Rompió barreras como titular de Defensa, desde donde atrajo todas las maldades del machismo ibérico.
Tenía prisa por vivir. Y por vivir intensamente. Y deprisa.
Se fiaba de su esfuerzo, de su coraje, de sus convicciones, pero bastante menos de sus frágiles fuerzas, aunque al principio apenas lo dejaba traslucir, si acaso quedamente, bajo secreto. Aunaba una ostentosa ambición de hacer, combinada con una callada responsabilidad de representar.
Sobre todo a los suyos. Los suyos acabarían siendo muchos.
Pero los de piedra picada, los de siempre, eran los del origen. Los del Baix.
O sea, del Baix Llobregat, esa comarca industrial, postextil, metálica, química y constructora, de aluvión inmigratorio, fronteriza con Barcelona y estandarte de su cinturón rojo, que fraguó en los sesenta una nueva clase obrera con vocación de dignidad y de mando.
La quinta de la Carmeta, como casi todos la llamaban, erradicó los prejuicios sociales y culturales contra los que sus padres debieron pelear, entre tantas otras peleas.
Eran el legado de la generación de Pepe Montilla.
Sintió el orgullo de la mezcla, el valor añadido de la charneguidad,
hoy día más bien un título.
Nieta de anarquista aragonés, hija de bombero almeriense y de abogada catalana, Chacón paseó el ser de aluvión con un estar elegante, de categoría natural, a veces un punto retador.
Chacón es emblema de lo mejor de su comarca: la meritocracia, la pasión por lo público, el orgullo del ascenso... mejorado por una curiosidad bastante universal, el aprendizaje universitario (sus estudios de federalismo), la docencia y la aventura exterior (observadora de la OSCE).
Hizo carrera primero canónica en el PSC y en su municipio, Esplugues, para recalar en la portavocía del PSOE y de ministra de Vivienda con Zapatero: aquel intento de alquileres para que los jóvenes pudieran emanciparse.
Y rompió barreras como titular de Defensa, desde donde atrajo todas las maldades del machismo ibérico, y aún más, que superó con notable y con frialdad enérgica:
“Capitán, mande firmes”.
Su foto de generala embarazada viajando a Afganistán al minuto de tomar el cargo encabritó y encandiló, quizá a partes iguales.
Fue el parte de normalidad definitiva de la milicia española, civilizada por Narcís Serra tras el 23-F y globalizada en la OTAN, el manejo de idiomas y las misiones humanitarias.
Afrontó Kosovo y la piratería del Indico. Y se hizo símbolo.
Su intento fracasado de hacerse con el santo y seña del partido hermano, aupada por un nuevo entorno —a veces más ensimismado—, le trocó la mirada brillante en mate.
Y ya todo fue un suave declive, sin abandono: el revés de las últimas elecciones, el refugio temporal en las aulas norteamericanas, la promesa de no volver al Congreso, el destino en un bufete de abogados.
Hace mucho me confesó en Els Pescadors que no sabía si lograría aguantar. Adivinaba.
Y era joven, muy joven.
Se fiaba de su esfuerzo, de su coraje, de sus convicciones, pero bastante menos de sus frágiles fuerzas, aunque al principio apenas lo dejaba traslucir, si acaso quedamente, bajo secreto. Aunaba una ostentosa ambición de hacer, combinada con una callada responsabilidad de representar.
Sobre todo a los suyos. Los suyos acabarían siendo muchos.
Pero los de piedra picada, los de siempre, eran los del origen. Los del Baix.
O sea, del Baix Llobregat, esa comarca industrial, postextil, metálica, química y constructora, de aluvión inmigratorio, fronteriza con Barcelona y estandarte de su cinturón rojo, que fraguó en los sesenta una nueva clase obrera con vocación de dignidad y de mando.
La quinta de la Carmeta, como casi todos la llamaban, erradicó los prejuicios sociales y culturales contra los que sus padres debieron pelear, entre tantas otras peleas.
Eran el legado de la generación de Pepe Montilla.
Nieta de anarquista aragonés, hija de bombero almeriense y de abogada catalana, Chacón paseó el ser de aluvión con un estar elegante, de categoría natural, a veces un punto retador.
Chacón es emblema de lo mejor de su comarca: la meritocracia, la pasión por lo público, el orgullo del ascenso... mejorado por una curiosidad bastante universal, el aprendizaje universitario (sus estudios de federalismo), la docencia y la aventura exterior (observadora de la OSCE).
Hizo carrera primero canónica en el PSC y en su municipio, Esplugues, para recalar en la portavocía del PSOE y de ministra de Vivienda con Zapatero: aquel intento de alquileres para que los jóvenes pudieran emanciparse.
Y rompió barreras como titular de Defensa, desde donde atrajo todas las maldades del machismo ibérico, y aún más, que superó con notable y con frialdad enérgica:
“Capitán, mande firmes”.
Su foto de generala embarazada viajando a Afganistán al minuto de tomar el cargo encabritó y encandiló, quizá a partes iguales.
Fue el parte de normalidad definitiva de la milicia española, civilizada por Narcís Serra tras el 23-F y globalizada en la OTAN, el manejo de idiomas y las misiones humanitarias.
Afrontó Kosovo y la piratería del Indico. Y se hizo símbolo.
Su intento fracasado de hacerse con el santo y seña del partido hermano, aupada por un nuevo entorno —a veces más ensimismado—, le trocó la mirada brillante en mate.
Y ya todo fue un suave declive, sin abandono: el revés de las últimas elecciones, el refugio temporal en las aulas norteamericanas, la promesa de no volver al Congreso, el destino en un bufete de abogados.
Hace mucho me confesó en Els Pescadors que no sabía si lograría aguantar. Adivinaba.
Y era joven, muy joven.