26 may 2017
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S MODA
Las grandes firmas de moda quieren preservar su legado........... Estel Vilaseca
Chloé, Dior y Chanel se alían con museos o crean sus propios espacios para conservar y mostrar sus archivos y colecciones permanentes.
Tras el anuncio en marzo del nombramiento de Natacha Ramsay-Levi como nueva directora creativa de Chloé, la histórica firma parisina ha comunicado que el próximo 2 de julio inaugurará una maison dedicada a preservar la memoria de su legado.
Con este nuevo edificio, que incluirá los archivos de la casa, un espacio de presentación de sus colecciones (un showroom) y un estudio de fotografía, la firma francesa se ha propuesto “hacer la marca más accesible al público”, explicaba Geoffroy de la Bourdonnaye, director ejecutivo de la compañía, al medio especializado WWD.
Una exposición del memorable fotógrafo de moda Guy Bourdin, que trabajó muchísimo para Chloé durante los años setenta, inaugurará el espacio.
La comisaría de la muestra será Judith Clark, que ya organizó en 2012 la retrospectiva Attitudes en el Palais de Tokyo de París para celebrar los 60 años de la firma.
Este nuevo emplazamiento, ubicado en un inmueble de 1903, nace con vocación de convertirse en un epicentro artístico y prevé acoger los desfiles de esta nueva etapa de la casa, así como fiestas y lanzamientos.
Las grandes casas están reforzando su vinculación con el arte y la cultura.
No hay que olvidar que en el país galo la moda es cuestión de Estado.
Esta industria genera en Francia un volumen de negocios de 150.000 millones de personas, representa el 1,7% del PIB y, a pesar de la inestabilidad económica del sector, crece un 5% de media por año.
Audrey Azoulay, ministra de Cultura durante la etapa final del mandato de François Hollande, lanzó en 2016 un paquete de medidas con el que quiso “reafirmar que la moda es totalmente parte de la cultura”.
Inversión en educación, apoyo económico a través de fondos especiales y la creación de un Foro de la Moda son algunas de las líneas que trazó.
También propuso la creación de una colección permanente con el fin de salvaguardar prendas históricas que se alimentaría con la compra de cinco piezas de diseñadores cada temporada.
Tras la llegada de Emmanuel Macron al poder está por ver si estas medidas seguirán su curso.
Aunque con el abierto apoyo de Bernard Arnault, responsable del imperio del lujo LVMH y el hombre más rico de Francia, al político, parece de recibo no descuidar uno de los motores del país y de su capital.
Este espacio, al que dará forma el arquitecto Frank Gehry y que empezará a reformarse en 2018, ha sido concebido con el objetivo de celebrar la creación, la artesanía y subrayar que estas disciplinas son “centro del patrimonio parisino y francés”.
El propio Gehry proyectó la Fundación Louis Vuitton, un mastodonte de cristal inaugurado en 2014 y que acoge la colección de arte contemporáneo del grupo y organiza muestras de primer nivel.
Dior, ahora propiedad del imparable grupo LVMH, lleva tres años trabajando en la preservación de su legado.
Se ha materializado con la creación de Dior Heritage, un archivo de última generación en un sótano al lado de su central.
“Si cuentas con una gran historia y quieres mantener tu componente icónico, necesitas protegerlo y hablar sobre ello”, explicaba en febrero la diseñadora de la firma Maria Grazia Chiuri a la revista de moda BoF.
Semanas después, Chanel era noticia por una suculenta donación al Palais Galliera, el museo de moda de la ciudad dirigido por Olivier Saillard.
Seis millones de euros con el que la institución podrá contar por fin con una galería para las colecciones permanentes, que hasta ahora no estaban expuestas por falta de espacio.
Con fecha de inauguración para 2019, Chanel declaraba estar feliz de poder contribuir al esplendor de París y añadía que “apoyar una institución como el Palais Galliera que consigue mantener viva la historia de la moda forma parte de nuestra misión”.
Feria del libro de Madrid: La fiesta ilustrada........... Jorge Carrion
La Feria del Libro de Madrid permite un acceso privilegiado tanto a las novedades como al catálogo de cada sello editorial.
Un paréntesis periódico que convierte el parque en otra cosa.
O tal vez no, en realidad no hace más que resignificar durante tres semanas un espacio que nació ilustrado y por tanto pedagógico (en diálogo con otras instituciones de la misma época, como el Jardín Botánico, el Museo del Prado o la Real Academia).
El parque del Retiro puede leerse como un libro que pasa sin solución de continuidad de las ardillas o los estorninos negros a los caprichos del siglo XVIII, de los cipreses románticos al Bosque del Recuerdo por las víctimas de Atocha, de la escultura de Benito Pérez Galdós a los textos que sobre el parque escribió Juan Benet, de la Casa de Fieras al running, de las ciencias a las letras al amor al deporte.
Un libro transgénero con un capítulo climático en forma de gabinete de curiosidades o de lección que aúna cultura y negocio.
¿Qué aprendemos en la Feria?
Más allá de las virtudes del paseo en un entorno de letras, del mirar y ser visto, del contagio de la compra (la adquisición anual concentrada de libros como rito, como costumbre), de la performance de la firma (que está siendo mutado para incluir el selfie con el autor), de la observación de la metamorfosis radical de la relación entre los jóvenes y la cultura (Baricco los llamó “los bárbaros” antes de que existieran en forma de instagramers y youtubers y hubieran convertido sus millones de likes en miles de libros vendidos), en mi experiencia en la caseta de Galaxia Gutenberg lo que aprendí es que la cultura impresa se sustenta en una realidad invisible.
Lo llamamos fondo.
Y no somos capaces de imaginarlo (es decir: de traducirlo en imágenes) hasta que llegamos a Madrid a finales de mayo o principios de junio y caminamos por el Retiro.
En efecto, la Feria del Libro de Madrid —y en menor medida otras ferias importantes, como la de Granada— permite que se haga visible durante tres semanas al año el catálogo impreso de buena parte de las editoriales españolas.
Si en una librería el lector accede a una selección de títulos, por lo general ordenada según criterios de género o procedencia lingüística, la lógica de la Feria concentra en las casetas tanto las novedades como el catálogo de cada sello.
Se da así un acceso privilegiado a una cantidad de información (de continentes —diseños, formatos, tipografías…— y de contenidos —autores, tendencias, estilos, literaturas enteras—) que es difícil de obtener de otro modo.
Las editoriales independientes revelan a menudo su naturaleza de sellos con poética, casi de autor (aunque la autoría sea compartida). Se puede comprobar la coherencia de una apuesta.
La evolución en el tiempo de una marca.
Se pueden ojear o adquirir títulos que uno ni siquiera sabía que existían.
Se puede ir con gran facilidad del objeto al conjunto. Acostumbrados al monopolio de la novedad y de la moda, la Feria nos recuerda que los últimos títulos publicados y los de los autores más famosos no son más que la parte visible de un iceberg cuya masa subacuática puede rastrearse en esas plataformas de visibilidad que son las casetas de cada editorial.
En otras palabras: las librerías, físicas o digitales, muestran una novena parte de la cultura impresa de una sociedad.
No es de extrañar que la Feria del Libro de Madrid sea al mismo tiempo una gran oportunidad de negocio y una lección de riqueza cultural.
No se olvide que nació durante la Segunda República Española. Su primera edición fue en 1933, duró una semana y contó con 20 expositores; dos años más tarde ya eran 19 días y 45 casetas.
En aquellos tiempos de pedagogías viajeras, como recuerda Gonzalo Santonja en La república de los libros (Anthropos, 1989), la Feria se metamorfoseó en un camión que realizaba rutas por España.
La venta de libros en forma de feria móvil, por tanto, aunque sea mucho menos conocida que su versión teatral (La Barraca de Lorca y compañía, que llevó a los pueblos remotos la representación de los clásicos españoles) o museística (El Museo Circulante o Museo del Pueblo, con sus reproducciones a tamaño real de las obras maestras del Prado), existió durante algún tiempo porque las bibliotecas y las librerías siempre han sido centros culturales, misiones pedagógicas.
Y porque el deber de Madrid, como capital del Estado, es irradiar y apoyar y promover. Desde los proyectos más cercanos, como la Feria del Libro de Puente de Vallecas, hasta los más lejanos y no obstante afines, como el Sant Jordi de todos los pueblos y ciudades de Cataluña.
En una sociedad ilustrada todos los días son el día de libro, todos los parques son espacios de lectura.
Y nuestras vidas pixeladas reclaman experiencias físicas, el tacto del papel, la lectura en un banco a la sombra, la emoción por la presencia de un clásico como Javier Marías o de un recién llegado como Defreds; y hasta el calor, el sudor, las colas.
Es un lujo que cinco o seis de las partes restantes sean explotables al menos durante 20 días al año. Al menos del iceberg que importa: el que genera conocimiento, crítica argumentada, imaginación de calidad, auténtico consuelo.
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