La Feria del Libro de Madrid permite un acceso privilegiado tanto a las novedades como al catálogo de cada sello editorial.
A diferencia de los mercados y ferias permanentes o semanales, como el Bazar de Libros de Estambul o la Feria de Tristán Narvaja de Montevideo, la Feria del Libro de Madrid es temporal, provisional, un paréntesis.
Un paréntesis periódico que convierte el parque en otra cosa.
O tal vez no, en realidad no hace más que resignificar durante tres semanas un espacio que nació ilustrado y por tanto pedagógico (en diálogo con otras instituciones de la misma época, como el Jardín Botánico, el Museo del Prado o la Real Academia).
El parque del Retiro puede leerse como un libro que pasa sin solución de continuidad de las ardillas o los estorninos negros a los caprichos del siglo XVIII, de los cipreses románticos al Bosque del Recuerdo por las víctimas de Atocha, de la escultura de Benito Pérez Galdós a los textos que sobre el parque escribió Juan Benet, de la Casa de Fieras al running, de las ciencias a las letras al amor al deporte.
Un libro transgénero con un capítulo climático en forma de gabinete de curiosidades o de lección que aúna cultura y negocio.
¿Qué aprendemos en la Feria?
Más allá de las virtudes del paseo en un entorno de letras, del mirar y ser visto, del contagio de la compra (la adquisición anual concentrada de libros como rito, como costumbre), de la performance de la firma (que está siendo mutado para incluir el selfie con el autor), de la observación de la metamorfosis radical de la relación entre los jóvenes y la cultura (Baricco los llamó “los bárbaros” antes de que existieran en forma de instagramers y youtubers y hubieran convertido sus millones de likes en miles de libros vendidos), en mi experiencia en la caseta de Galaxia Gutenberg lo que aprendí es que la cultura impresa se sustenta en una realidad invisible.
Lo llamamos fondo.
Y no somos capaces de imaginarlo (es decir: de traducirlo en imágenes) hasta que llegamos a Madrid a finales de mayo o principios de junio y caminamos por el Retiro.
En efecto, la Feria del Libro de Madrid —y en menor medida otras ferias importantes, como la de Granada— permite que se haga visible durante tres semanas al año el catálogo impreso de buena parte de las editoriales españolas.
Si en una librería el lector accede a una selección de títulos, por lo general ordenada según criterios de género o procedencia lingüística, la lógica de la Feria concentra en las casetas tanto las novedades como el catálogo de cada sello.
Se da así un acceso privilegiado a una cantidad de información (de continentes —diseños, formatos, tipografías…— y de contenidos —autores, tendencias, estilos, literaturas enteras—) que es difícil de obtener de otro modo.
Las editoriales independientes revelan a menudo su naturaleza de sellos con poética, casi de autor (aunque la autoría sea compartida). Se puede comprobar la coherencia de una apuesta.
La evolución en el tiempo de una marca.
Se pueden ojear o adquirir títulos que uno ni siquiera sabía que existían.
Se puede ir con gran facilidad del objeto al conjunto. Acostumbrados al monopolio de la novedad y de la moda, la Feria nos recuerda que los últimos títulos publicados y los de los autores más famosos no son más que la parte visible de un iceberg cuya masa subacuática puede rastrearse en esas plataformas de visibilidad que son las casetas de cada editorial.
En otras palabras: las librerías, físicas o digitales, muestran una novena parte de la cultura impresa de una sociedad.
No es de extrañar que la Feria del Libro de Madrid sea al mismo tiempo una gran oportunidad de negocio y una lección de riqueza cultural.
No se olvide que nació durante la Segunda República Española. Su primera edición fue en 1933, duró una semana y contó con 20 expositores; dos años más tarde ya eran 19 días y 45 casetas.
En aquellos tiempos de pedagogías viajeras, como recuerda Gonzalo Santonja en La república de los libros (Anthropos, 1989), la Feria se metamorfoseó en un camión que realizaba rutas por España.
La venta de libros en forma de feria móvil, por tanto, aunque sea mucho menos conocida que su versión teatral (La Barraca de Lorca y compañía, que llevó a los pueblos remotos la representación de los clásicos españoles) o museística (El Museo Circulante o Museo del Pueblo, con sus reproducciones a tamaño real de las obras maestras del Prado), existió durante algún tiempo porque las bibliotecas y las librerías siempre han sido centros culturales, misiones pedagógicas.
Y porque el deber de Madrid, como capital del Estado, es irradiar y apoyar y promover. Desde los proyectos más cercanos, como la Feria del Libro de Puente de Vallecas, hasta los más lejanos y no obstante afines, como el Sant Jordi de todos los pueblos y ciudades de Cataluña.
En una sociedad ilustrada todos los días son el día de libro, todos los parques son espacios de lectura.
Y nuestras vidas pixeladas reclaman experiencias físicas, el tacto del papel, la lectura en un banco a la sombra, la emoción por la presencia de un clásico como Javier Marías o de un recién llegado como Defreds; y hasta el calor, el sudor, las colas.
Es un lujo que cinco o seis de las partes restantes sean explotables al menos durante 20 días al año. Al menos del iceberg que importa: el que genera conocimiento, crítica argumentada, imaginación de calidad, auténtico consuelo.
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