Una muestra revisa las prácticas culturales en la Francia posterior al movimiento contestatario.
En plena resaca del Mayo del 68, hubo quien mantuvo la fe en el cambio y quien entendió que la ansiada grand soir
nunca tendría lugar.
Por lo menos, no en los términos acordados: si se avecinaba la revolución, esta iba a ser más individual que colectiva.
Ante los gritos que exigían apertura, las instituciones respondieron creando espacios para una expresión crítica, pero siempre delimitada por la propia estructura de poder.
Por ejemplo, el Centro universitario Experimental de Vincennes, creado por el propio Ministerio de Educación, o las distintas celebraciones del arte contemporáneo que orquestó el presidente Pompidou, impulsor de un conservadurismo chic
. Su primer ministro, Jacques Chaban-Delmas, teorizó al llegar al cargo sobre la llamada Nueva Sociedad, un programa de inspiración liberal pensado para erigir un país “próspero, joven, generoso y liberado”.
A quienes anhelaban la playa enterrada bajo los adoquines, el poder les respondió con trenes de alta velocidad y centrales nucleares.
Esa modernidad de fachada no satisfizo a los insurgentes.
Entre ellos se encontraban, claro está, muchos artistas, enfrentados a un cambio mayor de paradigma, en un momento en que las vanguardias ya eran poco más que reliquias inservibles.
La Internacional Situacionista se autodisolvió en 1969 y el grupo surrealista publicó su testamento en Le Monde pocos meses después.
En su lugar se formó una nebulosa de prácticas, corrientes y personalidades enmarcadas en las contraculturas.
Hasta ahora, poco y mal documentadas por los museos franceses, tal vez porque no es fácil encontrar hilos conductores en ese enmarañado ovillo.
Una nueva exposición en La Maison Rouge de París resuelve ahora esa laguna.
Su tesis es que, en plena multiplicación de panfletos, fanzines y radios libres, se reconfigura el gusto patrio por la subversión, incluso cuando esta se revela estéril.
Ese sería el espíritu francés al que hace referencia el título de la muestra: una contestación sistemática que no es necesariamente constructiva.
Más bien pretende dejar constancia de los límites de la libertad de expresión.
La muestra refleja dos posicionamientos.
La contestación clásica del orden social y las instituciones que lo garantizan se traducirá, durante los últimos sesenta, en una visibilidad hiperbólica del sexo y sus avatares, de las caricaturas del semanario Hara-Kiri, antepasado de Charlie Hebdo, hasta las cáusticas ilustraciones de Topor.
También en un cuestionamiento lúdico de las leyes del género, con la cantante Marie France erigida en Marianne transexual, a la que inmortalizarán los aún desconocidos Pierre et Gilles.
Pintores como Gilles Aillaud y Jacques Monory escogerán la miseria de cárceles y banlieues como tema de sus obras, mientras Michel Journiac perpetrará su Homenaje a la puta desconocida (1973) sobre el fondo solemne de la bandera tricolor.
Pero el nihilismo no tardó en ganar terreno al idealismo.
Ya en los ochenta, el performer escatológico Jean-Louis Costes no parece perseguir ninguna transformación social, como tampoco Serge Gainsbourg cuando quema billetes en la televisión pública o entona La Marsellesa en versión reggae.
El cómico Coluche se presentará a las presidenciales de 1981, pero retirará su candidatura al obtener sondeos favorables.
Su objetivo no era gobernar, sino molestar.
La exposición refleja cómo el establishment ha terminado absorbiendo todo lo que amenazaba con fragilizarlo.
El diario Libération, fundado como verdadero contrapoder por Sartre, sobrevive hoy gracias a las ayudas del Estado. Nombres como Annette Messager o Claude Lévêque, incluidos en esta historia cultural de una Francia desprovista de grandeur, ya no suponen subversión alguna.
Pero el mejor ejemplo llega con un lienzo de Les Malassis, olvidada cooperativa de artistas de la periferia parisiense, que se inspiró en el suceso protagonizado por Gabrielle Russier, una maestra que se suicidó poco después del Mayo del 68, cuando se descubrió que vivía una historia de amor con uno de sus alumnos. En 2017, Brigitte Macron se prepara para convertirse en primera dama.
Por lo menos, no en los términos acordados: si se avecinaba la revolución, esta iba a ser más individual que colectiva.
Ante los gritos que exigían apertura, las instituciones respondieron creando espacios para una expresión crítica, pero siempre delimitada por la propia estructura de poder.
Por ejemplo, el Centro universitario Experimental de Vincennes, creado por el propio Ministerio de Educación, o las distintas celebraciones del arte contemporáneo que orquestó el presidente Pompidou, impulsor de un conservadurismo chic
. Su primer ministro, Jacques Chaban-Delmas, teorizó al llegar al cargo sobre la llamada Nueva Sociedad, un programa de inspiración liberal pensado para erigir un país “próspero, joven, generoso y liberado”.
A quienes anhelaban la playa enterrada bajo los adoquines, el poder les respondió con trenes de alta velocidad y centrales nucleares.
Esa modernidad de fachada no satisfizo a los insurgentes.
Entre ellos se encontraban, claro está, muchos artistas, enfrentados a un cambio mayor de paradigma, en un momento en que las vanguardias ya eran poco más que reliquias inservibles.
La Internacional Situacionista se autodisolvió en 1969 y el grupo surrealista publicó su testamento en Le Monde pocos meses después.
En su lugar se formó una nebulosa de prácticas, corrientes y personalidades enmarcadas en las contraculturas.
Hasta ahora, poco y mal documentadas por los museos franceses, tal vez porque no es fácil encontrar hilos conductores en ese enmarañado ovillo.
Una nueva exposición en La Maison Rouge de París resuelve ahora esa laguna.
Su tesis es que, en plena multiplicación de panfletos, fanzines y radios libres, se reconfigura el gusto patrio por la subversión, incluso cuando esta se revela estéril.
Ese sería el espíritu francés al que hace referencia el título de la muestra: una contestación sistemática que no es necesariamente constructiva.
Más bien pretende dejar constancia de los límites de la libertad de expresión.
La muestra refleja dos posicionamientos.
La contestación clásica del orden social y las instituciones que lo garantizan se traducirá, durante los últimos sesenta, en una visibilidad hiperbólica del sexo y sus avatares, de las caricaturas del semanario Hara-Kiri, antepasado de Charlie Hebdo, hasta las cáusticas ilustraciones de Topor.
También en un cuestionamiento lúdico de las leyes del género, con la cantante Marie France erigida en Marianne transexual, a la que inmortalizarán los aún desconocidos Pierre et Gilles.
Pintores como Gilles Aillaud y Jacques Monory escogerán la miseria de cárceles y banlieues como tema de sus obras, mientras Michel Journiac perpetrará su Homenaje a la puta desconocida (1973) sobre el fondo solemne de la bandera tricolor.
Pero el nihilismo no tardó en ganar terreno al idealismo.
Ya en los ochenta, el performer escatológico Jean-Louis Costes no parece perseguir ninguna transformación social, como tampoco Serge Gainsbourg cuando quema billetes en la televisión pública o entona La Marsellesa en versión reggae.
El cómico Coluche se presentará a las presidenciales de 1981, pero retirará su candidatura al obtener sondeos favorables.
Su objetivo no era gobernar, sino molestar.
La exposición refleja cómo el establishment ha terminado absorbiendo todo lo que amenazaba con fragilizarlo.
El diario Libération, fundado como verdadero contrapoder por Sartre, sobrevive hoy gracias a las ayudas del Estado. Nombres como Annette Messager o Claude Lévêque, incluidos en esta historia cultural de una Francia desprovista de grandeur, ya no suponen subversión alguna.
Pero el mejor ejemplo llega con un lienzo de Les Malassis, olvidada cooperativa de artistas de la periferia parisiense, que se inspiró en el suceso protagonizado por Gabrielle Russier, una maestra que se suicidó poco después del Mayo del 68, cuando se descubrió que vivía una historia de amor con uno de sus alumnos. En 2017, Brigitte Macron se prepara para convertirse en primera dama.
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