HACE años, al final de un programa de televisión al que acudí
como invitado, me regalaron una Barbie. El obsequio fue fruto de un
malentendido, ya que al conductor del programa le habían informado
erróneamente de que las coleccionaba. Me la entregó, pues, con gran
ceremonia, delante del público del plató, pero también, claro, frente a
quienes nos veían desde sus casas. Por educación, aunque internamente abochornado, fingí asombro y gratitud
y regresé al hotel con el estuche, que tenía forma de sombrerera
ovalada, debajo del brazo. Ya en mi habitación, volví a abrirlo y
observé con creciente fascinación a la Barbie
cuyo pelo, muy abundante, se hallaba parcialmente cubierto por una
pamela de mujer fatal. Llevaba una blusa negra y una falda azul, de las
de tubo, por debajo de cuyo borde asomaban unas piernas larguísimas
enfundadas en unas medias de malla. Sus ojos, protegidos por unas
pestañas abundantes, miraban al vacío en actitud soñadora. Creo que se
dedicaba al estilismo, pero no estoy seguro.
Hay otra forma de vivir, más natural, que consiste en salirse de este
tiempo vertiginoso que nos deshace. Silencio y quietud, eso es lo que
hace falta.
LOS HUMANOS empezamos a estar tan alejados de la naturaleza
que cada día se nos agudiza el conflicto entre nuestro ser cultural y el
animal que somos. Hace unos meses paseaba por el parque del Retiro con
mis perras, una de ellas de tamaño grande y con el pelo a rodales
blancos y negros, cuando un niño de unos cuatro o cinco años la señaló
transido de emoción y exclamó: “¡Mira, papá, una vaca!”, mientras su
progenitor enrojecía de vergüenza. El proceso de culturización nos ha dado mucho, pero también nos
enajena. Y no sólo nos sucede a nosotros: los perros, que llevan
viviendo con los humanos al menos 15.000 años (aunque hay restos
paleontológicos que hablan de 33.000 años), a veces son tan tontos, instintivamente hablando, que llegan a beber de un cubo con lejía, por ejemplo. En cuanto a nosotros, hace mucho que nos hemos atontado completamente
con respecto al mundo natural. En realidad, es como estar ciegos y
sordos, además de un poco paralíticos (cada vez nos movemos menos, con
el consiguiente incremento de la obesidad, la diabetes, la
hipertensión…). Ya en 1845, el poeta y filósofo estadounidense Henry
David Thoreau se sintió tan alienado por el artificio de la sociedad
industrial que se fue a vivir durante dos años a una cabaña en el monte
buscando el retorno a lo salvaje. Escribió un libro sobre eso, Walden, y desde entonces Thoreau es como el santo patrón de los anhelos naturalistas, de la añoranza de un pasado más primitivo. Será por esa nostalgia inconsciente pero profunda, por esa herida que
escuece allá al fondo sin que tengamos palabras para nombrarla, por lo
que de pronto varias editoriales están sacando libros que hablan del
regreso al duro, difícil paraíso de la naturaleza. Y así, he leído,
todos seguidos: El libro de la madera, del noruego Lars Mytting
(Alfaguara), que en realidad no es más que un manual sobre la tradición
de cortar leña en su país, con consejos sobre cómo apilarla, qué tipo
de hacha usar y demás etcéteras, pero que está escrito con tan
apasionado detallismo, y resulta tan exótico, que ha vendido 200.000
ejemplares: es como leer una crónica marciana. La vida del pastor,
del inglés James Rebanks (Debate), una autobiografía que cuenta,
conmovedora y épicamente, el oficio ancestral del pastoreo (otros
200.000 lectores: ya digo que estamos ávidos de estos temas). Y, por
último, una obra extraordinaria, Una temporada en Tinker Creek,
de la estadounidense Annie Dillard (editorial Errata Naturae), que se
publicó en 1974 y ganó el Pulitzer de ensayo, pero que acaba de ser
editada en España. Aún jovencísima (nació en 1945), Dillard contó en 390 páginas un año de
visitas solitarias al bosque cercano a su casa. El título original, Pilgrim at Tinker Creek,
Peregrina en Tinker Creek, refleja de manera más exacta el carácter
místico de este libro, que resulta profundamente religioso aunque
carente por completo de Dios. Dillard tan sólo sale al monte y mira. También toca y huele, pero sobre todo mira. Describe los atardeceres, el
paso de las nubes, los hilos de las telas de las arañas, el vuelo de
los pájaros, el atroz comportamiento de las chinches del agua. Ella se
sienta en el bosque durante horas y contempla. Y, como es capaz de ver,
cosa que nosotros hemos olvidado, en sus páginas hay un hervor colosal
de millones de criaturas, un fragor de nacimientos y agonías. Repta y
vuela la vida, se reproduce y mata. Sus descripciones son tan morosas y
tan detalladas como si fueran producto del ácido lisérgico. Pero lo más fascinante del libro es su lentitud. Es un texto lentísimo
que nos enseña que hay otra forma de vivir, más natural, que consiste en
salirse de este tiempo vertiginoso que nos deshace. Silencio y quietud:
eso es lo que hace falta para tumbarse junto a una serpiente venenosa,
como Dillard hace, y saberse en paz. Si yo consiguiera pararme como
ella, a lo mejor hasta sería capaz de sentirme a mí misma.
De nada sirven los argumentos poéticos para defender la cultura. Es triste, pero hay que adoptar una postura mercantilista.
E N UN RECIENTE encuentro con periodistas culturales, uno de
ellos me señaló con desagrado el hecho de que en los últimos tiempos la
RAE, el Instituto Cervantes, el mundo literario y editorial, se
dediquen a subrayar los beneficios económicos que aportan la lengua y la
literatura. Le hacía mal efecto que hasta los que procuramos manejar el idioma de la
manera más “noble” y menos funcionarial posible, no presentemos más
argumentos en su defensa que la ganancia monetaria con que contribuye al
enriquecimiento del país. Es cierto que se aducen continuamente datos y
cifras: el sector cultural da empleo a tantas personas, equivale a tal
porcentaje del PIB (llamativamente alto), las consultas por Internet al Diccionario
ascienden a millones por mes, la venta de libros (pese a los ya muchos
años de tremenda crisis) genera cantidades descomunales si se suman
todos: los best-sellers, los infantiles, los de texto y la
modesta poesía. Además, es una industria que, a diferencia de las del
teatro, la ópera y el cine, apenas cuenta con ayudas estatales y lleva
décadas valiéndose por sí sola. Es decir, produce riqueza sin costarle
un euro al erario público. Las editoriales son privadas y carecen de
subvenciones en su inmensa mayoría. Los escritores no solicitamos ayudas
para escribir, nos las apañamos por nuestra cuenta y riesgo, ganamos lo
que nuestras obras ganan: uno se pasa dos años con una novela y puede
encontrarse con que ésta venda dos mil ejemplares.
Si cada uno cuesta 20 euros, nunca está de más recordar que el autor
suele percibir el 10%, luego el trabajo de esos dos años le supondrá un
ruinoso negocio de 4.000 euros. Y aun así hay muchos que escriben con
nula esperanza, robándole tiempo al tiempo.
Hace poco Fernando Aramburu
confesaba que su novela Patria había vendido en unos meses mucho más
que todas sus obras anteriores juntas, que son bastantes (nacido en
1959, no se trata de un autor bisoño). De casos así hay que alegrarse.
Si Aramburu hubiera abandonado su actividad a la vista de los resultados
financieros, nunca habría llegado a esta exitosa novela, cuyas ventas
no sólo lo benefician a él, sino al editor, al distribuidor, a los
libreros y a sus complacidos lectores. Benefician al sector entero. ¿Por qué recurrimos todos a lo más prosaico para señalar la importancia
de la lengua y la literatura? Porque no nos han dejado otra elección. Recurrimos a eso para defendernos de los variados ataques y desdenes que
recibimos. Por parte del Gobierno de Rajoy, que ha rebajado los
presupuestos de las bibliotecas públicas, ha elevado el IVA del teatro y persigue tributariamente a escritores,
cineastas, actores y artistas en general, como si fuéramos el enemigo. Por parte de la sociedad, que no ha rechistado al ver cómo se suprimía
la Filosofía de la enseñanza y se arrinconaba la Literatura. Por parte
de los piratas, que nos ven como a privilegiados y consideran que no
deberíamos cobrar por lo que inventamos y hacemos (nosotros no, pero sí
ellos, que se ahorran dinero con sus descargas ilegales y algunos sacan
tajada de nuestro trabajo). Hasta nos discuten los derechos de autor,
que fueron una conquista social que evitó la explotación cuasi
esclavista de escritores y traductores. Los piratas se creen de
izquierdas, pero más bien son una terrible mezcla de bandoleros y
capitalistas salvajes reaccionarios.
Estamos en una época tenebrosa en la que de nada sirven los argumentos
más “poéticos”. ¿Cómo convencer a unos gobernantes iletrados y gañanes
de que nuestra capacidad para manejar la lengua condiciona directamente
la calidad de nuestro pensamiento, no digamos la comprensión de lo
complejo? ¿De que cuanto peor la conozcamos y usemos, más tontos
seremos? ¿Cómo hacer ver a una gran parte de la sociedad –la
irremisiblemente idiotizada– que la Filosofía y la Literatura son lo que
nos convierte en personas, en vez de en seres simples y embrutecidos
llenos de información y de aparatos tecnológicos con los que –ay– hacer
el chorras? ¿Cómo persuadir a los falsos izquierdistas actuales de que
los derechos de autor no sólo son justos, sino un avance social enorme? ¿Cómo hacer entender a quienes han renunciado a entender que
“inutilidades” como las ficciones y la música prestan un insustituible
servicio a todos, hasta a los que no leen pero reciben los ecos de
quienes sí lo hacen con provecho? Hay que recurrir a lo prosaico y
hablarles a todos esos en el único lenguaje que les vale: “Miren
ustedes, si yo no hubiera escrito mis tonterías, no se habría generado
todo este dinero. No habría habido millares de personas comprándolas, ni
se habrían traducido a otros idiomas ni habrían traído capital
extranjero, ni Hacienda se habría embolsado un elevado porcentaje de
todos esos ingresos. Veamos quiénes son aquí los inútiles”. Triste que haya que adoptar esta postura mercantilista para justificar
lo que se hace por inquietud, o por inteligencia, o por deseo de
comprender el mundo y explicarlo algo mejor si es posible –al menos
mostrarlo–, o por mero amor al arte. Pero la estupidez deliberada y
fomentada no nos deja otro camino.
A través
del jefe de la Casa del Rey, Felipe VI y Letizia han transmitido sus
mejores deseos para que la celebración del World Pride de Madrid
"constituya un éxito".
Hasta ahora no solían pronunciarse sobre temas susceptibles
de debate en los que puede haber posiciones enfrentadas en determinados
sectores de la ciudadanía, pero esta vez los Reyes han hecho una
excepción, y ha sido con el colectivo LGTB. Felipe VI y doña Letizia han enviado una carta través del jefe de la
Casa del Rey (cauce habitual para este tipo de comunicaciones) a la
asociación de empresarios gais de Madrid en la dicen lo siguiente: “Sus
Majestades los Reyes me encargan que, en su nombre, le envíe un cordial
saludo, con el deseo de que la celebración del citado evento constituya
un éxito”. La
misiva era una respuesta a esta asociación, AEGAL, que se puso en
contacto con la Casa del Rey en su misión de sumar apoyos
institucionales para que las próximas fiestas del orgullo, que este año
tienen a Madrid como epicentro mundial como sede del World Pride, estén a la altura de lo esperado. Tras conseguir el apoyo logístico y económico del Ayuntamiento de Manuela Carmena y el Gobierno Autonómico
de Cristina Cifuentes, los organizadores buscaban el de La Zarzuela.
Finalmente los Reyes se han sumado a la lista de personalidades que
apoyan públicamente el Madrid World Pride que se celebrará en la capital
a partir del próximo 23 de junio. Se trata de un apoyo excepcional, ya que como todo el mundo sabe, los
Reyes no se posicionan sobre cuestiones políticas o religiosas. En la
carta que firma Jaime Alfonsín, jede de la Casa del Rey y que adelantaba
esta semana la revista Shangay
queda puntualizado este hecho. “Respecto a la amable sugerencia de
contar con un apoyo expreso de sus Majestades para este evento, deseo
informarle que esta Casa se ha visto obligada a mantener un criterio muy
restrictivo ante el elevado número de peticiones que recibimos para
vincular a Sus Majestades a diferentes iniciativas. Estoy seguro de que
comprenderán la dificultad de hacer una excepción que podría generar
agravios comparativos con las propuestas que han sido declinadas”,
explica.
Aunque no sea expreso, el apoyo al Madrid World Pride y el deseo de que
sea “un éxito” por parte de los Reyes es incuestionable. No es la
primera vez que muestran su lado más abierto y tolerante. En 2011
durante un viaje a Chile Doña Letizia se pronunció en privado a favor
del matrimonio gay. Aquello se publicó, le acarreó críticas de los
sectores más conservadores y la Casa del Rey finalmente lo desmintió. Ahora y de un modo lo suficientemente claro, los Reyes de España vuelven
a mostrar su compromiso en la defensa de la igualdad y los derechos de
las minorías, además de un acto de responsabilidad hacia un evento de
primera magnitud que traerá a cientos de miles de visitantes a Madrid y
que supondrá una importante inyección económica durante diez días en la capital.