El periodista repasa con lucidez y melancolía una profesión quizá en sus penúltimas horas en ‘Un golpe de vida’
Barcelona
A él, varias: postrado en la cama por el asma, mientras los otros niños jugaban en la calle; leyendo cualquier cosa que le dejara en el lecho su padre tras tocarle la cabeza y comprobar que Juanito no tenía fiebre.
Entre los papeles, algún número de la revista Destino, el deportivo Dicen, El Capitán Trueno...
Otra misiva de la niñez es escuchar a su madre leer en voz alta las páginas de sucesos... Eso, y unas crónicas de fútbol que garabateaba en un cuadernillo a partir de unos partidos que no había visto pero sí imaginado a través de escuchar la radio, conformaron la irreductible vocación de un periodista de raza, que quizá por eso firma sus libros como Juan Cruz Ruiz, homenaje tácito a sus progenitores que le inculcaron “este oficio que va en mis pies y ocupa mi cerebro”.
Lo escribe en Un golpe de vida (Alfaguara), delicado paseo literario por lo que más ama en el mundo, con el corazón al desnudo, “lo más verdadero que he escrito en mi vida”.
“Hay hondura, ligereza, desgarro”, deshojaba ayer el contenido sentimental del relato autobiográfico el escritor Marcos Ordóñez en la presentación en la librería Laie de Barcelona, “lo más parecido a la desaparecida Cinc d’Oros, donde presenté mi debut literario en mi estreno en Barcelona”, recordaba ayer Cruz (Tenerife, 1948) en una ciudad que le pone nervioso, dice, por los recuerdos, pretexto fantástico para tomarse un whisky durante el acto.
Sí, es la ciudad donde se editaban sus lecturas “y también es la de la agencia Carmen Balcells, la de la radio de Federico Gallo y Jorge Arandes, y la del Tele/eXpres, diario del que era el único suscriptor en Tenerife”.
Con las manos ya “con arrugas y pecas, acaso como el oficio del periodismo”, el ex editor y periodista de EL PAÍS traspúa “una gran melancolía, como en casi toda su obra, desde El niño descalzo a Egos revueltos”, también por lo que no fueron las revoluciones de Cuba o Nicaragua, “pero a su vez se muestra furioso”, hizo notar, perspicaz, la periodista Rosa Mora.
“Las furias”, exclamó el interpelado como si de enemigos mitológicos fueran.
“Sí, no soporto la ausencia de duda, ni el lugar común, ni que con tu idea quieras eliminar la otra idea, ni contrarrestar con el insulto y el tópico, que es lo que ocurre en Internet... y en esa red ha caído el periodismo, que sólo es preguntar para saber: hemos caído en la ausencia de preguntas y en pensar que el periodismo es opinión, cuando es información y análisis, ¿o no?”, interpelaba a un auditorio de unas 60 personas, entre ellas Jordi Évole, Lluís Pasqual, los editores Malcom Otero o Pere Sureda, el hijo de Carme Balcells, Lluís Miquel Palomares...
¿Pero no le reconforta la labor del The New York Times o del The Washington Post ante Donald Trump?, le preguntó, pilla, Gemma Nierga.
“Por supuesto; ese intento de descrédito del periodismo orquestado desde el poder ya lo vimos aquí con Aznar cuando el 11-M”. ¿Y que tiene contra Pablo Iglesias y Podemos, otra de las furias del libro?
“Ha introducido un modo de conversación que pretende anular la posibilidad de decir al otro lo que pensaba desautorizando su respuesta, llegando así a la postverdad para evitar el periodismo de verdad, una maniobra de chantaje”.
A pesar de escribir de “las penúltimas horas del periodismo”, de esa profesión que “no tiene dinero mientras las multinacionales que venden nuestra información gratis se hacen ricas”, admite: “No me imagino dejando el oficio, que es pura pasión; por eso dedico el libro especialmente a Manuel Vázquez Montalbán y Feliciano Fidalgo, que nunca quisieron dejarlo”.
Melancolía quizá, pero también entereza y valor.
Ordóñez recordó una frase del libro cuya esencia lo sustenta todo: “De ninguna de las maneras va a rendirse este oficio invencible”.
Y sugirió imprimirla en una camiseta.
Cruz, seguro, cedía el copyright.