TODAVÍA NO vivimos en el año 2062, pero el futuro que auguraban Los Supersónicos,
la serie de dibujos de Hanna-Barbera, ya se ha instalado en la
realidad. Hace tiempo, de hecho, que los robots domésticos irrumpieron
en muchos hogares, aunque ninguno con la gracia de Robotina, la adorable
sirvienta de aquella familia animada. Con Kuri, recién presentado en el
Consumer Electronics Show de Las Vegas, lo que entra ahora por la
puerta es precisamente eso, un compañero, un nuevo ocupante de la casa
capaz de aprender e interactuar con su propia personalidad, expresada
con sonidos, luces y miradas. .
Preocupados por conferirle un aspecto agradable, desde la start-upMayfield Robotics
recurrieron a un exanimador de Pixar, creadora de entrañables androides
como WALL·E, para diseñar sus movimientos. Así que Kuri, que se
empezará a vender en EE UU a finales de año por 699 dólares (654 euros),
pestañea, agacha la cabeza y, si procede, hasta hace ojitos a sus
dueños. Este autómata, de algo más de seis kilos de peso y medio metro
de altura, reconoce las voces y vigila el domicilio con su cámara. Sin
chocarse, patrulla las habitaciones sobre tres ruedas. Si percibe algo
extraño, como un sonido fuera de lo común, avisa vía iPhone. Si todo
está en orden, para su regreso le pondrá un poco de música y leerá un
libro a los niños antes de irse a la cama
EL PIE DE FOTO decía: “Carl Jung lee en su casa en Küsnacht (Suiza) en 1949”.
Pero por Dios, ¿en qué parte de la casa? ¿En el salón acaso, en su
despacho, tal vez en la cocina? No es fácil deducir, observando el
entorno, en cuál de las habitaciones lo sorprendió el fotógrafo. Y vestido, por cierto, de traje, corbata y zapatos negros bien pulidos. Hay un contraste inexplicable entre su elegancia y las prendas que
cuelgan de la pared. La disposición de los bancos, así como la mesa y la
silla que se aprecia parcialmente en el primer plano de la imagen,
sugieren que se trata de un sitio de estar. Pero de estar en qué
postura. Desplacen la vista, si no, al conjunto de cuerdas y cadenas que
parecen preparadas para una sesión de sado-maso.
Ve uno distraídamente la imagen en el periódico, y pasa de página,
porque lo hacemos todo deprisa deprisa, siempre en busca de lo de
detrás, pero cuando ha llegado ahí, a lo de atrás, se dice: coño, en esa
foto ocurría algo.
De modo que retrocede, vuelve a observarla y
comprueba, en esta ocasión de manera consciente, que algo no encaja.
Pero no encaja con la normalidad con la que no encajan los materiales de
los sueños. ¿Jung leía normalmente en una mazmorra medieval repleta de
símbolos como los que adornan las paredes? No es todo: fíjense en el
manojo de llaves depositadas sobre la mesa.
¿Qué espacios abisales
abrirán?, nos preguntamos.
Y después se nos ocurre el pie de foto que
habríamos escrito nosotros: “Carl Gustav Jung, vestido para recibir, lee y fuma en el fondo de su subconsciente”.
Trump es una completa anomalía. Jamás podemos normalizarle, para seguir
viendo su peligro y obligarnos a actuar en consecuencia.
EL CEREBRO es un afanoso constructor de certidumbres.
Necesitamos darle una apariencia de destino al caos del mundo, y las
neuronas se ponen a la labor como un solo hombre. Por eso tenemos
implantados en lo más profundo de nuestra cabeza una serie de
pensamientos consoladores en los que creemos de forma natural, aunque
sean falsos. Por ejemplo: nos aferramos a la intuición de que el
progreso existe y de que las cosas sólo pueden ir a mejor. Es una idea carente de fundamento; basta con echarle una ojeada a la
historia para darse cuenta de que, si aguzamos el oído, aún podemos oír
el estruendo de las civilizaciones al derrumbarse. Sociedades
intelectualmente muy desarrolladas, como la Grecia de Pericles, dieron
paso a siglos de brutalidad y oscuridad. La idea del progreso es un
espejismo, y todos los logros sociales que tenemos, tan duramente
conseguidos por la lucha de millones de individuos a lo largo del
tiempo, pueden desaparecer en un instante.
Otro truco al que recurren las neuronas para ayudarnos a vivir es
quitarle importancia a los peligros ante los que no sabemos cómo
reaccionar. Quiero decir que, si de repente nos encontramos en la calle a
un tigre, nuestra mente nos pondrá de inmediato en situación de máximo
rendimiento y máxima alerta. Ríos de adrenalina circularán por nuestras
venas y saldremos corriendo tan deprisa que probablemente nunca nos
hubiéramos supuesto tan veloces.
Ahora bien, si la amenaza es enorme y difusa, si escapa a nuestra
respuesta animal inmediata, lo que hace el cerebro es minimizar el
riesgo para bajar nuestro nivel de angustia. Una estrategia muy
ingeniosa desde el punto de vista orgánico, pero fatal en cuanto a la
gestión social del problema. Es lo que ha pasado con el calentamiento
global; la gente se resistía y se resiste a creer en la tremenda
calamidad que se nos viene encima. Si hubiéramos sido capaces de asumir
el verdadero riesgo del cambio climático cuando los expertos empezaron a
alertarnos, quizá hubiéramos podido pararlo. En cambio, nos decimos con
supuesta pero en realidad perversa lógica: “No es posible, no puede
suceder algo tan terrible, no vamos a ser precisamente nosotros la
generación del apocalipsis”. Pero es que los apocalipsis ocurren y le
ocurren a alguien. La epidemia de peste negra de 1348, que mató en un
año a entre la mitad y los tres cuartos de la población europea y que
produjo un impacto del que el continente tardó en recuperarse dos
siglos, le pasó a una generación concreta que tuvo mala suerte. Pues bien, me temo que ese deseo de minimizar el riesgo también está actuando, a otro nivel, con Donald Trump. Estoy harta de escuchar tranquilizadoras, esperanzadas frases del tipo
de: “Nooooo, luego en el cargo se moderará, luego la política la harán
sus asesores, esto es solo fachada, bravatas, apariencia, luego en
realidad no cambiará casi nada”. Siempre se dijo lo mismo de los
monstruos; de Hitler, por ejemplo, que firmó un pacto con Rusia
(estremecedor paralelismo) y a quien nos esforzábamos en ver inofensivo
(al principio incluso hubo millonarios judíos que le dieron dinero para
detener el auge del marxismo); o del ayatolá Jomeini, a quien todos
creían una figura meramente simbólica y nada peligrosa. Y tampoco me
sirve ese otro consuelo de quienes dicen: “Pero no, lo sacarán del
cargo, lo destituirán como presidente, el sistema americano no le
permitirá desbarrar”, porque, aunque lo echen, habrá otro Trump que
ocupe su puesto. El problema es la crisis de la credibilidad
democrática, y en tanto en cuanto no solucionemos eso, nuestro barco irá
a la deriva. Pero claro, como no queremos creer en la amenaza que suponen los
diversos Trump, seguimos sin hacer los cambios necesarios, como tampoco
los hacemos con el calentamiento global. Miramos sus modos grotescos, su
pinta estrafalaria, su flequillo ridículo, y nos reímos. Pero es que
este payaso tiene la llave del maletín nuclear. Como me dijo el otro día
la formidable periodista Soledad Gallego Díaz, Trump es una completa
anomalía y no debemos dejar que se nos olvide. Cierto: no podemos
normalizar a Trump, nunca, jamás, para poder seguir viendo su peligro y
obligarnos a actuar en consecuencia.
¿Oír o escuchar? ¿Qué ha sucedido para que en el español de hoy todo se
“escuche”, hasta las cosas más grotescas y menos escuchables?
COMO quien oye llover. Dios te oiga. Oye tú, ¿qué te crees?
Oiga, ¿me permite una pregunta? Oído (es decir, enterado). Oyó las
campanadas del reloj, eran las dos. No quiero oír una queja más. Oí un
ruido espantoso. He oído que tienes novia. Oír, ver y callar. Se oyeron
disparos. OMO quien oye llover. Dios te oiga. Oye tú, ¿qué te crees? Oiga, ¿me
permite una pregunta? Oído (es decir, enterado). Oyó las campanadas del
reloj, eran las dos. No quiero oír una queja más. Oí un ruido espantoso.
He oído que tienes novia. Oír, ver y callar. Se oyeron disparos. Como
lo oyes. No oigo bien con este oído. ¡Oiga usted!
Todas estas expresiones están a punto de desaparecer o van desapareciendo de nuestra lengua. El porqué es un misterio. Resulta difícil determinar cuándo los cursis
horteras (no son términos excluyentes, sino que con frecuencia van
juntos) decidieron que el verbo “oír” era “malsonante” o por lo menos no
“fino”, algo tan absurdo como dictaminar lo mismo respecto al verbo
“ver”. A diferencia de cien mil otras aberraciones, esta no procede del
inglés mal traducido: en esa lengua aún se distingue perfectamente entre
“to hear” y “to listen”, “oír” y “escuchar”
respectivamente. Tampoco es un catalanismo contagiado por los muchísimos
catalanes con protagonismo en la radio y en la televisión nacionales. Ellos, en su lengua, diferencian y no confunden “sentir” y “escoltar”.
¿Qué ha sucedido para que en el español de hoy todo se “escuche”, hasta
las cosas más grotescas y menos escuchables? Si me ocupo de la cuestión
es, lo confieso, porque me saca especialmente de quicio. La
suplantación se da por doquier: en los telediarios, en las películas y
series (teóricamente escritas por guionistas que deberían conocer
mínimamente su lengua), en el habla de la gente, hasta en novelas y en
este diario, que en tiempos remotos presumía de estar escrito
correctamente. (Hace poco leí en un titular que no sé cuántas personas
“atenderán a la toma de posesión de Trump”, en vez de “asistirán”, que
es lo que significa “to attend” en el inglés que ya pocos traducen; la mayoría se limita a trasponerlo tal cual, aunque incurra en disparates.)
Como lo oyes. No oigo bien con este oído. ¡Oiga usted! Oigo o leo continuamente incongruencias de este calibre: “Escuché
disparos”. “Se escuchó una explosión tremenda”. “El teléfono va mal, no
te escucho”. “Me seguían, o al menos escuché pasos a mi espalda”. “Se
escucharon las campanas de la iglesia”. “No te he escuchado llegar”. “Sin querer, escuché lo que le decías”. “Se escucha un gran alboroto”. Y
quizá mi favorita: “Llego tarde porque no he escuchado el despertador”
(oída, lo juro, en una veterana serie de televisión). Da vergüenza
explicar cosas obvias, pero es el signo de nuestros tiempos. (Tiempos
inútiles, sin interés y sin avance, si hay que repasar el abecedario
continuamente y en todos los ámbitos.) “Oír” y “escuchar” se pueden usar
indistintamente en algunas –pocas– ocasiones. Se puede oír o escuchar
música, la radio, una conferencia, un discurso. Pero ni siquiera en esos casos los dos verbos son absolutos sinónimos. “Escuchar” implica siempre duración y deliberación. Es decir, que lo
escuchado no sea efímero y que por parte del oyente haya voluntad de
atender, de prestar cierta atención, aunque sea distraída. “Oír” no
implica por fuerza ninguna de esas dos cosas, más bien presupone
involuntariedad. Las explosiones, los tiros, los ruidos inesperados, los
alaridos, el despertador, así pues, no se escuchan, sino que se oyen. Su sonido alcanza los oídos, independientemente de que éstos quieran o
no oírlo.
La distancia entre los verbos es parecida (no idéntica) a la existente
entre “ver” y “mirar”. Nadie diría (aún): “Ayer miré a Jacinto entrar en
un bar de putas”, sino “Ayer vi …” La acción de entrar es muy breve, no
puede “mirarse”. Tampoco es que estuviéramos apostados a la puerta del
bar para controlar quiénes entraban, sino que por casualidad –no
intencionadamente– vimos a Jacinto en mal momento. De la misma
forma, asegurar que se “escucharon” petardos, o pasos, o voces, es una
sandez y una cursilería. Hace ya unos veinte años escribí un artículo titulado “Breve y
arbitraria guía estilística para detectar farsantes”. Mencionaba
expresiones o latiguillos que a mí –reconocía que mi subjetividad mandaba– me servían para saber en seguida si quien escribía o hablaba era un impostor,
un mentecato, un cantamañanas o incluso un hipócrita. Al cabo de tanto
tiempo, quizá debería actualizar esa “guía” algún domingo. Vaya hoy por
delante mi desconfianza hacia cuantos utilizan “estar en sus zapatos”,
que han copiado literalmente de las novelas y series americanas porque
les parece más “cool” –como se dice hoy en castellano– que sus
equivalentes españoles más certeros, “ponerse en la piel del otro” o
“no me gustaría estar en su pellejo”. También veo farsantes en cuantos
utilizan el adjetivo “emocional”, que ha desterrado “sentimental” o
“emotivo”, según los casos y las circunstancias. De lo que no me cabe
duda es de que son pretenciosos catetos los que lo “escuchan” todo,
hasta el grito de una persona o el ladrido de un perro en mitad de la
noche.
O viceversa, que todo puede llegar a ser, al paso que vamos.