Todo apunta a que el británico Giles Deacon es el elegido por Pippa Middleton.
Pippa Middleton, en la gala benéfica ParaSnowBall en Londres. Ricky Vigil MGC Images
A pocos días de la boda del año, la prensa inglesa lleva semanas especulando con todos los detalles del enlace entre Pippa Middleton, hermana de la duquesa de Cambrigde, y James Matthews. Una de las grandes incógnitas gira en torno a quién diseñará el
vestido, y aunque el misterio no se desvelará hasta el 20 de mayo, el
favorito es el británico Giles Deacon. El modisto fue visto el pasado noviembre saliendo de casa de Pippa con
unos abultados portatrajes negros, y eso bastó para disparar los
rumores. Deacon estudió en Central Saint Martins y fundó su firma en 2003, pero en enero de 2016 cerró temporalmente su división de prêt-à-porterpara
centrarse en piezas de costura. “Queremos maximizar el éxito de
nuestros diseños de alfombra roja para clientes privados”, declaró
entonces al medio especializado WWD. De ser Middleton uno de esos
clientes, la elección demostraría no poca osadía por parte de la novia:
los modelos teatrales de Deacon no parecen una apuesta obvia.
Deacon
no es el único nombre que se baraja. En las quinielas aparecen también
Jenny Packham, una de las diseñadoras fetiche de las hermanas Middleton;
Amanda Wakeley, favorita de Theresa May; Suzanne Neville, en cuya
tienda se ha visto a Pippa y a su madre; Emilia Wickstead, que acaba de
lanzar colección nupcial; o incluso Victoria Beckham. No parece probable que la novia se decante por McQueen para no replicar
la elección de su hermana Kate, ni por un diseñador no británico siendo
cuñada del futuro rey de Inglaterra, aunque hay quien también apunta a Valentino o Elie Saab. Se da por hecho que el famoso sombrerero Stephen Jones, que ha visitado recientemente su casa, también jugará un papel en la ceremonia. Diseñar el vestido para una boda con tanta repercusión
puede llegar a suponer miles de horas de trabajo para una firma, pero
garantiza a su creador un lugar en las hemerotecas. Fue el caso de David
Emanuel, que firmó el de la princesa Diana. “Teníamos al mundo entero
pendiente”, recuerda el modisto, que hoy presenta el programa Say yes to the dress
y colabora con la firma de joyas Clogau Gold. “Conseguimos que nadie
tuviera ni idea de cómo sería el vestido hasta que descendió del
carruaje frente a la iglesia. Fue un logro muy gratificante, y ella
estaba fabulosa”.
Pippa Middleton y su prometido, James Matthews, en Wimbledon, el 6 de julio de 2016.Karwai TangWireImage
Propuestas
Lorenzo Caprile, que vistió a la infanta Cristina el día de su boda con Iñaki Urdangarin,
asegura que el hecho de que una clienta sea famosa no altera su proceso
de creación: “Si te dejas llevar por la importancia del personaje,
entras en un bucle muy paranoico y negativo que paraliza todo el
proceso”. Teresa Helbig
aboga por la discreción y más aún en estos tiempos de sobreexposición:
“Nos da igual si la novia que tenemos delante es conocida o anónima. Nosotros protegemos a capa y espada los procesos, nombres y anécdotas de
quienes han pasado por nuestro atelier. Además, no queremos entrar en ese juego de name dropping, en esa carrera absurda de mejor cuantos más likes”. La británica Suzanne Neville señala como única diferencia “que mis clientas celebrities prefieren un vestido a medida para que nadie más pueda llevarlo”. ¿Y cómo creen ellos que vestirá Middleton? Caprile se la
imagina “con un vestido de línea lánguida, del estilo con el que fue a
la boda de su hermana… y con algún detalle de encaje”. La británica
Phillipa Lepley apuesta por “un vestido bastante tradicional, pero con
un giro que lo haga suyo, y tal vez un toque moderno”. Emanuel visualiza
“una boda de campo típicamente inglesa. No es un acontecimiento real,
así que, si es lista, hará lo contrario que su hermana y apostará por
algo muy delicado y romántico”. Rosa Clará, una de las diseñadoras
nupciales de referencia en España, no niega que le hubiera encantado
acometer el reto, y concluye: “Seguro que el vestido reflejará su
felicidad y su belleza natural”. Si el vestido de novia de Pippa logra
hacerse tan viral como lo fue el de dama de honor, su diseñador pasará a
la historia con él.
Que Adriana Ozores (Madrid, 57 años) esté sobre un escenario
es siempre una buena noticia para los espectadores. En esta primavera
la tenemos en el Teatro Español de Madrid, representando La cantante calva,
de Ionesco. Adriana, a la que el tiempo ha dotado de una belleza
angulosa y de un aire distinguido, es por derecho una de las grandes de
nuestra escena. Buena narradora de la singular historia teatral que atesora
una familia de seis generaciones de actores, los Puchol-Ozores, ella
misma es ya poseedora de una vida digna de contar. A veces cómica, a
veces dramática, narra con generosidad cómo ha llegado hasta donde está.
-Unos
de mis primeros recuerdos es un día que mi padre volvía de gira. Él
estaba subiendo por las escaleras y yo con el tacataca las bajé rodando
para recibirlo. -Mis padres se conocieron bailando claqué, entonces llamado
baile americano, en la compañía de Celia Gámez. Hacían pareja. Mamá
tenía 14 añitos, iba con calcetines, y mi padre, 18. Es muy romántico,
¿no? Mamá era más pánfila, pero mi padre la miraba entre bambalinas y le
decía a su hermano Mariano, ésa va a ser mi mujer. -La abuela, Luisa Puchol, era la que provenía de cinco
generaciones de actores; el abuelo Mariano trabajaba en un banco cuando
la conoció. Ella era una señora guapísima; él, feo como un demonio, pero
encantador, simpático, un caballero… Se enamoraron, se casaron y
estuvieron muchísimos años de gira en la compañía Puchol/Ozores. Y los
enanos, José Luis (mi padre), Mariano y Antonio se quedaban en casa con
la tía Aurelia. La tía Aurelia vivía en silla de ruedas, pero cuando
hacían grandes giras por América, porque mi abuela llegó a actuar hasta
en Nueva York, se la llevaban. Viajaban los 40 de la compañía en barco. La tía, con las manos retorcidas del reuma, se acercaba con su carrito,
tímida, a la mesa donde jugaban al póker. Decía: "¿Puedo jugar? Y los
hombres: "Por Dios, señora, pues claro. Hacedle sitio a esta pobre
mujer". Y la tía, que sabía latín y jugaba al póker como Dios, más de
una vez sacó el pasaje gratis a la familia.
-Mi madre se unió a ellos y así estuvieron de novios 12
años. La compañía llevaba 40 obras para representar, así que no se
sabían ningún texto. Por eso, siempre llevaban concha. -Yo soy la que guardo la memoria de mi familia, tengo casi
todo. Guardo lo de papá y lo del tío Mariano. Películas de súper 8 y de
16 mm, y muchísimas fotos, porque todos eran fotógrafos. En casa
teníamos un cuarto para la fotografía. -Mi padre no se aburría nunca. Pintaba, hacía fotos,
escribía. Desde sonetos muy bonitos a poesía verde, como él llamaba a lo
porno. Y todo el tiempo estaba pintando. -Siempre estaba jugando con nosotros . Era un niño grande. Le
gustaban las colecciones de trenes. No es que jugara un poco con un
trenecito, no, él decía, aquí se rompe la pared porque el tren tiene que
pasar de un cuarto a otro. Y construía una estación y su jefecito y los
árboles. Un mundo entero. Venía la gente a verlo. Mis recuerdos son de cuando ya estaba muy enfermo. Una niña
pequeña percibe la verdad, así que yo sentía su incapacidad, la
debilidad; también el amor, por Dios, porque era un ser maravilloso;
pero yo he vivido la infancia con un padre muy enfermito.
-El tío Mariano, en el aspecto económico, se hizo bastante
cargo de nosotros, porque cuando mi padre muere, no hay pensión, nos
quedamos sin un duro. Mis tíos nos compraban la ropa, nos fueron
ayudando. -Yo era absolutamente consciente de que no teníamos nada.
Estando papá todavía vivo, pero ya muy malito, le dedicaron aquel
programa de radio, Ustedes son Formidables, que recaudaba
dinero para gente necesitada. Debía ser el año 67 y lo promovieron
Concha Velasco y Tony Leblanc, que fueron a la SER para contar la
precaria situación económica en la que vivía la familia de José Luis
Ozores. Y todo resultó pues… como era entonces España. La gente venía a
la casa en bata a darnos su hucha. Recibías la caridad de la gente. Ah,
importante: nos regalaron una licencia de taxi. Se contrató a un señor
de taxista y entonces [se ríe] vivimos del taxi. ¿Qué te parece? Pues
como una película de la época. Venía el señor con su gorrilla cada
semana y le entregaba a mi madre el dinero.
-Tuve conciencia muy pronto de lo difícil que era todo. Mi
madre no era una mujer emprendedora. Para ella fue un palo tan grande
que no se recuperó. Le costó mucho sacarnos adelante. -Mis abuelos vivieron en Las Vistillas (Madrid) cuando al
fin se asentaron, porque se pasaron años danzando por España. Casi nueve
sin casa. Fíjate que a mi padre le gustaba tanto hacer inventos y era
tan imaginativo que un día dijo: "Voy a hacer un órgano de iglesia”,
pero todo esto en el tren. Así que empieza por un tubito, y al tubito le
va añadiendo piezas, hasta que aquello se hizo tremendo, y el abuelo
dijo: "Mira, hijo, yo creo que vamos a dejar en Murcia lo del órgano". Con esto te quiero decir que la vida la hacían ellos por el camino.
-Yo quería ser pintora. Estaba en la escuela de artes
aplicadas. Era mi pasión. Pero un día alguien me dice: "Oye, ¿y tú cómo
no eres actriz?". Y yo: "Ay, espérate, pues igual sí". Total, que me
presenté en el Conservatorio [la Resad] con 18 años. Había que decir una
fábula, un poema, un texto en prosa. Uno de los que nos examinaban, el
señor Hormigón, me dijo: "Adriana, antes de irte cuéntanos la última
conversación con tu padre". Me quedé helada. Le dije: "No puedo. Yo no
tuve una última conversación". Se ve que el hombre quería sacarme una
catarsis interpretativa. En fin. Estuve poco tiempo en la escuela porque
enseguida me llamó Pedro Osinaga, y en mi casa, todo el mundo: "¡Tienes
que hacerlo! ¡te ha llamado Pedro Osinaga!". Yo entonces no ponía en
duda nada. Era aquella función, Sé infiel y no mires con quién. Mi madre me hizo una minifalda con un mandilete, porque yo hacía de la
criadita, y Osinaga me pegaba unos azotes en el culo que me producía
ciática.
-Te cuento algo gracioso, Osinaga me dijo que fuera a ver la
función antes de hacerla y fui con un novio que me había echado.
Estábamos en la fila 10. A mí la función me importaba un pimiento, yo
fui a darme el lote con el novio. Al cabo de los años me he dado cuenta
de que desde el escenario lo veían todo. Jajaja, yo pensaba que estando a
oscuras nadie iba a verme. -Al
mismo tiempo me sacaba un sueldo trabajando en las zarzuelas que hacía
García de la Vega en la tele, sí, esas en las que hacíamos un playback
que no nos sabíamos pero que nos daba igual. Era muy divertido, y cero
responsabilidad. Si alguna vez ponen alguna, me verás por detrás,
moviendo la boca y bailando. -Luego García de la Vega hizo teatro de revista, y ahí
estaba yo también. Yo iba de lagarterana, con dos roscos en el pelo, y
José María Pou, de escocés. Y el señor escocés y la lagarterana se
enamoraban. Así hicimos amistad. Él era íntimo amigo de José Luis
Alonso, que iba a montar El alcalde de Zalamea. Le pedí a Berta
Riaza que me ayudara a preparar el papel de Isabel y me lo dieron. Y
allí me quedé 10 años en el Clásico haciendo mil obras con Marsillach. -A ser actriz he aprendido trabajando. Y sí, también creo
que traemos algo de fábrica. Seis generaciones de familia de actores
tienen mucho que decir en cómo yo trabajo. Yo no he sido de muchos
cursos pero siempre he estado muy interesada en conocerme a mí misma,
que es lo que más te ayuda como actriz. -Yo borro enseguida un papel de mi cabeza. Esto es un
misterio: si paro de hacer una obra y la vuelvo a representar en cuatro
meses me acuerdo del texto, pero si la función se acaba desaparece de mi
memoria. Es así. Carlos Hipólito te las repite todas. Pero a mí no es
un tipo de memoria que me divierta esa de repetir textos. Yo aprendo un
texto para hacerlo. -Hay mucho de cómica en mí. Lo he vivido en casa, porque mi
padre y el tío Antonio estaban jugando permanentemente. Si no estaba
Gila, estaban ellos dos solos . Se sentaban los tres a la mesa con un
magnetofón en medio y a soltar paridas. Un tema: tres hombres en una
bañera, por ejemplo, y hala, a soltar ocurrencias. -Marsillach se enfadó mucho cuando me fui del Clásico. Mucho. Me ofrecieron una película con Oristrell, De qué se ríen las mujeres, y para irme le solté una mentira como una catedral. Pero sé que me tenía cariño, como un padre. -Uf, la tele. Cuando haces tele eres consciente, por muy
bueno que sea el producto, de que tú eres parte de ese producto. Eso lo
aguantas un tiempo, pero de pronto sabes que estás perdiendo algo tuyo. -Me gusta La cantante calva porque es juego, y me
encanta jugar. Me gusta hacer el payaso, no me da vergüenza. Yo de
pequeña no hacía ninguna gracia, salvo cuando jugábamos las películas y
yo hacía todos los personajes y se mondaban de risa. -Soy muy curiosa, llegué a la meditación y a otras prácticas
de conocimiento de uno mismo hace mucho tiempo. Me movía la necesidad
de dar respuesta a cosas que me pasaban, imagino que por las carencias
que he podido tener en la vida, la falta de un padre con nueve años, el
no tener demasiados asideros, el haber estado bastante desprotegida. Sí,
formas parte de un clan, pero otra cosa es tu día a día. Esas
disciplinas me han equilibrado. -De vez en cuando, planeo una aventura. Hace cuatro años me
fui sola a Phoenix. Estados Unidos siempre me ha atraído, no el sistema
de vida, pero sí el paisaje, Arizona, el mundo de los indios, ese
espacio enorme de John Ford. Me cogí mi apartamento como de asesinato de
los Cohen, me compré un coche, me ponía la música americana, y hala, mi
pelo al viento y a investigar por ahí. O cuando me fui a Japón, a un
monasterio zen. Al principio vas con el culillo apretado, pero luego ya
dices: "Eh, que no pasa nada". Y lo disfrutas. -En casa siempre ha pintado todo el mundo. Cuando no
trabajo, pinto. Tengo una foto preciosa con papá, él en su carrito,
pintando en el caballete y yo al lado muy pequeña. -He hecho alguna vez papeles con los que no comulgaba, sí,
pero he sabido sortear lo que no quería. He dicho muchas veces que no,
con la sensación de abismo que eso provoca, porque en este oficio puedes
encontrarte ante una nada infinita. Pero entiendo que esta carrera se
construye, sobre todo, a partir del no. -Siento que la gente joven me mira con respeto, no ya por mi
manera de actuar sino por la seriedad con que me he tomado este
trabajo. Tanto como para mostrar mi desacuerdo con un director, por
ejemplo. Si me han pedido que hiciera cosas que atentaban contra lo
femenino, he dicho que no. -A veces me ha costado que mi familia me entendiera porque
ellos han vivido de otra manera esta profesión. Ellos trabajaban porque
tenían que comer, era posguerra, había que hacer lo que fuera, y la
parte artística estaba contemplada en un segundo plano. Cuando vieron
que yo me lo tomaba muy en serio, me respetaron, pero no lo entendían
del todo. -A veces me gustaría tener más conciencia. Cuando no te
falta trabajo es fácil perder la perspectiva, inevitable centrarte en
tus cosas, pero hay compañeros que lo están pasando muy mal y tienes el
deber moral de acordarte de ellos. A estas palabras hay que añadirle una voz rica en matices,
que salta a veces hasta tonos agudísimos, que se rompe por la risa, se
vuelve suave al narrar o quebradiza si entra en un terreno que quien
escucha presiente doloroso. Todas esos tonos conforman a esta actriz tan
expresiva como misteriosa.
La esposa del expresidente Jordi Pujol ha hecho gala de unas creencias cristianas que en su casa se mostraron muy débiles.
Jordi Pujol y Marta Ferrusola salen de la Audiencia Nacional tras prestar declaracion. Jaime Villanueva
Su asistencia a canonizaciones y beatificaciones, su defensa de la
familia cristiana —sin abortos ni divorcios— y su aversión a los
minaretes constituían una sólida base para Marta Ferrusola abrazara sin
ambages la denominación de “madre superiora de la congregación”.
Utilizando este alias tan consecuente, la esposa del expresidente Jordi Pujol
ordenaba transferencias en su comunicación con el altísimo, es decir,
la dirección de la andorrana Banca Reig. Estaba asistida en las bandas
por el “capellán de la parroquia”, denominación que hacía recaer en su
hijo mayor, Jordi Pujol Ferrusola.
Agustín SciammarellaEL PAÍS
Y es que Marta Ferrusola ha tenido siempre a gala dar testimonio profético de sus convicciones. En abril de 1990 asistió a la beatificación de 11 mártires de la Cruzada,
“fusilados por odio a la fe”. Era una de las hornadas de santidad, cuya
adoración propuso Juan Pablo II. Con esta devoción tan marcada, a nadie
le sorprendió que la esposa del presidente de la Generalitat apadrinara
el alumbramiento público de la Fundación Provida.
También consideraba “fatal y nefasta” la impía Ley Orgánica sobre el Derecho a la Educación (LODE),
que pactó CiU con el PSOE. Avalada por esta virtuosa trayectoria,
tampoco podía faltar (ni faltó) a la canonización de San Josemaría
Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.
Allí, en la abarrotada plaza de San Pedro, compartió patio de butacas
nada menos que con Jorge Fernández Díaz, a la sazón secretario de
Estado para las Relaciones con las Cortes, que luego, como ministro del
Interior, se convertiría en inquisidor de independentistas. A buen seguro que su querencia por el incienso y la mitra le han
permitido compartir la aversión a los minaretes con Fernández Díaz, que
ha dejado una estela de honores con la condecoración de la Santísima
Virgen de los Dolores y de algún buen periodista. “Tienen bien poca cosa, pero la única cosa que tienen son hijos”,
decía Ferrusola en 2001 en referencia a esos inmigrantes de chilaba y
hiyab. “Las ayudas que da mi marido van a esa gente que no sabe qué es
Cataluña; solo saben decir ‘dame de comer”, remachaba insistiendo: “Nos
quieren imponer sus costumbres”. Casada desde 1956 con Jordi Pujol y madre de siete hijos, su defensa
de la versión más tradicional de la patria y la familia catalanas ha
sido proverbial. No soportaba que se pusiera en entredicho la
honorabilidad ni su derecho o el de sus hijos a hacer negocios. La
propia Ferrusola tenía suscritos, a finales de los noventa, contratos
de mantenimiento de jardinería de su empresa —Hidroplant— con los departamentos de Economía, Medio Ambiente, Presidencia y Gobernación de la Generalitat. Reaccionaba vehementemente a las críticas a sus vástagos, como
demostró su comparecencia ante el Parlament en febrero de 2015. “Van con
una mano delante y otra detrás”. Así describía la desnudez material de
sus hijos y justificaba el hecho de darles alas mientras la figura del
padre no sabía o no podía poner coto a tanto exceso. Más que cariño, hubo demasiado roce entre lo privado y lo público
durante la presidencia de Pujol. Era frecuente que alguno de los hijos
se presentara en reuniones entre la Generalitat y el sector privado
haciendo de comisionista-intermediario. En los viajes al extranjero,
tampoco faltaban los apellidos Pujol Ferrusola en las comitivas, bien
como empresarios o como asesores del sector público . Jordi Pujol
Ferrusola y su hermano Pere, por ejemplo, participaron de esa modalidad
de delegaciones. Eso sí, los países visitados eran siempre de probada virtud. Ramon Pedrós, ex jefe de prensa del president,
opina que si Pujol no viajó nunca a Cuba fue porque Marta Ferrusola no
lo hubiera acompañado a un paraíso de perversión y vicio. Cuando un consejero del Gobierno de su marido se encontraba con la
maleta en la puerta —como consecuencia de su exceso de trabajo sexual o
profesional— Marta le proponía que pidiera perdón y volviera al
domicilio conyugal. Es más, algunos ilustres divorciados nunca fueron
perdonados por la inflexible Ferrusola, que recelaba de las mujeres que
rodeaban a su marido. No fueron fáciles las relaciones con Carme
Alcoriza, durante 40 años secretaria de Pujol, y única mujer que entraba
en el despacho del presidente de la Generalitat sin llamar a la puerta.
Marta Ferrusola, sabiendo que la ocasión hace al ladrón, siempre
trató de marcar el territorio ejerciendo su autoridad. Había que seguir
en el atavismo de la tradición catalana. Pero lo que Ferrusola trataba
de recomponer en la vida conyugal de los consejeros de su marido y altos
cargos de CDC se descosía con alguno de sus hijos.
La vida sentimental de su hijo Jordi ha hecho correr ríos de tinta.
Su pasión por los coches y sus escapadas con novia y capitales a Andorra
ofrecen en ocasiones una imagen del primogénito de los Pujol más
cercana al vitellone (personaje de vida licenciosa) que al de un entusiasta difusor de La tradició catalana, cristiana, del obispo Josep Torras i Bages. La gran contradicción del pujolismo fue que predicaba desde el trono
de la superioridad moral una ética que la propia familia eludía. Las
bases cristianas de las que ha hecho gala Marta Ferrusola se han
mostrado escasamente sólidas en casa, por mucho que se autotitule con el
piadoso alias de “la madre superiora de la congregación”.
Vieja friendo huevos, cuadro de Diego Velázquez del año 1618.NATIONAL GALLERIES OF SCOTLAND (Getty)
“¡Malditos vegetarianos!”. Solía decirlo en un
aparte, como en el teatro, plenamente consciente de que mi madre y yo
podíamos oírla.
A la abuela le encantaba que fuéramos a pasar unos días
con ella, pero desde luego no le gustaban nada nuestros requisitos a la
hora de comer.
Mi padre y mi hermano Max no tenían ningún problema en
devorar con fruición sus asados dominicales y sus espesos guisos llenos
de carne, pero mi madre y yo le causábamos más molestias. El hecho de que no quisiéramos comer carne la obligaba a cambiar los ritmos y los rituales por los que siempre se había regido en la cocina, por no hablar de su autonomía culinaria.
En realidad, la abuela tenía montones de recetas sin carne —dahl
de lentejas con arroz, coliflor con queso, pisto—, pero no le gustaban
las restricciones que suponía cocinar para unas vegetarianas.
Lo irónico
es que, si hoy estuviera viva, los vegetarianos
serían la menor de sus preocupaciones.
Y más irónico aún es que, con
todas las molestias culinarias que le causé cuando era niña, hoy me veo
haciendo apartes teatrales como ella cuando tengo que cocinar para gente
que me impone límites similares.
Y sucede muy a menudo.
En los últimos años, se han introducido numerosos
requisitos y hábitos alimentarios en busca de una vida más sana.
Hay
gente que asegura que la exclusión de un determinado grupo de alimentos —en especial, los que contienen gluten,
lactosa o azúcar— es la respuesta a sus problemas, una solución para
algún vago malestar que sienten desde hace mucho tiempo.
Algunos crean
su propio cóctel de prohibiciones (sin azúcar ni alcohol, por supuesto) y, con la excusa de querer estar bien, eliminan una serie de alimentos perfectamente saludables.
Mi abuela —mujer que llenaba fuentes enteras con
abundantes raciones de alimentos cocinados con mantequilla y nata y
servía montañas de pan, que hacía una tarta de manzana de morir, llena
de crema, y que siempre nos enviaba de vuelta a Londres con algún tipo
de bizcocho— estaría asombrada.
Ella creció en una época en la que se
consideraba que lo más sano era comer mucho, servirse una segunda ración
y acabar llena.
No solo tendría problemas con la costumbre de quitarse
cosas, sino que no sabría qué cocinar.
¿Un pastel sin harina,
mantequilla ni azúcar, e incluso sin huevos? ¿Con qué lo haría entonces,
con aire?
Pero para hablar de esas personas tenemos términos específicos: son
intolerantes a la lactosa o, en el caso del gluten, celiacas.
Que quede
claro que mi escepticismo no va dirigido a ellas. Tampoco me refiero a
quienes deciden no comer carne o productos animales en general
(vegetarianos y veganos) por motivos éticos. Mi preocupación son los
que deciden prescindir de grupos enteros de alimentos en nombre del
“bienestar”.
Para empezar, el principio de que un plato que no tiene
una serie de ingredientes básicos (que han sido fundamentales para
alimentar a la humanidad durante siglos, como la harina y la leche) es
comida limpia, mientras que todo lo demás es “sucio”, es una idea
equivocada.
Sus mayores símbolos (casi exclusivamente mujeres que se
dirigen a otras mujeres) son escritoras y blogueras como Deliciously Ella y Madeleine Shaw,
de aspecto atractivo, envidiable y juvenil (porque son jóvenes), que,
entre otras cosas, debe mucho a la buena suerte genética.
Los ingredientes fundamentales de este grupo, como las semillas de
chía, las bayas de goji y las virutas de cacao, no son baratos y, por
tanto, nada fáciles de incluir en una dieta cuando hay que atenerse a un
presupuesto.
Por ejemplo, el precio de una bolsa de medio kilo de
semillas de chía ronda los nueve euros.
En Reino Unido,
donde resido, el sector de los alimentos exentos de estos elementos
alcanzó un valor de 470 millones de libras (557 millones de euros) en
2015, y un estudio de la empresa Mintel prevé que en 2020 llegue a los
673 millones de libras (798 millones de euros).
Se calcula que, en 2015,
al menos el 12% de los nuevos productos alimenticios salidos al mercado
en el país llevaba la etiqueta “sin gluten”.
Las empresas alimentarias
se están haciendo de oro.
Cada uno es muy libre de escoger qué quiere comer, pero este fenómeno me parece inquietante. Renunciar a alimentos que son beneficiosos
y que los seres humanos consumen desde hace generaciones, debido a unos
consejos de salud más bien dudosos, indica algo más que el simple deseo
de ponerse en forma. La rotundidad con la que veo a gente de mi edad
prescindir de grupos enteros de alimentos me hace pensar que sienten una
necesidad de directrices, tal vez de control, en un entorno que, en
muchos aspectos, resulta difícil de comprender e imposible de dominar. Históricamente se ha recurrido a limitar el acceso
a la comida como forma de intentar controlar una situación de caos. Si
bien no me atrevo a decir que el movimiento de la dieta limpia quiera
maquillar los trastornos alimentarios para hacerlos más aceptables, sí
creo que el deseo de estar sanos es más complejo de lo que parece.
La
dieta limpia se ha asentado en un extremo de las costumbres
alimentarias, de la misma forma que, en el otro, está la “comida de
tíos”, el tipo de alimentación que mi padre llamaba “un infarto servido
en un plato”, esa que aparece en libros y programas de televisión
dedicados a pedazos de carne cruda, casi viva, costillas a la barbacoa
goteando salsa, fritos rebosantes de grasa.
A veces me da la impresión
de que estamos divididos entre dos polos igual de poco saludables, y que
la cocina normal y la dieta equilibrada — todo lo bueno que está entre
esos dos extremos— han caído en el olvido.
En este contexto, hoy en día, mi abuela
seguramente estaría agradecida de no tener que cocinar más que para
unos vegetarianos normales y corrientes.
Nos comeríamos las lentejas con
arroz, con yogur natural y cebollas fritas, y de postre tomaríamos la
tarta de manzana con crema, susurrando como ella contra los “malditos
enemigos del gluten” que vendrían a comer al día siguiente.
Mina Holland,
editora de ‘Cook’, el suplemento gastronómico de ‘The Guardian’, acaba
de publicar ‘Mamá, tu historia empieza en la cocina’ (Malpaso).