Hace unos meses paseaba por el parque del Retiro con mis perras, una de ellas de tamaño grande y con el pelo a rodales blancos y negros, cuando un niño de unos cuatro o cinco años la señaló transido de emoción y exclamó: “¡Mira, papá, una vaca!”, mientras su progenitor enrojecía de vergüenza.
El proceso de culturización nos ha dado mucho, pero también nos enajena.
Y no sólo nos sucede a nosotros: los perros, que llevan viviendo con los humanos al menos 15.000 años (aunque hay restos paleontológicos que hablan de 33.000 años), a veces son tan tontos, instintivamente hablando, que llegan a beber de un cubo con lejía, por ejemplo.
En cuanto a nosotros, hace mucho que nos hemos atontado completamente con respecto al mundo natural.
En realidad, es como estar ciegos y sordos, además de un poco paralíticos (cada vez nos movemos menos, con el consiguiente incremento de la obesidad, la diabetes, la hipertensión…).
Ya en 1845, el poeta y filósofo estadounidense Henry David Thoreau se sintió tan alienado por el artificio de la sociedad industrial que se fue a vivir durante dos años a una cabaña en el monte buscando el retorno a lo salvaje.
Escribió un libro sobre eso, Walden, y desde entonces Thoreau es como el santo patrón de los anhelos naturalistas, de la añoranza de un pasado más primitivo.
Será por esa nostalgia inconsciente pero profunda, por esa herida que escuece allá al fondo sin que tengamos palabras para nombrarla, por lo que de pronto varias editoriales están sacando libros que hablan del regreso al duro, difícil paraíso de la naturaleza.
Y así, he leído, todos seguidos: El libro de la madera, del noruego Lars Mytting (Alfaguara), que en realidad no es más que un manual sobre la tradición de cortar leña en su país, con consejos sobre cómo apilarla, qué tipo de hacha usar y demás etcéteras, pero que está escrito con tan apasionado detallismo, y resulta tan exótico, que ha vendido 200.000 ejemplares: es como leer una crónica marciana.
La vida del pastor, del inglés James Rebanks (Debate), una autobiografía que cuenta, conmovedora y épicamente, el oficio ancestral del pastoreo (otros 200.000 lectores: ya digo que estamos ávidos de estos temas).
Y, por último, una obra extraordinaria, Una temporada en Tinker Creek, de la estadounidense Annie Dillard (editorial Errata Naturae), que se publicó en 1974 y ganó el Pulitzer de ensayo, pero que acaba de ser editada en España.
Aún jovencísima (nació en 1945), Dillard contó en 390 páginas un año de visitas solitarias al bosque cercano a su casa.
El título original, Pilgrim at Tinker Creek, Peregrina en Tinker Creek, refleja de manera más exacta el carácter místico de este libro, que resulta profundamente religioso aunque carente por completo de Dios.
Dillard tan sólo sale al monte y mira.
También toca y huele, pero sobre todo mira.
Describe los atardeceres, el paso de las nubes, los hilos de las telas de las arañas, el vuelo de los pájaros, el atroz comportamiento de las chinches del agua.
Ella se sienta en el bosque durante horas y contempla.
Y, como es capaz de ver, cosa que nosotros hemos olvidado, en sus páginas hay un hervor colosal de millones de criaturas, un fragor de nacimientos y agonías.
Repta y vuela la vida, se reproduce y mata.
Sus descripciones son tan morosas y tan detalladas como si fueran producto del ácido lisérgico.
Pero lo más fascinante del libro es su lentitud.
Es un texto lentísimo que nos enseña que hay otra forma de vivir, más natural, que consiste en salirse de este tiempo vertiginoso que nos deshace.
Silencio y quietud: eso es lo que hace falta para tumbarse junto a una serpiente venenosa, como Dillard hace, y saberse en paz.
Si yo consiguiera pararme como ella, a lo mejor hasta sería capaz de sentirme a mí misma.
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