Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

5 may 2017

“Toda mujer es una mujer fuerte”..................... Gregorio Belinchón

La actriz Jessica Chastain presenta sus dos nuevas películas, con las que alimenta su lista de personajes femeninos poderosos.

 

La actriz Jessica Chastain, en Madrid.
La actriz Jessica Chastain, en Madrid.
La vida de una estrella es tumultuosa. Y la de Jessica Chastain (Sacramento, 1977), autodeclarada adicta al trabajo, no conoce límites.
 Hace 15 días daba entrevistas en Nueva York por teléfono para hablar de La casa de la esperanza (estreno en España, 23 de junio); hace diez estaba en Madrid cenando con Pedro Almodóvar, su próximo jefe como presidente del jurado del festival de Cannes en el que también estará la actriz y productora, y este mediodía en Madrid charlaba de todo lo anterior y de un soberbio thriller, El caso Sloane (estreno en España, 19 de mayo).
 “Este año, en cambio, salvo que me apunte a algo en invierno, no voy a rodar.
 Me he tomado un descanso. Pero me encanta mi trabajo y por eso hago tantas películas.

Guillermo del Toro, que la dirigió en La cumbre escarlata, dice de Chastain que es la gran camaleona del cine.
 “Bueno, espero que sea un halago.
 Me gusta picotear, variar de personajes, porque ¿para qué quedarte en uno? Mi vida ya es suficientemente aburrida”, asegura.
 Solo dos cosas conectan sus papeles: que los encarna ella, obviamente, y que suele ser mujeres fuertes. 
“Cada vez que hago una película pienso en sus ramificaciones en la sociedad, y en estos dos trabajos pensé que iban a tener una contribución positiva. 
Y creo que toda mujer es una mujer fuerte”. En La casa de la esperanza encarna a un personaje real, Antonina Zabinski, que dirigió junto a su marido el zoo de Varsovia durante la II Guerra Mundial: usaron sus instalaciones para salvar a centenares de judíos.
 “Llegué a conocer a su hija.
 Lo curioso es que era una familia corriente puesta de repente en una situación extraordinaria.
 Es una película profundamente femenina".
 En El caso Sloane, Chastain interpretar a una lobbista de éxito, reina del lado oscuro, que decide trabajar para que se aprueba una ley federal que controle la posesión de armas. 
“Es una película muy polémica, que va en contra del lobby de las armas, que está protagonizada por una mujer despiadada que rehúye el estereotipo de madre y novia, y que además se plantea cuánto más escuchan los políticos a sus patrocinadores que a sus votantes”.
 A continuación, asegura, “no todos los lobbys son malos porque aún quedan causas por las que luchar”. 
“El peligro está en cómo financian campañas políticas”. Otro punto a favor de su Elizabeth Sloane: 
“Me divirtió dar vida a la persona más lista de cada reunión, algo que yo no soy, y que se mueve a un ritmo superior al mío, desbordando energía”. 
Ella, en cambio, maneja con habilidad la paciencia. 
Y el mejor ejemplo estriba en el arranque de su carrera.
 Tras graduarse en Julliard, enlazó varios secundarios en el cine y estalló en el teatro.
 Allí hizo Salomé con Al Pacino, y en 2008 filmó El árbol de la vida, de Malick.
 Pero el drama no se estrenó hasta el festival de Cannes de 2011, año en el que Chastain también apareció en Criadas y señoras, Wilde Salomé (grabación de la obra de teatro), Take Shelter, Coriolanus y Tierra de asesinatos. Empezaba el fenómeno Chastain.
Nunca ha dejado de sentirse distinta a la fauna de Hollywood. Como productora, Chastain quiere dar voz a directoras, a cineastas afroamericanos o hispanos, no para levantar proyectos para ella. “Es difícil encontrar dramas financiados por grandes estudios.
 Yo busco guiones con mujeres reales, quiero dar voz a las historias que no se cuentan”. 
Aún queda mucho por hacer: “Ya no hay miedo en señalar injusticias como la desigualdad laboral. 
La elección de Trump ha movilizado a la sociedad, y de paso a la industria del cine, que refleja lo que pasa en el mundo”.

La resaca artística del Mayo del 68......................... Álex Vicente

Una muestra revisa las prácticas culturales en la Francia posterior al movimiento contestatario.

Vista de la exposición en La Maison Rouge, en París.
En plena resaca del Mayo del 68, hubo quien mantuvo la fe en el cambio y quien entendió que la ansiada grand soir nunca tendría lugar.
 Por lo menos, no en los términos acordados: si se avecinaba la revolución, esta iba a ser más individual que colectiva. 
Ante los gritos que exigían apertura, las instituciones respondieron creando espacios para una expresión crítica, pero siempre delimitada por la propia estructura de poder. 
Por ejemplo, el Centro universitario Experimental de Vincennes, creado por el propio Ministerio de Educación, o las distintas celebraciones del arte contemporáneo que orquestó el presidente Pompidou, impulsor de un conservadurismo chic
. Su primer ministro, Jacques Chaban-Delmas, teorizó al llegar al cargo sobre la llamada Nueva Sociedad, un programa de inspiración liberal pensado para erigir un país “próspero, joven, generoso y liberado”.
 A quienes anhelaban la playa enterrada bajo los adoquines, el poder les respondió con trenes de alta velocidad y centrales nucleares.
Esa modernidad de fachada no satisfizo a los insurgentes. 
Entre ellos se encontraban, claro está, muchos artistas, enfrentados a un cambio mayor de paradigma, en un momento en que las vanguardias ya eran poco más que reliquias inservibles.
 La Internacional Situacionista se autodisolvió en 1969 y el grupo surrealista publicó su testamento en Le Monde pocos meses después.
 En su lugar se formó una nebulosa de prácticas, corrientes y personalidades enmarcadas en las contraculturas.
 Hasta ahora, poco y mal documentadas por los museos franceses, tal vez porque no es fácil encontrar hilos conductores en ese enmarañado ovillo. 
Una nueva exposición en La Maison Rouge de París resuelve ahora esa laguna.
 Su tesis es que, en plena multiplicación de panfletos, fanzines y radios libres, se reconfigura el gusto patrio por la subversión, incluso cuando esta se revela estéril. 
 Ese sería el espíritu francés al que hace referencia el título de la muestra: una contestación sistemática que no es necesariamente constructiva. 
Más bien pretende dejar constancia de los límites de la libertad de expresión. 

La muestra refleja dos posicionamientos.
 La contestación clásica del orden social y las instituciones que lo garantizan se traducirá, durante los últimos sesenta, en una visibilidad hiperbólica del sexo y sus avatares, de las caricaturas del semanario Hara-Kiri, antepasado de Charlie Hebdo, hasta las cáusticas ilustraciones de Topor.
 También en un cuestionamiento lúdico de las leyes del género, con la cantante Marie France erigida en Marianne transexual, a la que inmortalizarán los aún desconocidos Pierre et Gilles.
 Pintores como Gilles Aillaud y Jacques Monory escogerán la miseria de cárceles y banlieues como tema de sus obras, mientras Michel Journiac perpetrará su Homenaje a la puta desconocida (1973) sobre el fondo solemne de la bandera tricolor.
 Pero el nihilismo no tardó en ganar terreno al idealismo.
 Ya en los ochenta, el performer escatológico Jean-Louis Costes no parece perseguir ninguna transformación social, como tampoco Serge Gainsbourg cuando quema billetes en la televisión pública o entona La Marsellesa en versión reggae
 El cómico Coluche se presentará a las presidenciales de 1981, pero retirará su candidatura al obtener sondeos favorables.
 Su objetivo no era gobernar, sino molestar.
 La exposición refleja cómo el establishment ha terminado absorbiendo todo lo que amenazaba con fragilizarlo.
 El diario Libération, fundado como verdadero contrapoder por Sartre, sobrevive hoy gracias a las ayudas del Estado. Nombres como Annette Messager o Claude Lévêque, incluidos en esta historia cultural de una Francia desprovista de grandeur, ya no suponen subversión alguna.
 Pero el mejor ejemplo llega con un lienzo de Les Malassis, olvidada cooperativa de artistas de la periferia parisiense, que se inspiró en el suceso protagonizado por Gabrielle Russier, una maestra que se suicidó poco después del Mayo del 68, cuando se descubrió que vivía una historia de amor con uno de sus alumnos. En 2017, Brigitte Macron se prepara para convertirse en primera dama.

 

Gary Cooper que estás en la tele............................... Juan Cruz..

Intentar que un dirigente político mire para otro lado en un caso delictivo es una práctica que ningún código ético de carácter periodístico puede aceptar.

Marhuenda
Francisco Marhuenda y Mauricio Casal antes de su declaración en la Audiencia Nacional. ATLAS
Las conversaciones captadas por orden judicial entre las más altas autoridades del complejo mediático que tiene en Madrid el grupo Planeta son ahora una materia pública que seguramente dará de sí reacciones asimismo judiciales y, probablemente, periodísticas, aparte, naturalmente, de las que tome el propio conglomerado empresarial, tan importante también en la creación de cultura en España.
En el ámbito judicial, parece que el juez Velasco se sintió satisfecho con las explicaciones del director de La Razón, Francisco Marhuenda, y el presidente del diario, Mauricio Casals. Seguro que el citado juez no halló en esas conversaciones materia delictiva alguna.
 De momento, pues, esa es la decisión judicial: no hay caso.
 El grupo Planeta, por su parte, aún no ha tomado cartas públicas en un tema tan delicado, y tan publicado. En cuanto al periodismo… El tema es, desde el punto de vista periodístico, altamente interesante.
 Esa conversación continuada sobre lo que se puede hacer para “convencer” a un dirigente político de que mire para otro lado en un caso aparentemente delictivo o irregular es una práctica que ningún código ético de carácter periodístico (y no solo) puede aceptar.
 Como se suele decir, en países de nuestro entorno (expresión que le gusta a Marhuenda, por cierto) la mitad de lo que ahí se dice acabaría siendo materia de seria reflexión en la prensa y en sus órganos de crítica o revisión.
 En términos generales, es de vergüenza ajena. En términos del oficio, es de vergüenza propia.
De momento, aquí no ha pasado nada. 
Y es altamente significativo que ese silencio ocurra en unos medios (que ahí se citan como propios y al servicio del grupo al que pertenecen Marhuenda y Casals: ellos mismos se jactan de controlarlos) muy activos en la denuncia pronta de cualquier asunto que sus directivos o presentadores consideran relevante. 
La apelación de Casals a la conducta tan satisfactoria (“se ha portado de cine") mostrada por uno de esos periodistas a la hora de “entender” lo que le pasa “al amigo preocupado” revela un grado de comprensión que, sinceramente, no he visto en otros casos que han implicado a personas sobre las que en los últimos tiempos se depositó el vaho inclemente de la sospecha.
 Los que se apresuraron a decir “Panamá” (dentro y fuera de ese grupo, como cómplices complacidos) como un mantra para atemorizar a periodistas, artistas o personajes públicos, ahora guardan en remojo lo que se les sugiere que guarden sin que la palabra sagrada, periodismo, se les lesione en la boca. 

“Se ha portado de cine”. Los periodistas se portan de cine cuando publican o emiten aquello que es relevante y, sobre todo, está contrastado.
 Presumir de una valentía implacable con los ajenos y portarse de cine con los propios revela una vara de medir capaz de romperse cada vez que le conviene a los intereses manejados en las tinieblas que estas conversaciones ponen de manifiesto.
Léxico sucio aparte, es evidente que ahí no hay juego limpio, o no parece haberlo, aunque el juez mire para otro lado, aunque los denunciantes se achanten y aunque venga Gary Cooper a auxiliar al actor principal de la película portándose “de cine”.
Sirve para algo más esta página inquietante que EL PAÍS ha publicado con esas conversaciones.
 Sirve para alertar a los periodistas jóvenes sobre las prácticas que veteranos del oficio son capaces de tolerar a la vez que disparan al amanecer contra todo bicho viviente que no les resulte simpático o dócil.
 Gary Cooper era más aguerrido, pero todo el rato, no solo cuando quería encandilar a la chica.

 

El hombre que creó a Saint Laurent...............................Jesús Rodríguez.

Pierre Bergé es el último rey de Francia. Rico, socialista y gay. Confidente de Mitterrand y eterna pareja de Yves Saint Laurent. 
Ha movido los hilos del poder desde la sombra durante medio siglo. Hoy, por fin, lo cuenta.
TODO lo he hecho por amor. Es mi biografía. He puesto el amor por encima de todo. 
Mi vida ha girado en torno a mis relaciones. 
Por amor a Yves me convertí en hombre de negocios, como fui marchante de arte por amor al pintor Bernard Buffet. 
Sin olvidar al paisajista Madison Cox… Sí, Madison ha sido mi tercer gran amor. El hombre de los jardines.
 Ha proyectado los de nuestras casas de Marraquech, Tánger y Deauville; nuestra relación ha evolucionado. 
Rompimos en 1987. Somos inteligentes. Supimos transformar una historia pasional en otra cosa.
–¿Incluye a François Mitterrand, presidente de la República entre 1981 y 1995, entre los hombres de su vida?

–Mitterrand tuvo una enorme importancia en mí, pero nunca tuve una aventura con él… si a eso se refiere.
 No le conocí en su juventud.
 Nuestros caminos se cruzaron en 1984. Yo tenía 54 años y él 68. Y en el momento de su reelección, en 1988, estábamos muy unidos. Era una relación amistosa, fraternal, política, intelectual. 
Comíamos los sábados en pequeños restaurantes y luego paseábamos por el Sena en busca de libros viejos. 
Era un gran lector, un gran bibliófilo, y yo soy un gran lector y un gran bibliófilo
. Pasábamos la Nochevieja en su casita de Latche.
 Estuve con él en la última, la de 1995. Estaba muy enfermo. Hablamos de la casa del escritor Émile Zola que yo había adquirido para crear el museo del capitán Dreyfus.
 Me dijo que le mantuviera informado. Murió 10 días después.
–Mitterrand era un seductor…
–Un gran seductor.
 Cuando conocía a una mujer joven, una mujer bella, una mujer que le gustaba, sus motores de seducción se ponían en marcha.
 Cuando conocías a Mitterrand te sentías atrapado por su inteligencia y su voluntad.
 Yo creo firmemente en la seducción, en la capacidad de conquistar tengas la edad que tengas.
Imagen de la presentación de la colección de alta costura primavera-verano de Ives Saint Laurent en enero de 1986. Abbas
 La primera confesión de Bergé es que este dictador de la moda, la cultura y el estilo; muñidor de candidatos presidenciales y genios de la creación; millonario en ‘cash’, obras de arte y noches locas; acuñador del mito de la ‘gauche caviar’
 (la sofisticada izquierda parisiense de los ochenta, en la que confluían, entre ministerios y pasarelas, intelectuales, millonarios y socialistas), forjó su destino en torno a las necesidades de sus parejas.
 Puso su talento y su virtuoso manejo de la imagen a su servicio. Y los hizo grandes.
 Él manejaba los hilos. “Vender moda nunca fue lo mío. No sabía nada de vestidos. 
Quería ser escritor o periodista, montar un periódico; lo hice en los cuarenta; me interesaba la política; era amigo de Cocteau y Camus y Genet; era un anarquista, laico y socialista.
 Lo sigo siendo. 
Aprendí a cantar La Internacional con mis padres, que eran protestantes y de izquierdas”. 
Pero todo cambió en 1960, en el hospital de Val-de-Grâce de París, donde Yves Saint Laurent estaba ingresado por trastornos psiquiátricos (era un maniaco depresivo) tras su alistamiento en el Ejército francés. 
 “Yves, que ya había realizado seis colecciones para Christian Dior antes de ser despedido y solo tenía 25 años, me dijo: ‘Vamos a crear una casa de alta costura más grande que Dior. 
Yo diseñaré y tú la dirigirás’. Llevábamos dos años viviendo juntos. Teníamos un apartamento en la plaza Dauphine.
 Yo había abandonado a Bernard Buffet en cuanto conocí a Yves, en 1958. 
Nuestra relación era muy fuerte, con una sexualidad muy intensa. El sexo era nuestro centro de gravedad. 
Fue así durante mucho tiempo.
 Y no tengo más que explicarle. Sentado en su cama de aquel sanatorio, prometí no abandonarle.
 No tenía ni idea de cómo se montaba un negocio de moda. No tenía un franco. 
Pero no me podía echar atrás. El amor es así… En minutos me convertí en ‘businessman’. 
Y no lo hice mal. Al año siguiente estaba funcionando nuestra casa de modas. 
Y el 89 fuimos la primera firma del sector en cotizar en bolsa. Pero nunca me gustó ese papel”.
–¿No se detiene ante nada?
–Nunca he tenido miedo a nada
. Llegué a París con 18 años, desde La Rochelle, con los bolsillos vacíos. Era 1948.
 Estaba solo. Desde entonces no he rendido cuentas a nadie. No debo nada a nadie.
 No temo ni a la muerte. No creo en el futuro, en el alma, en el cielo.
 Cuando morimos todo se acaba. Por eso hay que hacer muchas cosas.
 Lo he intentado. Y el día que esté mal, me marcharé a algún país donde tenga la posibilidad de acabar con todo.
 Iré a Suiza, tomaré una poción y punto final. Sí, en Suiza todo va bien. Hasta la muerte.
Pierre Bergé es un duro de corazón blando. Un solitario: “A condición de no estar solo”. 
Un eterno indignado: “Cuando haya dejado de estarlo, habré empezado a envejecer”. 
Alguien poco proclive a mirar atrás: “Odio la nostalgia; prefiero transformarla en proyectos”. 
Su leyenda afirma que ha tenido más enemigos que amigos.
 En los años dorados de aquella pareja irresistible de la moda y el ‘glamour’, cuando reinaban en las discotecas más canallas y en los grandes salones de la República, a Bergé le apodaron (a media voz), “el pitbull de la alta costura”. 
Rico, poderoso y despiadado.
 Con un estricto sentido de la lealtad.
 Con él o contra él.
 Y una habilidad innata para convertir en oro todo lo que tocaba, una marca o una persona.
 Hoy dice con gesto de fastidio que no fue para tanto. “No me venga con caricaturas”. 
“Odio los estereotipos”. “Tengo pocos amigos, pero los que tengo son muy jóvenes, así moriré antes que ellos y no lo pasaré mal”. Pierre Bergé abre sus sentimientos, pero no baja la guardia. 
No se niega a ninguna pregunta, ni siquiera en torno a la sexualidad a los 85 años (“no es como antes…, no le voy a engañar, pero existen unas pildoritas”), pero conserva amartillada su mortífera lengua para cuando considera necesaria una respuesta contundente. 

Pierre Bergé 
Pierre Bergé, de 85 años, fotografiado en su despacho de la avenida Marceau durante la entrevista con El País Semanal. 
En su solapa, la insignia de la Legión de Honor. Antoine Doyen
 Es el ‘patrón’, aunque la casa de alta costura Yves Saint Laurent cerró tras la retirada del modista en 2002 (fallecería en 2008 de un tumor cerebral tras su descenso al infierno desde mediados de los setenta entre cocaína, vodka y amantes de pago).
 La segunda pata de la firma, la propietaria de los perfumes, la piedra filosofal del ‘holding’ que hizo muy rica a la pareja Bergé-Saint Laurent, y que llegó a facturar 3.000 millones de euros al año, pertenece desde 2008 al grupo L’Oréal.
 Y la tercera, el ‘prêt-à-porter’, que Bergé extendió por todo el mundo a través de una compleja red de tiendas propias, licencias y franquicias, es propiedad desde 1999 del magnate francés François-Henri Pinault, dueño del imperio del lujo Kering (accionista mayoritario de ­Gucci, Balenciaga o Bottega Veneta). Bergé ya no gobierna el universo de la moda desde París, pero sigue desplegando su autoridad desde su trono del exclusivo distrito XVI, desde la Fundación Pierre Bergé-Yves Saint Laurent, financiando candidatos socialistas a la presidencia (la última, Ségolène Royal, como antes hizo con Laurent Fabius o el propio Mitterrand, al que apoyó comprando un semanario, ‘Globe’, para favorecer su reelección en 1988), adquiriendo medios de comunicación (es el máximo accionista de ‘Le Monde’ y ‘Le Nouvel Observateur’), paseando famosos en su reactor Falcon 50, capitaneando el ‘lobby’ gay en Francia, poseyendo los derechos legales de la memoria del artista 
Jean Cocteu (alguien que le enseñó a vivir su homosexualidad sin pisar el armario) o regalando un ‘goya’ al Louvre.
 Su fortuna se estima en 180 millones de euros.
 Los fondos propios (procedentes de su bolsillo) de su fundación y de las distintas iniciativas que encabeza contra el sida, el racismo y por la igualdad de derechos de los gais superan los 500 millones de euros. 
Bergé no tiene herederos. Unos minutos antes de comenzar la entrevista, Bergé ha puesto en escena uno de sus legendarios ataques de ira. 
Las tres plantas del silencioso palacete estilo segundo imperio de la avenida Marceau de París, decorado con dorados y espejos hasta el techo, poblado por una veintena de etéreos empleados que se comunican bisbiseando y caminan sin ruido por las tupidas alfombras entre ubicuos retratos en blanco y negro de la mítica pareja Bergé-Saint Laurent, se han llenado con los ecos de las coléricas voces de este atildado anciano de cráneo reluciente, inmensa nariz, bastón de ébano, traje de ‘tweed’ de Arnys, su sastre de siempre (en cuya solapa refulge la Legión de Honor), y carísimos zapatos a medida de Weston, disparando ‘in crescendo’ la palabra “no” a un colaborador.
 Los calcetines, de un morado cardenalicio, van conjuntados con su camisa y corbata.
 Su voz es clara y firme en un elegante francés parisiense con dejes literarios. Sus manos son bellas y enérgicas.
 No sus piernas, que mueve de forma desmadejada. Padece una miopatía, una enfermedad muscular degenerativa.
 Su respuesta ante la ceremonial pregunta de cómo se encuentra es un áspero: “’Ça va mal’. ¿No lo ve usted?”.
 Después aligera la presión: “No tengo dolores, pero me complica la vida.
 No puedo andar solo por la calle; no puedo subir escaleras y menos bajarlas. A veces me caigo. 
Tengo a una persona que duerme en mi casa. Y he hecho rebajar los escalones. Para subir a mi helicóptero me han puesto una escalerilla especial, y puedo seguir pilotando…, pero siempre de copiloto (es un poco humillante)”.
 Es cierto, a los mandos de su Augusta AW109, Bergé aún sobrevuela el curso del Sena desde París hasta su desembocadura, en el Atlántico. 
Después conduce su Jaguar XK120 descapotable de 1952 con ‘Echo’, su perro shiba inu, hasta la vieja dacha que compartió con Yves en Deauville.
 Es uno de sus últimos grandes placeres.
 ¿Se puede ser millonario y de izquierdas? –No veo la relación entre el dinero y las opiniones, yo no diría políticas, yo diría sociales. 
Sí, he ganado mucho dinero, pero nunca he dejado de ser de izquierdas.
–¿Y qué es ser de izquierdas?
–Ser de izquierdas es poner a la persona en el centro, no al mercado.
 Y reducir las desigualdades. Ser de izquierdas es luchar para que la desigualdad entre ricos y pobres se cierre todo lo posible y lo antes posible.
 Prefiero los errores de la izquierda que las victorias de la derecha.
–¿A quién apoyará en las próximas presidenciales?
–A Hollande. Desde luego, no a Sarkozy.
 Ante el periodista, por fin llega la calma. 
 


Pierre Bergé 2065ModaReporYvesSaintLaurent (19)
YSL dresses
En la primera imagen, una colección de vestidos de noche de la marca. En la segunda, Una de las cajas acorazadas ignífugas que guardan 6.000 modelos originales. 
 
El único título enmarcado en su despacho es ese permiso de piloto de helicópteros que obtuvo en 1978.
 Nunca los necesitó. Nunca pisó una universidad. 
A esa edad rastreaba muy de mañana libros raros entre los ‘bouquinistes’ del Sena que por la tarde vendía 10 veces más caros en las librerías del centro.
 Siempre fue por libre. La intelectualidad francesa se lo pagó impidiendo su ingreso en la Academia en 2008.
 Lo más parecido a un diploma que tiene es la invitación del presidente de la República para la cena con Isabel II de Inglaterra, en junio de 2014, y el pergamino de la Legión de Honor.
 Mientras el fotógrafo prepara las luces y rompe el orden inmaculado de su coto privado para retratarle, se abre la veda para curiosear en su mundo.
Cuando la pareja se hizo con este palacete en 1974, en el apogeo de su poder, Bergé se apropió del mejor espacio del regio inmueble napoleónico como despacho
. En las paredes, cubiertas de madera de castaño y con un inmenso espejo y una chimenea ‘art nouveau’, un retrato de Saint Laurent realizado por su amigo Andy Warhol y una pintura firmada por su otra mítica pareja, Bernard Buffet. 
Ante la ventana, un bellísimo escritorio ‘déco’ del tamaño de un barco de recreo con pocos papeles, un Mac y un pequeño martillo de plata de subastador (es propietario de la casa de subastas de arte Pierre Bergé & Associés). 
Estratégicamente repartidos por la estancia, cartas, fotografías, dibujos y reliquias de Gené, Breton, Colette, Chateaubriand y Cocteau; una maqueta de su ‘jet’ privado; otra del futuro museo Saint Laurent de Marraquech, en mármol color arena, y una bolsa de Loro Piana con un carísimo fular de cachemira dentro.
A través de un angosto pasillo, el despacho de Bergé se comunica con el antiguo estudio de Yves Saint-Laurent, que permanece cerrado desde que murió el modista. 
El joven empleado que nos precede accede a él con veneración. Está congelado. 
Tal como lo dejó en 2002. Pintado de blanco. Sin adornos. Repleto de telas, prototipos de vestidos y complementos.
 Destaca un pequeño retrato de Saint Laurent en 1958 dibujado por Buffet (antes de la ruptura del triángulo amoroso).
 Su mesa de trabajo es de una sencillez monacal: un par de borriquetas y una plancha de cristal sobre la que reposan viejos bocetos, un tarro con sus lápices favoritos, los Staedtler 2B bien afilados, y las míticas gafas de carey de Yves. 
 En las plantas superiores del palacete se conservan, en cámaras blindadas y refrigeradas y a cargo de un puñado de conservadoras (provenientes de los grandes museos franceses), los 6.000 vestidos de alta costura creados por Saint Laurent (incluso los que formaron parte de sus seis colecciones para Dior), 15.000 complementos y miles de croquis, apuntes, fotografías, artículos de prensa, albaranes y facturas perfectamente clasificados.
 Durante los 40 años de existencia de la casa de alta costura, la pareja Bergé-Saint Laurent nunca se deshizo de nada.
 Trabajaron con un sorprendente sentido de la trascendencia. 
 
Hoy constituyen los fondos de los dos museos dedicados a Yves Saint Laurent que Bergé inaugurará en 2017: uno, aquí, en este ‘hôtel particulier’ de la avenida Marceau; el segundo, en Marraquech, el escenario de su mutua pasión por el sol, el sexo y la cultura árabe. 
 “Decidimos conservar todo desde el primer día; nunca tiramos nada”, explica Bergé, “no se explicarle por qué, fue así, un sinsentido”.
–Quizá por su adicción a controlar todo…
–Es cierto, tengo la enfermedad del control.
 Lo chequeo todo. Y suelo tener razón.
 Si no controlas, lo lamentas.
–Es usted profundamente posesivo…
 Es verdad. Pero he aprendido a serlo menos.
 Sabe, yo tenía muchos defectos, todavía los tengo, pero antes tenía más: era muy celoso, muy posesivo, quería controlarlo todo, quería controlar a mis parejas. Teníamos grandes peleas… He intentado arreglarlo, no puedo decir que sea perfecto.
–Dicen que no bebía ni se drogaba, al contrario que Saint Laurent, para no perder nunca el control…
–Posiblemente.
 Nunca me he drogado. Bebo habitualmente, pero tengo épocas abstemias.
 Ahora llevo una época sin beber; casi dos meses.
 No me agrada perder el control.

Pierre Bergé YSL exhibition
Paris, France. January 19, 2016. Yves Saint Laurent Foundation. Photo: Antoine Doyen Antoine Doyen
Hay un ejercicio apasionante en torno a la pareja Bergé-Saint Laurent, recorrer los escenarios de sus andanzas parisienses.
 No solo los exquisitos enclaves del imperio YSL en ambas orillas del Sena, sino los lugares de su historia amorosa, sus juergas, su vertiginoso ascenso social (el de dos provincianos a la conquista de la capital del mundo) y sus infidelidades. 
Sobre todo el dúplex de 900 metros cuadrados de principios del siglo XX con jardín privado en el número 55 de la Rue de Babylone, donde convivieron desde 1971 y reunieron una formidable colección de arte, antes de que rompieran en 1976.  

En esa época, Saint Laurent estaba en la cima de sus adicciones junto a su amante Jacques de Bascher (unido también al modista Karl Lagerfeld, y que moriría víctima del sida en 1989), 
y Bergé, por su parte, iba a dar un golpe de timón a su vida junto al entonces jovencísimo paisajista californiano Madison Cox (que ha llegado a tener en su cartera de clientes a los Agnelli, Bloomberg o Sting).
 Tras la separación de la pareja, Bergé se trasladaría solo unos centenares de metros hasta la ‘suite’ 608 del hotel Lutetia y más tarde a un palacete en el número 5 de la Rue Bonaparte, donde aún reside.
 Sin embargo, nunca dejó de tener llave del apartamento de Babylone, una casa que siempre consideró la suya y donde la pareja almorzaba ritualmente cada sábado entre obras de Brancusi, Matisse y De Chirico.
 Bascher y Cox se evaporaron a finales de los ochenta de sus vidas amorosas. Y Saint Laurent y Bergé jamás rompieron.
 Compartieron hasta el final sus vacaciones marroquíes, sus carísimos gustos, su amor por la ópera y el teatro, su adicción a las subastas de arte y su estrecho círculo de amistades, entre los que estaban Catherine Deneuve, Jacques Lang, Paloma Picasso, Warhol, Bernard-Henri Lévy o Carla Bruni. Bergé confiesa que siempre fue fiel a Saint Laurent…, “fiel de corazón”, aclara. 
Y remite a un párrafo de su último libro, ‘Cartas a Yves (2010), para explicar su relación:
 “Desde el primer día, tú y yo supimos que aquello era ‘para siempre’.
 Sí, atravesamos tormentas y vivimos naufragios, pero nunca dudamos de aquel ‘para siempre’, al que fui fiel a pesar de que algunas veces el precio que pagué por ello fue muy elevado”.
 En otro pasaje de esas mismas confesiones da otra clave de aquella historia de amor perenne: 
 “Fue la sexualidad lo que presidió nuestro encuentro, lo que nos reconcilió cuando fue necesario, y fue su recuerdo, que evocamos tan a menudo, lo que nos unió hasta el final”.
El último capítulo de aquella historia de medio siglo de amor tuvo lugar también en este apartamento de Rue de Babylone unos días antes de la muerte de Saint Laurent.
 En mayo de 2008, la pareja se dio el sí quiero en un pacto civil de solidaridad, el precedente administrativo francés al matrimonio entre personas del mismo sexo (que no se aprobó en Francia hasta 2013).
¿Por qué lo hicieron en secreto?
–Tampoco hacía falta contárselo a todo el mundo.
–¿Lo celebraron?
–Para nada. Detesto esas historias.
 No creo en el matrimonio, habría que suprimirlo; estoy en contra de las instituciones burguesas; estoy en contra del matrimonio de los heterosexuales, pero cuando vi que los homosexuales gritaban “¡Igualdad, igualdad, igualdad!”, comprendí que no podía hacer otra cosa. 
Para mí la igualdad es esencial. 
Y los gais que se manifestaban tenían razón.
 Mientras el matrimonio no sea eliminado, los homosexuales tienen razón exigiendo igualdad.
 En ese momento creí que me tenía que involucrar a fondo. Y nos unimos civilmente.
–Es usted un militante gay con ideas propias. Está en contra de las celebraciones y los barrios homosexuales…
–No podría vivir en guetos. No me gustaría un barrio donde el carnicero es homosexual, el panadero, el de la tintorería…, qué aburrimiento.
 Yo quiero ser muy preciso sobre mi homosexualidad: no pido un derecho a la diferencia, no quiero que se reconozca mi diferencia, pido la indiferencia. 

Al margen de sus tormentas personales, de las caídas en picado del modista y los complejos manejos políticos del patrón, cada uno hizo bien su trabajo. 
Durante tres décadas, Saint Laurent reinventó la moda del siglo XX e inventó el ‘prêt-à-porter’.
 Por su parte, Bergé creó un imperio del lujo.
 Fueron los reyes, hasta que se acabó su tiempo.
 En los noventa, Saint Laurent, cada vez más ‘enganchado’, no daba más de sí creativamente y el manejo del negocio por parte de Pierre Bergé, basado en el empleo patológico de las franquicias y las licencias, demostró ser pan para hoy y hambre para mañana.
 En 1993 (coincidiendo con el ocaso del reinado de Mitterrand, que le había nombrado presidente de las óperas de París), Bergé demostró sus reflejos y vendió ‘in extremis’ la compañía de ambos a una empresa pública francesa (ELF-Sanofi), presidida por otro miembro del clan del presidente de la República, por unos 200 millones de euros.
 La pareja volvió a hacer caja, 60 millones más, en 1999, cuando la compañía pasó a manos de su amigo el millonario François Pinault, además de conseguir un tanto por ciento por la venta de los perfumes y el uso del nombre de Yves Saint Laurent, que algunas fuentes cifran entre 5 y 10 millones de euros al año hasta 2016.
En 2002 Saint Laurent se retiraba de la moda y en junio de 2008 fallecía en soledad. Bergé le cerró los ojos. Y lloró.
La larga decadencia y caída de Saint Laurent no supuso la de Bergé, cada vez más rico, influyente, ubicuo.
 Nueve meses después de la muerte de su pareja, daba la campanada mundial sacando a subasta las obras maestras de la colección de arte que ambos habían reunido desde los sesenta, cuyos beneficios irían a su fundación.
 El ‘matisse’ fue adjudicado en 36 millones de euros; el ‘mondrian’, en 21,5 millones; el ‘gericault’, en 9 millones; la escultura de Brancusi, en 30 millones.
 Y suma y sigue. En los meses siguientes se iba a deshacer sin que le temblara el pulso de su apartamento en el hotel Pierre de Nueva York (7,5 millones de euros), el dúplex de la Rue de Babylone (23 millones), el ‘château’ Gabriel, en Deauville (9 millones), su colección de arte árabe (1,5 millones) y parte de su colección de libros (12 millones).
 En total, 430 millones de euros de los que no tiene que rendir cuentas a nadie: 
“Lo de Yves era mío. Nunca doy explicaciones de mi dinero. Punto”.