Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

5 feb 2017

Noche para el tesón de Raúl Arévalo....................... Gregorio Belinchón

Los Goya premian el empeño del actor por levantar ‘Tarde para la ira’, su primera película, en una noche en la que ‘Un monstruo viene a verme’, de Bayona, obtiene nueve 'cabezones'

El actor y director Raúl Arévalo posa con el Goya a la Mejor dirección novel por 'Tarde para la ira', en la gala de los Premios Goya. JUANJO MARTÍN (EFE) TVE/Quality

Los dos grandes triunfadores de la 31ª edición de los premios Goya, Raúl Arévalo y J. A. Bayona, llevan dentro el orgullo de ser chavales de barrio.
 De barrios populares, humildes. De esos que nacieron de la inmigración que en el franquismo abandonó en masa los pueblos y arribó a suburbios y ciudades dormitorio. 
Uno creció en el barcelonés Trinitat Vella; el otro, en Móstoles. Uno recuerda el impacto que tuvo en su niñez Superman. 
 El otro no es capaz de acordarse de su primera vez en una sala, pero sí de E. T. el extraterrestre y de ser el socio 131 del videoclub Iris, donde se hinchó a alquilar películas de Bruce Lee.

Anoche sus pasos se cruzaron de nuevo.
 El primero, el barcelonés, Juan Antonio García Bayona, se llevó nueve goyas con su tercer largometraje, Un monstruo viene a verme, entre ellos el de mejor dirección, en una ceremonia celebrada a tres semanas de que empiece el rodaje de su salto a Hollywood, Jurassic World 2.
El otro, el triunfador de la gala, Raúl Arévalo Zorzo, colocó su película Tarde para la ira en lo más alto, al obtener el galardón al mejor filme.
 El palmarés lo completaron los premios a mejor guion original, dirección novel (segundo cabezón para Arévalo) y mejor actor de reparto (Manolo Solo).
Arévalo soñó durante años con dirigir una película.
 En medio se cruzó la actuación, y a ella se dedicó, goya incluido por Gordos. 
 El proyecto de Tarde para la ira es un sueño acariciado durante nueve años.
 Y ese primer largometraje cierra en cierto modo un periodo de su vida, que comenzó a sus 11 años, cuando realizó su primer corto, Super Agente 000, en el mismo corral de la casa de su abuela (en el pueblo segoviano del que procede su familia, Martín Muñoz de las Posadas) en la que se rodó una de las secuencias inolvidables de Tarde para la ira.

Venganza en 16 mm

Al arrancar la ceremonia, el presentador Dani Rovira le dedicó esta frase: “Once nominaciones a la primera.
 Raúl, mete la segunda que el cine te lo está pidiendo”. Hasta que eso suceda, Arévalo puede estar tranquilo de haber hecho la película que quería: un thriller tallado en la venganza en súper 16 mm, un formato que no se puede revelar en España. 
Por ello, al acabar cada jornada, el material volaba a Rumania.
 Lo hizo así porque creía en esa estética, porque necesitaba que hubiera grano y sudor en la pantalla, secarral castellano y vecindario madrileño, que los personajes sonaran a reales.
Y la cosa le ha funcionado porque se ha rodeado de sus amigos, actores poderosos como Antonio de la Torre, Luis Callejo, Manolo Solo, Raúl Jiménez o Ruth Díaz. 
Y porque una productora, Beatriz Bodegas, de La Canica Films, hipotecó su casa para sacar adelante un proyecto sin una televisión privada detrás.

Tarde para la ira —esa película en cuya coctelera, más bien botijo, se mezclan Gomorra, los Dardenne, Jacques Audiard, Perros de paja y Carlos Saura— es el cuarto filme de un debutante que gana el Goya a la mejor película.
 Y lo ha hecho con un presupuesto de dos millones de euros. Nada comparados con los 25 con que ha contado Bayona para rodar Un monstruo viene a verme, que se llevó la mayor parte de sus distinciones en categorías de esas que se conocen como técnicas.
Emma Suárez, otro de los rostros de una noche en la que se escucharon llamamientos al Gobierno para que apoye más al cine español, reclamaciones de una mayor presencia femenina y reivindicaciones de índole laboral en el gremio de los actores, también sabe qué es bregar por su independencia. 
Suárez hizo doblete, algo que no había logrado ningún intérprete desde Verónica Forqué en 1987. Ganó dos goyas: como actriz protagonista por Julieta, de Pedro Almodóvar, y como actriz secundaria por La próxima piel, de Isaki Lacuesta. Habían pasado 20 años desde su primer cabezón por El perro del hortelano. “¡Hagamos películas!”, gritó desde el escenario.


 

Un nuevo miembro de la familia..........................Silvia Hernando

TODAVÍA NO vivimos en el año 2062, pero el futuro que auguraban Los Supersónicos, la serie de dibujos de Hanna-Barbera, ya se ha instalado en la realidad. 
Hace tiempo, de hecho, que los robots domésticos irrumpieron en muchos hogares, aunque ninguno con la gracia de Robotina, la adorable sirvienta de aquella familia animada.
 Con Kuri, recién presentado en el Consumer Electronics Show de Las Vegas, lo que entra ahora por la puerta es precisamente eso, un compañero, un nuevo ocupante de la casa capaz de aprender e interactuar con su propia personalidad, expresada con sonidos, luces y miradas.
. Preocupados por conferirle un aspecto agradable, desde la start-up Mayfield Robotics recurrieron a un exanimador de Pixar, creadora de entrañables androides como WALL·E, para diseñar sus movimientos.
 Así que Kuri, que se empezará a vender en EE UU a finales de año por 699 dólares (654 euros), pestañea, agacha la cabeza y, si procede, hasta hace ojitos a sus dueños.
 Este autómata, de algo más de seis kilos de peso y medio metro de altura, reconoce las voces y vigila el domicilio con su cámara. 
Sin chocarse, patrulla las habitaciones sobre tres ruedas. 
Si percibe algo extraño, como un sonido fuera de lo común, avisa vía iPhone.
 Si todo está en orden, para su regreso le pondrá un poco de música y leerá un libro a los niños antes de irse a la cama

Llaves, cuerdas, cadenas, sombreros….............Juan José Millás

COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS
EL PIE DE FOTO decía: “Carl Jung lee en su casa en Küsnacht (Suiza) en 1949”. Pero por Dios, ¿en qué parte de la casa? ¿En el salón acaso, en su despacho, tal vez en la cocina? No es fácil deducir, observando el entorno, en cuál de las habitaciones lo sorprendió el fotógrafo. 
Y vestido, por cierto, de traje, corbata y zapatos negros bien pulidos. 
Hay un contraste inexplicable entre su elegancia y las prendas que cuelgan de la pared. 
La disposición de los bancos, así como la mesa y la silla que se aprecia parcialmente en el primer plano de la imagen, sugieren que se trata de un sitio de estar.
 Pero de estar en qué postura.
 Desplacen la vista, si no, al conjunto de cuerdas y cadenas que parecen preparadas para una sesión de sado-maso. 

Carl Jung Reading 
 
Ve uno distraídamente la imagen en el periódico, y pasa de página, porque lo hacemos todo deprisa deprisa, siempre en busca de lo de detrás, pero cuando ha llegado ahí, a lo de atrás, se dice: coño, en esa foto ocurría algo. 
De modo que retrocede, vuelve a observarla y comprueba, en esta ocasión de manera consciente, que algo no encaja.
 Pero no encaja con la normalidad con la que no encajan los materiales de los sueños. ¿Jung leía normalmente en una mazmorra medieval repleta de símbolos como los que ­adornan las paredes? No es todo: fíjense en el manojo de llaves depositadas sobre la mesa.
 ¿Qué espacios abisales abrirán?, nos preguntamos.
 Y después se nos ocurre el pie de foto que habríamos escrito nosotros: “Carl Gustav Jung, vestido para ­recibir, lee y fuma en el fondo de su subconsciente”.
 Ahora ya podemos pasar de página.

Recordando el peligro..........................Rosa Montero

Trump es una completa anomalía. Jamás podemos normalizarle, para seguir viendo su peligro y obligarnos a actuar en consecuencia.

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
EL CEREBRO es un afanoso constructor de certidumbres. Necesitamos darle una apariencia de destino al caos del mundo, y las neuronas se ponen a la labor como un solo hombre.
 Por eso tenemos implantados en lo más profundo de nuestra cabeza una serie de pensamientos consoladores en los que creemos de forma natural, aunque sean falsos.
 Por ejemplo: nos aferramos a la intuición de que el progreso existe y de que las cosas sólo pueden ir a mejor.
Es una idea carente de fundamento; basta con echarle una ojeada a la historia para darse cuenta de que, si aguzamos el oído, aún podemos oír el estruendo de las civilizaciones al derrumbarse. Sociedades intelectualmente muy desarrolladas, como la Grecia de Pericles, dieron paso a siglos de brutalidad y oscuridad.
 La idea del progreso es un espejismo, y todos los logros sociales que tenemos, tan duramente conseguidos por la lucha de millones de individuos a lo largo del tiempo, pueden desaparecer en un instante.
Otro truco al que recurren las neuronas para ayudarnos a vivir es quitarle importancia a los peligros ante los que no sabemos cómo reaccionar.

 Quiero decir que, si de repente nos encontramos en la calle a un tigre, nuestra mente nos pondrá de inmediato en situación de máximo rendimiento y máxima alerta. 
Ríos de adrenalina circularán por nuestras venas y saldremos corriendo tan deprisa que probablemente nunca nos hubiéramos supuesto tan veloces. 

Ahora bien, si la amenaza es enorme y difusa, si escapa a nuestra respuesta animal inmediata, lo que hace el cerebro es minimizar el riesgo para bajar nuestro nivel de angustia.
 Una estrategia muy ingeniosa desde el punto de vista orgánico, pero fatal en cuanto a la gestión social del problema.
 Es lo que ha pasado con el calentamiento global; la gente se resistía y se resiste a creer en la tremenda calamidad que se nos viene encima.
 Si hubiéramos sido capaces de asumir el verdadero riesgo del cambio climático cuando los expertos empezaron a alertarnos, quizá hubiéramos podido pararlo. 
En cambio, nos decimos con supuesta pero en realidad perversa lógica: “No es posible, no puede suceder algo tan terrible, no vamos a ser precisamente nosotros la generación del apocalipsis”. Pero es que los apocalipsis ocurren y le ocurren a alguien.
 La epidemia de peste negra de 1348, que mató en un año a entre la mitad y los tres cuartos de la población europea y que produjo un impacto del que el continente tardó en recuperarse dos siglos, le pasó a una generación concreta que tuvo mala suerte.
 Pues bien, me temo que ese deseo de minimizar el riesgo también está actuando, a otro nivel, con Donald Trump.
 Estoy harta de escuchar tranquilizadoras, esperanzadas frases del tipo de: “Nooooo, luego en el cargo se moderará, luego la política la harán sus asesores, esto es solo fachada, bravatas, apariencia, luego en realidad no cambiará casi nada”. 
Siempre se dijo lo mismo de los monstruos; de Hitler, por ejemplo, que firmó un pacto con Rusia (estremecedor paralelismo) y a quien nos esforzábamos en ver inofensivo (al principio incluso hubo millonarios judíos que le dieron dinero para detener el auge del marxismo); o del ayatolá Jomeini, a quien todos creían una figura meramente simbólica y nada peligrosa.
 Y tampoco me sirve ese otro consuelo de quienes dicen: “Pero no, lo sacarán del cargo, lo destituirán como presidente, el sistema americano no le permitirá desbarrar”, porque, aunque lo echen, habrá otro Trump que ocupe su puesto. 
El problema es la crisis de la credibilidad democrática, y en tanto en cuanto no solucionemos eso, nuestro barco irá a la deriva.
Pero claro, como no queremos creer en la amenaza que suponen los diversos Trump, seguimos sin hacer los cambios necesarios, como tampoco los hacemos con el calentamiento global.
 Miramos sus modos grotescos, su pinta estrafalaria, su flequillo ridículo, y nos reímos. 
Pero es que este payaso tiene la llave del maletín nuclear.
 Como me dijo el otro día la formidable periodista Soledad Gallego Díaz, Trump es una completa anomalía y no debemos dejar que se nos olvide.
 Cierto: no podemos normalizar a Trump, nunca, jamás, para poder seguir viendo su peligro y obligarnos a actuar en consecuencia.