Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

3 jun 2017

La heredera de la ginebra Seagram que marcó la historia de la arquitectura

 

Montreal se rinde a Phyllis Lambert, icono de la protección de edificios ignorados.

Phyllis Lambert trabajando en el estudio de Mies van der Rohe en Chicago en 1960. 
Phyllis Lambert trabajando en el estudio de Mies van der Rohe en Chicago en 1960.
El edificio emblemático de la arquitecta más importante de Montreal no está en la ciudad, sino en Nueva York, y ni siquiera es suyo, sino de Mies van der Rohe, quien –ante las autoridades americanas– no era arquitecto.
Tampoco llevan la firma de Phyllis Lambert (Montreal, 1927) otras rotundas contribuciones suyas a la arquitectura: mansiones levantadas años antes de que ella naciera, casas pintorescas en el barrio de Milton Parc en cuya construcción nada tuvo que ver o una sinagoga en El Cairo con más de mil años. Y, sin embargo, cada uno de esos edificios está en deuda con ella.
Este domingo, a sus noventa años, clausura una exposición antológica que ella misma ha comisariado como modo de ensartar sus peripecias vitales. 
 Se ha valido de la sede del Centro Canadiense de Arquitectura (CCA), otra de sus obras. Bien, este edificio imponente tampoco es suyo, pero sí la idea y su fundación.
 Ni mármol ni cristal, fue su empeño el que levantó el CCA como un parapeto blanco para proteger la ciudad de la horrenda autopista que en este punto la separa del río San Lorenzo.
 Así, de paso, envuelve y conserva una preciosa mansión segundo imperio que, a golpe de talón, Lambert salvó de los bulldozers.
 Y es que el CCA encarna dos marcas de serie de la arquitecta: el afán por recopilar el saber y la protección del patrimonio.
Phyllis Lambert esculpe un busto de su madre, en su primera época como artista. 
Phyllis Lambert esculpe un busto de su madre, en su primera época como artista.
Activista, conservacionista, apóstol de la arquitectura como propuesta teórica además de práctica, al concederle el león de oro de la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2014, Rem Koolhaas la coronó así: "Los arquitectos hacen edificios, pero Phyllis Lambert hace arquitectos".
Esa frase jamás se habría pronunciado si Phyllis hubiera confiado su destino al designio del dinero.
 Lo más probable es que su nombre quedara en el de una heredera segundona de una de las familias más ricas de Montreal, dueña de las destilerías Seagram, de las que sale la ginebra del mismo nombre y el wiski 100 Pipers.

Pelo corto, traje negro

Hay que imaginarse a Phyllis esquivando ese futuro, huyendo de los Dior y los Channel de su madre y dando un portazo en su mansión forrada de terciopelo color borgoña para orearse en Nueva York, primero, y luego en París.
 "No podía vivir en la misma ciudad que mi padre, tenía demasiado poder", confesó en un documental sobre su vida, Citizen Lambert.
Hay que ver a Phyllis a principios de los cincuenta cortándose cada vez más el pelo, repudiando la pompa en favor de sobrios trajes negros que invocaban sin quererlo la figura de un vecino de su barrio de Westmount, Leonard Cohen. 
Hay que recordar a la joven respondona coleccionando todos los dibujos técnicos y maquetas de arquitectura que caen en sus manos, sobre todo grabados y fotografías con los que los antiguos viajeros trasladaban el exotismo de las ruinas clásicas a quienes jamás las verían en vida.
 Lambert andorrea por las calles cámara en mano.
 Su mayor pasión nace al fotografiar edificios, como si más que la heredera de unos destiladores que sortearon la ley seca lo fuera de aquellos cazadores de capiteles y columnas rotas.
 Para ella, "hacer fotos se convirtió en una forma de pensar". 

Un día de 1954 la hija pródiga recibió una larga carta de su padre. La acompañaba la imagen de la maqueta del edificio que sería nueva sede de su empresa en Nueva York. 
"No, no, no, no y no", respondió horrorizada, una respuesta que hoy, al recordársela, le arranca una carcajada. 
 "Estábamos en una época con los mejores arquitectos desde el Renacimiento y la mejor decisión debía basarse en escoger uno adecuado".
 A su negativa le aguardaba otra de su temible padre, de tan condescendiente, insultante: podría participar en el proyecto, pero limitándose a escoger los mármoles del vestíbulo.
 "Pues ya no soy tu hija", le espetó ella.

"Mera extensión"

"Mi padre estaba interesado en sus hijos como mera extensión de lo que él era, pero yo estaba interesada en el arte, que mi padre no consideraba ni siquiera un modo de vida.
 No tuvimos una conexión emocional, pero lo respeté y cuando quise arrancar el CCA pensé en lo difícil que es liderar algo. Entonces lo entendí mucho mejor", comenta a EL PAÍS. 
Phyllis recibió al fin el encargo de escoger arquitecto para el Seagram. 
Preparó un listado donde aparecía Le Corbusier ("no puede conocerlo nunca, pero me interesaba muchísimo, pero no creo que su tipo de arquitectura encajase en Park Avenue", confiesa).
También sonó el nombre de Frank Lloyd Wright. 
A través de un tío de la arquitecta, Wright había oído hablar de que los canadienses de Seagram querían levantar un edificio en Manhattan y presentó un proyecto:
 "Un edifico enorme, de 100 plantas, pero yo creía que Wright pertenecía ya a otra época".
La lista incluía otro grande de la arquitectura, Ludwig Mies van der Rohe.
 Phyllis fue a verlo a Chicago: finalmente, sí, él erigiría la flamante sede.
 El alemán no tenía reconocido su título en Estados Unidos y se asoció con Philip Johnson, un arquitecto con un claro pasado antisemita.
 ¿No le importó eso a la familia de Phyllis, judíos? "Yo no sabía nada de eso cuando Mies van der Rohe decidió asociarse a Johnson, pero cuando supe del antecedente antisemita, se lo dije a mi padre, y directamente lo ignoró, y creo que lo hizo porque sabía leer dentro de la gente y no quería tampoco enfadar a Mies, que lo había escogido con buen criterio".
Sin tener formación como arquitecta, Phyllis se hizo con el cargo de directora de planificación de la torre, un enorme lingote de acero, bronce y cristal, erigido delante, como una antesala desde la que mirar hacia arriba sin torcer demasiado el cuello, de un espacio limpio, una plaza, que alivia la densa Park Avenue. 
"Mi trabajo consistía en asegurarme de que Mies construyera el edificio que quería y apartar de él cualquier cosa, cualquiera, que se lo impidiese", reconoció.
 El presupuesto inicial, "que era ridículamente bajo", se dobló hasta superar los 30 millones de dólares.
Philip Johnson, Mies van der Rohe y Phyllis Lambert en 1955, con una imagen de la maqueta del edificio Seagram detrás. 
Philip Johnson, Mies van der Rohe y Phyllis Lambert en 1955, con una imagen de la maqueta del edificio Seagram detrás. © United Press International, por cortesía del CCA
 

La muerte de dos padres

La muerte del arquitecto y de su verdadero padre la acercaron de nuevo a Montreal. 
A finales de los sesenta, la metrópolis quebequesa era una ciudad en decadencia, diezmada por las tensiones nacionalistas del Frente de Liberación de Quebec, un grupo separatista, y la especulación inmobiliaria. 
La ciudad se rendía, relegada frente a Toronto, la flamante capital financiera del país y, como un símbolo del fin de los buenos tiempos, las grandes de mansiones en estilo Greystone, con sus bloques bastos y torreones acastillados, sucumbían a las retroexcavadoras.
Phyllis trocó entonces su amor al acero por el de la piedra. Recuperó su cámara para captar la decadencia de su ciudad y por ella se movía trípode en ristre.
 Retrataba una a una el encanto nobiliario de sus fachadas. "¿Por qué ese edificio? Es viejo, lo tirarán abajo", asegura le comentaban los viandantes cuando la veían apostada ante uno de ellos.
 "Los edificios de piedra gris estaban amenazados, y no quería que en Montreal ocurriera como en Chicago, donde estaban demoliendo edificios de Louis Sullivan".
 En su lugar, como en el barrio residencial de Milton Parc, se elevaban rascacielos desalmados.

Millonaria y activista
Edificio Seagram.
Edificio Seagram. Cortesía de CCA © Ezra Stoller / Esto
Es en los setenta cuando nace la activista y su apodo, Juana de Arquitectura ("el Quebec de los sesenta era todavía tan católico que era habitual recibir un sobrenombre religioso"), una milmillonaria metida a protestataria. 
"Recordé el día en que mi padre me dijo: 'te crees muy lista, pero te podría desheredar', y yo hice como si no tuviera dinero. 
 El dinero te da poder, pero yo estaba interesada en lo que podía hacer yo".
El derribo de una de las casas, la mansión Van Horne, colmó la paciencia ciudadana: aglutinó a una veintena de asociaciones dispersas para formar una organización fuerte de defensa de la arquitectura montrealesa, Sauvons Montreal, que dos años más tarde derivaría en Héritage Montreal para captar fondos que compraran y salvaran algunas casas.
 La idea fue humanizarlos, con el arma de su cámara: 
"Ponerle cara a cada edificio, como un retrato de familia".
Aquello niciativa cuajó en una cooperativa que renovó por completo el barrio de Milton Parc y evitó desahucios.
Junto a Gene Summers, exayudante de Mies van der Rohe, probó suerte también con un viejo hotel en Los Ángeles, el Biltmore, un cajón de mil habitaciones construido en los años veinte a mayor gloria de la nueva era del automóvil y antigua sede de la entrega de los Premios Oscar. 
"Estábamos seguros de que se podía mejorar mucho la calidad de vida de las ciudades y a la vez prosperar en lo financiero".
Hoy, la arquitecta sigue viviendo en una casa, enorme pero sobria, del Vieux-Montreal, un barrio casado con el río San Lorenzo y sobreviviente de lo más antiguo de la ciudad. Montreal acogerá el próximo otoño una exposición para reinvindicar el Greystone; "el auténtico Montreal", añade Phyllis, que será la comisaria de la muestra. 
Sus sentencias son sus cimientos, sus vigas, sus andamios: 
"No soporto los interiores burgueses y no quiero vivir en una casa que represente una clase social".



 

José Andrés: “El capitalismo debe reinventarse. No puede ser que tengamos gente al lado pasando hambre”

Trabajó en la Armada y cocinó en elBulli. 

A los 22 años emigró a Estados Unidos y esa aventura americana lo ha convertido en un ejemplo de éxito. 

Ahora, 26 restaurantes y dos estrellas Michelin después, vuelve a la televisión.



José Andrés: “El capitalismo debe reinventarse. No puede ser que tengamos gente al lado pasando hambre”
El cocinero José Andrés. Foto: Ryan Forbes
Recuerda con nitidez su llegada a EE UU, cuando solo tenía 22 años.
 “Aventura, riesgo, momentos intensos”, resume mientras le quita peso a la decisión. “Creo que no es muy diferente ir a Nueva York, a miles de kilómetros, que salir de tu pueblo para ir a otro.
 Cada vez que vas a un sitio aparece esa intensidad, ese latir del corazón, te da la sensación de que el tiempo se mueve más rápido”, explica José Andrés al otro lado del teléfono, desde Maryland, donde el año pasado abrió uno de sus últimos locales, Fish.
Ahora, rozando los 48 (cumple años en julio), no para.
 ¿Su último proyecto? En 2018 inaugurará en Nueva York junto a Ferran y Albert Adrià un ambicioso espacio culinario de más de 3.000 metros cuadrados dedicado a la gastronomía española.
 José Andrés encarna –Obama dixit– el sueño americano: ha construido de la nada un imperio de 26 restaurantes, cocinado (y dado una charla sobre las cocinas limpias) en el G-8 y recibido la Medalla Nacional de las Humanidades y el premio del Centro del Congreso para Combatir el Hambre (ambos galardones en 2016). 

¿La cocina debe conllevar compromiso social?
Es imposible que no lo tenga, lo que no significa que todo el mundo de mi profesión deba dedicarse a eso.
 Pero está claro es que el sueño del siglo XXI va a ser luchar para que los demás tengan lo mismo por lo que tú luchas para ti y los tuyos. 
No puede ser que tengamos restaurantes de 500 dólares por persona y que a la vez en nuestro barrio haya hambre. 
Es un sinsentido. No hablo de comunismo o socialismo, sino de todo lo contrario, de un capitalismo pragmático.
 Creo que el capitalismo sigue siendo muy válido, pero tiene que reinventarse, porque no puede ser que haya hambre en nuestro pueblo y en el mundo y no hagamos nada por ello. 
Hay que evitarlo.
Usted llegó a Estados Unidos tras dejar elBulli. Entonces los chefs no eran figuras globales como ahora. ¿A qué se debe este auge de la gastronomía?
En elBulli aprendimos a no tenerle miedo a nada, a mirar hacia delante e intentar ver qué hay más allá del horizonte.
 La gastronomía ha llegado donde está porque el ser humano no va todos los días a un museo, una ópera, una exposición o a la charla de un premio Nobel.
 Pero todos comemos todos los días. Cada día quieres comer un poco mejor, y esa búsqueda hace que la gastronomía esté tan en auge.
 Los cocineros no dejamos de ser los directores de orquesta de todo ese mundo que nos rodea.
Su orquesta es ahora un imperio con 26 establecimientos y más de 800 empleados. ¿Cómo se gestiona?
Con un buen equipo. Y aprendiendo de los errores. Esa es la forma.
Bazaar Mar, el restaurante de José Andrés en Miami, con azulejos de Talavera de la Reina. Foto: Eric Laignel
¿Sabemos los españoles vender nuestra gastronomía?
Yo creo que lo mejor está por llegar.
 Al final no es saber vender, es tener instinto empresarial y salir fuera.
 Todo lo que suponga más presencia en el extranjero va a significar mayores exportaciones.
  . Por lo tanto, la gastronomía debería estar en lo más alto de la lista de prioridades del Gobierno.
 El mensaje al Ejecutivo, esté quien esté en el poder, es: turismo, comercio y exportaciones son un motor importantísimo para España y no podemos dormirnos.
Ha firmado un acuerdo con Mediapro. ¿Utilizará la televisión para volver a promocionar la gastronomía local, como hizo con Made in Spain en 2008?
Entonces yo no quería fama, sino contar una historia. 
Ahora vamos a buscar formatos que me ayuden a seguir haciéndolo. Ya he hecho cositas que van más allá de ser yo el protagonista, como cuando fui productor gastronómico de la serie Hannibal. 
Y tengo sueños, como rodar una película sobre un cocinero en la Guerra Civil americana.

En 2016 cumplió otro de sus sueños: lograr dos estrellas Michelin con Minibar.

El sueño sería un día tener tres… De niño ya soñaba con las estrellas Michelin.
 Treinta y tantos años después tengo dos, es muy bonito. Sobre todo por mi equipo.
¿Valoran más ahora los inspectores la cocina española?
Si lo comparamos con otros países del mundo, creo que con España están siendo injustos. 
¡Que una persona como Andoni [Luis Aduriz, de Mugaritz] no tenga tres estrellas es tal vez la mayor injusticia gastronómica mundial!
Minibar, uno de los locales de José Andrés en Washington. Foto: Ken Wyner


SUS FAVORITOS
Tres ingredientes españoles que le gusta utilizar para cocinar:
“Me encanta un buen aceite, encuentro maravillosa la cornicabra; el ajo de las Pedroñeras lo encuentro sutil y mágico; y me chiflan los erizos de mar del norte de España o de la Costa Brava”.


Tres restaurantes españoles donde le gusta comer:

“El FM de Granada, que es increíble. Luego unas tortillitas de camarones de Casa Balbino, en Sanlúcar de Barrameda. Y luego me iría a tomar una fabada a Casa Gerardo, en Asturias”.
‘Everything Bagel’, uno de los platos de José Andrés. Foto: Cortesía de José Ándrés

El otro armario.................................... Juan Jesús Aznarez

Cuando el alcohol suelta la lengua, la homofobia cultural sale de armario.

El otro armario
Cuando el alcohol suelta la lengua, la homofobia cultural sale de armario
. Una cuadrilla de cincuentones comentaba en una sobremesa que la mayoría de los comentaristas y conductores de los programas faranduleros son gais dados al chisme aunque sean másteres en Exactas y Filosofía Pura.

Como los amigos eran progresistas y leídos, y uno de ellos homosexual, celebraban que España fuera paladín de la libertad y la tolerancia. 
Aplaudieron el derecho a vivir emancipados de tabúes y a trabajar donde venga en gana; y si el contrato es suculento, como los de Jorge Javier Vázquez, Jordi González y Jesús Vázquez en Telecinco, pues miel sobre hojuelas.

La conversación se tornó en solidario debate a propósito de la entrevista de Luis Alegre en televisión subrayando que cada vez hay menos políticos en el armario y ni el PP oculta a sus gais.
 El fundador de Podemos se movió en ambientes refractarios a la homofobia, pero el tarugo todavía peina el pelo de la dehesa.
 “Los políticos homosexuales no sueltan pluma”, aplaudió un comensal.
 La pluma y la carroza como obstáculos.
 La cuadrilla reivindicó la razón del amaneramiento, pero si no se nota, mejor.
El debate se recondujo hacia el fútbol con la foto de Ibrahimovic y Piqué cogidos de la mano hace siete años.
 Progresivamente, la ingesta de combinados y chupitos alborotó el parloteo, la homofobia pasó al olvido, y todos se entregaron al despellejamiento de un ausente, cerril de mollera.
Liberado el subconsciente, el hombre del Cromañón se hizo presente: “Me gustaría que le saliera un hijo maricón, a ver qué hacía”, terció uno. 
¿¡Eeeh!? ¿Somos la peste o qué?, reaccionó el gay. 
“No, perdona, es que me sale esa palabra sin pensar”.
Sale del armario el reflejo atávico.
 La masculinidad de rebuzno nunca entró:
 “Vente a mi casa y vas a ver si soy maricón”, espetó el sueco a la periodista que le preguntó por su foto con el culé.

 

J. F. Kennedy, el hombre del cuadro.......................... Rubén Amón..

Nunca sabremos qué le gustaba realmente a Kennedy. Lo que sí sabemos es que Kennedy nos gustaba y nos gusta.

 

Elaine de Kooning, en su estudio de Nueva de York, trabaja sobre varios retratos del presidente Kennedy.
Elaine de Kooning, en su estudio de Nueva de York, trabaja sobre varios retratos del presidente Kennedy.
Elaine de Kooning fue convocada para retratar a JFK.
 No había artista más rápida, instintiva ni vanguardista que ella, de forma que la sesión de posado en la villa de Palm Beach —diciembre de 1962— tendría que haberse resuelto en unas horas.
Y unas horas tuvo De Kooning delante de sí al modelo, nerviosa, desconcertada, pero el retrato la capturó como un sortilegio.
 No conseguía trasladar al lienzo esa personalidad incandescente ni ese poder afrodisiaco.
 Le resultaba “más grande que la vida” y le sugería una dimensión desconocida o inexplorada de la humanidad.
 Hubiera preferido pintar a Dorian Gray o la faz de Cristo.
 Se notaba torpe e impotente la artista. Se había enamorado del modelo y era incapaz de retratarlo, incluso cuando le acuciaban en la Casa Blanca con los plazos de entrega.
Elaine de Kooning no podía reconocer que en lugar de un retrato había pintado 38. 
Ni podía aceptar que su casa estaba poseída.
 Ni podía admitir que ninguno de los lienzos alojaba, pese a la obstinación y los intentos, la personalidad ni el espíritu de Kennedy. 
Murió sin ver su retrato él, y ella dejó de pintar durante un año traumatizada por la noticia.
 Está expuesto el cuadro en la Galería Nacional de Retratos de Washington. 
Está expuesto como una mera y frustrante aproximación que el historiador Thurston Clark utiliza como metáfora del personaje inasible e inaccesible que fue Kennedy.
Él mismo ha dedicado su vida y su obra a escrutarlo.
 Ha escrito las biografías de referencia y ha convertido su casa en una especie de memorial, aunque el acceso privilegiado a vídeos, documentos, escritos, testimonios, informes, fotografías, películas y cuadros tampoco le permite despejar el enigma.
Y el enigma lo plantea Thurston lejos de la paranoia: el problema no es quién mató a Kennedy.
 El problema es quién fue Kennedy en esa mezcla de carnalidad y de intelectualidad que desdoblaban el carisma y el hermetismo.
Acercarse a Kennedy es la mejor forma de alejarse. 
El propio Thurston se identifica con la pintora De Kooning en la impotencia de captar un alma evanescente. 
Y acaso como consuelo, evoca una confesión de JFK al editor de The Washington Post, Ben Bradlee, de acuerdo con la cual Kennedy concluía que una buena biografía —y un buen cuadro— debe responder a una sola pregunta.
—¿Qué le gusta a esa persona?
Thurston concluye que nunca sabremos qué le gustaba realmente a Kennedy.
 Lo que sí sabemos es que Kennedy nos gustaba y nos gusta.
 Y que la tentación de definirlo, de pintarlo, de “escribirlo” engendran una enorme frustración ahora que se cumplen 100 años de su nacimiento.
 Y que observamos la Casa Blanca ocupada por el mayor antagonista o impostor que nunca hubiéramos imaginado.