La crisis ha dejado a más niños y menos pensionistas en riesgo de exclusión.
Lucia Cuesta con su hijo Ibu, en un parque de la población de Paterna, Valencia.mónica torres | EPV
La crisis en España ha amainado. El paisaje que ha dejado entre los más pobres es nuevo: ahora son más
y distintos. En 2005, un 32% de los mayores de 65 años estaban en
riesgo de pobreza o exclusión. Diez años después eran solo la mitad. En
la época de crisis los ingresos fijos de una pensión han sido un
salvavidas. Los niños en cambio han sido los más perjudicados: su riesgo
de pobreza entre 2005 y 2015 pasó del 29% al 34%.
Los menores implican de hecho uno de los indicios
más claros de exclusión para un hogar. “Todos los hogares donde hay
presencia de menores tienen mayor riesgo”, dice Francisco Lorenzo,
coordinador del equipo de Estudios de Caritas. Los tres tipos de hogares
en España que más gastan por persona son alguien que vive solo de menos
de 65 años, una pareja sin hijos y una persona mayor de 65 años, según
los datos de Eurostat. Estos tres tipos de hogares son casi mayoría en
España: son el 48% de todos los hogares, aunque representan solo el 28%
de la población. El fin de la crisis tampoco ha reducido de momento el riesgo de exclusión porque el empleo que se crea es malo: “Hay creación de empleo, pero es precario y con mucha rotación laboral, y el riesgo de pobreza relacionado con el mercado de trabajo aumenta”, dice Florentino Felgueroso,
autor del estudio ‘Población especialmente vulnerable’. El problema con
el empleo no es de salario, sino de temporalidad: “En 2014 había más de
6 millones de personas que aun trabajando habían ganado una renta
inferior al salario mínimo”, dice Felgueroso. Eso ocurre porque aunque
su sueldo esté por encima del salario mínimo, trabajan menos de 10 meses
al año o solo media jornada.
La pobreza es una característica del hogar, no individual Los
hogares monoparentales son los más vulnerables: la mitad están en riesgo
de exclusión, y su número aumenta. Otros hogares con mayor riesgo son
las familias numerosas —parejas con tres hijos o más— y los hogares con
tres adultos y algún hijo a su cargo. La tormenta explosiva suele producirse cuando coinciden varios
factores. Padres o madres solteras que alternan trabajos temporales con
el desempleo. Hogares donde conviven más de dos personas de origen
extranjero, con salarios bajos y trabajo escaso. La métrica elegida por Eurostat para medir la pobreza es la tasa de
riesgo de pobreza o exclusión social (AROPE). La estadística contabiliza
las personas que cumplen al menos una de estas tres condiciones: tener
ingresos bajos, vivir en hogares donde escasea el empleo o sufrir
privaciones materiales severas. La primera condición, la más común, es una forma de pobreza relativa:
incluye personas con ingresos familiares por debajo del 60% de la
mediana (por ejemplo, una madre soltera que ingrese menos de 10.400
euros netos al año o una persona que vive sola y gana menos de 8.010
euros). La segunda condición señala hogares donde falta empleo, porque
sus miembros en edad de trabajar pasan temporadas desempleadas o con
media jornada. Las personas con problemas suelen reunirse en los mismos
hogares para aprovechar sus recursos, pero eso no implica que salgan del
riesgo de exclusión. Una familia con dos hijos que ni estudian ni
trabajan podrían estar en riesgo de exclusión aunque sus padres tengan
ingresos suficientes: los hijos están usando el hogar de refugio. La tercera condición es quizás la más grave: incorpora a las personas
que, con independencia de sus ingresos, sufren privaciones como no tener
lavadora, no poder comprar carne o tener dificultades para pagar los
recibos o el alquiler. En total un 29% de las personas en España están
en riesgo de pobreza o exclusión social. Un 22% tiene ingresos bajos, un
12% poco trabajo y un 6,5% sufre privaciones. En los dos primeros casos
España está entre los peores países de Europa; en el más grave —las
privaciones– está en cambio por debajo de la media y lejos de los peores
países, como Bulgaria, Rumania o Grecia, donde la cifra supera el 20%.
ME LLAMÓ la atención la extrañeza con la que esta mujer, en Pekín,
observaba un billete de curso legal. Recorté la foto y la clavé en el
corcho, de manera que cada vez que levantaba la vista del ordenador
tropezaba con ella. Días más tarde, coloqué al lado de la foto un billete de 10 euros al que
cada mañana, como en un ejercicio de meditación, contemplaba
atentamente durante 10 minutos, igual que el que vigila la yerba con la
fantasía de verla crecer. El billete no crecía; al contrario, se
devaluaba internamente, pues cada vez se podía comprar con él menos
cantidad de fruta. Mi aprecio también disminuía al ritmo de su
autoestima. La idea era que un día yo acabara sintiendo frente a mi
dinero la misma perplejidad que la señora frente al suyo. Tal vez de
este modo su cabeza y la mía se comunicaran telepáticamente.
Un miércoles, tras el té del mediodía, el billete se desfamiliarizó de
golpe.
Durante unos segundos, no fue más que un simple rectángulo de
papel pintado
. Desplacé entonces mis ojos desde él hasta la fotografía y
sentí una comunión de orden místico con la mujer. Éramos la misma cosa y
estábamos descubriendo a la vez lo absurdo del consenso mundial
establecido en torno al dinero que, según los expertos, no tiene otro
respaldo que el de la confianza.
La experiencia, como todos los
arrebatos de este tipo, duró poco. Ignoro qué podría adquirir la china
con su billete.
El mío daba para dos botellas de aceite de oliva virgen
extra y dos barras de pan en el Dia del barrio.
El cálculo económico, en
fin, interrumpió la fraternidad entre su cerebro y el mío.
Llevamos milenios intentando construir sociedades que permitan la
diferencia. Ahora una manada de energúmenos corre hacia las cavernas.
ABSURDO MUNDO, el nuestro . Resulta llamativo, por ejemplo, que los
nuevos políticos de la extrema derecha tengan esa tendencia a sufrir
problemas capilares y obsesiones pilosas. Le dan a sus cabellos una
importancia desmedida, como si fueran un símbolo de su virilidad, y
acaban luciendo unos pelucones de payaso. Véase el cardado estropajoso de Trump, el nido de golondrinas que el holandés Wilders lleva en la cabeza o los pelánganos de bruja de Boris Johnson, líder del Brexit. Todos, dicho sea de paso, bien teñidos de rubio, lo cual resultaría
chistoso si no fuera porque temo intuir en ello siniestros ecos del
supremacismo ario. Sea como sea, los tres tienen un aspecto estrafalario
y ridículo. Pero me temo que Hitler también lo tenía y luego pasó lo
que pasó. Otra cosa chocante es el abuso de los eufemismos. ¿Por qué llamamos a
estos políticos los nuevos populistas, en vez de nuevos fascistas? O,
por lo menos, ultraderechistas. De la misma manera, no comprendo a qué
viene acuñar ese tonto palabro de la posverdad, cuando en
realidad queremos referirnos a las mentiras cochinas de toda la vida. Mentir, manipular, engañar, estafar, eso es lo que hacen estos líderes. No hace falta inventar términos: es una actividad inmunda con una vieja
tradición en la historia de la humanidad. La mentira como crimen social y
político. Total, que aquí estamos, en fin, en un mundo cada día más desgarrado
entre el progreso y la reacción, entre el futuro y la involución. Medio
planeta quiere regresar a la horda, protegerse detrás de banderas cada
vez más pequeñas, enorgullecerse de una tonta y falsa homogeneidad,
aunque para ello tengan que teñirse de rubio. En el libro Sólo para gigantes,
de Gabi Martínez, leí este proverbio beduino: “Yo contra mi hermano. Yo
y mi hermano contra nuestro primo. Yo, mi hermano y nuestro primo
contra los vecinos. Todos nosotros contra el forastero”, y me espeluznó
la lucidez con la que retrata ese impulso suicida, tan primitivo y
profundamente humano, de la atomización tribal, del odio al otro. Llevamos milenios intentando construir sociedades cada vez más complejas
que permitan la convivencia en la diferencia, pero ahora una manada de
energúmenos está corriendo en tropel hacia las cavernas. Siempre sostuve que debería obligarse a la gente a viajar; que la
educación pública tendría que incluir al menos un año forzoso de
estancia en el extranjero, porque ver otros mundos nos hace menos
intolerantes y menos incultos. Hoy sigo pensando lo mismo, pero con
matices. Porque Trump ha debido de viajar mucho, pero no le ha servido
de nada. Y he visto reportajes de jubilados británicos que llevan 15
años viviendo en nuestras costas y no sólo no hablan español, sino que
muchos han votado al Brexit y están empeñados en echar a los
polacos de Reino Unido. O sea, que hay personas que viajan como si
fueran maletas, envueltos en el impenetrable capullo de su mentecatez .
En cambio, Kant, por ejemplo, no salió nunca de su ciudad natal,
Königsberg, hoy la rusa Kaliningrado, y le cupo el universo en la
cabeza. Y lo digo en sentido literal, porque, además de su ingente obra
filosófica, Kant dedujo acertadamente que el sistema solar se formó de
una nube de gas o que la Vía Láctea era un gran disco de estrellas. Lo
importante, pues, es abrir los ojos e intentar atisbar y comprender el
mundo más allá de nuestra pequeñez. Lo importante es ponerse en pie,
alzar la cabeza y reaccionar. El pasado diciembre, en Austria, nos salvamos por muy poco de la extrema
derecha cuando el candidato ecologista, Van der Bellen, ganó al ultra
Hofer. Hace un par de semanas, en Holanda, hemos escapado por más margen
de caer en manos de esa cosa cabelluda y feroz llamada Wilders. Esta
progresión en el rechazo de los nuevos brutos me ha levantado el ánimo:
se diría que la sociedad se está rearmando frente a los retrógrados. Crece el racismo en el mundo, desde luego; medra la xenofobia, el miedo
al diferente. Pero también parece que empieza a cuajar cierta
movilización en defensa de los derechos democráticos duramente obtenidos
a lo largo de los siglos. Que cunda. Vivamos mirando al firmamento y no
contándonos los pelos del ombligo, maldita sea.
El resquicio para salvarse de las películas “piadosas” de la Semana
Santa de antaño eran “las de romanos”, hoy también refugio pagano.
ES EXTRAÑO cómo perviven algunas costumbres de la infancia,
mientras que otras se olvidan para siempre. Para parte de mi generación,
de la anterior y de la siguiente, la horrorosa Semana Santa tiene un
lado divertido y festivo cuyo origen, sin embargo, se remonta a uno de
los rasgos más siniestros de aquélla. Hoy cuesta creerlo, pero durante todo el católico-franquismo, la Iglesia
logró arrancarle al régimen no pocas imposiciones para el conjunto de
la ciudadanía. De niño y adolescente odiaba esa época con todas mis
fuerzas: no era sólo que las calles –exactamente igual que ahora– se
vieran tomadas impune y abusivamente por tétricas procesiones de
encapuchados, enlutadas señoras ceñudas, penitentes descalzos que se
azotaban los lomos y ominosas trompetas y tambores, como si los zombies más atroces se apoderaran del espacio público, o quizá el Ku-Klux-Klan con libertad plena para sus aquelarres crematorios. Era que durante ocho interminables jornadas –o eran diez, desde el
llamado Viernes de Dolores hasta el Domingo de Resurrección que ponía
fin a la pesadilla–, la radio y la televisión tenían prohibidas las
canciones “alegres”, es decir, casi todas las canciones; los cines se
veían obligados a interrumpir sus programaciones normales y a proyectar
películas “piadosas”, por lo general sórdidas y soporíferas; en los
hogares católicos (y el de mis padres lo era, sin la menor exageración,
por suerte), a los niños se nos reprendía si cantábamos o silbábamos –en
aquellos tiempos se cantaba y silbaba mucho, y por eso los españoles
sabían entonar y no hacer gallos, a diferencia de hoy: la educación
musical abandonada como la de la Filosofía y la Literatura–. “No debéis
mostrar alegría”, nos regañaban las abuelas, “porque estos son días de
luto y de gran lamento”. No entendíamos que se lamentara por decreto una
imprecisa leyenda con veinte siglos de retraso. ¿Teníamos que estar
tristes por eso críos de nueve o diez años, tendentes al contento? Ni un
cine desobedecía: supongo que los multaban o cerraban si alguno se
atrevía a exhibir un western, o una bélica o de risa, no digamos una
comedia como Con faldas y a lo loco, que la Iglesia consideraba obscena. Los niños temíamos aquella eternidad de capirotes malignos, de
efigies feas y tenebrosas, aquella celebración malsana (¿cuántas
procesiones diarias?, ¿cuántas sigue habiendo en 2017?) de remotas
truculencias. No nos engañemos: aquellas Semanas Santas se parecían
enormemente a los territorios hoy controlados por el Daesh o por los
talibanes, en los que todo está vedado: la alegría, la música, el
tabaco, el alcohol, la risa, el fútbol, el baile, la cara afeitada, un
centímetro de piel descubierta, todo. Al menos aquí no se latigaba ni
degollaba al infractor. Pero el espíritu era similar.
Sin embargo, había un resquicio. Entre las películas “piadosas” se
aceptaban las bíblicas y las que sucedían en tiempos de Cristo, con
mayor o menor presencia de lo religioso. Lo cual significaba, en la
práctica, que se proyectaban masivamente “las de romanos”, como entonces
se las conocía (el término peplum se popularizó más tarde). Y como
algunas de las de aquella época eran excelentes, y principalmente de
aventuras, los niños nos refugiábamos en ellas y así huíamos de Molokai, Marcelino pan y vino y Fray Escoba, que nos resultaban tostoníferas. Nos acostumbramos a ver cada año, en estas fechas, Ben-Hur y Quo Vadis, Barrabás y Los diez mandamientos, Rey de Reyes y La túnica sagrada, Espartaco y La caída del Imperio Romano, de las que tanto copió Gladiator hace ya decenio y medio. Pues bien, conozco a bastantes personas, entre ellas la por mí más
querida, que, cuando llega la Semana Santa todavía insoportable en las
calles, se las prometen muy felices ante la perspectiva de ponerse en
DVD –otra vez– todas esas películas. O de pillarlas en televisión, pues
no son pocos los canales que se apuntan a esa costumbre o nostalgia y
vuelven a programarlas. Es como si las fechas nos dieran licencia para
atracarnos de películas “de romanos”, algo que no solemos permitirnos en
otoño, invierno o verano. La vieja imposición de la infancia –mejor
dicho, el viejo resquicio por el que respirábamos– se convierte en
patente de corso para abandonarnos sin mala conciencia a un festín de
bajas pasiones e inauditas crueldades de la antigüedad más vistosa. Ahora tocan las carreras de cuadrigas, los combates de gladiadores y los
envenenamientos en palacio, toca ver al malvado Frank Thring
interpretando a Herodes, al despiadado Ustinov a Nerón y al histriónico
Christopher Plummer a Cómodo. A Jack Palance con sus escalofriantes
risotadas silenciosas y a Stephen Boyd o Messala con sus turbios odios y
amores. Las apariciones del Cristo o de San Juan Bautista o la
Magdalena son aburridos paréntesis que pagamos con gusto. Hemos heredado
eso: licencia para sumergirnos en el incomparable mundo romano
ficticio. Lo pagano en su apogeo.