Montreal se rinde a Phyllis Lambert, icono de la protección de edificios ignorados.
Phyllis Lambert trabajando en el estudio de Mies van der Rohe en Chicago en 1960.Fonds Phyllis Lambert, CCA
El edificio emblemático de la arquitecta más importante de
Montreal no está en la ciudad, sino en Nueva York, y ni siquiera es
suyo, sino de Mies van der Rohe, quien –ante las autoridades americanas–
no era arquitecto. Tampoco llevan la firma de Phyllis Lambert (Montreal, 1927)
otras rotundas contribuciones suyas a la arquitectura: mansiones
levantadas años antes de que ella naciera, casas pintorescas en el
barrio de Milton Parc en cuya construcción nada tuvo que ver o una
sinagoga en El Cairo con más de mil años. Y, sin embargo, cada uno de
esos edificios está en deuda con ella.
Este
domingo, a sus noventa años, clausura una exposición antológica que
ella misma ha comisariado como modo de ensartar sus peripecias vitales. Se ha valido de la sede del Centro Canadiense de Arquitectura (CCA),
otra de sus obras. Bien, este edificio imponente tampoco es suyo, pero
sí la idea y su fundación. Ni mármol ni cristal, fue su empeño el que
levantó el CCA como un parapeto blanco para proteger la ciudad de la
horrenda autopista que en este punto la separa del río San Lorenzo. Así,
de paso, envuelve y conserva una preciosa mansión segundo imperio que, a golpe de talón, Lambert salvó de los bulldozers. Y es que el CCA encarna dos marcas de serie de la arquitecta: el afán por recopilar el saber y la protección del patrimonio.
Phyllis Lambert esculpe un busto de su madre, en su primera época como artista.CCA
Activista, conservacionista, apóstol de la arquitectura como
propuesta teórica además de práctica, al concederle el león de oro de
la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2014, Rem Koolhaas la coronó
así: "Los arquitectos hacen edificios, pero Phyllis Lambert hace
arquitectos". Esa frase jamás se habría pronunciado si Phyllis hubiera
confiado su destino al designio del dinero. Lo más probable es que su
nombre quedara en el de una heredera segundona de una de las familias
más ricas de Montreal, dueña de las destilerías Seagram, de las que sale
la ginebra del mismo nombre y el wiski 100 Pipers.
Pelo corto, traje negro
Hay que imaginarse a Phyllis esquivando ese futuro, huyendo
de los Dior y los Channel de su madre y dando un portazo en su mansión
forrada de terciopelo color borgoña para orearse en Nueva York, primero,
y luego en París. "No podía vivir en la misma ciudad que mi padre,
tenía demasiado poder", confesó en un documental sobre su vida, Citizen Lambert. Hay que ver a Phyllis a principios de los cincuenta cortándose cada vez
más el pelo, repudiando la pompa en favor de sobrios trajes negros que
invocaban sin quererlo la figura de un vecino de su barrio de Westmount,
Leonard Cohen. Hay que recordar a la joven respondona coleccionando
todos los dibujos técnicos y maquetas de arquitectura que caen en sus
manos, sobre todo grabados y fotografías con los que los antiguos
viajeros trasladaban el exotismo de las ruinas clásicas a quienes jamás
las verían en vida. Lambert andorrea por las calles cámara en mano. Su
mayor pasión nace al fotografiar edificios, como si más que la heredera
de unos destiladores que sortearon la ley seca lo fuera de aquellos
cazadores de capiteles y columnas rotas. Para ella, "hacer fotos se
convirtió en una forma de pensar".
Un día de 1954 la hija pródiga recibió una larga carta de su padre. La
acompañaba la imagen de la maqueta del edificio que sería nueva sede de
su empresa en Nueva York. "No, no, no, no y no", respondió horrorizada,
una respuesta que hoy, al recordársela, le arranca una carcajada. "Estábamos en una época con los mejores arquitectos desde el
Renacimiento y la mejor decisión debía basarse en escoger uno adecuado". A su negativa le aguardaba otra de su temible padre, de tan
condescendiente, insultante: podría participar en el proyecto, pero
limitándose a escoger los mármoles del vestíbulo. "Pues ya no soy tu
hija", le espetó ella.
La muerte del arquitecto y de su verdadero padre la
acercaron de nuevo a Montreal. A finales de los sesenta, la metrópolis
quebequesa era una ciudad en decadencia, diezmada por las tensiones
nacionalistas del Frente de Liberación de Quebec, un grupo separatista, y
la especulación inmobiliaria. La ciudad se rendía, relegada frente a
Toronto, la flamante capital financiera del país y, como un símbolo del
fin de los buenos tiempos, las grandes de mansiones en estilo Greystone,
con sus bloques bastos y torreones acastillados, sucumbían a las
retroexcavadoras. Phyllis trocó entonces su amor al acero por el de la piedra.
Recuperó su cámara para captar la decadencia de su ciudad y por ella se
movía trípode en ristre. Retrataba una a una el encanto nobiliario de
sus fachadas. "¿Por qué ese edificio? Es viejo, lo tirarán abajo",
asegura le comentaban los viandantes cuando la veían apostada ante uno
de ellos. "Los edificios de piedra gris estaban amenazados, y no quería
que en Montreal ocurriera como en Chicago, donde estaban demoliendo
edificios de Louis Sullivan". En su lugar, como en el barrio residencial
de Milton Parc, se elevaban rascacielos desalmados.
Es en los setenta cuando nace la activista y su apodo, Juana de Arquitectura
("el Quebec de los sesenta era todavía tan católico que era habitual
recibir un sobrenombre religioso"), una milmillonaria metida a
protestataria. "Recordé el día en que mi padre me dijo: 'te crees muy
lista, pero te podría desheredar', y yo hice como si no tuviera dinero. El dinero te da poder, pero yo estaba interesada en lo que podía hacer
yo".
El derribo de una de las casas, la mansión Van Horne, colmó
la paciencia ciudadana: aglutinó a una veintena de asociaciones
dispersas para formar una organización fuerte de defensa de la
arquitectura montrealesa, Sauvons Montreal, que dos años más tarde
derivaría en Héritage Montreal para captar fondos que compraran y
salvaran algunas casas.
La idea fue humanizarlos, con el arma de su
cámara:
"Ponerle cara a cada edificio, como un retrato de familia". Aquello niciativa cuajó en una cooperativa que renovó por completo el barrio de Milton Parc y evitó desahucios.
Junto a Gene Summers, exayudante de Mies van der Rohe, probó
suerte también con un viejo hotel en Los Ángeles, el Biltmore, un cajón
de mil habitaciones construido en los años veinte a mayor gloria de la
nueva era del automóvil y antigua sede de la entrega de los Premios
Oscar. "Estábamos seguros de que se podía mejorar mucho la calidad de
vida de las ciudades y a la vez prosperar en lo financiero". Hoy, la arquitecta sigue viviendo en una casa, enorme pero sobria, del
Vieux-Montreal, un barrio casado con el río San Lorenzo y sobreviviente
de lo más antiguo de la ciudad. Montreal acogerá el próximo otoño una
exposición para reinvindicar el Greystone; "el auténtico Montreal",
añade Phyllis, que será la comisaria de la muestra. Sus sentencias son
sus cimientos, sus vigas, sus andamios: "No soporto los interiores
burgueses y no quiero vivir en una casa que represente una clase
social".
Recuerda con nitidez su llegada a EE UU, cuando solo
tenía 22 años. “Aventura, riesgo, momentos intensos”, resume mientras le
quita peso a la decisión. “Creo que no es muy diferente ir a Nueva
York, a miles de kilómetros, que salir de tu pueblo para ir a otro. Cada
vez que vas a un sitio aparece esa intensidad, ese latir del corazón,
te da la sensación de que el tiempo se mueve más rápido”, explica José
Andrés al otro lado del teléfono, desde Maryland, donde el año pasado
abrió uno de sus últimos locales, Fish. Ahora, rozando los 48 (cumple años en julio), no para. ¿Su último
proyecto? En 2018 inaugurará en Nueva York junto a Ferran y Albert Adrià
un ambicioso espacio culinario de más de 3.000 metros cuadrados
dedicado a la gastronomía española. José Andrés encarna –Obama dixit– el
sueño americano: ha construido de la nada un imperio de 26
restaurantes, cocinado (y dado una charla sobre las cocinas limpias) en
el G-8 y recibido la Medalla Nacional de las Humanidades y el premio del
Centro del Congreso para Combatir el Hambre (ambos galardones en 2016).
¿La cocina debe conllevar compromiso social? Es imposible que no lo tenga, lo que no significa que todo
el mundo de mi profesión deba dedicarse a eso. Pero está claro es que el
sueño del siglo XXI va a ser luchar para que los demás tengan lo mismo
por lo que tú luchas para ti y los tuyos. No puede ser que tengamos
restaurantes de 500 dólares por persona y que a la vez en nuestro barrio
haya hambre. Es un sinsentido. No hablo de comunismo o socialismo, sino
de todo lo contrario, de un capitalismo pragmático. Creo que el
capitalismo sigue siendo muy válido, pero tiene que reinventarse, porque
no puede ser que haya hambre en nuestro pueblo y en el mundo y no
hagamos nada por ello. Hay que evitarlo. Usted llegó a Estados Unidos tras dejar elBulli.
Entonces los chefs no eran figuras globales como ahora. ¿A qué se debe
este auge de la gastronomía? En elBulli aprendimos a no tenerle miedo a nada, a mirar
hacia delante e intentar ver qué hay más allá del horizonte. La
gastronomía ha llegado donde está porque el ser humano no va todos los
días a un museo, una ópera, una exposición o a la charla de un premio
Nobel. Pero todos comemos todos los días. Cada día quieres comer un poco
mejor, y esa búsqueda hace que la gastronomía esté tan en auge. Los
cocineros no dejamos de ser los directores de orquesta de todo ese mundo
que nos rodea. Su orquesta es ahora un imperio con 26 establecimientos y más de 800 empleados. ¿Cómo se gestiona? Con un buen equipo. Y aprendiendo de los errores. Esa es la forma.
Bazaar Mar, el restaurante de José Andrés en Miami, con azulejos de Talavera de la Reina. Foto: Eric Laignel
¿Sabemos los españoles vender nuestra gastronomía?
Yo creo que lo mejor está por llegar.
Al final no es saber
vender, es tener instinto empresarial y salir fuera.
Todo lo que suponga
más presencia en el extranjero va a significar mayores exportaciones.
. Por lo tanto, la gastronomía debería
estar en lo más alto de la lista de prioridades del Gobierno. El mensaje
al Ejecutivo, esté quien esté en el poder, es: turismo, comercio y
exportaciones son un motor importantísimo para España y no podemos
dormirnos. Ha firmado un acuerdo con Mediapro. ¿Utilizará la
televisión para volver a promocionar la gastronomía local, como hizo con
Made in Spain en 2008? Entonces yo no quería fama, sino contar una historia. Ahora
vamos a buscar formatos que me ayuden a seguir haciéndolo. Ya he hecho
cositas que van más allá de ser yo el protagonista, como cuando fui
productor gastronómico de la serie Hannibal. Y tengo sueños, como rodar
una película sobre un cocinero en la Guerra Civil americana.
En 2016 cumplió otro de sus sueños: lograr dos estrellas Michelin con Minibar.
El sueño sería un día tener tres… De niño ya soñaba con las
estrellas Michelin. Treinta y tantos años después tengo dos, es muy
bonito. Sobre todo por mi equipo. ¿Valoran más ahora los inspectores la cocina española? Si lo comparamos con otros países del mundo, creo que con
España están siendo injustos. ¡Que una persona como Andoni [Luis Aduriz,
de Mugaritz] no tenga tres estrellas es tal vez la mayor injusticia
gastronómica mundial!
Minibar, uno de los locales de José Andrés en Washington. Foto: Ken Wyner
SUS FAVORITOS Tres ingredientes españoles que le gusta utilizar para cocinar: “Me encanta un buen aceite, encuentro maravillosa la
cornicabra; el ajo de las Pedroñeras lo encuentro sutil y mágico; y me
chiflan los erizos de mar del norte de España o de la Costa Brava”.
Tres restaurantes españoles donde le gusta comer:
“El FM de Granada, que es increíble. Luego unas tortillitas de camarones de Casa Balbino, en Sanlúcar de Barrameda. Y luego me iría a tomar una fabada a Casa Gerardo, en Asturias”.
‘Everything Bagel’, uno de los platos de José Andrés. Foto: Cortesía de José Ándrés
Cuando el alcohol suelta la lengua, la homofobia cultural sale de armario.
Cuando el alcohol suelta la lengua, la homofobia cultural
sale de armario . Una cuadrilla de cincuentones comentaba en una
sobremesa que la mayoría de los comentaristas y conductores de los
programas faranduleros son gais dados al chisme aunque sean másteres en
Exactas y Filosofía Pura.
Como los amigos eran progresistas y leídos, y uno de ellos
homosexual, celebraban que España fuera paladín de la libertad y la
tolerancia. Aplaudieron el derecho a vivir emancipados de tabúes y a
trabajar donde venga en gana; y si el contrato es suculento, como los de
Jorge Javier Vázquez, Jordi González y Jesús Vázquez en Telecinco, pues
miel sobre hojuelas.
La conversación se tornó en solidario debate a propósito de
la entrevista de Luis Alegre en televisión subrayando que cada vez hay
menos políticos en el armario y ni el PP oculta a sus gais. El fundador
de Podemos se movió en ambientes refractarios a la homofobia, pero el
tarugo todavía peina el pelo de la dehesa. “Los políticos homosexuales
no sueltan pluma”, aplaudió un comensal. La pluma y la carroza como
obstáculos. La cuadrilla reivindicó la razón del amaneramiento, pero si
no se nota, mejor. El debate se recondujo hacia el fútbol con la foto de Ibrahimovic y Piqué
cogidos de la mano hace siete años. Progresivamente, la ingesta de
combinados y chupitos alborotó el parloteo, la homofobia pasó al olvido,
y todos se entregaron al despellejamiento de un ausente, cerril de
mollera. Liberado el subconsciente, el hombre del Cromañón se hizo
presente: “Me gustaría que le saliera un hijo maricón, a ver qué hacía”,
terció uno. ¿¡Eeeh!? ¿Somos la peste o qué?, reaccionó el gay. “No,
perdona, es que me sale esa palabra sin pensar”. Sale del armario el reflejo atávico. La masculinidad de
rebuzno nunca entró: “Vente a mi casa y vas a ver si soy maricón”,
espetó el sueco a la periodista que le preguntó por su foto con el culé.
Nunca sabremos qué le gustaba realmente a Kennedy. Lo que sí sabemos es que Kennedy nos gustaba y nos gusta.
Elaine de Kooning, en su estudio de Nueva de York, trabaja sobre varios retratos del presidente Kennedy.GETTY IMAGES
Elaine de Kooning fue convocada para retratar a JFK. No
había artista más rápida, instintiva ni vanguardista que ella, de forma
que la sesión de posado en la villa de Palm Beach —diciembre de 1962—
tendría que haberse resuelto en unas horas. Y
unas horas tuvo De Kooning delante de sí al modelo, nerviosa,
desconcertada, pero el retrato la capturó como un sortilegio. No
conseguía trasladar al lienzo esa personalidad incandescente ni ese
poder afrodisiaco. Le resultaba “más grande que la vida” y le sugería
una dimensión desconocida o inexplorada de la humanidad. Hubiera
preferido pintar a Dorian Gray o la faz de Cristo. Se notaba torpe e
impotente la artista. Se había enamorado del modelo y era incapaz de
retratarlo, incluso cuando le acuciaban en la Casa Blanca con los plazos
de entrega. Elaine de Kooning no podía reconocer que en lugar de un
retrato había pintado 38. Ni podía aceptar que su casa estaba poseída. Ni podía admitir que ninguno de los lienzos alojaba, pese a la
obstinación y los intentos, la personalidad ni el espíritu de Kennedy. Murió sin ver su retrato él, y ella dejó de pintar durante un año
traumatizada por la noticia. Está expuesto el cuadro en la Galería
Nacional de Retratos de Washington. Está expuesto como una mera y
frustrante aproximación que el historiador Thurston Clark utiliza como
metáfora del personaje inasible e inaccesible que fue Kennedy. Él mismo ha dedicado su vida y su obra a escrutarlo. Ha
escrito las biografías de referencia y ha convertido su casa en una
especie de memorial, aunque el acceso privilegiado a vídeos, documentos,
escritos, testimonios, informes, fotografías, películas y cuadros
tampoco le permite despejar el enigma. Y el enigma lo plantea Thurston lejos de la paranoia: el
problema no es quién mató a Kennedy. El problema es quién fue Kennedy en
esa mezcla de carnalidad y de intelectualidad que desdoblaban el
carisma y el hermetismo. Acercarse a Kennedy es la mejor forma de alejarse. El propio
Thurston se identifica con la pintora De Kooning en la impotencia de
captar un alma evanescente. Y acaso como consuelo, evoca una confesión
de JFK al editor de The Washington Post, Ben Bradlee, de
acuerdo con la cual Kennedy concluía que una buena biografía —y un buen
cuadro— debe responder a una sola pregunta. —¿Qué le gusta a esa persona? Thurston concluye que nunca sabremos qué le gustaba
realmente a Kennedy. Lo que sí sabemos es que Kennedy nos gustaba y nos
gusta. Y que la tentación de definirlo, de pintarlo, de “escribirlo”
engendran una enorme frustración ahora que se cumplen 100 años de su
nacimiento. Y que observamos la Casa Blanca ocupada por el mayor
antagonista o impostor que nunca hubiéramos imaginado.