¡Ave Aramburu! Los que van a sudar bajo el sol quieren que les
saludes. ¿Qué va a querer si no quien aguanta de pie media hora la
chicharrera de finales de mayo en la Feria del Libro de Madrid,
en ese platanar de estornudo y moquero que es el parque del Retiro por
estas fechas? Y el escritor firma y tiende la mano, tiende la mano y
firma. Y cuando se acaba la cola de la caseta de Antonio Machado se va dos
más allá, a la de la librería Muga y vuelve a firmar. Le espera una
buena siesta. ¿Estará pensado en ella cuando plasma su caligrafía
desigual en cada ejemplar? Con mucho gusto para Bernardita… con cariño
para Manuela… para mi paisana Arantza, de Bilbao… A medida que se achica
la cola se acerca la siesta. Y arrecia el sol, pero los lectores están
haciendo un gesto de amor. “Es por amor al libro y para que tenga un
toque especial con la firma, si hay que esperar se espera”, dice Óscar,
el contable. ¿Hacer cola es amar? “Pues sí, por qué no”. 300.000 ejemplares, dicen en la editorial Tusquets, que lleva vendidos Patria, el último libro de Fernando Aramburu
(San Sebastián, 1959), que hunde la pluma en el conflicto vasco a
través de la mirada de dos familias vecinas separadas por un asesinato
etarra en un pueblo abertzale podrido por la violencia y el
silencio. Sea por el tema, por el momento actual, por la forma literaria
o por todo junto, la cosa es que el escritor ha dado en el clavo.
Abrumado por el éxito
Aramburu parece abrumado por tanto éxito y encima ahora semeja una estrella del rock and roll.
Se lo ha tomado con disciplina. Antes de que abra la caseta ya está
allí con su editor, y una hilera de gente espera frente a la persiana
bajada. "¿Le importa hacerse una foto conmigo?", pregunta un seguidor. Y
el escritor posa semisonriente con su camisa fucsia, recién llegado de
Sevilla, aún con sueño y tinta de firmas. Cuando se abre la cancela
comienza sin prólogo el curioso besamanos de los amantes de libro. En
cada ejemplar, Aramburu enmarca su dedicatoria con dos filigranas, como
los rizos que rematan las verjas, una doble caracola que quizá le
permite pensar ‘y ahora qué pongo yo aquí’. “¡Qué grande eres, Aramburu!”, jalea un señor que pasar por
allí, y el escritor, que lo agradece, bisbisea timidísimo: “Pues yo me
estoy empequeñeciendo”. Hay que tener carácter para enfrentar a toda una
patria, con su presidente a la cabeza, alabando la novela. Una firma, otra… ¿Estaría Fernando, de chico, cuando aún no
la necesitaba, ensayando su firma con otros amigos, copiando la del
padre o la de sus autores de cómics favoritos? “No, no, yo siempre he
tenido mala caligrafía. ¿La firma? Es instintiva”, dice. “Este va a ser la atracción de la Feria, verás”, se ríe un
hombre que ojea los libros en la caseta. “Pues yo no hago esa cola así
me maten”, vuelve a reír. Si la Patria llama, él, desde luego, no se ha dado por aludido. Llega el último de la fila, Aramburu ya ve la siesta a su alcance.
Ojos azul grisaceo, tipazo e impactante cabellera blanca con un
moderno corte de pelo. La imagen de Maye Musk, de 69 años, atrae a
primer golpe de vista pero engancha aún más si se supera la apariencia y
se profundiza en su historia personal. El interés crece si se añade que
es la madre de Elon Musk, el presidente de Tesla
a quien se ha llegado a clasificar como el emprendedor más famoso de
esta generación. Él, además de fundador de la compañía que persigue revolucionar el sector automovilístico con sus coches eléctricos,
es el inmobiliario con sus sistemas de baterías que almacenan energía, y
también está detrás de la creación de PayPal, una de las mayores
compañías de pago por Internet del mundo. Al respecto, Maye Musk dice: “Yo era famosa antes de que lo fuera él”. No le falta razón a esta sudafricana que conduce un Tesla verde regalo
de su hijo, porque la misma sonrisa con la que acompaña esta afirmación
ha podido verse en una valla publicitaria en la neoyorquina Times
Square, en una campaña para la compañía aérea estadounidense Virgin
America, en cajas de los cereales Kellogs o en el vídeo de la canción Haunted de Beyoncé. La madre del visionario Elon Musk es modelo desde los 15 años y quedó
finalista en el certamen de Miss Sudáfrica en 1969. Hija de Joshua y Wyn
Haldeman, sus padres tenían un próspero negocio pero también una sed de
aventuras en las que embarcaron a toda la familia constituida por cinco
hijos, una de ellas gemela de Maye. En 1952 la pareja recorrió miles de
kilómetros alrededor del mundo en un avión que el padre trajo de
Canadá. Y cada mes de junio o julio, durante casi una década,
recorrieron juntos el desierto de Kalahari en busca de la legendaria
Ciudad Perdida como lo hizo el explorador canadiense William Leonard
Hunt, conocido como Guillermo Farini. Una actividad sobre la que después daban charlas y que los convirtió en personajes conocidos.
Quien piense que a partir de entonces todo fue un camino de rosas para
Maye, errará. Se licenció en Dietética, actividad que combinaba con sus
trabajos como modelo en una época en la que ella misma ha explicado que
eso significaba tener que llevar a las sesiones sus propios zapatos y
complementos. En 1970 se casó con Errol Musk, un ingeniero con quien
tuvo a sus tres hijos, Elon, Kimbal y Tosca, pero se separó nueve años
después. Elon y poco después Kimbal se trasladaron a vivir con su padre a
Pretoria durante su adolescencia, mientras que Tosca se quedó a vivir
con su madre. Precisamente fue su tercera hija quien, según recoge The New York Times, explicó que en aquella época su madre “estaba muy herida”.
Esta etapa quedó atrás cuando Elon, persiguiendo su afición
por la tecnología, se trasladó a Canadá donde vivían algunos familiares
maternos. Poco después, sus otros dos hermanos y su madre se reunieron
con él en Toronto, donde, según un perfil publicado en la revista Business Insider,
vivieron en un apartamento semivacío en el que lo primero que compraron
fue una alfombra porque no tenían para sillas. En ese periodo Maye Musk
combinó varias actividades para cuadrar sus finanzas, entre ellas sus
trabajos como modelo y también como nutricionista. El siguiente traslado para Maye llegó en 1996, cuando sus hijos Elon y
Kimbal le pidieron que se trasladara a San Francisco donde ellos
acababan de empezar su aventura en Zip2, una empresa de software
en la que su madre invirtió gran parte de sus ahorros y que años más
tarde sus hijos vendieron por casi 300 millones de dólares. Sin embargo,
cuando cumplió 50 años y sus emprendedores retoños le hicieron una
fiesta, los regalos fueron una pequeña casa y un coche de madera que
iban acompañados de una promesa: “Algún día te compraremos unos de
verdad”. No la decepcionaron.
La modelo y dietista siempre se ha quitado importancia respecto al éxito
de sus hijos: “Yo trabajaba muy duro y ellos tenían que hacerse
responsables de sí mismos", ha llegado a afirmar. Pero sin duda algo ha
tenido que ver en sus triunfos y los tres no dudan en calificarla como
una mujer “increíble”, “dinámica” o “impresionante”. Con su primogénito
convertido en prototipo de hombre de éxito en los negocios, sus otros
dos hijos siguen la misma estela y no duda de presumir de todos por
igual en cuanto tiene oportunidad. Actualmente Kimbal es propietario de
una cadena de restaurantes, The Kitchen, y de una fundación que impulsa
los buenos hábitos, la comida saludable y financia la creación de
jardines en colegios e institutos donde los alumnos cultivan su propia
huerta. Tosca es directora de cine y productora de programas de
televisión y contenidos multimedia.
Desde 2013 Maye Musk vive en Marina del Rey, California, porque quiere
estar más cerca de sus nietos. Pero no es una abuela retirada.
Últimamente la industria de la moda le está prestando más atención que
nunca. “Soy un ejemplo de cómo una mujer mayor puede seguir en activo.
Nunca he trabajado tanto como ahora”, afirma jocosa. Su actitud de
asumir con naturalidad las arrugas, su cabellera blanca desde que a los
60 años decidió que su pelo sufriría menos si dejaba de teñirse y su
actitud positiva, encaja con la tendencia de muchas marcas de contar con mujeres de más edad. Sin duda, la etiqueta “madre de Elon” también tiene algo que ver pero
igual que no distingue entre sus hijos, a los que califica de
“brillantes”, tampoco le preocupa el motivo por el que los clientes
quieren ficharla. Si hace falta puede volver a repetir que ella ya era
famosa antes de que su primogénito pudiera llegar siquiera a imaginarlo.
Para mí, es un retrato de estos tiempos: una imagen chocante, tenebrosa
y rupturista.
El único que sonríe es Don Donald, mientras que el resto
consigue transmitir un desasosiego casi sobrenatural.
Las mantillas o
tocados de Ivanka y Melania parecen diseñadas por las gemelas
terroríficas de El Resplandor o por alguien muy afín a Hillary
Clinton o por alguna velina bromista que quiso reírse un poco.
Me parece
que al papa Francisco casi le dio un corte de digestión porque, el
pobre, podría sospechar que más que hacerle una visita venían a pedirle
un exorcismo.
En América dicen que parecen de la Familia Adams, pero a mí me recuerdan
a aquella foto de familia en el último matrimonio de Liza Minelli,
donde también hubo una indigestión estilística importante.
Pero está claro que las
dos, que no se llevan tan bien, coinciden en algo: por más ricas que
sean, el sagrado protocolo las confunde.
Tampoco hay que llevarse las
manos a la cabeza, porque el expresident Francisco Camps
también se hizo un lío aceptando trajes regalados de Gürtel precisamente
para ir a una audiencia con el papa Ratzinger.
No sabía si tenía que
llevar corbatín blanco y frac blanco o no y al final esos trajes
terminaron apartándolo de la presidencia. Y del Vaticano.
La foto viene a perfilar la idea que Estados Unidos suele tener del
resto del mundo
. No pueden entender que en continentes tan pequeños
cohabiten tantas ferias y protocolos.
Melania no usó velo en Arabia
Saudí pero optó por una cofia rarísima para ir al Vaticano.
Parece de
justicia, ciega y divina, que dos millonarias salgan retratadas como
unas caricaturas de la americana guapa, rica pero equivocada.
Aunque
Melania ganó muchos puntos en Israel cuando le dio un manotazo a su marido,
quien la hacía caminar detrás como si le diera vergüenza.
En Estados
Unidos han puesto esa imagen casi tanto como retransmiten Despacito
de Luis Fonsi por todas las radios.
Con eso, Melania se reactivó y ese
milagro duró hasta entrar en la biblioteca privada del Papa.
La actriz Victoria Abril, el pasado 17 de mayo en el Festival de Cannes.Andreas Rentz (getty images
La vida es más una feria que una biblioteca
. Y en Estados Unidos hay
otro tipo de milagros y de conocimiento.
El más intrigante es Cher. La
cantante, de 71 años, regresó semidesnuda al escenario en la entrega de los premios Billboard
donde desempolvó parte de su repertorio.
Y también desenterró dos
trajes, uno de Bob Mackie del año 89 que le sienta aún mejor en 2017.
Los críticos solo se atrevieron a señalar que en el 89 se veía un
ombligo a través de la transparencia agujereada y que ahora hay
transparencia pero ya no hay ombligo.
A lo mejor no es tan necesario
para seguir siendo un icono y una voz maravillosa y para constatar que
no hay nada mejor en la vida que ser Cher.
Es más, si me dejaran, me
pondría ese traje el día que me toque mi audiencia con el Papa.
Esa reaparición de Cher coincidió con la de Felipe González. Ambos
estrategas nacieron en los años cuarenta y ambos siguen en el escenario.
La
escritora ghanesa Yaa Gyasi publica 'Volver a casa' un maravilloso
recorrido sobre el afán del ser humano por sobrevivir, la pasión de la
familia y la historia (más inhumana) de la humanidad.
Todo empieza con el fuego. Y acaba en el mar.
El nacimiento de Effia en
medio de un incendio en una aldea perdida de Ghana, marca el inicio de
una novela, que como dice la editorial Salamandra en la contraportada,
muestra la energía de una nueva generación de narradores africanos que
marcarán sin duda el tiempo literario que viene.
Effia tiene una
hermana, Esi, a la que nunca conocerá.
Son hijas de la misma madre,
Maame, pero de padres de etnias distintas (asante y fante) y sus vidas
están marcadas por la actividad guerrera, política y social de cada uno
de ellos.
Una de las hermanas, bellísima, se quedará en tierra africana y
será obligada a casarse con un gobernador británico, heredará así la
esencia de su cultura matizada por el contacto con los blancos.
La otra,
hija también de rey local, será hecha prisionera y vendida como
esclava.
Yaa Gyasi, la autora, es ghanesa, nacida en 1989, el año en que todo
cambiaba para el mundo con la caída del muro de Berlín. Ella pertenece
ya a una generación sin telón de acero, sin muchos de los miedos del
pasado, con nuevos aires políticos y de globalización en el horizonte.
Esta es su primera novela, curiosamente publicada en Estados Unidos
-donde ha residido desde los dos años de edad (en el Estado de
Alabama)-, en tiempo de Barack Obama, un presidente negro, el primero.
Algo que nunca nadie antes habría imaginado, y mucho menos los
protagonistas de esta obra.
Y en Volver a casa, la autora ha sido
ambiciosa como la que más a la hora de plantearse el argumento:
trescientos años de historia familiar (y al tiempo, global) condensa en
sus páginas a través de los hijos, nietos, bisnietos de estas dos
hermanas nacidas poco antes de que los británicos, holandeses y
portugueses se dieran cuenta de que en las fortificaciones levantadas a
lo largo de la llamada Costa de Oro desde el siglo XVII para comerciar
con este y otros preciados metales, la mercancía más valiosa era la mano
de obra esclava.
Ese es el hilo del que tira Gyasi para narrar las
vicisitudes de hombres y mujeres, luchadores y cobardes, locos y
cuerdos, agricultores, mineros, cantantes, drogadictos, amas de casa,
limpiadoras, estudiantes.. durante un tiempo que ha marcado de una
manera trascendental el mundo actual: explotación, comercio de seres
humanos, guerras civiles y tribales en dos continentes, leyes
restrictivas y/o liberadoras, el advenimiento de ciudades y barrios
hasta convertirse en lo que hoy son, el desarrollo agrícola e
industrial, el lento cambio de rol y derecho para las mujeres, el
progresivo acceso a la educación...
En este libro hay vida rural y urbana; hay campo,
bosque, agua, sequía, paisaje, tradición, religión, batallas…
Gente
empeñada en sobrevivir generación tras generación.
El imperialismo
occidental en África de fondo y la connivencia y participación activa de
determinadas etnias en la caza y comercio de esclavos africanos (los
asante y los fante, sí, pero hubo más), tan intenso durante siglos que
marcó el despegue industrial de Europa y Estados Unidos y el retraso
hasta hoy mismo de muchas zonas del continente, con una sangría y
perdida de mano de obra joven datada ya en muchos millones de personas.
El
colonialismo europeo se alargó hasta la década de los sesenta del siglo
XX.
Y tras la independencia de la mayoría de sus Estados hace ya más de
50 años, las nuevas generaciones del continente africano están
revisitando ahora su historia sirviéndose de disciplinas artísticas
diversas, especialmente rap, teatro, danza, cine, y tal como este libro
demuestra, la literatura.
Esta va perdiendo poco a poco su condición
oral, y va ganando territorio escrito a pasos agigantados, mezclada con
estos nuevos tiempos tecnológicos que permiten mayor difusión digital y
de convocatoria transnacional.
Hay numerosas voces nuevas, ferias del
libros, ambición por ocupar un territorio literario que hasta hace unas
décadas estaba reservado a unos pocos (grandes) nombres del panorama
narrativo.
Un árbol genealógico es todo lo que utiliza Yaa Gyasi. Mira hacia atrás a
través de él con una curiosidad infinita, intentando narrar el devenir
de sus ancestros y de entender por qué cada uno hizo lo que hizo para
sobrevivir y, sobre todo, para traspasar su tradición, cultura y lengua a
sus descendientes, para "seguir siendo en ellos".
Yaa Gyasi consigue
así aquello que a muchos nos gustaría: mirar por la cerradura y ver con
nuestros propios ojos lo qué les sucedió y cómo se las arreglaron
nuestros antepasados. Cómo se alimentaron, vistieron, se amaron o
trabajaron; cómo criaban a sus hijos, iban al mercado, lavaban su ropa,
bailaban en las celebraciones…
Cómo lidiaban con las circunstancias, con
la enfermedad, la vejez, el nacimiento o la muerte; como superaban
desventuras, se resistían ante la falta de libertad, se unían a otros en
busca de soluciones, creían en la magia o en distintas religiones.
Y
sobre todas las cosas, lo que este libro consigue es describir cómo
todos ellos van arrastrando día tras día esa pesada losa: lo que que
representa ser negro, ser considerado inferior; ser explotado,
discriminado, invisibilizado sistemáticamente.
Lo que supone serlo aún
hoy, en el siglo XXI.
Gyasi consigue espiar en el corazón de la Historia
(con mayúsculas) no contada, ser testigo de primera mano de un crimen
que nos retrata tal cual fuimos y somos como Humanidad.
La idea de la novela, según la autora, germinó
durante un viaje de regreso a Ghana, la tierra de sus padres, gracias a
una beca de la universidad de Stanford.
Y no cuesta mucho imaginarla
visitando alguno de los fuertes ubicados a todo lo largo de Cape Coast.
Verla entrar al de Elmina, imponente; blanco cal y piedra gris
entrelazados con el barniz de los siglos; cañones en la altura bajo un
sol impenitente; decenas de pescadores faenando con sus pateras a pie
del castillo y cosiendo las redes de colores, bajo la puerta “sin
retorno”, allí donde tantos seres humanos estuvieron prisioneros antes
de ser embarcados a través del océano.
Barcos yendo y viniendo durante cuatro siglos
(el tráfico atlántico de esclavos se abolió en Inglaterra en 1807 pero
permaneció activo en América, Brasil, hasta 1888) cargados de hombres,
mujeres y niños cazados por las aldeas del interior; transportados y
arrojados a los fosos del fuerte, hacinados, hambrientos, seres
desesperados que dejaban atrás todo lo conocido y querido, para trabajar
forzados luego (los más fuertes, los que sobrevivían) en los campos de
algodón (fundamentalmente) estadounidenses para sus dueños blancos.
Hay un museo sobre la esclavitud en el fuerte de
Cape Coast con paneles ilustrativos, dibujos de época repletos de
argollas, látigos, utensilios, naves, negros y negreros, mapas de
impacto, rutas del comercio triangular entre África/Europa/América.
Y no
cuesta imaginar a Gyasi mirando cada panel con detenimiento.
En ese
silencio.
Ese nudo que se le hace a todo aquel que lo visita; muchos
hijos de la diáspora, entre ellos.
Todo lo cuenta esta nueva voz de la literatura
africana con un lenguaje sencillo, descriptivo, tan impactante y
cinematográfico que ya lo dicen bien los editores al vender su obra:
“Hay libros buenos, libros hermosos y luego están los grandes libros.
Hay libros que emocionan y educan, y luego están los que son menos
habituales, los valiosos, lo que tienen la fuerza de cambiar nuestra
forma de entender la complejidad de este mundo extraño. Volver a casa pertenece a esta segunda categoría”.