Ha movido los hilos del poder desde la sombra durante medio siglo. Hoy, por fin, lo cuenta.
TODO lo he hecho por amor. Es mi biografía. He puesto el amor por encima de todo.
Mi vida ha girado en torno a mis relaciones.
Por amor a Yves me convertí en hombre de negocios, como fui marchante de arte por amor al pintor Bernard Buffet.
Sin olvidar al paisajista Madison Cox… Sí, Madison ha sido mi tercer gran amor. El hombre de los jardines.
Ha proyectado los de nuestras casas de Marraquech, Tánger y Deauville; nuestra relación ha evolucionado.
Rompimos en 1987. Somos inteligentes. Supimos transformar una historia pasional en otra cosa.
–¿Incluye a François Mitterrand, presidente de la República entre 1981 y 1995, entre los hombres de su vida?
–Mitterrand tuvo una enorme importancia en mí, pero nunca tuve una aventura con él… si a eso se refiere.
No le conocí en su juventud.
Nuestros caminos se cruzaron en 1984. Yo tenía 54 años y él 68. Y en el momento de su reelección, en 1988, estábamos muy unidos. Era una relación amistosa, fraternal, política, intelectual.
Comíamos los sábados en pequeños restaurantes y luego paseábamos por el Sena en busca de libros viejos.
Era un gran lector, un gran bibliófilo, y yo soy un gran lector y un gran bibliófilo
. Pasábamos la Nochevieja en su casita de Latche.
Estuve con él en la última, la de 1995. Estaba muy enfermo. Hablamos de la casa del escritor Émile Zola que yo había adquirido para crear el museo del capitán Dreyfus.
Me dijo que le mantuviera informado. Murió 10 días después.
–Mitterrand era un seductor…
–Un gran seductor.
Cuando conocía a una mujer joven, una mujer bella, una mujer que le gustaba, sus motores de seducción se ponían en marcha.
Cuando conocías a Mitterrand te sentías atrapado por su inteligencia y su voluntad.
Yo creo firmemente en la seducción, en la capacidad de conquistar tengas la edad que tengas.
(la sofisticada izquierda parisiense de los ochenta, en la que confluían, entre ministerios y pasarelas, intelectuales, millonarios y socialistas), forjó su destino en torno a las necesidades de sus parejas.
Puso su talento y su virtuoso manejo de la imagen a su servicio. Y los hizo grandes.
Él manejaba los hilos. “Vender moda nunca fue lo mío. No sabía nada de vestidos.
Quería ser escritor o periodista, montar un periódico; lo hice en los cuarenta; me interesaba la política; era amigo de Cocteau y Camus y Genet; era un anarquista, laico y socialista.
Lo sigo siendo.
Aprendí a cantar La Internacional con mis padres, que eran protestantes y de izquierdas”.
Pero todo cambió en 1960, en el hospital de Val-de-Grâce de París, donde Yves Saint Laurent estaba ingresado por trastornos psiquiátricos (era un maniaco depresivo) tras su alistamiento en el Ejército francés.
“Yves, que ya había realizado seis colecciones para Christian Dior antes de ser despedido y solo tenía 25 años, me dijo: ‘Vamos a crear una casa de alta costura más grande que Dior.
Yo diseñaré y tú la dirigirás’. Llevábamos dos años viviendo juntos. Teníamos un apartamento en la plaza Dauphine.
Yo había abandonado a Bernard Buffet en cuanto conocí a Yves, en 1958.
Nuestra relación era muy fuerte, con una sexualidad muy intensa. El sexo era nuestro centro de gravedad.
Fue así durante mucho tiempo.
Y no tengo más que explicarle. Sentado en su cama de aquel sanatorio, prometí no abandonarle.
No tenía ni idea de cómo se montaba un negocio de moda. No tenía un franco.
Pero no me podía echar atrás. El amor es así… En minutos me convertí en ‘businessman’.
Y no lo hice mal. Al año siguiente estaba funcionando nuestra casa de modas.
Y el 89 fuimos la primera firma del sector en cotizar en bolsa. Pero nunca me gustó ese papel”.
–¿No se detiene ante nada?
–Nunca he tenido miedo a nada
. Llegué a París con 18 años, desde La Rochelle, con los bolsillos vacíos. Era 1948.
Estaba solo. Desde entonces no he rendido cuentas a nadie. No debo nada a nadie.
No temo ni a la muerte. No creo en el futuro, en el alma, en el cielo.
Cuando morimos todo se acaba. Por eso hay que hacer muchas cosas.
Lo he intentado. Y el día que esté mal, me marcharé a algún país donde tenga la posibilidad de acabar con todo.
Iré a Suiza, tomaré una poción y punto final. Sí, en Suiza todo va bien. Hasta la muerte.
Pierre Bergé es un duro de corazón blando. Un solitario: “A condición de no estar solo”.
Un eterno indignado: “Cuando haya dejado de estarlo, habré empezado a envejecer”.
Alguien poco proclive a mirar atrás: “Odio la nostalgia; prefiero transformarla en proyectos”.
Su leyenda afirma que ha tenido más enemigos que amigos.
En los años dorados de aquella pareja irresistible de la moda y el ‘glamour’, cuando reinaban en las discotecas más canallas y en los grandes salones de la República, a Bergé le apodaron (a media voz), “el pitbull de la alta costura”.
Rico, poderoso y despiadado.
Con un estricto sentido de la lealtad.
Con él o contra él.
Y una habilidad innata para convertir en oro todo lo que tocaba, una marca o una persona.
Hoy dice con gesto de fastidio que no fue para tanto. “No me venga con caricaturas”.
“Odio los estereotipos”. “Tengo pocos amigos, pero los que tengo son muy jóvenes, así moriré antes que ellos y no lo pasaré mal”. Pierre Bergé abre sus sentimientos, pero no baja la guardia.
No se niega a ninguna pregunta, ni siquiera en torno a la sexualidad a los 85 años (“no es como antes…, no le voy a engañar, pero existen unas pildoritas”), pero conserva amartillada su mortífera lengua para cuando considera necesaria una respuesta contundente.
Pierre Bergé, de 85 años, fotografiado en su despacho de la avenida
Marceau durante la entrevista con El País Semanal.
En su solapa, la
insignia de la Legión de Honor.
Es el ‘patrón’, aunque la casa de alta costura Yves Saint Laurent cerró
tras la retirada del modista en 2002 (fallecería en 2008 de un tumor
cerebral tras su descenso al infierno desde mediados de los setenta
entre cocaína, vodka y amantes de pago).
La segunda pata de la firma, la
propietaria de los perfumes, la piedra filosofal del ‘holding’ que hizo
muy rica a la pareja Bergé-Saint Laurent, y que llegó a facturar 3.000
millones de euros al año, pertenece desde 2008 al grupo L’Oréal.
Y la
tercera, el ‘prêt-à-porter’, que Bergé extendió por todo el mundo a
través de una compleja red de tiendas propias, licencias y franquicias,
es propiedad desde 1999 del magnate francés François-Henri Pinault,
dueño del imperio del lujo Kering (accionista mayoritario de Gucci,
Balenciaga o Bottega Veneta). Bergé ya no gobierna el universo de la
moda desde París, pero sigue desplegando su autoridad desde su trono del
exclusivo distrito XVI, desde la Fundación Pierre Bergé-Yves Saint
Laurent, financiando candidatos socialistas a la presidencia (la última,
Ségolène Royal, como antes hizo con Laurent Fabius o el propio
Mitterrand, al que apoyó comprando un semanario, ‘Globe’, para favorecer
su reelección en 1988), adquiriendo medios de comunicación (es el
máximo accionista de ‘Le Monde’ y ‘Le Nouvel Observateur’), paseando
famosos en su reactor Falcon 50, capitaneando el ‘lobby’ gay en Francia,
poseyendo los derechos legales de la memoria del artista
Jean Cocteu (alguien que le enseñó a vivir su homosexualidad sin
pisar el armario) o regalando un ‘goya’ al Louvre.
Su fortuna se estima
en 180 millones de euros.
Los fondos propios (procedentes de su
bolsillo) de su fundación y de las distintas iniciativas que encabeza
contra el sida, el racismo y por la igualdad de derechos de los gais
superan los 500 millones de euros.
Bergé no tiene herederos.
Unos minutos antes de comenzar la entrevista, Bergé ha puesto en
escena uno de sus legendarios ataques de ira.
Las tres plantas del
silencioso palacete estilo segundo imperio de la avenida Marceau de
París, decorado con dorados y espejos hasta el techo, poblado por una
veintena de etéreos empleados que se comunican bisbiseando y caminan sin
ruido por las tupidas alfombras entre ubicuos retratos en blanco y
negro de la mítica pareja Bergé-Saint Laurent, se han llenado con los
ecos de las coléricas voces de este atildado anciano de cráneo
reluciente, inmensa nariz, bastón de ébano, traje de ‘tweed’ de Arnys,
su sastre de siempre (en cuya solapa refulge la Legión de Honor), y
carísimos zapatos a medida de Weston, disparando ‘in crescendo’ la
palabra “no” a un colaborador.
Los calcetines, de un morado cardenalicio, van conjuntados con su camisa
y corbata.
Su voz es clara y firme en un elegante francés parisiense
con dejes literarios. Sus manos son bellas y enérgicas.
No sus piernas,
que mueve de forma desmadejada. Padece una miopatía, una enfermedad
muscular degenerativa.
Su respuesta ante la ceremonial pregunta de cómo
se encuentra es un áspero: “’Ça va mal’. ¿No lo ve usted?”.
Después
aligera la presión: “No tengo dolores, pero me complica la vida.
No
puedo andar solo por la calle; no puedo subir escaleras y menos
bajarlas. A veces me caigo.
Tengo a una persona que duerme en mi casa. Y
he hecho rebajar los escalones. Para subir a mi helicóptero me han
puesto una escalerilla especial, y puedo seguir pilotando…, pero siempre
de copiloto (es un poco humillante)”.
Es cierto, a los mandos de su
Augusta AW109, Bergé aún sobrevuela el curso del Sena desde París hasta
su desembocadura, en el Atlántico.
Después conduce su Jaguar XK120
descapotable de 1952 con ‘Echo’, su perro shiba inu, hasta la vieja
dacha que compartió con Yves en Deauville.
Es uno de sus últimos grandes
placeres.
¿Se puede ser millonario y de izquierdas?
–No veo la relación entre el dinero y las opiniones, yo no diría
políticas, yo diría sociales.
Sí, he ganado mucho dinero, pero nunca he dejado de ser de izquierdas.
–¿Y qué es ser de izquierdas?
–Ser de izquierdas es poner a la persona en el centro, no al mercado.
Y reducir las desigualdades. Ser de izquierdas es luchar para que la desigualdad entre ricos y pobres se cierre todo lo posible y lo antes posible.
Prefiero los errores de la izquierda que las victorias de la derecha.
–¿A quién apoyará en las próximas presidenciales?
–A Hollande. Desde luego, no a Sarkozy.
Sí, he ganado mucho dinero, pero nunca he dejado de ser de izquierdas.
–¿Y qué es ser de izquierdas?
–Ser de izquierdas es poner a la persona en el centro, no al mercado.
Y reducir las desigualdades. Ser de izquierdas es luchar para que la desigualdad entre ricos y pobres se cierre todo lo posible y lo antes posible.
Prefiero los errores de la izquierda que las victorias de la derecha.
–¿A quién apoyará en las próximas presidenciales?
–A Hollande. Desde luego, no a Sarkozy.
Ante el periodista, por fin llega la
calma.
Nunca los necesitó. Nunca pisó una universidad.
A esa edad rastreaba muy de mañana libros raros entre los ‘bouquinistes’ del Sena que por la tarde vendía 10 veces más caros en las librerías del centro.
Siempre fue por libre. La intelectualidad francesa se lo pagó impidiendo su ingreso en la Academia en 2008.
Lo más parecido a un diploma que tiene es la invitación del presidente de la República para la cena con Isabel II de Inglaterra, en junio de 2014, y el pergamino de la Legión de Honor.
Mientras el fotógrafo prepara las luces y rompe el orden inmaculado de su coto privado para retratarle, se abre la veda para curiosear en su mundo.
Cuando la pareja se hizo con este palacete en 1974, en el apogeo de su poder, Bergé se apropió del mejor espacio del regio inmueble napoleónico como despacho
. En las paredes, cubiertas de madera de castaño y con un inmenso espejo y una chimenea ‘art nouveau’, un retrato de Saint Laurent realizado por su amigo Andy Warhol y una pintura firmada por su otra mítica pareja, Bernard Buffet.
Ante la ventana, un bellísimo escritorio ‘déco’ del tamaño de un barco de recreo con pocos papeles, un Mac y un pequeño martillo de plata de subastador (es propietario de la casa de subastas de arte Pierre Bergé & Associés).
Estratégicamente repartidos por la estancia, cartas, fotografías, dibujos y reliquias de Gené, Breton, Colette, Chateaubriand y Cocteau; una maqueta de su ‘jet’ privado; otra del futuro museo Saint Laurent de Marraquech, en mármol color arena, y una bolsa de Loro Piana con un carísimo fular de cachemira dentro.
A través de un angosto pasillo, el despacho de Bergé se comunica con el antiguo estudio de Yves Saint-Laurent, que permanece cerrado desde que murió el modista.
El joven empleado que nos precede accede a él con veneración. Está congelado.
Tal como lo dejó en 2002. Pintado de blanco. Sin adornos. Repleto de telas, prototipos de vestidos y complementos.
Destaca un pequeño retrato de Saint Laurent en 1958 dibujado por Buffet (antes de la ruptura del triángulo amoroso).
Su mesa de trabajo es de una sencillez monacal: un par de borriquetas y una plancha de cristal sobre la que reposan viejos bocetos, un tarro con sus lápices favoritos, los Staedtler 2B bien afilados, y las míticas gafas de carey de Yves.
En las plantas superiores del palacete se conservan, en cámaras blindadas y refrigeradas y a cargo de un puñado de conservadoras (provenientes de los grandes museos franceses), los 6.000 vestidos de alta costura creados por Saint Laurent (incluso los que formaron parte de sus seis colecciones para Dior), 15.000 complementos y miles de croquis, apuntes, fotografías, artículos de prensa, albaranes y facturas perfectamente clasificados.
Durante los 40 años de existencia de la casa de alta costura, la pareja Bergé-Saint Laurent nunca se deshizo de nada.
Trabajaron con un sorprendente sentido de la trascendencia.
Hoy constituyen los fondos de los dos museos dedicados a Yves Saint Laurent que Bergé inaugurará en 2017: uno, aquí, en este ‘hôtel particulier’ de la avenida Marceau; el segundo, en Marraquech, el escenario de su mutua pasión por el sol, el sexo y la cultura árabe.
“Decidimos conservar todo desde el primer día; nunca tiramos nada”, explica Bergé, “no se explicarle por qué, fue así, un sinsentido”.
–Quizá por su adicción a controlar todo…
–Es cierto, tengo la enfermedad del control.
Lo chequeo todo. Y suelo tener razón.
Si no controlas, lo lamentas.
–Es usted profundamente posesivo…
Es verdad. Pero he aprendido a serlo menos.
Sabe, yo tenía muchos defectos, todavía los tengo, pero antes tenía más: era muy celoso, muy posesivo, quería controlarlo todo, quería controlar a mis parejas. Teníamos grandes peleas… He intentado arreglarlo, no puedo decir que sea perfecto.
–Dicen que no bebía ni se drogaba, al contrario que Saint Laurent, para no perder nunca el control…
–Posiblemente.
Nunca me he drogado. Bebo habitualmente, pero tengo épocas abstemias.
Ahora llevo una época sin beber; casi dos meses.
No me agrada perder el control.
No solo los exquisitos enclaves del imperio YSL en ambas orillas del Sena, sino los lugares de su historia amorosa, sus juergas, su vertiginoso ascenso social (el de dos provincianos a la conquista de la capital del mundo) y sus infidelidades.
Sobre todo el dúplex de 900 metros cuadrados de principios del siglo XX con jardín privado en el número 55 de la Rue de Babylone, donde convivieron desde 1971 y reunieron una formidable colección de arte, antes de que rompieran en 1976.
En esa época, Saint Laurent estaba en la cima de sus adicciones junto a su amante Jacques de Bascher (unido también al modista Karl Lagerfeld, y que moriría víctima del sida en 1989),
y Bergé, por su parte, iba a dar un golpe de timón a su vida junto al entonces jovencísimo paisajista californiano Madison Cox (que ha llegado a tener en su cartera de clientes a los Agnelli, Bloomberg o Sting).
Tras la separación de la pareja, Bergé se trasladaría solo unos centenares de metros hasta la ‘suite’ 608 del hotel Lutetia y más tarde a un palacete en el número 5 de la Rue Bonaparte, donde aún reside.
Sin embargo, nunca dejó de tener llave del apartamento de Babylone, una casa que siempre consideró la suya y donde la pareja almorzaba ritualmente cada sábado entre obras de Brancusi, Matisse y De Chirico.
Bascher y Cox se evaporaron a finales de los ochenta de sus vidas amorosas. Y Saint Laurent y Bergé jamás rompieron.
Compartieron hasta el final sus vacaciones marroquíes, sus carísimos gustos, su amor por la ópera y el teatro, su adicción a las subastas de arte y su estrecho círculo de amistades, entre los que estaban Catherine Deneuve, Jacques Lang, Paloma Picasso, Warhol, Bernard-Henri Lévy o Carla Bruni. Bergé confiesa que siempre fue fiel a Saint Laurent…, “fiel de corazón”, aclara.
Y remite a un párrafo de su último libro, ‘Cartas a Yves (2010), para explicar su relación:
“Desde el primer día, tú y yo supimos que aquello era ‘para siempre’.
Sí, atravesamos tormentas y vivimos naufragios, pero nunca dudamos de aquel ‘para siempre’, al que fui fiel a pesar de que algunas veces el precio que pagué por ello fue muy elevado”.
En otro pasaje de esas mismas confesiones da otra clave de aquella historia de amor perenne:
“Fue la sexualidad lo que presidió nuestro encuentro, lo que nos reconcilió cuando fue necesario, y fue su recuerdo, que evocamos tan a menudo, lo que nos unió hasta el final”.
El último capítulo de aquella historia de medio siglo de amor tuvo lugar también en este apartamento de Rue de Babylone unos días antes de la muerte de Saint Laurent.
En mayo de 2008, la pareja se dio el sí quiero en un pacto civil de solidaridad, el precedente administrativo francés al matrimonio entre personas del mismo sexo (que no se aprobó en Francia hasta 2013).
¿Por qué lo hicieron en secreto?
–Tampoco hacía falta contárselo a todo el mundo.
–¿Lo celebraron?
–Para nada. Detesto esas historias.
No creo en el matrimonio, habría que suprimirlo; estoy en contra de las instituciones burguesas; estoy en contra del matrimonio de los heterosexuales, pero cuando vi que los homosexuales gritaban “¡Igualdad, igualdad, igualdad!”, comprendí que no podía hacer otra cosa.
Para mí la igualdad es esencial.
Y los gais que se manifestaban tenían razón.
Mientras el matrimonio no sea eliminado, los homosexuales tienen razón exigiendo igualdad.
En ese momento creí que me tenía que involucrar a fondo. Y nos unimos civilmente.
–Es usted un militante gay con ideas propias. Está en contra de las celebraciones y los barrios homosexuales…
–No podría vivir en guetos. No me gustaría un barrio donde el carnicero es homosexual, el panadero, el de la tintorería…, qué aburrimiento.
Yo quiero ser muy preciso sobre mi homosexualidad: no pido un derecho a la diferencia, no quiero que se reconozca mi diferencia, pido la indiferencia.
Al margen de sus tormentas personales, de las caídas en picado del modista y los complejos manejos políticos del patrón, cada uno hizo bien su trabajo.
Durante tres décadas, Saint Laurent reinventó la moda del siglo XX e inventó el ‘prêt-à-porter’.
Por su parte, Bergé creó un imperio del lujo.
Fueron los reyes, hasta que se acabó su tiempo.
En los noventa, Saint Laurent, cada vez más ‘enganchado’, no daba más de sí creativamente y el manejo del negocio por parte de Pierre Bergé, basado en el empleo patológico de las franquicias y las licencias, demostró ser pan para hoy y hambre para mañana.
En 1993 (coincidiendo con el ocaso del reinado de Mitterrand, que le había nombrado presidente de las óperas de París), Bergé demostró sus reflejos y vendió ‘in extremis’ la compañía de ambos a una empresa pública francesa (ELF-Sanofi), presidida por otro miembro del clan del presidente de la República, por unos 200 millones de euros.
La pareja volvió a hacer caja, 60 millones más, en 1999, cuando la compañía pasó a manos de su amigo el millonario François Pinault, además de conseguir un tanto por ciento por la venta de los perfumes y el uso del nombre de Yves Saint Laurent, que algunas fuentes cifran entre 5 y 10 millones de euros al año hasta 2016.
En 2002 Saint Laurent se retiraba de la moda y en junio de 2008 fallecía en soledad. Bergé le cerró los ojos. Y lloró.
La larga decadencia y caída de Saint Laurent no supuso la de Bergé, cada vez más rico, influyente, ubicuo.
Nueve meses después de la muerte de su pareja, daba la campanada mundial sacando a subasta las obras maestras de la colección de arte que ambos habían reunido desde los sesenta, cuyos beneficios irían a su fundación.
El ‘matisse’ fue adjudicado en 36 millones de euros; el ‘mondrian’, en 21,5 millones; el ‘gericault’, en 9 millones; la escultura de Brancusi, en 30 millones.
Y suma y sigue. En los meses siguientes se iba a deshacer sin que le temblara el pulso de su apartamento en el hotel Pierre de Nueva York (7,5 millones de euros), el dúplex de la Rue de Babylone (23 millones), el ‘château’ Gabriel, en Deauville (9 millones), su colección de arte árabe (1,5 millones) y parte de su colección de libros (12 millones).
En total, 430 millones de euros de los que no tiene que rendir cuentas a nadie:
“Lo de Yves era mío. Nunca doy explicaciones de mi dinero. Punto”.
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