HAY MUCHO sufrimiento en el mundo y no sabemos de dónde viene, en
el caso de que no estuviera dentro. A veces, observando una foto que en
apariencia nada tiene que ver con el sufrimiento, piensas en él. La de
hoy ilustraba un artículo sobre el mercado del arte en el suplemento de Negocios de este periódico. El artículo se titulaba Los nuevos caladeros del arte
y empezaba diciendo que “en el mercado del arte no tiene lugar ni la
memoria ni la melancolía”. ¡Excelente comienzo! En una sola frase, y no
muy larga, se encontraban las palabras mercado, arte, memoria y
melancolía. Se encontraban como para tomar el té de las cinco y cada una
hablaba de lo suyo.
Leí el artículo. Las letras negras sobre el color salmón del suplemento.
Algunos lo llaman de este modo: El Salmón, del que no sé si está hecho
para pobres con imaginación o ricos con tiempo. Iba de subastas. Decía
que el mercado europeo se enfriaba y que las pujas se desplazaban hacia
Asia. De vez en cuando, para descansar del texto, regresaba a la foto,
impresa a cuatro columnas, y cuyo pie decía: “Un hombre se fotografía
junto a Miss Ko2, una escultura del artista japonés Takashi Murakami, en una subasta de Christie’s en
Hong Kong”. Me desasosegaba ese híbrido entre niña y mujer y pensaba en
el sufrimiento del mundo. El hombre, ahí lo ven, sacándose una foto
junto al monstruo. Sonriendo. Le hace gracia el grado de perversión que encierra. Quizá
luego puje por la pieza. Pensé en las personas que tenían hijas. En su
sufrimiento. Todo ello leyendo un artículo económico en un suplemento de
Negocios. Dios mío.
Las multinacionales llevan décadas bombardeándonos con sesgados estudios
que nos vuelven tarumbas sobre lo que debemos comer y lo que no.
EN LOS AÑOS CINCUENTA y sesenta del pasado siglo, el ingeniero agrónomo estadounidense Norman Borlaug inició
lo que luego se denominaría la Revolución Verde creando semillas
transgénicas de arroz, maíz, trigo y centeno que multiplicaban el
resultado de la cosecha. Gracias a esas semillas, entre 1940 y 1984 la
producción de grano mundial aumentó en un 250%, salvando de la muerte
por hambruna a millones de personas, un logro sin duda colosal. Lo malo
es que el trigo y el centeno que comemos hoy vienen de ahí, y al parecer
nuestro cuerpo no termina de reconocer el gluten de esos cereales,
creando cada día más casos de intolerancia. El problema, pues, no sería
el gluten, sino ese nuevo gluten al que no estamos habituados; no hay
inconveniente en comer espelta o kamut, por ejemplo, trigos ancestrales
cuyas semillas no han sido modificadas y que digerimos sin dificultad. Y
tampoco a todo el mundo le sientan mal el trigo y centeno; supongo que
depende de la edad, de la cantidad que ingieras, de tu susceptibilidad
y, sobre todo, de cruzar esa intolerancia con otros problemas.
Yo, que tengo cuatro tornillos en la columna vertebral, dejé de tomar
trigo y centeno hace algunos meses y la espalda ha mejorado
radicalmente. Mi traumatólogo, jefe de servicio de uno de los más
importantes hospitales de Madrid y una eminencia, me dijo: “No existe ni
un solo estudio científico que lo documente, pero parece que lo del
gluten funciona en los casos de inflamación crónica. No sabemos por
qué”.
Son campañas muy sucias porque se presentan como inocentes
resultados de la investigación pura, cuando no son más que publicidad
encubierta
Cuento todo esto para indicar no sólo nuestra inmensa ignorancia sobre
casi todo, sino además la terrible dependencia de nuestro conocimiento
de unos estudios supuestamente científicos que están orientados hacia el
beneficio de las grandes empresas. Estoy segura de que no hay estudios
sobre el gluten transgénico porque no le interesan a nadie. Somos
compradores cautivos de las multinacionales, que llevan décadas
bombardeándonos con sesgados estudios que nos vuelven tarumbas sobre lo
que debemos comer y hacer o lo que no.
Las más repugnantes, porque abusan de la necesidad de la gente, son
las promovidas por la industria farmacéutica, un megagigante del poder. Las farmacéuticas ganan más que los vendedores de armas o la
telecomunicación. La Lista Fortune (500 mayores empresas del mundo) de
2002 mostraba que los beneficios de las 10 mayores farmacéuticas
superaban la suma de beneficios de las otras 490 empresas. Son los
verdaderos dueños del mundo, y son feroces.
Ahora mismo estamos en medio de una de esas campañas. ¿No les choca
la repentina obsesión científica que le ha entrado a nuestra, en
general, acientífica sociedad para denunciar la homeopatía? Llevamos
meses de un machaque tan orquestado y pertinaz que no puede ser casual. Me parece bien advertir del peligro de usar sólo homeopatía, pero
alucina ver tanta furia contra una práctica barata y desde luego inocua,
mientras que los muertos por efectos secundarios de las medicinas
alopáticas son un goteo constante: en España triplican a las víctimas de
tráfico. Cierto, la disolución de los supuestos principios homeopáticos
es tan alta que parecería que los granos son simple azúcar.
Pero aunque sólo fuera por el efecto placebo, servirían sin riesgo para
mejorar la salud. Y sobre todo es que no soporto que estos laboratorios,
que dedican el 90% de su presupuesto a enfermedades que sólo padece el
10% de la población mundial; que inventan dolencias para medicalizar a
la gente (convertir a los tímidos en fóbicos sociales); que crean alarma
para forrarse (el Tamiflú y la gripe A); que tienen más beneficios que
los bancos; que ponen precios salvajes a los fármacos (el tratamiento
contra la hepatitis C); que dicen que esos precios son para costear la
investigación, cuando Gobiernos y consumidores les pagamos el 84% de la
misma y los laboratorios dedican el 13% de su presupuesto a investigar y
un 30%-35% a marketing (fuente: Federación de Asociaciones para la
Defensa de la Sanidad Pública / nuevatribuna.es)… Que esa gente se erija
en adalid de la pureza científica, en fin, no es de recibo.
Dudo de que haya cálculos de lo que a este
país le cuestan las egolatrías, los proyectos superfluos y las
meteduras de pata de nuestros representantes.
HE AQUÍ UNA NOTICIA de hace unos meses, sin la menor
transcendencia. Ocupaba una columnita de este diario, no tuvo
continuación alguna y el titular rezaba, escandalosamente: “Defensa tendrá que pagar 243 millones por 13 aviones que ya no quiere”. El texto no añadía demasiado, sí lo suficiente para deducir que alguien
había metido la pata hasta el fondo y que la broma nos iba a salir
carísima. “España deberá abonar 243 millones de penalización a la
empresa Airbus si finalmente no compra los 27 aviones de transporte
A400M que se comprometió a adquirir, según reveló ayer en el Congreso el
Secretario de Estado de Defensa, Agustín Conde. Su antecesor en el cargo, Pedro Argüelles, pactó con el gigante
aeronáutico recibir 14 aparatos entre el año pasado y 2022 y postponer
la recepción de los 13 restantes hasta 2025. Pero Defensa ya ha
declarado estos 13 aviones como “no operables” —es decir, innecesarios— y
ha aceptado pagar a Airbus 243 millones por la cancelación de este
pedido.
La única forma de evitar esta penalización es que España consiga vendérselos a otro país …” (A otro país idiota, se supone.) Noticias de esta índole aparecen cada dos por tres en la prensa, y, a
diferencia de lo que ocurre con las relativas a la corrupción, que
acaparan portadas y exhaustivos análisis, nadie les otorga la menor
importancia. Por supuesto, jamás nos enteramos de que se la haya cargado
alguien por la ruinosa metedura de pata; de que haya perdido su puesto
por ella; de que se lo haya obligado a reembolsar la cantidad que por su
negligencia o mal cálculo hemos perdido todos. O por su frivolidad o
megalomanía. ¿Alguien ha pagado por la construcción-abandono de la
llamada Ciudad de la Justicia en Madrid? De diez edificios proyectados
se concluyó malamente uno, que lleva años inoperante y cayéndose a
pedazos, y cuyas vigilancia y mantenimiento cuestan un dineral
anualmente. ¿Alguien ha sufrido las consecuencias de las inútiles
radiales que nadie usa, de los Palacios de las Artes o las Ciencias
diseminados por nuestro territorio y carentes de actividad y contenidos,
de los varios aeropuertos sin aviones y de tantos despilfarros más? Añádanse las incontables sumas compensatorias por errores o abusos
cometidos, sean plusvalías cobradas indebidamente por las ventas de
pisos en las que el vendedor había perdido dinero, sean encarcelamientos
injustificados o lo que ustedes quieran. Los cargos públicos derrochan a
mansalva como si los fondos del erario “no fueran de nadie”, según dijo
no recuerdo ya qué político, y luego se quejan de que las arcas están
vacías. Hay unos muy vagos cálculos de lo que a este país le han
sustraído los corruptos, los simples ladrones o los serviciales
tesoreros que procuraban financiar a sus partidos. No creo que ni
siquiera haya un vaguísimo cálculo de lo que cuestan las egolatrías
improductivas, los proyectos superfluos, las infinitas meteduras de pata
de nuestros representantes. E insisto: no parece que a ninguno se le
pase factura, ni siquiera se lo destituya. No es extraño que las arcas estén vacías. Las han vaciado sus propios
custodios, insensata o alevosamente, según los casos. Y esos custodios,
transformados en recaudadores, prosiguen su saqueo de la población a
base de impuestos cada vez más feroces (recuérdese que Rajoy llevó a
cabo la mayor subida de la historia). Cambian las reglas a su antojo: lo
que antes era legal ya no lo es; lo que antes era desgravable ha dejado
de serlo, sin más explicación que el arbitrario criterio de los
inspectores. Y si un contribuyente decide recurrir, es posible que se
vea “advertido” en forma de nuevas inspecciones y reclamaciones. Si uno
se retrasa un solo día en el pago, recibe multa y se le cobran
intereses, mientras que el Estado en modo alguno se aplica el mismo
rasero. Llevamos más de cinco años con un Gobierno al que los ciudadanos ya
nunca perciben como una institución que los protege y defiende, sino
todo lo contrario: se ha convertido en un ente amenazante, que por
principio considera a la población defraudadora y enemiga, cuando los
indeciblemente defraudados somos nosotros. ¿Cuántos son ya los cargos
del PP que se han enriquecido a costa nuestra? ¿Cuántos los partidos que
se han financiado de la misma manera? ¿Cuántas compras se han hecho de aviones “no operables” por los que nos
vemos penalizados? ¿Cuántos edificios, carreteras, estaciones
ferroviarias, aeropuertos inútiles se han construido? ¿Cuántos “eventos”
deficitarios se han celebrado a mayor pompa de presidentes autonómicos y
alcaldes? ¿Cuántos festejos “patronales” —el verano un hervidero de
ellos— con fines estrictamente demagógicos en todas partes? ¿Y quién
paga todo eso? ¿Los responsables, los frívolos, los derrochadores, los
innumerables metepatas e ineptos? Nunca nos llega la noticia de que
ninguno haya sido castigado ni destituido, ni siquiera reprendido. Esa
impunidad sí que es absoluta. No les quepa duda de que lo pagamos todo
nosotros, y además varias veces.
Montreal se rinde a Phyllis Lambert, icono de la protección de edificios ignorados.
El edificio emblemático de la arquitecta más importante de
Montreal no está en la ciudad, sino en Nueva York, y ni siquiera es
suyo, sino de Mies van der Rohe, quien –ante las autoridades americanas–
no era arquitecto. Tampoco llevan la firma de Phyllis Lambert (Montreal, 1927)
otras rotundas contribuciones suyas a la arquitectura: mansiones
levantadas años antes de que ella naciera, casas pintorescas en el
barrio de Milton Parc en cuya construcción nada tuvo que ver o una
sinagoga en El Cairo con más de mil años. Y, sin embargo, cada uno de
esos edificios está en deuda con ella.
Este
domingo, a sus noventa años, clausura una exposición antológica que
ella misma ha comisariado como modo de ensartar sus peripecias vitales. Se ha valido de la sede del Centro Canadiense de Arquitectura (CCA),
otra de sus obras. Bien, este edificio imponente tampoco es suyo, pero
sí la idea y su fundación. Ni mármol ni cristal, fue su empeño el que
levantó el CCA como un parapeto blanco para proteger la ciudad de la
horrenda autopista que en este punto la separa del río San Lorenzo. Así,
de paso, envuelve y conserva una preciosa mansión segundo imperio que, a golpe de talón, Lambert salvó de los bulldozers. Y es que el CCA encarna dos marcas de serie de la arquitecta: el afán por recopilar el saber y la protección del patrimonio.
Activista, conservacionista, apóstol de la arquitectura como
propuesta teórica además de práctica, al concederle el león de oro de
la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2014, Rem Koolhaas la coronó
así: "Los arquitectos hacen edificios, pero Phyllis Lambert hace
arquitectos". Esa frase jamás se habría pronunciado si Phyllis hubiera
confiado su destino al designio del dinero. Lo más probable es que su
nombre quedara en el de una heredera segundona de una de las familias
más ricas de Montreal, dueña de las destilerías Seagram, de las que sale
la ginebra del mismo nombre y el wiski 100 Pipers.
Pelo corto, traje negro
Hay que imaginarse a Phyllis esquivando ese futuro, huyendo
de los Dior y los Channel de su madre y dando un portazo en su mansión
forrada de terciopelo color borgoña para orearse en Nueva York, primero,
y luego en París. "No podía vivir en la misma ciudad que mi padre,
tenía demasiado poder", confesó en un documental sobre su vida, Citizen Lambert. Hay que ver a Phyllis a principios de los cincuenta cortándose cada vez
más el pelo, repudiando la pompa en favor de sobrios trajes negros que
invocaban sin quererlo la figura de un vecino de su barrio de Westmount,
Leonard Cohen. Hay que recordar a la joven respondona coleccionando
todos los dibujos técnicos y maquetas de arquitectura que caen en sus
manos, sobre todo grabados y fotografías con los que los antiguos
viajeros trasladaban el exotismo de las ruinas clásicas a quienes jamás
las verían en vida. Lambert andorrea por las calles cámara en mano. Su
mayor pasión nace al fotografiar edificios, como si más que la heredera
de unos destiladores que sortearon la ley seca lo fuera de aquellos
cazadores de capiteles y columnas rotas. Para ella, "hacer fotos se
convirtió en una forma de pensar".
Un día de 1954 la hija pródiga recibió una larga carta de su padre. La
acompañaba la imagen de la maqueta del edificio que sería nueva sede de
su empresa en Nueva York. "No, no, no, no y no", respondió horrorizada,
una respuesta que hoy, al recordársela, le arranca una carcajada. "Estábamos en una época con los mejores arquitectos desde el
Renacimiento y la mejor decisión debía basarse en escoger uno adecuado". A su negativa le aguardaba otra de su temible padre, de tan
condescendiente, insultante: podría participar en el proyecto, pero
limitándose a escoger los mármoles del vestíbulo. "Pues ya no soy tu
hija", le espetó ella.
"Mera extensión"
"Mi padre estaba interesado en sus hijos como mera extensión
de lo que él era, pero yo estaba interesada en el arte, que mi padre no
consideraba ni siquiera un modo de vida. No tuvimos una conexión
emocional, pero lo respeté y cuando quise arrancar el CCA pensé en lo
difícil que es liderar algo. Entonces lo entendí mucho mejor", comenta a
EL PAÍS. Phyllis recibió al fin el encargo de escoger arquitecto para
el Seagram. Preparó un listado donde aparecía Le Corbusier ("no puede
conocerlo nunca, pero me interesaba muchísimo, pero no creo que su tipo
de arquitectura encajase en Park Avenue", confiesa). También sonó el nombre de Frank Lloyd Wright. A través de un
tío de la arquitecta, Wright había oído hablar de que los canadienses
de Seagram querían levantar un edificio en Manhattan y presentó un
proyecto: "Un edifico enorme, de 100 plantas, pero yo creía que Wright
pertenecía ya a otra época". La lista incluía otro grande de la arquitectura, Ludwig Mies
van der Rohe. Phyllis fue a verlo a Chicago: finalmente, sí, él
erigiría la flamante sede. El alemán no tenía reconocido su título en
Estados Unidos y se asoció con Philip Johnson, un arquitecto con un
claro pasado antisemita. ¿No le importó eso a la familia de Phyllis,
judíos? "Yo no sabía nada de eso cuando Mies van der Rohe decidió
asociarse a Johnson, pero cuando supe del antecedente antisemita, se lo
dije a mi padre, y directamente lo ignoró, y creo que lo hizo porque
sabía leer dentro de la gente y no quería tampoco enfadar a Mies, que lo
había escogido con buen criterio". Sin tener formación como arquitecta, Phyllis se hizo con el
cargo de directora de planificación de la torre, un enorme lingote de
acero, bronce y cristal, erigido delante, como una antesala desde la que
mirar hacia arriba sin torcer demasiado el cuello, de un espacio
limpio, una plaza, que alivia la densa Park Avenue. "Mi trabajo
consistía en asegurarme de que Mies construyera el edificio que quería y
apartar de él cualquier cosa, cualquiera, que se lo impidiese",
reconoció. El presupuesto inicial, "que era ridículamente bajo", se
dobló hasta superar los 30 millones de dólares.
La muerte de dos padres
La muerte del arquitecto y de su verdadero padre la
acercaron de nuevo a Montreal. A finales de los sesenta, la metrópolis
quebequesa era una ciudad en decadencia, diezmada por las tensiones
nacionalistas del Frente de Liberación de Quebec, un grupo separatista, y
la especulación inmobiliaria. La ciudad se rendía, relegada frente a
Toronto, la flamante capital financiera del país y, como un símbolo del
fin de los buenos tiempos, las grandes de mansiones en estilo Greystone,
con sus bloques bastos y torreones acastillados, sucumbían a las
retroexcavadoras. Phyllis trocó entonces su amor al acero por el de la piedra.
Recuperó su cámara para captar la decadencia de su ciudad y por ella se
movía trípode en ristre. Retrataba una a una el encanto nobiliario de
sus fachadas. "¿Por qué ese edificio? Es viejo, lo tirarán abajo",
asegura le comentaban los viandantes cuando la veían apostada ante uno
de ellos. "Los edificios de piedra gris estaban amenazados, y no quería
que en Montreal ocurriera como en Chicago, donde estaban demoliendo
edificios de Louis Sullivan". En su lugar, como en el barrio residencial
de Milton Parc, se elevaban rascacielos desalmados.
Millonaria y activista
Es en los setenta cuando nace la activista y su apodo, Juana de Arquitectura
("el Quebec de los sesenta era todavía tan católico que era habitual
recibir un sobrenombre religioso"), una milmillonaria metida a
protestataria. "Recordé el día en que mi padre me dijo: 'te crees muy
lista, pero te podría desheredar', y yo hice como si no tuviera dinero. El dinero te da poder, pero yo estaba interesada en lo que podía hacer
yo".
El derribo de una de las casas, la mansión Van Horne, colmó
la paciencia ciudadana: aglutinó a una veintena de asociaciones
dispersas para formar una organización fuerte de defensa de la
arquitectura montrealesa, Sauvons Montreal, que dos años más tarde
derivaría en Héritage Montreal para captar fondos que compraran y
salvaran algunas casas.
La idea fue humanizarlos, con el arma de su
cámara:
"Ponerle cara a cada edificio, como un retrato de familia". Aquello niciativa cuajó en una cooperativa que renovó por completo el barrio de Milton Parc y evitó desahucios.
Junto a Gene Summers, exayudante de Mies van der Rohe, probó
suerte también con un viejo hotel en Los Ángeles, el Biltmore, un cajón
de mil habitaciones construido en los años veinte a mayor gloria de la
nueva era del automóvil y antigua sede de la entrega de los Premios
Oscar. "Estábamos seguros de que se podía mejorar mucho la calidad de
vida de las ciudades y a la vez prosperar en lo financiero". Hoy, la arquitecta sigue viviendo en una casa, enorme pero sobria, del
Vieux-Montreal, un barrio casado con el río San Lorenzo y sobreviviente
de lo más antiguo de la ciudad. Montreal acogerá el próximo otoño una
exposición para reinvindicar el Greystone; "el auténtico Montreal",
añade Phyllis, que será la comisaria de la muestra. Sus sentencias son
sus cimientos, sus vigas, sus andamios: "No soporto los interiores
burgueses y no quiero vivir en una casa que represente una clase
social".