Por eso tenemos implantados en lo más profundo de nuestra cabeza una serie de pensamientos consoladores en los que creemos de forma natural, aunque sean falsos.
Por ejemplo: nos aferramos a la intuición de que el progreso existe y de que las cosas sólo pueden ir a mejor.
Es una idea carente de fundamento; basta con echarle una ojeada a la historia para darse cuenta de que, si aguzamos el oído, aún podemos oír el estruendo de las civilizaciones al derrumbarse. Sociedades intelectualmente muy desarrolladas, como la Grecia de Pericles, dieron paso a siglos de brutalidad y oscuridad.
La idea del progreso es un espejismo, y todos los logros sociales que tenemos, tan duramente conseguidos por la lucha de millones de individuos a lo largo del tiempo, pueden desaparecer en un instante.
Otro truco al que recurren las neuronas para ayudarnos a vivir es quitarle importancia a los peligros ante los que no sabemos cómo reaccionar.
Quiero decir que, si de repente nos encontramos en la calle a un tigre, nuestra mente nos pondrá de inmediato en situación de máximo rendimiento y máxima alerta.
Ríos de adrenalina circularán por nuestras venas y saldremos corriendo tan deprisa que probablemente nunca nos hubiéramos supuesto tan veloces.
Ahora bien, si la amenaza es enorme y difusa, si escapa a nuestra respuesta animal inmediata, lo que hace el cerebro es minimizar el riesgo para bajar nuestro nivel de angustia.
Una estrategia muy ingeniosa desde el punto de vista orgánico, pero fatal en cuanto a la gestión social del problema.
Es lo que ha pasado con el calentamiento global; la gente se resistía y se resiste a creer en la tremenda calamidad que se nos viene encima.
Si hubiéramos sido capaces de asumir el verdadero riesgo del cambio climático cuando los expertos empezaron a alertarnos, quizá hubiéramos podido pararlo.
En cambio, nos decimos con supuesta pero en realidad perversa lógica: “No es posible, no puede suceder algo tan terrible, no vamos a ser precisamente nosotros la generación del apocalipsis”. Pero es que los apocalipsis ocurren y le ocurren a alguien.
La epidemia de peste negra de 1348, que mató en un año a entre la mitad y los tres cuartos de la población europea y que produjo un impacto del que el continente tardó en recuperarse dos siglos, le pasó a una generación concreta que tuvo mala suerte.
Pues bien, me temo que ese deseo de minimizar el riesgo también está actuando, a otro nivel, con Donald Trump.
Estoy harta de escuchar tranquilizadoras, esperanzadas frases del tipo de: “Nooooo, luego en el cargo se moderará, luego la política la harán sus asesores, esto es solo fachada, bravatas, apariencia, luego en realidad no cambiará casi nada”.
Siempre se dijo lo mismo de los monstruos; de Hitler, por ejemplo, que firmó un pacto con Rusia (estremecedor paralelismo) y a quien nos esforzábamos en ver inofensivo (al principio incluso hubo millonarios judíos que le dieron dinero para detener el auge del marxismo); o del ayatolá Jomeini, a quien todos creían una figura meramente simbólica y nada peligrosa.
Y tampoco me sirve ese otro consuelo de quienes dicen: “Pero no, lo sacarán del cargo, lo destituirán como presidente, el sistema americano no le permitirá desbarrar”, porque, aunque lo echen, habrá otro Trump que ocupe su puesto.
El problema es la crisis de la credibilidad democrática, y en tanto en cuanto no solucionemos eso, nuestro barco irá a la deriva.
Pero claro, como no queremos creer en la amenaza que suponen los diversos Trump, seguimos sin hacer los cambios necesarios, como tampoco los hacemos con el calentamiento global.
Miramos sus modos grotescos, su pinta estrafalaria, su flequillo ridículo, y nos reímos.
Pero es que este payaso tiene la llave del maletín nuclear.
Como me dijo el otro día la formidable periodista Soledad Gallego Díaz, Trump es una completa anomalía y no debemos dejar que se nos olvide.
Cierto: no podemos normalizar a Trump, nunca, jamás, para poder seguir viendo su peligro y obligarnos a actuar en consecuencia.
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