EN LOS AÑOS CINCUENTA y sesenta del pasado siglo, el ingeniero agrónomo estadounidense Norman Borlaug inició lo que luego se denominaría la Revolución Verde creando semillas transgénicas de arroz, maíz, trigo y centeno que multiplicaban el resultado de la cosecha.
Gracias a esas semillas, entre 1940 y 1984 la producción de grano mundial aumentó en un 250%, salvando de la muerte por hambruna a millones de personas, un logro sin duda colosal.
Lo malo es que el trigo y el centeno que comemos hoy vienen de ahí, y al parecer nuestro cuerpo no termina de reconocer el gluten de esos cereales, creando cada día más casos de intolerancia.
El problema, pues, no sería el gluten, sino ese nuevo gluten al que no estamos habituados; no hay inconveniente en comer espelta o kamut, por ejemplo, trigos ancestrales cuyas semillas no han sido modificadas y que digerimos sin dificultad.
Y tampoco a todo el mundo le sientan mal el trigo y centeno; supongo que depende de la edad, de la cantidad que ingieras, de tu susceptibilidad y, sobre todo, de cruzar esa intolerancia con otros problemas.
Yo, que tengo cuatro tornillos en la columna vertebral, dejé de tomar trigo y centeno hace algunos meses y la espalda ha mejorado radicalmente.
Mi traumatólogo, jefe de servicio de uno de los más importantes hospitales de Madrid y una eminencia, me dijo: “No existe ni un solo estudio científico que lo documente, pero parece que lo del gluten funciona en los casos de inflamación crónica. No sabemos por qué”.
Son campañas muy sucias porque se presentan como inocentes
resultados de la investigación pura, cuando no son más que publicidad
encubierta
Estoy segura de que no hay estudios sobre el gluten transgénico porque no le interesan a nadie.
Somos compradores cautivos de las multinacionales, que llevan décadas bombardeándonos con sesgados estudios que nos vuelven tarumbas sobre lo que debemos comer y hacer o lo que no.
Las más repugnantes, porque abusan de la necesidad de la gente, son las promovidas por la industria farmacéutica, un megagigante del poder.
Las farmacéuticas ganan más que los vendedores de armas o la telecomunicación.
La Lista Fortune (500 mayores empresas del mundo) de 2002 mostraba que los beneficios de las 10 mayores farmacéuticas superaban la suma de beneficios de las otras 490 empresas.
Son los verdaderos dueños del mundo, y son feroces. Ahora mismo estamos en medio de una de esas campañas.
¿No les choca la repentina obsesión científica que le ha entrado a nuestra, en general, acientífica sociedad para denunciar la homeopatía?
Llevamos meses de un machaque tan orquestado y pertinaz que no puede ser casual.
Me parece bien advertir del peligro de usar sólo homeopatía, pero alucina ver tanta furia contra una práctica barata y desde luego inocua, mientras que los muertos por efectos secundarios de las medicinas alopáticas son un goteo constante: en España triplican a las víctimas de tráfico.
Cierto, la disolución de los supuestos principios homeopáticos es tan alta que parecería que los granos son simple azúcar.
Pero aunque sólo fuera por el efecto placebo, servirían sin riesgo para mejorar la salud.
Y sobre todo es que no soporto que estos laboratorios, que dedican el 90% de su presupuesto a enfermedades que sólo padece el 10% de la población mundial; que inventan dolencias para medicalizar a la gente (convertir a los tímidos en fóbicos sociales); que crean alarma para forrarse (el Tamiflú y la gripe A); que tienen más beneficios que los bancos; que ponen precios salvajes a los fármacos (el tratamiento contra la hepatitis C); que dicen que esos precios son para costear la investigación, cuando Gobiernos y consumidores les pagamos el 84% de la misma y los laboratorios dedican el 13% de su presupuesto a investigar y un 30%-35% a marketing (fuente: Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública / nuevatribuna.es)…
Que esa gente se erija en adalid de la pureza científica, en fin, no es de recibo.
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