Hohenlohe, creador
del mítico Marbella Club. “Organizaba las mejores fiestas de la Costa
del Sol, nadie se atreverá a hacer algo parecido”, subraya un veterano
experto del sector turístico de Málaga. El millonario recaló en Marbella
a finales de los setenta, prácticamente a la vez que el rey Fahd,
entonces príncipe heredero, y el séquito de saudíes que ya no han dejado
de inundar de petrodólares el litoral malagueño cada verano.
Khashoggi compró a la familia Roussel, emparentada con los Onassis, una
finca de casi 1.000 hectáreas en el municipio anexo de Benahavís que
llamó Al Baraka (suerte, en árabe), donde estableció su
residencia. La propiedad fue embargada en 1989 por tres bancos con los
que el magnate tenía una deuda millonaria. Khashoggi perdió su suerte y
los terrenos pasaron a manos de un grupo de inversores españoles,
suizos, alemanes y norteamericanos que los reconvirtieron en La
Zagaleta, la urbanización que presume de ser la más lujosa de Europa. Lo mismo había sucedido, un año antes, con su fastuoso barco Nabila,
nombre de su hija mayor. Las crónicas de la época se referían al yate,
de 86 metros de eslora y supuesta grifería de oro, como el más grande y
famoso del mundo. “José Banús [promotor del puerto deportivo más chic de Marbella] le hizo un atraque especial para que pudiera dejarlo”, explica una fuente consultada. En la agenda de contactos de Khashoggi estaban Simón Peres y Richard
Nixon. También el rey emérito Juan Carlos. Culto e inteligente, era “un
hombre de mundo y mundano”, sibarita, amante de las mujeres y de las
fiestas, apuntan varias personas que lo trataron. Nada arrogante, pese
al dinero. Entre esas excentricidades propias de los ricos, tenía la de
viajar siempre con masajista (“se cuidaba mucho”, explica una de las
fuentes) y la de comprar tres tallas del mismo traje, por si cogía o
soltaba algún kilo. “Estaba obsesionado con el peso”. Se casó tres
veces. Con su primera esposa, Soraya, protagonizó un mediático divorcio a
la altura del personaje de la jet set internacional que era. Khashoggi no dejó de visitar Marbella después de perder Al Baraka,
aunque las visitas se espaciaron. Conservaba un ático en Puerto Banús,
aunque solía alojarse en hoteles de lujo. Que se sepa, la última vez que
estuvo en la Costa del Sol, en el hotel Villapadierna, fue hace dos
años. Iba acompañado de Lamia, su segunda esposa, con quien regresó tras
su tercera boda fallida. Pasó desapercibido. Ya no era el personaje
glamuroso y organizador de eventos que podía animarse a regalar un rólex a cada invitado. En Marbella aún no han olvidado la fiesta que dedicó en julio de 1991
a su íntimo amigo Jaime de Mora y Aragón, en el club de playa del hotel
Don Carlos, con motivo del 66 cumpleaños del hermano de la reina
Fabiola de Bélgica. Fue en ese sarao donde se contaron 31 Rolls-Royce aparcados en la puerta. La cantante de ópera coreana Kimera fue la encargada de entonar el Happy Birthday
y entre los invitados estaba el jeque Mohamed Ashmawi. También Jesús
Gil, alcalde por primera vez de la ciudad desde hacía muy pocos días y
sin tiempo, aún, para materializar sus desmanes urbanísticos. Khashoggi
pagó en metálico los gastos de la velada, últimos coletazos de la
Marbella glamurosa que ayudó a impulsar.
El revuelo por las películas que ve la princesa Leonor es prueba del rencor de las redes sociales.
Esta semana se ha hablado de los primeros filmes de Akira Kurosawa
que ha visto la Princesa de Asturias, que tiene 11 años. No quiero
alarmar a sus padres pero yo también descubrí al genio del cine japonés a
esa misma edad.
Y miren el adulto que soy, un hombre analógico en
permanente exilio y con una novela que no acaba de terminar. Es cierto
que yo no soy hijo de reyes, pero sí de la aristocracia del talento, mi
madre destacó en el ballet nacional y mi padre fue director de la
filmoteca de Venezuela y por eso gocé, y mucho, de acceso privilegiado a
grandes clásicos del cine.
Para
ser reina no es necesario tener intereses culturales. Pero es una buena
noticia que Kurosawa se haya puesto de moda en España, donde, al menos,
hay dos tipos de educación real. La infanta Elena lleva a su hija menor de edad a las corridas de toros, un espectáculo sangriento, y no molesta tanto como que su cuñada lleve a Leonor a ver Kurosawas. Mi primer Kurosawa fue Vivir,
un magnífico drama sobre un funcionario público al que le diagnostican
cáncer y decide, ante la proximidad de la muerte, vivir. Recuerdo que mi
papá se empeñaba en hacerme notar un fotograma de la película en que el
burócrata se sienta en un columpio. Yo lo veía como una escena más,
pero mi papá, que además es crítico de cine, me hizo ver que en ese
gesto, tan sencillo, tan cotidiano, se balanceaban “verdades íntimas
sobre la vida y la muerte que pueden pasarle a un japonés y también a un
venezolano”. Una hermosa lección e imagino que algo así es lo que
espera Letizia que le suceda a Leonor. Como a mi papá le gustaba tanto este director, en la Cinemateca de
Venezuela había una retrospectiva de Kurosawa cada poco, con copias no
siempre en buen estado y poco presupuesto. Como ya le había pillado el
tranquillo a su cine, me aventuré y vi Rashomon. ¡Fue una
revelación! Me acuerdo muy bien, a los 13 años, asombrando a mis
progenitores diciéndoles: “La verdad no existe, todo el mundo es
inocente, aunque sea culpable”. Porque ese es el argumento de la
película. Siempre recuerdo Rashomon con los juicios por
corrupción, o con los responsables a título lucrativo, porque en ese
tipo de juicios es imposible establecer la justicia. Mi tercer Kurosawa fue a los 15 años, estaba en Londres y estrenaban Kagemusha. Era un insoportable adolescente sabelotodo, que decía: “Es El Gatopardo
de Kurosawa”. Y me quedaba tan tranquilo. Cuando al fin terminó la
proyección, mis amigos se quejaron airadamente de no haber visto Fama, que la estrenaban en la sala de al lado. O sea, yo también sufrí ostracismo por admirar a Kurosawa. Todo este revuelo por las películas que ve Leonor puede ser prueba del rencor que anida en las redes sociales. Derzu Uzala
es una película maravillosa, para todos los públicos. ¡Cómo suena el
aire entre los árboles o el viento por encima del cereal! La serenidad
infinita de esos planos largos, larguísimos, porque hay que reconocer
que el director hizo tan suyo el plano largo como Valerio Lazarov lo
hizo con el zoom . A mí me parece mucho más saludable que estas sean
también referencias para una heredera. Opino que amplía sus criterios y
le ofrece el placer de disfrutar de belleza y humor aunque sea para esa
vida de cenas y almuerzos de Estado para la que también se la prepara.
Finalmente, mis padres se preocuparon. Sabían que leía el ¡Hola!
Fue difícil para ellos confirmar que una de mis figuras favoritas de
aquellos años era un traficante de armas: el magnate Khashoggi y su
familia pero, sobre todo, su yate, el Nabila . Soñaba con
navegar en él, pero eso lamentablemente no pasó, aunque conozco a una
persona, muy popular, que estuvo a bordo pero no puedo desvelar su
nombre. Ni nada de lo que allí vio. Khashoggi ha muerto un poco olvidado. Lo vi salir de un ascensor en Cannes mientras alguien de su seguridad me apartó con fuerza. La actriz Paz Vega fue testigo. Pena me ha dado saber de la fortuna del Nabila. Donald Trump se lo compró a mitad de precio y después lo vendió aún más
rebajado y su estilizado casco terminó en alguna esquina populista del
Caribe. El final de los yates es una de las cosas que más tristeza me
produce.
Entre un antiguo son jarocho de Veracruz rocanroleado por chicanos,
una canción del verano andaluza remezclada por cubanoamericanos y un reguetón de Puerto Rico reviralizado por un anglosajón existe un nexo: han sido los tres únicos números uno en español en la lista Billboard de EE UU. La Bamba, interpretada por Los Lobos, en 1987; La Macarena, el milagro de Los del Río, en 1996; y desde hace cuatro semanas el Despacito de Luis Fonsi y Daddy Yankee con Justin Bieber. Cada una ha marcado un hito en la evolución de la presencia hispana en América. Cuando La Bamba
estuvo una semana de primera en la lista la población latina rozaba los
19 millones de personas (8% del país) y su ritmo de crecimiento y su
juventud empezaban a atraer a la industria del entretenimiento. La Macarena ocupó el primer lugar 14 semanas en plena combustión demográfica hispana (28.5 millones; 10,8% del total) y en vísperas del boom del pop latino con los Ricky Martin, Jennifer López, Marc Anthony y Shakira. Despacito ha llegado con los hispanos como primera minoría (17%), en una fase de empoderamiento avivada por la xenofobia del presidente Trump y con proyección de sobrepasar a los anglosajones a mediados de siglo como primer grupo étnico de EE UU. La Bamba fue íntegra en español. La Macarena incorporó una voz femenina en inglés al ser adaptada para EE UU. Despacito
nació en español, escaló rápido en las listas y tras volverse bilingüe
con Bieber se catapultó a la cima, del puesto 44 al uno en Billboard y
del tres al uno en la lista global de Spotify. “Pero con un detalle que
nos abre una ventana nueva. Él se suma a los latinos, Fonsi y Daddy
Yankee, sin borrarlos y cantando en su idioma”, señala la experta en
estudios latinos Frances Negrón-Muntaner. Bieber se asombró al ver el
tema romper la pista de un club de Bogotá y propuso a Fonsi la
colaboración en la que la estrella canadiense empieza en inglés y luego
canta en un español bien ensayado. El locutor de radio Enrique Santos, al que Obama dio una entrevista a
una semana de las elecciones para buscar el voto latino para Clinton,
recuerda cómo en los noventa subía la ventanilla del coche al parar en
un cruce “porque me apenaba un poco que me vieran escuchando una salsa o
una bachata en español”. Hoy cree que Despacito es otra
muestra “de que tenemos muy buen gusto musical, somos los mejores del
baile y le gustamos a los estadounidenses más allá del idioma”, y
resalta la propulsión extra que le ha dado a esta canción formar parte
de la era de la viralidad digital. “Si Macarena se hubiera lanzado a las redes su fuerza se hubiera multiplicado por cien”. “En nuestro caso se demoró unos meses en coger la furia”, dice Johnny Caride, el disc jockey
que remezcló la canción de Los del Río desde Miami con su trío de
productores Bayside Boys después de probar la original en una discoteca
en la que pinchaba y ver “cómo todo el mundo saltó de la silla”. Cuando
puso por primera vez su versión americana en la radio en la que
llevaba un programa de música, rememora, “las líneas telefónicas se
volvieron locas y una semana más tarde ya habíamos mandado por correo
unos mil compactos a otras emisoras”. Caride cree que por entonces la
música hispana era todavía “algo regional” y que los artistas del boom
latino y otros después como Enrique Iglesias, Romeo Santos o Pitbull
“han montado la gran bulla conectado el mercado latino al
estadounidense”. Negrón-Muntaner inscribe el fenómeno de Despacito en EE UU en
una línea de continuidad que se remonta “al menos al tango de principios
del siglo XX e incluye entre otros el mambo, el rock, el boogaloo, la salsa, la música disco, el pop o el hip-hop,
que no se hubiera desarrollado de la misma manera sin la presencia
puertorriqueña en el Bronx de Nueva York”. “Es imposible hablar de la
historia y la cultura estadounidenses sin los latinos”, concluye. Pareciera que el título del éxito de Luis Fonsi resumiera en una palabra
todo el proceso paulatino de imbricación de una minoría cultural en el
tejido de un imperio: Despacito . O si se prefiere, pudiera
decirse con el reguetonero Daddy Yankee en el coro: "Pasito a pasito /
suave suavecito / nos vamos pegando, poquito a poquito".